CAPÍTULO 31. JUAN DIEGO ES REPUDIADO POR LOS SUYOS

   Fray Martín de Valencia estaba transportado a un nivel de sublime misticismo en cuya vecindad había devotamente deambulado toda su vida, sus humedecidos ojos brillaban al ritmo de su frecuente parpadeo y su cuerpo comunicaba mensajes de total éxtasis.

- Dime Juan Diego ¿¡Cómo fue que te acercaste a esta divina gracia!? ¿Cómo te sientes después de tamaña bendición?

El misionero habló en Náhuatl, idioma que se había empeñado en dominar desde que llegó en 1524 a las Indias Occidentales liderando a doce franciscanos que iniciaron la cristianización del Nuevo Mundo.

Esos trabajos tuvieron como guía el estudio de las creencias religiosas locales, iniciado un año antes por Juan de Tecto, Juan de Ahora y Pedro de Gante.

- Fray Martín... no entiendo lo que pasó –Juan Diego balbuceó-, le juro que estoy muy sorprendido y me pregunto por qué yo.

- Así es como debe ser hijo mío, solo los que se sienten con honestidad indignos de la gracia son los que la merecen.

Pero dime, en tu corazón debes sentirte regocijado ¿no?, ¿cómo sientes en tu interior la presencia del señor?

- Padrecito, yo... yo no siento nada que no sea desconcierto, amo a Nuestra Madrecita y sé que me ama, pero no entiendo como es que esta imagen llegó a mis ropas.

He sentido tormenta y paz al mismo tiempo, temor y fortaleza, alegría y tristeza... yo... no sé, no merezco, no... entiendo.

- Ya veo hijo mío que no estabas preparado para este portento, pero no te sientas mal, nadie podría haberlo estado, ahora lo importante es hacer la voluntad de nuestra santísima madre.

Ya me informó fray Juan de su decisión y me hace muy feliz que sea relativa a adorar a nuestra señora en el Tepeyac, y también me parece muy prudente limitar la adoración a quienes acepten con antelación el sacramento del bautizo, aunque me dicen que tú prefieres que sean bautizos como los que yo alguna vez he hecho ¿no?

- Sí padrecito pero sin pretensión de ser obstáculo, yo siento que las gentes de mi pueblo que se han mantenido alejados y ocultos no se acercarán al Tepeyac si no se les da alguna garantía de que no serán castigados como en ocasiones anteriores.

Además, los que pertenecen a familias que fueron importantes en el pasado temen recibir represalias al declarar su linaje.

- Ya veo... por eso piensas que si para el bautizo solo registramos el nombre cristiano que pidan como gracia, la edad y el lugar de residencia, sin preguntar linaje e historial, no habrá ninguna objeción ¿es así?

Juan Diego sintió que era el momento de ejercer presión y añadió con entusiasmo.

- ¿En ceremonias que incluyan a cientos y posiblemente miles en el cerro del Tepeyac?

Martín de Valencia buscó con la vista la aprobación de Zumárraga y la obtuvo.

- Sí, y entonces... ¿cuál sería tu opinión?

- Que muy pronto los nuevos bautizados serán miles de miles.

Nuevamente el buen fraile volteó hacia Zumárraga y éste a Pedro de Gante, los tres experimentaron un reprimido regocijo y cada uno lo vivió en su interior de diferente forma e intensidad.

Juan Diego fue invitado a salir del despacho y retraerse en su habitación sin recibir más información sobre su pospuesto regreso a casa, el disciplinado guerrero calló y obedeció sin chistar.

Ya en su aposento mantuvo encendida la candela de cera cerca de tres horas, cuando la apagó hizo el intento de dormir pero no pudo.

Poco después de la media noche, la luz que entraba por arriba de la puerta se desvaneció y escuchó como la aldaba que aseguraba la puerta era elevada.

Súbitos torrentes de adrenalina pusieron todo su ser en alerta.

Estaba recostado en el camastro dando la espalda a la puerta, así que como medida precautoria giró su cuerpo fingiendo estar dormido, la oscuridad era total y ello facilitó que la luminosidad de la luna revelara que la puerta se abría amenazadoramente silenciosa.

No lo sabía, pero esa tarde los goznes habían sido lubricados por uno de los guardias tlaxcaltecas.

Un destello anunció la presencia de un puñal en la mano del intruso, Juan Diego se preparó para repeler el ataque deslizando lentamente sus manos dentro de las mantas.

Esperó inmóvil hasta el último momento y detuvo el fatal golpe sosteniendo con ambas manos el brazo que blandía el amenazante hierro.

Asiendo los antebrazos del agresor Juan Diego se puso de pie, pero recibió un impetuoso empellón que causó que al caer rompiera los tablones de la cama.

En un extraño movimiento sin que Juan Diego soltara a su atacante, los dos se pusieron de pie nuevamente para continuar la estrepitosa lucha.

En violentos giros arrastraron la silla, el trípode y el recipiente con agua que había colocado ahí María Negra.

La robusta puerta se abrió con brusquedad y cuatro guardias se precipitaron al escenario del alboroto portando antorchas y masas.

Juan Diego no tenía indicios de si los recién llegados acudían en su ayuda o de su agresor, así que decidió prepararse para todo y empujando a su contrincante con todas sus fuerzas logró enviarlo trastabillando hacia atrás unos dos metros hasta que se estrelló contra la pared.

Los guardias rodearon al intruso dejando a Juan Diego fuera del círculo, eso hizo claro que estaban ahí para protegerlo.

El asaltante miró a su derredor con angustia y sin dudarlo un instante se degolló con su daga.

De la misma repentina manera en que la quietud de la noche fue interrumpida, el ruido y los gritos cedieron el paso a un silencio que ni chapulines y demás insectos nocturnos se atrevieron a profanar.

Antes de que alguno de los presentes alcanzara a hacer algún movimiento, se les sumaron dos hombres armados de espadas y con pinta de españoles que presidían a fray Juan, a fray Martín y a fray Pedro, siendo que éste último contra su costumbre, se había quedado a pernoctar en la casa obispal.

El primero en hablar fue Martín de Valencia quien se dirigió en Náhuatl a Juan Diego.

- ¡Hijo mío!, ¿qué sucedió aquí?, ¿¡quién es ese hombre!? –Dijo señalando al sangrante despojo-

- No lo sé padrecito no lo conozco, pero trató de matarme.

- ¿Tú lo mataste?

- No, él lo hizo cuando se vio rodeado por los guerreros.

Martín de Valencia giró entonces hacia fray Juan de Zumárraga.

- ¿Qué está sucediendo fray Juan?, ¿cómo es posible que esto pase?

- No tengo idea fray Martín.

En previsión de algo así ordené desde anteayer una especial vigilancia de esta habitación.

¿Por qué no se siguieron mis instrucciones?

Preguntó Zumárraga al capitán de los guardias, quien era tlaxcalteca, vestía a la usanza española y seseaba, pero no portaba espada.

- Sí se siguieron señor, nuestro centinela fue el primero en morir.

- ¡Válgame Dios!, –expresó Zumárraga desencajado-

¿Cómo pudo entonces este malnacido llegar hasta acá?

- Lamento informarle que formaba parte de mi grupo desde hace casi un año, lo primero que concluyo es que es un mexica infiltrado en nuestro ejército.

Cuauhtlátoatzin seguía penosamente la conversación en español entre el tlaxcalteca y el obispo pero pudo entender lo fundamental y la posibilidad de que su agresor hubiese sido un mexica le pareció tristemente verosímil.

Zumárraga, no acertando a entender la razón del atentado, se estrujaba el cerebro para establecer un escenario en el que todo lo acontecido tuviera algún sentido.

Tal incertitud lo llevó a concluir que era necesario adelantar y hacer ajustes al programa que había diseñado con el consejo de fray Pedro y fray Martín.

- Juan Diego –tradujo fray Martín- al alba iremos al Tepeyac, de ahí tal vez proseguiremos a Tulpetlac para ver a tu tío.

Además... a partir de este momento ordenaré que se te asignen dos custodios que te acompañarán constantemente.

El plan original era salir a media mañana y avisar a Juan Diego cuando ya todo estuviese listo para partir, esto para no darle la más mínima oportunidad de que informara, a quien tuviera que informar, que se preparara para la visita.

Cambió de idea porque temió que los rosales del Tepeyac, si es que existían, podrían también ser agredidos antes de que él los viera.

Dobló la vigilancia de Juan Diego para darle mayor seguridad, pero íntimamente le dio más peso a impedir que pasara cualquier tipo de mensaje al exterior.

La guardia de corps asignada quedó compuesta por dos jóvenes y robustos tlaxcaltecas cuya presencia jugó un importante papel en el definitivo alejamiento de Cuauhtlátoatzin con el movimiento de insurrección al que tan fielmente servía, y del que ya había comenzado a recibir rechazos.

Por el resto de la noche Juan Diego tuvo otra habitación y se la pasó elucubrando sobre el atentado que acababa de sufrir.

Todo indicaba que el señor Coatlátoa había sido el promotor, pero se negó a aceptar tal conclusión.

Años después, cuando ya ambos estaban ancianos, José García Iztacoyotltzin le reveló que efectivamente así había sido y que la intención fue evitar que sus ideas pudieran contaminar a otros.

El amanecer anunciado por los descoordinados trinos de los pájaros que se atestaban en los árboles de la casa obispal, lo encontró sentado en el suelo con las piernas cruzadas.

Apenas salió al corredor fue notificado por los centinelas que ya todo estaba listo para partir y que él era el único que faltaba, pero que por órdenes del obispo debía desayunar antes.

Se dispuso a acatar, pero antes visitó la caseta sanitaria y se lavó el torso, brazos y cabeza, con agua del pozo.

Cuando entró a la cocina María Negra le obsequió la más amplia de sus sonrisas y lo sentó en la cabecera.

No se había enterado de lo acontecido durante la noche, porque su despreocupada alma le permitía dormir en sólida paz.

Debido a eso pensó que la presencia de los tlaxcaltecas era en agravio de Juan Diego y en represalia decidió que no les ofrecería ni un jarro de agua.

Como de costumbre Juan Diego comió muy poco con relación a las expectativas de la entusiasta cocinera y terminó convencido de que ya había ingerido lo suficiente para el resto del día.

Al comenzar a cruzar la cocina para salir, sus cuidadores se colocaron uno delante y otro atrás de él.

María Negra, siguiendo el impulso de su animadversión hacia ellos, no tuvo empacho en ordenarles que llevaran al carruaje los dos canastos en donde cuidadosamente había colocado abundantes embutidos, carne seca, queso, alubia cocida en polvo, ajos, cebollas, sal y cuatro hogazas de pan, para los tres franciscanos y Juan Diego.

No pudiendo negarse a llevar el bastimento de tan importantes personajes, los guerreros obedecieron en total desconcierto.

Juan Diego se regocijó por la manera en que la usualmente sumisa mujer había impuesto su voluntad.

Al salir del obispado confirmó que efectivamente todo estaba listo para partir.

Un carruaje de cuatro caballos con el conductor en su puesto y los tres franciscanos a bordo.

Veinte soldados tlaxcaltecas con casco de metal, peto prehispánico, pantalones, calzado indígena, armados con arco y flechas, estaban también prestos para la jornada.

Junto a ellos cuatro huejotzincas que a súplicas habían forzado su presencia para cuidar a fray Martín.

Completaban el cuadro dos soldados españoles en sus cabalgaduras, con peto prehispánico y armados con mosquete y espada.

Ellos eran los guardias de corps que Cortés había asignado desde años atrás a fray Pedro de Gante en virtud de su real linaje, cosa que no era del gusto del religioso y con frecuencia evitaba ser custodiado fuera del convento, pero esa fue una de esas ocasiones en que Cortés no cedió.

- Aquí viene nuestro profeta –dijo fray Martín a Zumárraga con entusiasta alegría-

- Sí fray Martín.

La repuesta de Zumárraga fue llana e inexpresiva.

Se sentía incómodo por estar cumplimentando la propuesta de fray Martín, de brindar a Juan Diego las consideraciones de un auténtico iluminado por la Santísima Virgen de Guadalupe.

Sacó cabeza y brazo por la ventanilla para invitar a Juan Diego a subir y éste sin poder disimular su sorpresa obedeció y sentó al lado de fray Pedro.

Era su primera vez a bordo de un carruaje halado por caballos.

En cuanto las ruedas comenzaron a girar, constató lo superlativamente incómodo que resultaba ese medio de transporte comparado con las andas.

La experiencia le hizo sentirse orgulloso de conocer mejores soluciones que las presumidas por los petulantes invasores.

Zumárraga se solazó con la idea de estar mostrando a Juan Diego los privilegios de la vida civilizada.

No pensaban así ni Pedro de Gante ni Martín de Valencia, quienes sabían que ningún europeo de los avecindados en la Nueva España, había tenido jamás las comodidades que había disfrutado en el pasado un señor azteca de mediana categoría como Juan Diego.

La lista de tales comodidades era larga.

Incluían las andas de viaje, las hamacas, los baños de temazcal, las duchas con agua en cascada, retretes higiénicos y sin olores, las paredes y techos térmicos de las casas, una enorme variedad de delicias culinarias, el agua de manantial de pureza insuperable, y todo, absolutamente todo en un ambiente de limpieza incomprensible en una Europa de costumbres mayoritariamente medievales.

Al llegar al Tepeyac el carruaje se acercó lo más posible a sus faldas y los tres religiosos junto con Juan Diego iniciaron el ascenso flanqueados por los huejotzincas y seguidos por los dos soldados españoles a caballo.

Todos ellos rodeados por los guerreros tlaxcaltecas que los habían acompañado desde el obispado, más cuatro de los que montaban guardia en el lugar.

En una pequeña planicie encontraron los rosales con las numerosas flores que Juan Diego no había cortado, la humedad de la tierra evidenciaba que habían sido regados y la ausencia de pétalos secos que habían sido protegidos del frío.

Los tres franciscanos se pusieron de rodillas, Juan Diego los imitó sin salir de su asombro porque no esperaba de los sacerdotes esa manifestación de pleitesía a los rosales, el resto de la comitiva incluidos los españoles se mantuvo en pie.

Tras incorporarse, fray Martín pidió la venia de Zumárraga para celebrar una misa en ese mismo instante, el permiso fue concedido pero a condición de que no se comunicara a los presentes el origen de los rosales, ni se mencionara la milagrosa aparición.

Así fue como en la mañana del 14 de Diciembre de 1531 se celebró la primera misa cristiana en el cerro del Tepeyac.

Al terminar la ceremonia Zumárraga pidió a uno de los soldados españoles que anunciara un momento de reposo mientras él decidía sobre si continuar la jornada o regresar a México.

Fray Martín de Valencia, quien era el más lleno de alegría, aprovechó el receso para hacer la pregunta que Zumárraga, de Gante y Juan Diego también se hacían sin proceder a plantearla.

- ¿Quién habrá regado estos rosales?

Y antes de que alguno confesara su ignorancia, se escuchó la respuesta proveniente de uno de los soldados tlaxcaltecas que se habían incorporado al grupo en las faldas del cerro.

- Fui yo fray Martín, porque mi capitán me ordenó revisar toda el área para investigar sobre la manera en que el mexica que viene con ustedes había burlado nuestra vigilancia, y cuando descubrí los rosales decidí cuidar de ellos.

Se trataba de Itzaxayac y Zumárraga lo identificó de inmediato como el joven guerrero que le había llevado la noticia de que Juan Diego había sido detenido, solo que ahora mostraba con nitidez un maduro moretón en el centro de su frente.

- Pues bien que has hecho hijo mío –aprobó fray Martín-, te pido que en adelante no dejes de proteger estas flores hasta que el señor obispo te indique lo contrario.

Dilucidado el enigma fray Martín preguntó a Zumárraga.

- Y... ¿qué ha decidido sobre lo de continuar a Tulpetlac?

- Pues que iremos ¿qué opina usted?

- Que no tengo duda de que quiero en verdad visitar la casa de Juan Diego y conocer de la salud de su buen tío, ¿sabía usted que yo fui quien lo bautizó?

- No fray Martín, yo más bien creía que esa tarea le había correspondido a fray Motolinía.

- Pues bien pudo haber sido así, pero según me recuerdo fray Motolinía bautizó a Juan Diego y yo a su tío ¿fue así Juan Diego?

Juan Diego dudó en responder porque no había entendido del todo la conversación entre los frailes.

- Padrecito... no entendí bien.

- Yo bauticé a tu tío y fray Motolinía a ti –repitió fray Martín en Náhuatl-.

- Así exactamente padrecito, pero entonces era fray Toribio y ahora ya se cambió el nombre.

Satisfecho por haber probado su punto, fray Martín tradujo la respuesta con rostro triunfante.

Cuando se reinició la marcha hacia el norte Juan Diego empezó a temer que no podría alertar a su tío sobre la necesidad de deshacerse de los dos rosales que aun permanecían en su invernadero.

Estaba rodeado de tlaxcaltecas y no se le ocurría la forma de burlarlos nuevamente.

Repentinamente escuchó un chillido de águila y supo al instante que se trataba de Chichilcuali informando de su cercanía.

Ahora solo tenía que encontrar la manera de hacer contacto con él.

Dado que las baldosas que otrora le daban regularidad al camino estaban muchas de ellas rotas o desniveladas, el carruaje brincaba y se bamboleaba sin descanso,

Juan Diego encontró en ello un perfecto pretexto para pedir la venia para caminar, arguyendo que el movimiento lo mareaba.

Tenía la seguridad de que una vez que estuviera fuera del carruaje su fiel subalterno encontraría la manera de acercársele sin levantar sospechas.

Pasados unos cinco minutos lo vio dirigirse a él por el mismo camino pero en sentido a Tenochtitlan.

Cargaba un enorme bulto de heno y como el convoy ocupaba toda la vía se orilló para darle paso franco.

Fingió sorprenderse de encontrar a su vecino y lo saludó con efusividad agitando los brazos sin acercarse un palmo.

Juan Diego le siguió la farsa y se manifestó ruidosamente muy contento de tan impremeditada coincidencia.

Le dijo en Náhuatl casi a gritos que se dirigía a su casa para conocer de la salud de su tío.

- ¿Lo viste el día de hoy? -Preguntó Juan Diego-

- No, lo lamento –contestó Chichilcuali- no sabía que estuviera enfermo, pero en cuanto regrese de Tenochtitlan lo visitaré.

Juan Diego se despidió de su amigo, no sin antes indicarle con señas de su código secreto que lo observara de lejos.

Chichilcuali se alejó con premura y ya fuera de la vista de los de la comitiva se deshizo de su carga y se regresó corriendo por veredas secundarias.

Al alcanzar al grupo se ocultó en las sombras de la floresta que bordeaba el camino y atestiguó el momento en que Cuauhtlátoatzin comenzó a repetir un mensaje a señas cada cinco pasos.

- Tío-oculta-flores-lejos.

Al hacerlo parecía niño que jugando con el viento, movía exageradamente los brazos, se tocaba la cara, el pecho y los muslos.

- ¿Qué te pasa Juan Diego?, ¿qué clase de danza es esa? -Preguntó en náhuatl fray Pedro asomando la cabeza por la ventanilla del carruaje-

- No es danza padrecito, es solo que la alegría no me cabe en el cuerpo y se sale por toda la piel ¡quisiera abrazar el viento y el cielo y las nubes!

- Sí ya veo, pero la verdad no es cosa que quede a tu edad ni a la sobriedad con que siempre te has comportado, te agradeceré que no sigas.

De inmediato Juan Diego acató la petición y ocultó la enorme inquietud que le producía no saber si el mensaje había sido recibido.

Al poco escuchó un fuerte chillido de águila, más agudo y prolongado que el anterior que llenó el entorno procediendo de atrás de la espesa arboleda, y supo que Chichilcuali había entendido la misión que le había encomendado a señas.

La caravana continuó avanzando con lentitud por temor a que las ruedas del carruaje se rompieran si se aceleraba el paso, eso y el uso de veredas dieron a Chichilcuali dos horas de ventaja.

Cuando Juan Diego entró a su casa lo acompañaron además de los tres franciscanos los dos soldados españoles y los dos tlaxcaltecas de su guardia personal.

Se dirigió al lecho tras una mampara donde supuestamente había dejado a su tío, no lo encontró y lo llamó a voces, al no obtener respuesta dedujo que se encontraba en el invernadero y hacia allá se encaminó presuroso, al entrar constató aliviado que había ahí dalias, orquídeas, alcatraces, muchas flores de noche buena, pero ningún rosal.

Del fondo de la larga nave surgió la figura del viejo jardinero incorporándose para saludar a su querido sobrino, su apariencia era excelente, cosa que llenó de alegría a Juan Diego quien corrió al encuentro de su amado pariente.

Al momento de abrazarlo le susurró el plan a seguir.

- Di que se te apareció una señora de bello rostro y te tocó la frente para sanarte.

Después se separó y añadió en voz alta también en Náhuatl.

- ¿Cómo es que estás tan lleno de vida? cuando te dejé estabas al borde de la muerte.

- Esa es una historia maravillosa querido sobrino, pero parece que no tan maravillosa como la que tú me tendrás que relatar y que te ha traído con tan distinguidos acompañantes.

¡Fray Martín, permítame besar su mano!

Lleno de contento Juan Bernardino saludó al sacerdote que le había regalado una esperanza de vida tras la destrucción de su mundo.

Acto seguido, con igual sincero cariño besó la mano a fray Pedro de Gante y sin permitir que se notara diferencia en su ánimo saludó también al Obispo de México fray Juan de Zumárraga, a quien en múltiples ocasiones había visto pero nunca saludado personalmente.

Fray Martín, quien por su sostenido estado de éxtasis místico no podía frenar su entusiasmo, fue el primero en hablar, lo hizo en Náhuatl mientras fray Pedro traducía para Zumárraga.

- Juan Bernardino ¿cómo te sientes? acabo de escuchar que estabas al borde de la muerte.

- Padrecito, me ha sucedido algo inesperado y sorprendente, pero por favor no me permita ser descortés, vamos a la casa para ofrecerles su humilde comodidad, que aunque indigna de tan importantes personas es mejor que este lugar.

Antes de abandonar su invernadero Juan Bernardino cortó un buen número de flores para adornar la casa en honras a los visitantes.

Al cruzar el patio pasaron junto a la construcción sin puertas ni paredes que los españoles llamaban cocina, pero que para los nativos del nuevo mundo, era el adoratorio a los dioses en donde se preparaban los alimentos sobre un plato de barro sostenido por tres piedras ceremoniales que contenían al fuego.

Pasos adelante se cruzaron con cuatro mujeres que habían sido reclutadas de las casas vecinas por el capitán de los tlaxcaltecas para que cocinaran.

Eran las mismas que voluntariamente se organizaban todos los días para limpiar la casa y cocinar para Juan Diego y su tío, solo que una vez concluida su tarea se retiraban y de eso ya hacía cerca de cuatro horas.

A pesar de lo adecuado de la medida, Juan Diego y Juan Bernardino se sintieron ofendidos por la intromisión, pero no mostraron su disgusto.

Juan Bernardino entregó las flores a una de las mujeres que comedidamente se acercó para recibirlas y colocarlas en floreros.

Después ya en la casa condujo a los visitantes al lugar donde estaba la estera del juego de patolli, que en ese momento mostraba su lado tejido de colores.

Les ofreció asiento en unas sillas de bajas y abiertas patas con alto respaldo que con gruesos cojines ofrecían una disfrutable comodidad a quien tuviera la flexibilidad necesaria en las rodillas.

Antes de acomodarse como lo propuso el anfitrión, Zumárraga pidió a los dos soldados españoles y los dos guerreros tlaxcaltecas, que se colocaran al frente de la casa y se aseguraran de que nadie más entrara.

Juan Diego y su tío se sentaron en el suelo sobre las esteras de palma.

Ya sentados todos, Juan Bernardino refirió la historia del sorpresivo arribo de una bella dama hasta su lecho de enfermo, quien lo consoló y curó tocándole suavemente la frente.

- ¿Estaba rodeada por algún resplandor y tenía estrellas en su manto? Inquirió entusiasmado fray Martín.

- Sí, un cegador resplandor que me hizo creer que tenía el sol naciente a su espalda, pero eso era imposible porque aunque me miraba desde el Este aún era de noche.

Su manto brillaba como si estuviera tachonado de luciérnagas.

- ¡Dios Santo!, ¡era la mismísima virgen de Guadalupe!, dijo fray Martín con un nudo en la garganta y los ojos vidriosos.

- ¡Sí!, ¡Sí!, eso precisamente me dijo, "Soy Tonantzin Cuadalupe".

Fray Martín con dificultad se puso sobre sus rodillas y con los brazos abiertos en cruz elevó su voz al cielo.

- ¡Alabado sea el señor y su Santísima Madre María de Guadalupe!

Todos los presentes se persignaron, fray Pedro se incorporó de su asiento para ayudar a fray Martín a levantarse de su postración y sentarlo nuevamente, él todavía tenía fuertes dudas sobre si todo lo que estaba aconteciendo era de origen divino, demoníaco o hechura de los astutos mexicas con quién sabe que avieso propósito.

Zumárraga, con menos conocimientos para racionalizar su confusión, era víctima de un incómodo desasosiego al que se sumó la molestia de que la incontrolada emoción de fray Martín le hubiese impedido interrogar debidamente a Juan Bernardino, por lo que decidió dar el siguiente paso sin comentarlo con nadie.

Pidió un receso, fue donde uno de los soldados españoles y por lo bajo le ordenó que organizara una exhaustiva búsqueda de rosales o vestigios de rosales en la casa y las vecinas hasta una legua de distancia.

El reporte que recibió dos horas más tarde, indicaba que no existían rosales en las cercanías, pero eso no lo dejó satisfecho.

Como ya era más allá de media tarde y no había aún encontrado nada que explicara el origen de las rosas, decidió permanecer en Tulpetlac hasta el día siguiente arguyendo que se sentía muy cansado. En verdad lo estaba.

Fray Martín y fray Pedro recibieron gustosos el aviso.

Cuando el sol se ocultó, con la intención de bien atender a sus huéspedes, Juan Diego dispuso que fray Juan durmiera en la recámara que había sido de su hija, fray Pedro y fray Martín en la de sus hijos, los dos soldados españoles en el salón principal a la puerta de las recámaras, y él y su tío, también en ese salón separados por biombos de esteras de palma.

Todo parecía estar debidamente resuelto hasta que los militares españoles se quitaron las botas y liberaron el agresivo hedor de sus pies, forzando con ello a que los dueños de la casa optaran por dormir en el traspatio.

Tlaxcaltecas y huejotzincas durmieron en campo abierto frente a la casa.

A la mañana siguiente los frailes iniciaron el regreso a la capital sin novedades adicionales.

Juan Diego obtuvo la autorización de quedarse, pero Zumárraga le ordenó que aceptara la protección de los dos tlaxcaltecas comisionados para ese propósito y que se presentara en el obispado en dos días.

Cuando los frailes y su comitiva hubieron partido se sintió aliviado por poder ser nuevamente Cuauhtlátoatzin.

Aunque pronto entendería que eso ya no era posible.

Ordenó a los tlaxcaltecas que se apostaran a la entrada del jardín frontal y aprovechó su lejanía para pedir a la esposa de Tleyotl, quien estaba por salir de la casa tras haber participado en la preparación del almuerzo, que dijera a su esposo que se presentara ante él.

Poco después llegó el convocado y uno de los tlaxcaltecas informó de su presencia, Juan Diego salió al portal para autorizar su acceso.

- ¡Pasa querido amigo! como siempre me complace recibirte en mi casa.

Antes de que Juan Diego o Tleyotl lo pudieran prever, uno de los tlaxcaltecas se interpuso entre ellos y comenzó a registrar al visitante encontrándole de inmediato un puñal de hechura europea que confiscó.

- ¡¿Qué demonio te guía maldito tlaxcalteca?! -Dijo sorprendido Tleyotl-

El guerrero sin inmutarse concluyó su labor y una vez terminada le dio paso franco.

- ¿Así recibes ahora a tus amigos Cuauhtlátoa?

- No, claro que no, estos guerreros solo obedecen las órdenes del obispo de los españoles.

¡Anda pasa! ardo en deseos de contarte muchas novedades, tu cuchillo te será regresado cuando salgas.

Ya dentro de la casa, Juan Diego, Juan Bernardino y Tleyotl se dirigieron al invernadero por considerarlo un lugar suficientemente alejado de los tlaxcaltecas.

- ¿En dónde está Chichilcuali? –Preguntó Juan Diego a Tleyotl-

- Me dijo que tenía que ocultarse porque los que venían contigo suponían que se dirigía a México-Tenochtitlan.

Él fue quien se llevó los rosales que entre cuatro desenraizamos y empacamos disimulando lo que eran.

Juan Diego hizo un gesto de aprobación apretando la mandíbula y antes de que pudiera agregar algo, su tío intervino ávido de respuestas.

- Sobrino, desde ayer he estado escuchando relatos extraños, necesito que me ayudes a entender lo que pasa.

Cuauhtlátoatzin relató a ambos su aventura y la fantástica aparición de la imagen en su ayate, poniendo empeño en darles los detalles de sus conversaciones con el señor Coatlátoa y el atentado del que había sido objeto dos noches atrás.

Escuchando esto Necucyaotltzin se mantuvo sereno.

Tleyotl habló antes que el señor Necucyaotl sin respetar jerarquías, para transmitir con aprensión un mensaje que Chichilcuali le había pedido que entregara y que a su vez había recibido de su primo Izcóatl, aquel que le había puesto al tanto de la manera en que habían sido cerrados los sitios ceremoniales del valle y de la ruta hacia los volcanes.

- Cuando Chichilcuali llegó aquí encontró en su casa a su primo Izcóatl –Tleyotl habló con apresuramiento-

Vino para pedirle que si te liberaba el obispo español, te entregara un mensaje del señor Mixtli.

Y como Chichilcuali sabía que tú venías hacia acá pero él no podía quedarse, me pidió que yo te lo diera.

El señor Mixtli ordenó que se te informara que el señor Coatlátoa le pidió que enviara seis guerreros a Cuautitlán para ponerse a las órdenes del señor Maxtla, porque pronto será necesario convocar a todos los generales al Tepeyac y hay que avisarles que se aproximen para que no les tome más de un día trasladarse ahí.

- Lo de avisar a los generales no me sorprende –afirmó Juan Diego-

Pero lo de enviar esos seis guerreros al señor Maxtla sí, porque yo soy el jefe de sus milicias y no requiero de refuerzos para hacer lo que me pida.

Es claro que estoy siendo desplazado, pero no entiendo la razón de que el señor Mixtli me haya avisado todo esto.

- Como entendí que sucedieron las cosas –explicó Tleyotl- es que el señor Coatlátoa le ordenó a Izcóatl que le dijera al señor Mixtli lo de enviar los guerreros con el señor Maxtla.

Y el señor Mixtli interrogó a Izcóatl sobre todo lo que sabía del asunto.

Él le refirió que Chichilcuali, por órdenes tuyas, había investigado sobre el cerco del Tepeyac y que después tú habías sido capturado ahí por los Tlaxcaltecas y llevado ante la presencia del obispo español.

Seguramente eso hizo suponer al señor Mixtli que era conveniente que tú te enteraras de lo que estaba pasando en cuanto te soltara el obispo, si es que te soltaba.

Juan Diego seguía sin entender a las claras la forma en que se estaba modificando su situación dentro del movimiento de insurrección, y no salía de su asombro respecto de la nueva evidencia de que el señor Coatlátoa podía comunicarse con el exterior a pesar de todas las restricciones a que estaba sometido.

- ¿Ya se presentaron los guerreros ante el señor Maxtla?

- Supongo que sí, Izcóatl le comentó a Chichilcuali que él salió al mismo tiempo que ellos.

- Debo de aceptar entonces que el señor Coatlátoa dejó de confiar en mí y que esos guerreros del señor Mixtli son para substituirnos.

- Me entristece estar de acuerdo contigo -comentó con gravedad Tleyotl-

- ¡¿Por qué te atreviste a decir al señor Coatlátoa tamaña tontería?! –Explotó Necucyaotl-

¿Cómo es posible que pienses que podemos ser una sola nación con todos los demás pueblos que fueron nuestros vasallos?

No te entiendo Cuauhtlátoa y ahora ¿cómo piensas salir de esta?

- No lo sé tío, lo primero que deseo es que mis comentarios no sean mal entendidos.

Yo no traicionaré nunca a mi pueblo ni creo que el dominio de los españoles deba continuar.

Tampoco creo que las cosas puedan volver a ser como antes.

Creo que Huitzilopoxtli ya no requiere de nuestra sangre para darnos un fuego nuevo.

Creo que la estirpe de nuestros tlatoanis terminó y que tal como tú lo dijiste nuestros líderes actuales solo saben destruir al enemigo.

Creo que los aztecas solo resurgiremos si lo hacemos junto con todos los pueblos del Cem Anáhuac.

Creo que muchos de los conocimientos de los españoles deben ser conservados para gloria de nuestra nueva nación.

¿Acaso estarías de acuerdo en detener y desaparecer las enseñanzas de fray Motolinía, de fray Pedro, o de nuestro querido fray Martín?

¿Qué harías tú si al triunfo de la revuelta se les designa para agradar con sus corazones a Huitzilopochtli?

- ¡Me alegraría de que se les diera la oportunidad de contribuir a la continuidad del mundo que están aniquilando por su ignorancia!

- ¿Y tú Tleyotl, qué harías? -Preguntó Cuauhtlátoatzin-

- Yo no me alegraría, pero me parece adecuado que mueran todos los que están destruyendo nuestro mundo.

Cuauhtlátoa sintió que se hundía el piso bajo sus pies y expresó con desaliento.

- En ese caso debo perder toda esperanza de ser entendido por los señores generales.

Si ustedes que en el triunfo obtendrían a lo mucho lo que ya era suyo piensan de esa manera.

Ellos que obtendrían más de lo que poseían, no darán ni un paso atrás en sus planes de total destrucción.

Yo no puedo en conciencia participar en un proyecto en el que no creo y tampoco puedo oponerme porque me entiendan o no, soy un mexica leal y orgulloso de serlo.

- Nadie puede dudarlo ni imaginar lo contrario –se apresuró a asegurar Necucyaotltzin-

Y estoy seguro que el señor Coatlátoa piensa como yo.

Pero entiende, lo que realmente atemoriza no es lo que tú puedas causar con tus acciones, sino lo que otros pueden hacer con tus ideas.

Lo que propones hace temblar los cimientos de nuestro proyecto de vida, y por ello yo mismo con todo el dolor de mi corazón te pido que te alejes.

Nada más podía decirse, Juan Diego Cuauhtlátoatzin se dispuso a dejar de inmediato y para siempre su hogar y su pueblo.

Los dos soldados tlaxcaltecas recibieron la noticia del viaje de retorno con gran gusto ya que se sabían en territorio hostil.

Xóchitl y yo ya no seguimos a Juan Diego porque recibimos la orden de regresar a los espacios de los seres de luz y aunque se nos permitió observar los acontecimientos se nos inhibió toda posibilidad de una nueva interferencia.

Fue así que atestiguamos como tras haberse alejado de los suyos, Juan Diego se convirtió en una especie de sacristán con el encargo de cuidar la milagrosa imagen para la que al poco tiempo se construyó una pequeña capilla en el Tepeyac, en cuyos derredores día tras día miles de naturales de todos los pueblos recibieron el bautizo.

Juan Diego siempre tuvo la seguridad de que en el centro de esas multitudes se celebraban juntas de los generales mexicas.

Por ello, de manera voluntaria se recluía en un cuarto adjunto a la edificación que contenía la imagen y no salía hasta que ya de noche todo era quietud y soledad.

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