CAPÍTULO 30. EL ROSTRO BLANCO DE LA VIRGEN DE GUADALUPE

   María negra se topó con su marido apenas salió del despacho obispal.

Su inquietud era tanta que sin detenerse a pensar si era o no el mejor momento, le pidió con imperio que fuera con ella al almacén de la cocina que era el lugar más privado dentro de sus dominios.

Ahí le informó sobre la aparición de la imagen en las ropas de Juan Diego y le advirtió de la importancia de que no lo comentara con nadie más.

Sin darse la oportunidad de plantear las preguntas que se agolparon en su cabeza, el fiel esclavo regresó presuroso al puesto del que solo se ausentaba por orden expresa de Zumárraga y que solo había abandonado porque le desasosegaba más la ira de su mujer que la del obispo.

Estuvo en su lugar justo cuando Zumárraga abrió la puerta para ordenarle que atendiera a Juan Diego.

Aun perturbado por lo que recién había aprendido, agachó la cerviz ante quien consideró un elegido del cielo y le cedió el paso.

A partir de ese momento Juan Diego Cuauhtlátoatzin comenzó a darse cuenta de que su vida había cambiado para siempre.

A pesar de sentirse más aislado que nunca, en adelante sería objeto de atenciones y consideraciones reminiscentes del trato que solía recibir siendo un guerrero ocelote de las huestes del imperio azteca, pero ahora sin el toque de recelo y temor de quienes en el pasado le habían brindado tales deferencias.

En la cocina María Negra lo recibió con una amplia sonrisa, lo sentó a la cabecera de la mesa y le hizo un entusiasta recuento de lo que podía ofrecerle para comer.

Esas actitudes sin ser algo extraordinario en un esclavo como lo eran ella y su esposo, no formaban parte de la relación previa con Cuauhtlátoa.

Era notorio que le estaban otorgando un afecto y admiración especial, que fue lo que recibiría en adelante de todos quienes vieron en él una evidencia de que la gracia divina podía llegar a ellos sin la intermediación de los españoles.

Antes de que Cuauhtlátoatzin pudiera iniciar la defensa de su estómago ante la abundancia de los alimentos que le eran ofrecidos con más prolijidad que otros días, Iztacoyotltzin y el señor Coatlátoa irrumpieron en la cocina y se sentaron flanqueándolo.

Al verlos juntos tuve la triste sensación de que ya no eran más los nobles guerreros mexicas quienes por sus méritos de vida habían alcanzado el deferente título de tzin, sino tres mestizos culturales que ostentaban los nombres de Juan Diego, José, y Guadalupe.

José habló dirigiéndose a María y Pedro.

- Tengo que pedirles que por favor cierren la puerta de la cocina, porque deseamos platicar con Juan Diego respecto a lo sucedido en el despacho del señor Obispo.

María de inmediato se dirigió a la puerta para cerrarla y desde ahí de espaldas a la salida y con las palmas de las manos apoyadas en la madera dirigió una autoritaria mirada a José para decirle.

- Solo cierro para pedirte que salgan de mi cocina.

El señor Obispo dijo que no se hablara más de este asunto y eso es precisamente lo que sucederá.

- Pero María por favor, tú y todos escuchamos que nos pidió que no divulguemos lo que vimos.

Por eso pedí cerrar la puerta.

No nos dijo que entre nosotros no lo platicáramos.

- Pero ustedes tienen prohibido platicar entre ustedes y además don Ueue tiene impuesto el voto del silencio, que de cierto sé que nunca ha articulado palabra desde que llegó a esta casa.

- ¡Ni yo ni el señor... tenemos prohibido hablar!

Lo que sí se nos limita es el uso de nuestro idioma, por eso él solo habla cuando yo lo traduzco para el señor Obispo.

María Negra relajó su expresión y expresó su consentimiento con un gesto.

Mucho contribuyó a su cambio de talante el que su esposo ya estuviera enterado y con permiso en regla, pero le molestó mucho que José, sin saber eso, estuviera dispuesto a ponerlos en riesgo tanto a ella como a Pedro.

- Bueno, bueno, está bien, yo misma ardo en deseos de saber más sobre lo que pasó.

José limpió su garganta y planteó lentamente su pregunta en español.

- Juan Diego, ¿De donde salieron esas flores, y cómo es que apareció en tus ropas la imagen de Tonantzin?

Lo poco que entendió Juan Diego le resultó suficiente para discernir lo que se le pedía.

Intuyó además que detrás del interés de Iztacoyotl, estaba el deseo del señor Coatlátoa de escuchar la versión que manejaría tras del desencuentro que recién habían tenido.

No podía negarse, pero tenía prohibido hablar en Náhuatl y detestaba la idea de tener que hablar en español porque no tenía el vocabulario adecuado para tratar un asunto tan complicado.

Buscó cuidadosamente las palabras para salir lo mejor librado posible.

- Las flores las corté en Tepeyac, donde Nuestra Madrecita María Cuadalupe dijo estaban, las traje aquí, mi ayate se pintó... no sé más.

- ¿Cuadalupe? –María Negra hizo un gesto de extrañeza al escuchar por primera vez ese nombre-

Juan Diego sintió que caía en un brete del que no podría salir, pero José intervino en su favor respondiendo con gesto de intrascendencia.

- Es otro nombre dado a Nuestra Madrecita María.

- Bueno sí. Estoy enterada que usan otros nombres para La Virgen.

Dijo María Negra con seguridad, aunque en realidad no las tenía todas consigo.

Añadió.

- De niña, en Santo Domingo, alguien me dijo que a Santa María también la llaman Virgen del Pilar, pero bueno, sigue, sigue Juan Diego.

- Tonantzin... dio flores en Tepeyac, después aquí, pintó mi ayate para dar un mensaje.

- ¿Qué mensaje crees que nos envió? –Planteó José-

Para responder Juan Diego armó la frase en su mente y la dijo espaciando cada palabra.

- Quiere adoración en Tepeyac.

- ¿Solo eso?, ¿algún otro mensaje? –Insistió José-

Juan Diego respondió con rostro serio y acartonado.

- Solo eso.

José García se dio por complacido, consultó al señor Coatlátoa con la mirada y recibió una mueca de aceptación, ambos se levantaron y salieron de la cocina para alejarse por rumbos distintos.

Súbitamente María sintió temor, sabía que no se había usado el Náhuatl pero también que los quisquillosos tlaxcaltecas no tendrían empacho en asegurar lo contrario, sobre todo motivados por la animadversión y desconfianza hacia todo lo que fuese mexica.

Pero su incomodidad no duró más de un minuto, estaba acostumbrada a vivir sin más horizonte que el siguiente amanecer, así que no iba hoy a cambiar su actitud resignada y feliz.

Olvidó sus temores y centró su atención en servir a Juan Diego con esmero, notó que comía con extrema lentitud y asumió que era por falta de confianza.

- Y tú ¿qué me dices?, ¿por qué comes tan lento?

Juan Diego se esforzó para hablar en español con la propiedad que su obsesión perfeccionista le exigía.

- Mujer, agradezco intención, no como mucho, diste demasiado, si termino reventaré, si rápido sufriré.

- ¡A otra con ese cuento! la comida que hace María Negra no hace daño no importa cuanto se coma.

¡Anda come sin pena, que mañana Dios sabe si esta negra podrá darse el gusto de cocinar!

Juan Diego se dispuso a apurar todo lo que estaba en su plato y se resignó a sentir la pesadez del exceso en que incurría.

Una vez que terminó pidió la oportunidad de dormir y así lo hizo hasta que ya cerca del ocaso fue llamado nuevamente a la presencia de Zumárraga.

Cuando comenzaba a abrir tímidamente la puerta lateral del despacho Pedro de Gante la jaló desde dentro y le ofreció paso franco.

- Entra Juan Diego ¿descansaste bien? –Fray Pedro habló en Náhuatl-

- Descansé más de lo necesario, perdón por la tardanza.

- Siéntate, el Señor Obispo desea comunicarte importantes decisiones.

Cuauhtlátoatzin se sentó en el suelo en apego a su costumbre.

Zumárraga, quien estaba sentado en una de las sillas de visitas comenzó a hablar dando los tiempos adecuados para que fray Pedro tradujera.

- He tomado una decisión respecto de tu persona y la imagen que se muestra en ese lienzo -dijo señalando el ayate que descansaba sobre la mesa de trabajo-.

Ignoro las artes de que te has valido para cultivar las rosas y plantar los rosales que me dices están en el Tepeyac y dejaré de ocuparme en dilucidar ese asunto.

Acepto la naturaleza milagrosa de esta imagen y me someto a la ternura y amor que refleja.

Decidí también no ejercer mi derecho a sancionarte por tu desobediencia.

Referente a la imagen de Santa María de Guadalupe...

Aunque entiendo su aparición como una gracia divina, no puedo autorizar que le rindan culto en el Tepeyac personas no bautizadas.

Ni que se le reconozca como nuestra señora de Guadalupe sin que ostente algún símbolo que la haga par de la bendita imagen que se venera en Extremadura,

Por ello pediré a Marcos Cipac que haga lo necesario para que se asemeje en algo a la imagen de esta pintura.

Al decir eso el obispo dejó su asiento para ir a pararse junto a la silla que estaba a su diestra, tomó el cuadro que descansaba en ella, lo giró y regresó a sentarse.

Juan Diego se quedó boquiabierto, la imagen que tenía frente a sí le disgustó apenas verla y de inmediato rechazó la idea de que la que apareció en su ayate fuera modificada para que se le asemejara en algo.

La diosa que veía tenía el rostro negro, un niño en brazos que seguramente era la ofrenda más reciente, su manto estaba tachonado de flores doradas y toda ella parecía atravesada con flechas de lado a lado.

Zumárraga hizo una pausa para observar detenidamente la reacción de Juan Diego, y como quedó satisfecho con su obvio asombro, continuó con la exposición de sus condiciones.

- Una vez incorporados los indispensables cambios, autorizaré que se le rinda homenaje.

Pero solo si tú te comprometes a decir que así la viste desde el principio, a ello te deberás de comprometer por medio de solemne juramento poniendo tu vida en prenda.

Juan Diego se tomó un instante antes de cuestionar.

- ¿Le ennegrecerá la cara con sangre como a sacerdote de Huitzilopochtli?

El obispo casi cae de su poltrona de la impresión que le causó esa pregunta mientras Pedro de Gante hacía denodados esfuerzos por contener la risa, al punto que ni quiso ni pudo traducir la retahíla de irritadas expresiones del prelado.

- ¡Dios Santo!, ¡¿Qué blasfemias dices?!

¿Cómo se te ocurre pensar que la virgen tiene el rostro tinto en sangre?

¡Mira que compararla con tus malditos sacerdotes!

En lugar de traducir, fray Pedro optó por calmar a su desosegado superior en jerarquía eclesiástica.

- Fray Juan, no se perturbe, que la pregunta de Juan Diego surge de su ignorancia sobre las cosas marianas y de la sorpresa de encontrarse con una virgen negra.

Diga usted si no era de esperarse que se sorprendiera de que adoremos una virgen de tan oscura piel.

A eso debemos sumar el que los diabólicos obispos de Huichilobos se untaban el rostro con sangre para inducir temor en el pueblo, lo que explica el desagrado de Juan Diego y su torpe comentario.

- ¡Pero Juan Diego es cristiano bautizado! -protestó Zumárraga-

¿Qué ha aprendido entonces?

¿Qué le hemos enseñado?

- Pues es seguro que nada relacionado con las vírgenes negras diseminadas en toda Europa.

Así que no se le puede culpar por sus desatinos y menos poner en duda la limpieza de su alma.

Os aseguro que acepta a Cristo con un amor más cristiano que el de muchos de nuestros coterráneos recién conversos.

- Eso no lo pongo en duda ¡pero qué forma de describir a la virgen!

Lo único más terrible que he escuchado es cuando a aquel infeliz que usted recordará se le ocurrió preguntar ¡si tenia pelos en sus intimidades!

¡Jesús!, ¡lo que tiene uno que escuchar!

Pero bueno, de acuerdo, entiendo y... ¡que sea por Dios y nuestra fe!

Le ruego me traduzca, que a este desventurado lo tenemos en ascuas con nuestro animoso intercambio.

Zumárraga se acomodó en su sillón y limpió su garganta.

- Mira Juan Diego... en las santas escrituras hay un pasaje en que nuestra señora dice "tengo la tez morena pero hermosa... no os fijéis en mi tez oscura, es que el sol me ha bronceado".

Por eso en tiempos pasados los artistas ennegrecían las tallas de las vírgenes, y a nuestra santísima señora de Guadalupe le dejaron el rostro más bien negro que moreno y a fe mía que creo que eso es exagerado.

Pero en ningún caso se ha pensado en usar sangre para darles color, para un cristiano debidamente instruido eso constituiría un terrible sacrilegio.

Juan Diego meditó sobre lo que se le decía y guardó para sí sus inquietudes, bajó el rostro y optó por buscar un mejor resultado para su misión.

- Padrecito, las gentes de mi pueblo que aún no se bautizan están dominadas por el temor de perder sus escasas propiedades si se registran.

Pero si se les ofrece algún tipo de seguridad y un buen motivo como el de rendir homenaje a Nuestra Madrecita, acudirán a bautizarse por miles.

¿Por qué no invitarlos a que vengan a bautizarse al Tepeyac informando solo nombre y lugar de residencia?

- Porque el bautizo es un sacramento al que solo se puede acceder si se está libre de pecado, y eso solo es posible por medio de la confesión.

Lo que pides no es una opción.

Mientras hablaba, Zumárraga volteaba con frecuencia a ver a Pedro de Gante en busca de su apoyo.

Este en respuesta hizo un gesto de duda y le solicitó permiso para intervenir, cosa que de inmediato aprobó con un movimiento de su mano, como dándole paso.

Fray Pedro fue directo al grano para forzar a Juan Diego a dejar de evadir la pregunta que se le había hecho.

Habló en Náhuatl y tradujo cada frase al español.

- Juan Diego, debes responder a lo que preguntó el señor Obispo.

¿Estás dispuesto a aceptar que se agregue a la imagen que apareció en tus ropajes, lo necesario para que se parezca a la de la pintura que tienes enfrente y a decir que así la viste desde el principio?

- Padrecito... lo que no vi desde el principio fueron su rostro oscuro, el niño, el bastón de mando, la corona y los ropajes coloridos.

Pedro de Gante sonrió entre dientes y le dijo a Zumárraga sin traducir para Juan Diego.

- Señor Obispo, este taimado se opone a casi todo.

No quiere que el rostro sea tocado.

No admite al niño, al cetro, a la corona, y al ropaje de distinto diseño.

Yo sugiero que hasta este punto dejemos las cosas con él y que vuestra excelencia reflexione sobre lo que podrán decir los que además de nosotros y Juan Diego vieron aparecer la imagen.

Y lo de los bautizos en masa –continuó sin traducir al Náhuatl-, yo quisiera que comentáramos más tarde las experiencias de fray Martín y de fray Motolinía, quienes como usted sabe han realizado ese tipo de actos sacramentales registrando solo nombre y lugar de residencia.

Zumárraga asintió a la propuesta de una futura reunión para revisar los bautizos en masa, y retomando el asunto de los símbolos guadalupanos, dirigió una severa mirada a Juan Diego para notificarle su determinación final.

Fray Pedro tradujo.

- De acuerdo, el rostro de la Virgen de Guadalupe que tú viste es claro y así permanecerá.

Tampoco cargaba un niño, ni portaba cetro, ni ceñía corona, ni vestía un manto bordado.

Pero cuando esta imagen salga de esta casa para presentarla en catedral al altísimo y a toda la grey, tendrá estrellas en su manto y estará rodeada por un resplandor dorado tal como tú la viste con anterioridad estando solo en... en... donde sea que la hayas visto por primera vez.

Como te anuncié tú quedarás obligado a asegurar que así fue.

Ahora retírate a tus habitaciones que deseo que mañana me muestres los rosales que dices haber encontrado en el Tepeyac.

- Padrecito –dijo Cuauhtlátoatzin aun sentado en el suelo-.

¿Podré mañana ir a mi casa?

Cuando salí mi tío Juan Bernardino estaba muy enfermo y deseo saber de él.

Pedro de Gante tradujo esta petición agregando información que consideró útil.

- Yo conozco a Juan Bernardino, es un anciano muy saludable y experto jardinero, diría yo que capaz de aclimatar cualquier planta con ventaja sobre doña Catalina de Bustamante.

Zumárraga de inmediato integró ese comentario a sus planes.

- Sí Juan Diego, podrás ir a tu casa y yo te acompañaré, ardo en deseos de conocer donde vives y de saludar a tu tío Juan Bernardino, cuanto más que dices que está enfermo.

Juan Diego comprendió de inmediato que la verdadera intención del sacerdote era investigar si los rosales que estaban en el Tepeyac habían sido cultivados en Tulpetlac, y comenzó a urdir la manera de avisar a su tío que desapareciera todo vestigio de las rosas de castilla.

Sin decir más se puso de pie, caminó hacia atrás tres pasos y giró sobre sus talones para salir del despacho.

Al dar la vuelta en un pasillo vio al señor Coatlátoa sentado en el suelo y se detuvo frente a él con la intención de averiguar el motivo de su presencia en ese lugar, pero antes de que pudiera decir algo, el viejo general recurrió al lenguaje de señas que compartían para indicarle que se quedara despierto en su habitación toda la noche.

El mensaje fue claro, pero Juan Diego no le encontró ninguna justificación.

- ¿Será una especie de penitencia que me impone?

De todos modos se mentalizó para hacer lo que se le pedía y continuó su camino.

Al llegar a la puerta del cuarto que se le había asignado se percató de la presencia de un centinela tlaxcalteca quien al verle asumió una pose estatuaria y garbosa.

- ¿Y tú que haces aquí?

Preguntó Juan Diego con firmeza en Náhuatl sin dudar en usarlo a pesar de la prohibición existente.

- Sigo instrucciones del señor Obispo, se me pidió informar de inmediato en caso de que salgas de la casa.

- ¿No intentarás detenerme si lo hago?

- No son esas mis órdenes.

- Pues eres afortunado porque aún no nace el tlaxcalteca que pueda detener a un azteca.

El joven centinela bajó la cabeza y aceptó la ofensa.

No lo hizo por temor, sino por la vergüenza que sentía por no estar del lado de los únicos que habían resistido la invasión española.

Juan Diego entró a su habitación, cerró la puerta, abatió la sencilla aldaba de madera que la aseguraba y apagó la solitaria vela,

No por eso quedó en penumbras, ya que la luz de las antorchas que iluminaban el pasillo se colaba por el espacio abierto que estaba arriba de la puerta.

Las horas pasaron y Juan Diego se mantuvo despierto según le fue ordenado.

Cuando escuchó un leve rasquido en la ventana se acercó a ella y sin intentar abrirla, porque eso podría alertar al centinela tlaxcalteca, trató de ver por las rendijas entre las tablas que la cerraban.

No percibió ni un rayo de luz de la luna que esa noche mostraba la mitad de su brillante disco.

Rascó la madera reproduciendo el ruido que recién había escuchado y se mantuvo a la expectativa.

Al poco escuchó con claridad la apagada voz del señor Coatlátoa.

- Necesito saber la decisión que tomaron los españoles y comunicarte lo que debes decir a los señores Maxtla y Ococal.

- Mi señor –Juan Diego Cuauhtlátoatzin habló también en secreto-.

La decisión es la de autorizar el culto a Tonántzin en el Tepeyac pero exigiendo que todos los que asistan sean previamente bautizados.

Fray Pedro parece estar de acuerdo en autorizar bautizos masivos como los realizados por fray Martín, pero eso aún no está decidido.

- ¿Y cómo piensan asegurarse de que todos los que lleguen al Tepeyac estén bautizados?

- No lo sé.

- Pues no podrán, esa es la respuesta.

Si otorgan un salvoconducto lo obtendremos.

Si piden una contraseña la aprenderemos.

Nada podrán hacer para evitar que muchos que no estén registrados logren subir al Tepeyac.

¡Pronto regresará la pasada gloria de los Hijos del Sol!

¡Pronto todos los españoles pagarán con su vida haberse atrevido a profanar el Cem Anáhuac!

¡Pronto los traidores tlaxcaltecas y demás pueblos cómplices se reunirán con sus antepasados en el mictlán!

- Señor... yo... deseo insistir en que nunca traicionaré a nuestro pueblo, pero creo que su mejor destino no es regresar al pasado sino mirar al futuro con una visión incluyente de todos los pueblos, sin inferiores, sin la soberbia de pretender ser los únicos hijos del sol y sin la angustia cotidiana de tener que ofrendar los corazones más nobles para aspirar a un nuevo amanecer.

- No estás autorizado a dirigirme la palabra y menos para cuestionar la superioridad mexica o la vigencia de nuestras creencias, si insistes en este tipo de actitudes tendré que ordenar tu ejecución.

- Señor... estoy seguro que intentar revivir el pasado nos llevará al fracaso, es necesario pactar con todos los pueblos para unirnos en igualdad de derechos, solo así podremos liberarnos y mantenernos libres, debemos aceptar también que del otro lado del mar hay pueblos con los que nos conviene negociar e intercambiar conocimientos, y que aniquilar a todos los españoles cancelaría esa posibilidad.

- Hablas demasiado y con poca cordura.

Calla y escucha, te ordeno que digas a los señores Maxtla y Ococal que avisen a todos los generales que se apresten para una reunión en el Tepeyac.

- Eso haré señor, disculpe mi impertinencia.

Ya no hubo respuesta, todo quedó en completo silencio hasta que un solitario chapulín dejó oír su canto.

Años más adelante Juan Diego se enteraría por voz de José Iztacoyotltzin que la ventana por la que platicó con el señor Coatlátoa daba a una habitación en construcción que antes había sido un corral para gallinas y que el anciano había avanzado en la oscuridad palpando las paredes hasta encontrar la ventana.

Al quedar nuevamente solo, Juan Diego se dispuso a dormir y prepararse para la dura jornada que le esperaba al amanecer.

Se despertó al alba en medio de un silencio absoluto, salió de su cuarto y el centinela tlaxcalteca lo siguió a prudente distancia, primero a la caseta sanitaria que estaba en el patio de caballerizas en donde descargó su intestino, después al pozo de donde extrajo agua en una cubeta y se lavó cabeza, brazos y torso.

Cuando reentró al edificio principal la única actividad parecía realizarse en la cocina, que fue a donde se dirigió, María Negra lo recibió con una amplia sonrisa y de inmediato lo invitó a que ocupara la cabecera de la mesa.

Desayunó más de lo que apetecía, después fue a sentase junto a la puerta lateral del despacho del obispo, nadie estaba ahí, ni siquiera Pedro Negro.

Esperó paciente cerca de tres horas y cuando vio a Zumárraga llegar seguido por Pedro Negro, se puso de pie para verlo pasar y recibir como saludo una casi imperceptible mueca.

Pasado el medio día el negro Pedro, por instrucciones del secretario de fray Juan, lo condujo a la cocina para comer, nuevamente fue sentado a la cabecera, al poco entró ahí el señor Coatlátoa quien se sentó a su derecha y no le dirigió ni palabra ni gesto.

Juan Diego se cambió a una silla lo más distante posible en señal de respeto.

María Negra al ver eso supuso que el pobre indito estaba aterrorizado por el vejete de mala cara y se esmeró en servirle más y mejores viandas, logrando que su pretendido protegido se incomodara más.

Por la noche poco después del ángelus arribó a la casa el Padre Superior de los franciscanos en México, único sacerdote a quien Juan Diego profesaba un cariño y respeto por encima de los que dedicaba a Pedro de Gante.

Fray Martín de Valencia llegó acompañado por quince naturales de Huejotzingo que le procuraban toda clase de atenciones, incluyendo la de haberlo llevado en andas contra su voluntad y sus constantes protestas.

Zumárraga y Pedro de Gante estuvieron prestos a recibirlo en la puerta del obispado y lo condujeron de inmediato al privado donde se encerraron por cerca de una hora, tras lo que ordenaron que Juan Diego fuese llevado a su presencia.

Nuevamente la entrada tímida y la invitación a proseguir por parte de fray Pedro dieron continuidad a la rutina de inicio.

Juan Diego se apresuró a hincar una rodilla y besar la mano de fray Martín quien emocionado lo levantó de su postración para darle un paternal abrazo seguido de una amplia bendición otorgada con toda la extensión de sus largos brazos.

- ¡Bendito eres Juan Diego entre todos los humanos!

¡No tengo palabras para expresar la felicidad que me llena!

¡Virgen Santa!

¡Ésta es la señal que necesitaba para saber que estamos en el camino correcto!

Concluido el abrazo Juan Diego fue a besar las manos de Zumárraga y fray Pedro, tras eso fray Martín lo tomó por el brazo para conducirlo al frente de un bastidor que sostenía lo que fuera su ayate de ixcle y que ahora era el lienzo en donde estaba la imagen que pronto se constituiría en una referencia común para los valores fundamentales de nativos y españoles de la colonia.

Notó que su rostro estaba intacto, eso le complació.

Ya estaban agregados los detalles anunciados por Zumárraga, estrellas en el manto y rayos dorados en todo su contorno.

Deseaba íntimamente que nada hubiera sido alterado, pero quedó conforme con el resultado final.

Estaba listo para decir que así había visto a Coatlaxopeuh en el Tepeyac.

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