5. EL ÚLTIMO VIERNES DE ABRIL

Aquel amanecer quedé atascado en el tráfico de la décima avenida.

Me dolía la cabeza, tenía náuseas y me sentía mareado; una de las malditas jaquecas que solían atacarme con regularidad me hacía la vida imposible esa mañana, los síntomas eran más intensos de lo que solían ser, tal vez se debía a lo mal que había dormido las últimas dos semanas.

Llegué al trabajo casi una hora tarde, Jackson me esperaba a las afueras del edificio en el que hacíamos nuestras labores burocráticas.

—Tienes una cara de mierda —dijo Jackson y se paró frente a mí—. ¿Estuvo buena la cena familiar de anoche? ¿Te pusiste borracho? ¿O es que acaso... te fuiste a otro lugar?

—Ojalá esto fuese por habérmela pasado genial anoche —respondí mientras me ponía los lentes oscuros para que el sol no me pegara de forma directa en la cara—. Tengo una de las malditas jaquecas que suelen fastidiarme la vida. La cena fue un desastre, me peleé con papá.

—¿Qué fue lo que te dijo el médico sobre esas jaquecas? —preguntó Jackson luego de darle un sorbo al café que llevaba en la mano.

—Que debía no estresarme tanto, ¡ja!, como si este trabajo de mierda me lo permitiese.

—Pues, compañero, lamento agregar más estrés a tu día de mierda y a tu trabajo de mierda, pero tu señor padre nos quiere en su oficina.

Resoplé y me pasé las manos por la cabeza, lo último que necesitaba era tener una nueva discusión con mi padre, pero estaba seguro de que justo eso pasaría. Si nos quería en su oficina debía ser para anunciarnos que habíamos sido removidos del caso, y yo no mentía cuando le grité frente a toda la familia que no volvería a ceder a su voluntad, si se empecinaba en controlar mi vida iba a rebelarme contra él como no lo hice cuando debía hacerlo, nuca era tan tarde.

La oficina del comisariado se encontraba en el último piso del edificio en el que trabajábamos. Entré a al edificio junto a Jackson y de inmediato noté que las personas me miraban de una forma extraña, como si estudiaran mi comportamiento, además cuchicheaban con indiscreción. Jackson negó avergonzado un par de veces, luego comenzó su ascenso por las escaleras. Me quité los lentes y lo cuestioné con la mirada, pero la única respuesta que recibí de su parte fue un silencio incómodo.

Mi padre ya nos esperaba, su secretaria nos condujo hacia adentro de la oficina apenas y nos vio arribar al último piso. Cuando se trataba de trabajo, papá siempre se conducía con rectitud, nunca se dirigía a mí como su hijo en presencia de otro empleado, me trataba como a un empleado más. Yo agradecía dicho trato porque me permitía, de igual manera, tratarlo como a uno de mis jefes y no como mi padre, eso me ayudaba a desligarme de lo sentimental y a tomar decisiones objetivas; estaba seguro de que la conversación que estábamos a punto de tener orillaría a mi padre a tratarme con la rigurosidad con la que un jefe trataría a un empleado que no sigue instrucciones, sin embargo, esta vez, ante las circunstancias, yo no planeaba desligarme de lo sentimental ni ser objetivo, cumpliría mi promesa y me rebelaría ante su autoridad, no solo como su empleado sino también como su hijo.

Jackson fue el primero en entrar y tomar asiento, de forma intencional yo me detuve a charlar con la secretaría de mi padre, le pedí unas pastillas para el dolor de cabeza y luego me dirigí al dispensador de agua y me las tomé con suma paciencia, quería que mi padre perdiera los cabales, que se deshiciera de esa rectitud con la que trataba a sus empleados para que así estuviéramos en igualdad de circunstancias.

En cuanto entré me escrutó con la mirada, yo no me intimidé y lo miré con la misma firmeza. «Buenos días», saludé, y me senté junto a Jakcson.

—¡Explícame qué demonios hacías ayer en un bar de maricones! —me riñó apenas y recargué la espalda en la silla.

Que me alzara la voz de esa forma en presencia de Jackson significaba que mis acciones surtían efecto, papá había perdido los cabales. El miedo quiso apoderarse de mí ante la autoridad que mi padre representaba, sus palabras aún tenían el efecto de hacerme daño, las pulsaciones se me aceleraron y un hormigueo me recorrió las palmas de las manos. Pero ero era justo eso contra lo que quería luchar, lo que anisaba vencer. Me armé de valor y le respondí:

—Te dije que iba a seguir al frente del caso y no mentía. —Le sostuve la mirada y me senté con rectitud—. Eso es lo que hacía anoche, ponía todos mis esfuerzos en resolver el caso que se me asignó.

—Jayden, ¿por qué te has empecinado con este caso? —cuestionó mi padre y me dedicó una mirada analítica.

—Por primera vez en todo este tiempo, estoy siendo el policía que siempre quisiste, el policía que siempre me exigiste. Estoy esforzándome por cumplir mi trabajo, por ser el mejor. ¿Por qué entonces quieres frenarme? —contraataqué sin dejar de mirarlo a la cara. Miré de reojo, Jackson permanecía en silencio y con la mirada gacha.

—Como te lo dije ayer, quiero conducirte por el mejor camino —argumentó mi padre—, eres mi subordinado, pero también eres mi hijo y quiero lo mejor para ti; para ser el mejor debes hacer caso de la experiencia de quien ya recorrió el camino.

—¿Y el mejor policía no es aquel que es capaz de resolver cualquier caso, aquel que entrega su vida a la justicia, aquel que vela por la seguridad de todas las personas? La experiencia no siempre tiene la razón, la justicia no debe medirse por estatus, debe ser igual para todos. Eso fue lo que dijo el profesor de derechos humanos en la academia y desde entonces he tenido sus palabras bien grabadas, tú mejor que nadie deberías entenderlo, papá, y si no puedes hacerlo es que a lo mejor no eres tan buen policía como tú crees.

Jackson se enderezó de la silla y me miró con los ojos bien abiertos. Esperaba que mi padre contraatacara, que se levantara y me diese una bofetada, pero solo me miró en silencio; el corazón me latía a un ritmo inusual, era la adrenalina de haber exteriorizado pensamientos que llevaba años guardándome. Papá se puso de pie, tomó la tetera en la mesa del rincón y volvió a servirse del té que tomaba todos los días durante todo el día. Se sentó una vez más y luego de darle un largo sorbo a la taza sus ojos volvieron a encontrarse con los míos; el Jayden del pasado hubiese desviado la mirada, el Jayden en el que me transformé permaneció impasible.

—Bien, muy bien... así que te sientes el mejor policía del mundo, pues entonces vas a demostrarlo. Se terminaron las consideraciones —exclamó papá y luego se bebió el resto del té de un solo trago—. Vas a seguir al frente de este caso y vas a resolverlo, Jayden, vas a resolverlo porque de lo contrario voy a quitarte tu placa, vas a perder todo lo que construiste durante estos cinco años y te juro que vas a venir a pedirme perdón de rodillas. Perder tu placa significará ser un civil más, un civil que tiene servicio militar, un civil que tendrá que ir a servir a la guerra. Y ahí, Jayden, ahí aprenderás a valorar todo lo que tenías, ahí aprenderás a ser un hombre.

Me levanté de la silla, molesto. No me molestaban las amenazas de mi padre, me molestaba su condescendencia, la arrogancia con la que aseguraba que iba a fallar. Le dediqué una mirada llena de rencor y me di la vuelta para marcharme.

—Detective, Rivera —me llamó mi padre y me obligó a detenerme—, como su superior estoy en la posición de exigirle resultados, así que hoy mismo, antes de la hora de salida, espero en mi oficina un informe detallado sobre la construcción del caso y los avances que hay, si ese informe no está aquí antes de que yo me vaya, puede dejarle su placa a mi secretaria y hablar con ella sobre su finiquito. ¿Entendido?

Vi a Jackson ponerse de pie, nervioso. Mis ojos volvieron a encontrarse con los de mi padre y unas irascibles ganas de llorar me invadieron ante la impotencia que sentía. Apreté los puños, los dientes y me obligué a respirar, no iba a darle a mi padre la satisfacción de quebrarme frente a él.

—¿Entendido? —reiteró mi padre con firmeza.

—Entendido —respondí con esfuerzo para que la voz no se me quebrara.

—Detective Lawrence —se dirigió mi padre esta vez a Jackson—, está en la libertad de abandonar este caso y ser asignado a otro o seguir y apoyar al detective Rivera, usted decide.

Jackson me miró en silencio, en sus expresiones noté el fuerte debate que mantenía en sus adentros. Miró a mi padre y luego otra vez a mí. Apretó los labios. Me sostuvo la mirada. Resopló. Dirigió su mirada hacia el techo. Volvió a mirar a mi padre.

—Sigo con el detective Rivera y este caso, comisionado —lo escuché decir antes de que yo abandonara la oficina de mi padre.


En cuanto llegue a la planta baja en la que se encontraba la oficina que compartía con Jackson, me dirigí deprisa a los baños, me encerré en el cubículo más alejado y ahí grité para liberar la frustración que sentía. Volví a apretar los dientes porque me negaba a llorar, a quebrarme y darle el gusto a mi padre de saberme derrotado. Centré mis pensamientos en lo importante, en el caso que tenía que resolver y la frustración se disipó poco a poco. Saqué el reloj de la bolsa interior de mi chaqueta, pasaban dieciocho minutos de las once de la mañana. Tenía menos de ocho horas antes de que el asesino volviese a atacar.

Me enjuagué la cara en los lavabos hasta que no quedaron rastros de la impotencia que había estado a punto de dominarme. Salí del baño y me apresuré a llegar a la oficina, cuando entré, Jackson ya se encontraba ahí; estaba sentado detrás de su escritorio, en el mueble había varias carpetas y una máquina de escribir en la que mi compañero tecleaba.

—Le he pedido a la secretaria que traiga otra máquina de escribir —dijo Jackson y enderezó la vista para mirarme—, si trabajamos en equipo ese informe podrá estar listo para antes de que el comisionado se vaya.

Correspondí a su mirada y un nudo se me formó en la garganta, Jackson había escuchado de principio a fin la discusión que mantuve con mi padre y las amenazas que profirió en mi contra, a pesar de ello y de que no teníamos la mejor relación de compañerismo, decidió quedarse a mi lado, su muestra de lealtad me tomaba de sorpresa por completo.

—Gracias —le dije mientras asentía.

—Mueve esos dedos, cabrón, no hagas que me arrepienta.


Eran las ocho con veintidós minutos de la noche cuando Jackson y yo terminamos de mecanografiar el informe. La salida de mi padre era a las ocho en punto, mi compañero colocó deprisa las hojas en una carpeta, pero yo maldije en cuanto vi la hora porque sabía que había fracasado, Jackson no se dio por vencido: tomó la carpeta y corrió hacia el estacionamiento, alcanzó a mi padre cuando se subía a su coche.

—El informe, comisionado —le dijo en cuanto recupero el aire—, quedamos atentos para cualquier observación o instrucción que usted nos dé.

Mi padre miró la carpeta y dudó durante algunos segundos, pero luego la tomó. Me miró con firmeza a la distancia a través de la ventana de su auto, luego echó a andar el coche. Jackson se acercó a mí y me palmeó la espalda.

—Hombre de poca fe —me dijo.

—En verdad gracias por todo —le respondí y mis labios se curvaron en una genuina sonrisa—. Ve y descansa, detective, te lo mereces.

—No, súbete a la patrulla —me ordenó Jackson—. También estoy al frente de este caso, también he estudiado los expedientes y el patrón del asesino, soy consciente de qué día es hoy y de lo que planeas hacer. Mi cabeza también depende de que este caso se resuelva, vamos a atrapar ese sicópata, ¡súbete!


Llegamos a Central Park pasadas las nueve de la noche, Jackson estacionó la patrulla en la zona norte, el parque era enorme y cubrirlo en su totalidad iba a ser imposible para mi compañero y para mí. El patrón del asesino estaba claro, la relación entre los tres asesinatos anteriores había sido demostrada, el parque debería estar lleno de policías en cada rincón, todo el departamento de policía de Nueva York debería estar concentrado sus esfuerzos en atrapar al asesino serial que le arrebataba la vida a chicos que no llegaban ni a los veinte; sin embargo, mi padre había dejado en claro esta mañana que no movería un dedo para resolver el caso y que, por el contario, lo usaría como método para tratar de humillarme, para demostrarme que él tenía la razón.

A la sociedad neoyorkina mucho menos le interesaba que un asesino serial de chaperos anduviese suelto, los homosexuales éramos vistos como una escoria, como unos enfermos sometidos al pecado, como una mancha que había que limpiar; nuestras muertes no eran vistas como un crimen sino como una purga, podían matarnos en sus caras y lo único que harían sería santiguarse, seguir adelante e ir por un café; nuestras muertes no importaban, resolverlas no daba prestigio. Estábamos solos. Estábamos desamparados. Los periódicos apenas y habían cubierto los asesinatos en pequeñas notas colocadas en las últimas páginas que ni siquiera profundizaban en lo sucedido. Las propias familias de los asesinados los habían abandonado, sus cuerpos seguían en la morgue a la espera de ser reclamados por un familiar. Conseguir justicia no era importante ni siquiera para quienes se suponía debían amarnos y cuidarnos.

Incluirme en ese mismo grupo, aunque fuese solo en mis pensamientos, se sintió extraño, pero, al vez, fue liberador. Aquella noche me llame a mí mismo sin tapujos como lo que era: un homosexual, un hombre que amaba a otros hombres, no una escoria, no un enfermo, no un pecador, simplemente un hombre que quería ser y amar en libertad. Llegar a ese punto de entendimiento me había costado sudor y lágrimas, negación y autodesprecio. Sin embargo, aquel primer asesinato y los que le siguieron me hicieron comprender y aceptar mis sentimientos: si nos abandonábamos y nos depreciábamos a nosotros mismos, entonces ya no habría nada porqué luchar.

—Tenemos que separarnos para abarcar más espacios —dijo Jackson—, caminaré hacia al sur para cubrir el otro extremo. A las tres de la madrugada nos reunimos de nuevo aquí en la patrulla para actualizar información.

Asentí y vi a Jackson perderse en la oscuridad, yo hice lo propio y comencé a caminar hacia las zonas más oscuras del parque. De acuerdo a los análisis del forense, el asesino cortejaba a sus víctimas en algún bar o en la calle, los invitaba a tomar algo y así usaba la burundanga para inhibir la voluntad de sus presas, una vez que la víctima no podía defenderse era el momento en el que el asesino comenzaba su sádico ritual de depuración, hasta que, finalmente, el chico moría desangrado.

Una pregunta que no me dejaba en paz desde que leí los expedientes era si el asesino terminaba con la vida de los chaperos en el parque o si se los llevaba a otro lugar y, cuando la víctima moría, trasladaba el cuerpo y lo abandonaba en alguna zona recóndita del parque; Central Park era un lugar propenso al crimen: las enormes zonas arboladas, los rincones por debajo de los puentes, los lugares más alejados de la vigilancia... sin duda el parque contaba con escenarios que permitían a los criminales actuar, incluso, dos años atrás, varios ciudadanos marcharon para exigir una mayor seguridad porque lo crimines en el parque eran tantos que incluso ocurrían durante el día.

A pesar de ello, mis instintos me hacían dudar que el asesino perpetuara sus rituales en el parque, la violencia empleada era tan meticulosa que el hacerlo aquí implicaría tomar riesgos que no cabían en la rigurosidad del asesino; no obstante, Central Park era lo único concreto que teníamos, seguí caminado a través de la oscuridad.

Exploré los lugares más alejados y escondidos, en mi camino me encontré con pandilleros que fumaban mariguana y que me escrutaban de una manera que hubiese espantado a cualquiera que no tuviese motivos de rigor para estar ahí; me encontré también con chaperos que me sonreían y coqueteaban en busca de convertirme en su próximo cliente, de forma inevitable me pregunte si en próximas horas me encontraría con el cuerpo mutilado de alguno de esos hombres. Dentro del parque era extraño encontrarse con prostitutas femeninas, aun así por mi camino se cruzaron un par que tal vez sus circunstancias las obligaban a desafiar a la suerte. Vi también a varios hombres teniendo sexo, no todos eran chaperos, la mayoría de ellos aprovechaban la clandestinidad del parque para mantener encuentros sexuales sin tener que afrontar el escrutinio público.

Perdí la noción del tiempo, caminé tanto como pude, sin embargo esa noche el destino no quería que me encontrase frente a frente con el asesino. Saqué el reloj de mi chaqueta aprovechando que estaba bajo la iluminación de un poste de luz, eran la tres con treinta y cinco minutos de la madrugada, apreté los labios con frustración y retomé el camino de regreso a la patrulla. Jackson ya estaba ahí cuando llegué, fumaba un cigarrillo con el cuerpo recargado en el vehículo.

—Esto es como buscar una aguja en un pajar, lo lamento, compañero, pero sin apoyo no llegaremos demasiado lejos —me dijo luego de tenderme un cigarrillo.

—Lo sé, Jackson, y no poder hacer más me frustra. —le di una calada profunda al cigarrillo para intentar tranquilizarme.

Esperamos a las afueras de la patrulla media hora más a punta de cigarrillos, cuando me di cuenta de que pasaban quince minutos de la cuatro, entendí que seguir ahí era tiempo perdido. Jackson condujo a la estación para dejar la patrulla, nos despedimos casi a las cinco de la madrugada y cada quien condujo hacia nuestros respectivos apartamentos, en tres horas teníamos que presentarnos a trabajar.

Llegué a mi apartamento y el cansancio no me permitió ni siquiera caminar hasta mi habitación, me tiré en el sillón y a los pocos segundos me quedé dormido. No sé cuánto tiempo pasó, pero, de pronto, el sonido de nudillos que golpeaban la madera me obligó a abandonar el letargo en el que me encontraba. Intenté ignorar el sonido, sin embargo, retumbó en mis oídos con mayor intensidad. Obligué a mis parpados a abrirse, permanecí inmóvil durante varios segundos con la mirada perdida en el techo hasta que el sonido de mi nombre me hizo enderezarme, sobresaltado. «Jayden».

Me levanté todavía adormilado, me tallé los ojos e intenté ubicarme en el tiempo y en el espacio. Reconocí la sala de mi apartamento gracias a la fotografía en compañía de mis padres y mi hermana que estaba colgada en la pared. Entendí entonces que los sonidos provenían del otro lado de la puerta principal. Confundido, caminé hacia la entrada, a tientas quité el pasador y abrí. La imagen con la que me encontré me hizo despertar por completo: Adrián estaba de rodillas al otro lado de la puerta, temblaba y con la mano izquierda intentaba controlar la sangre que salía a brotones de su brazo derecho.

El impacto me paralizó durante varios segundos, hasta que el instinto que durante ante años aprendí a desarrollar como policía me obligó a reaccionar. Reuní todas las fuerzas que tenía y levanté a Adrián en peso y, trastabillando, lo metí hasta el sillón. Cundo fui consciente de que no se trataba de un sueño, me llevé las manos al rostro y comencé a dar vueltas sin sentido. Las manos me temblaban, pero el ver como la sangre seguía escurriendo por el brazo de Adrián me obligó a espabilar. Tomé un respiro profundo y corrí hacia el baño para traer el botiquín.

En cuanto volví me arrodillé deprisa a un lado de Adrián para analizar la herida, era larga y profunda y por lo tanto necesitaría de puntadas.

—Necesito llevarte a un hospital —le dije con desesperación.

Adrián negó de inmediato, no había dejado de temblar y en su mirada noté que mi voz lo hizo atravesar un momento de lucidez, comenzó a llorar.

—¡Tenemos que ir a un hospital! —insistí, pero él negó con más fervor.

Mis pensamientos comenzaron a aclararse y entonces entendí porque Adrián se negaba, ir a un hospital implicaría dar demasiadas explicaciones que alguien como Adrián no podía dar. Obligué a mi mente a recordar los cursos médicos que tomé en la academia y en el servicio militar. Abrí el botiquín y comprobé que tuviese todo lo necesario. Un respiro más y me decidí, tendría que encargarme de suturar la herida de Adrián yo mismo.

—¡Ryan, Ryan, Ryan! —gritó Adrián de pronto.

Analicé sus pupilas y de inmediato noté que estaban dilatadas.

—Tienes que ayudar a Ryan —insistió Adrián.

Decidí ignorar sus palabras y concentrarme en la herida.

Cuando corte el hilo con las tijeras me sorprendí de la entereza que tuve para lograrlo. Adrián había dejado de temblar, pero ahora lloraba con mayor intensidad y su mirada estaba perdida en la nada.

—Asesino —dijo Adrián—, ¡Ryan! ¡Por favor!

Cuando terminaba de colocar la venda en el brazo de Adrián, el sonido de alguien que llamaba una vez más a la puerta me hizo saltar. Desesperado, tomé a Adrián en peso y lo trasladé a mi habitación. Volvieron a llamar a la puerta con insistencia y me apresuré a abrir. Me encontré con la mirada de Jackson.

—Vámonos —dijo sin ningún preámbulo—, tenemos un cuerpo sin vida de un chapero en Central Park.

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