3. MENOS DE VEINTICUATRO HORAS

A través de la ventana me di cuenta de que ya había anochecido, estiré los brazos y moví el cuello en círculos con la intención de que mis músculos se relajasen un poco de la tensión a la que los sometí el último par de días. Jackson se había ido de la oficina hacía más de cuarenta y cinco minutos, justo cuando nuestra hora oficial de salida llegó. Yo decidí quedarme más tiempo, tenía frente a mí los expedientes de los tres chaperos que fueron asesinados durante el mes. Llevaba más de media hora leyendo una y otra vez los informes del forense, analizando todas las coincidencias que había, memorizando cada detalle; el patrón era claro: el asesino comenzaba su ataque los jueves durante la tarde-noche y los cuerpos aparecían ya sin vida en algún punto de Central Park pasadas las tres de la madrugada del viernes.

Aquella noche en la que yo intentaba descifrar el modus operandi del asesino, el reloj marcaba las ocho con cincuenta minutos de un miércoles, lo que significaba que, de acuerdo al patrón de los tres asesinatos anteriores, el asesino volvería a atacar en menos de veinticuatro horas, en menos de un día otro adolescente perdería la vida si yo no así algo para evitarlo. No podía permitir que eso sucediera, volví a leer los tres informes de principio a fin.

Cuando me di cuenta el reloj ya marcaba las nueve y treinta y dos minutos de la noche, de no haber sido porque tenía una cena familiar a la que estaba obligado a asistir, me hubiese quedado en la oficina hasta que el cansancio me obligase a irme a dormir.

Llegué a casa de mis padres cuando faltaban cinco minutos para las diez de la noche, antes de entrar decidí fumarme un cigarrillo para relajarme un poco, era la primera vez en más de un año que volvería a ver a los abuelos; la última vez tuve un fuerte discusión con el desgraciado de Albert, el padre de mi padre y mi abuelo por naturaleza. En algún momento de aquel desayuno familiar al que también me vi obligado a asistir, el tema de la guerra de Vietnam se puso sobre la mesa. El abuelo era un veterano de guerra que hacía un par de años había dejado de servir con honores y un montón de reconocimientos; el viejo aún no lograba superar que su único hijo varón y, paradójicamente, su único nieto varón no siguieran sus pasos en el ámbito militar. La plática sobre la estúpida guerra comenzó cuando Albert recriminó a mi padre por haber decidido ser policía y no militar. Papá se defendió al sacar a flote todo lo que había logrado como policía.

—Tú ahora mismo deberías estar sirviendo a tu país en Vietnam —recuerdo que me dijo el viejo mientras me miraba con indiferencia y luego de que no pudiese seguir el ataque hacia papá.

—Estoy sirviendo a mi país —le respondí con la misma indiferencia con la que él me miraba—, todos los días arriesgo la vida haciéndolo.

—Lo único que haces es jugar a atrapar criminales, pero el honor de servir a tu país en una guerra no se compara.

—La guerra me parece una estupidez —recuerdo haberle respondido—, un montón de inocentes están muriendo por las estupideces de los altos mandos de nuestro gobierno. ¡Estoy feliz de haberme unido a la policía y así no estar obligado a ir a esa estúpida guerra!

Tampoco estaba feliz de haberme unido a la policía, lo dije solo para hacer enojar más al viejo, sin embargo, en verdad lo prefería a ir a perder la vida a una guerra que me parecía una masacre sinsentido. Mis palabras terminaron con lo pacifico del desayuno; papá, que estaba sentado a mi lado, me dio una fuerte bofetada por responderle de esa forma al abuelo.

—¡Me da vergüenza escucharte! —gritó el viejo—. ¡Te prefiero muerto a escuchar cómo defiendes a esos malditos comunistas! ¡Eres un traidor!

Aquella mañana, decidí no seguir escuchando las injurias del viejo y abandoné la casa de mis tíos dándole un fuerte golpe a la puerta. Durante mucho tiempo me negué a asistir a una reunión familiar en la que el abuelo estuviese presente. Cedí a estar en esta cena solo porque mamá me lo imploró.

Terminé de fumarme el cigarrillo y llamé a la puerta, mi madre me recibió con un cálido abrazo y un beso en la frente. En cuanto puse un pie en la estancia en la que se encontraba el comedor, me encontré con la mirada del abuelo sobre mí, me analizó en silencio hasta que fui yo quien decidió romper el hielo y saludar con un discreto: «Buenas noches», al cual él respondió con un cauteloso movimiento de cabeza. La abuela, en cambio, se puso de pie y también me abrazó. Los abrazos continuaron cuando mi hermana y mi sobrina salieron de la cocina y, al mismo tiempo, corrieron hacia mí para rodearme con sus brazos.

La cena dio inició con una tranquilidad que se sentía extraña, pero es que mamá se esforzaba porque así fuera, la mayoría del tiempo intentó controlar la conversación al poner sobre la mesa anécdotas familiares, sobre todo de nuestras infancias. También influía que los ataques de tos que le daban al viejo de forma continua no lo dejasen hablar como estaba acostumbrado a hacerlo. Luego de un par de copas de vino comencé a relajarme, y en verdad creí que la cena saldría bien; sin embargo, cuando papá me realizó la primera pregunta directa, la tranquilidad se despidió y le dio la bienvenida al caos.

—¿Por qué llegaste tan tarde? —me preguntó después de que mamá se levantó para ir por el postre.

—Me quedé en la oficina —respondí con cautela, y me llené la copa de vino por tercera ocasión—, estudiaba los expedientes del caso que se me asignó junto a Jackson.

—Me alegra que te esfuerces en el trabajo ahora que has ascendido a detective. —Papá me dedicó una discreta sonrisa que apenas y fue perceptible—, es importante que le gente vea que lo haces bien y que tus ascensos son merecidos y no solo porque eres mi hijo.

Asentí como agradecimiento a sus palabras.

—Sin embargo —continuó él y la discreta sonrisa se le borró del rostro—, esta mañana hablé con Peter para reprenderlo por haberte asignado ese caso, ese caso no ayudará a tu reputación, no va a darte la visibilidad que necesitas para escalar, si sigues en ese caso puede ocurrir lo contrario, por eso le he pedido que le dé el caso a otros detectives y a ustedes los designé en uno de mayor relevancia.

Puse la copa sobre la mesa y cuestioné a papá con la mirada.

—¿Qué has hecho qué? —objeté en cuanto logré asimilar sus palabras.

—Lo que has escuchado... le pedí a Peter que te asigné a ti y a Jackson a otro caso. Si ustedes siguen en este caso se verán obligados a relacionarse con personas que pueden dañar su reputación. Lo estoy haciendo por tu bien, Jayden, en verdad quiero que sigas creciendo dentro de la policía, que te conviertas en el mejor.

Todos los presentes debieron notar la decepción con la que miré a mi padre.

—¡No! —grité y me puse de pie, no dejé de sostenerle la mirada—. ¡Estoy cansado de que intentes controlar mi vida de esta forma! ¡De que solo se haga tu voluntad!

—Lo hago por tu bien —insistió mi padre, intentaba contener la ira en su voz—, entiende que quiero lo mejor para ti.

—Dijimos que hoy no hablaríamos de trabajo —intervino mi madre que había vuelto de la cocina con el postre—, ustedes lo prometieron.

Las acciones de mi padre me irritaron tanto que ignoré las palabras de mamá.

—¡Papá, eres el maldito comisionado! ¡Tres chicos que ni siquiera llegaban a los veinte fueron asesinados y tú vienes a hablarme de prestigio! ¡Nuestro deber es velar por la seguridad de las personas, eso fue lo que tú me enseñaste, ese el deber del policía! ¿O me equivoco?

—¡Jayden, tranquilízate! —mi padre ya no pudo contenerse y elevó el tono de voz—. No estoy diciendo que el caso va a desecharse, estoy diciendo que otras personas se harán cargo.

—¡Pues no, esta vez no será a tu modo! ¡Voy a seguir al frente del caso! De lo contrario mañana tendrás a primera hora mi renuncia en tu escritorio.

Olivia, mi hermana, me tomó del brazo con delicadeza para intentar detenerme, pero yo negué y, desprendiéndome de su agarre, salí de la casa de mis padres.

Pisé el acelerador hasta el fondo en cuanto logré poner el auto en marcha, las llantas de mi ford crown victoria derraparon por la calle residencial del barrio de Dyker Heights en el que vivían mis padres. Disminuí la velocidad cuando tomé la décima avenida y el tráfico me obligó a ir más despacio. La ira ante la discusión que acababa de tener con mi padre seguía dominándome, me di cuenta de ello cuando noté la forma en la que mis manos se aferraban al volante con fuerza y en lo acelerada que estaba mi respiración. Saqué el reloj de mi chaqueta y comprobé la hora, ya pasaba de la media noche.

La consciencia de que el asesino volvería a atacar en unas cuantas horas me llegó de golpe, dejé de pensar en la discusión que tuve durante la cena y me concentré en el caso, no iba a permitir que mi padre se saliera con la suya, este caso iba más allá del trabajo y el prestigio del que tanto se preocupaba el hombre que me dio la vida, este caso se había convertido en una misión personal, iba a seguir al frente así fuera desde la ilegalidad, ¿qué consecuencias podría tener?, ¿qué me quitaran la placa? Conocía muy bien a mi padre y sabía que eso no iba a pasar, no iba a premiarme con la libertad.

Tardé veintitrés minutos en llegar a la Calle 42, en todo el trayecto no pude dejar de pensar en Adrián, no solo por las ganas que tenía de verlo, sino también por lo importante que podía ser para este caso; deseé con todas mis fuerzas que si lo encontraba, fuese en sus cinco sentidos; necesitaba hablar con él sobre lo que pasaba, necesitaba hablarle sobre las tres víctimas y preguntarle si los conocía, necesitaba que él me hablase a detalle de su mundo, de cómo es que funcionaba, de si había escuchado algo al respecto al asesino que mataba a chicos como él.

Llegué hasta la esquina en la que lo encontré la última ocasión que lo vi, pero esta vez no tuve la misma suerte. Recorrí toda la calle sin éxito y entonces decidí hacer un rondín por Central Park. Tomé la novena avenida y anduve despacio con la esperanza de encontrarlo en alguna esquina, llegué hasta la parte norte y descendí en la quinta avenida sin éxito. Entonces decidí ir al último lugar en que sabía que podía estar, conduje al barrio de West Village.

La ley prohibía a bares recibir a homosexuales y a travestis en sus establecimientos, sin embargo, en el barrio de West Village había varios centros nocturnos controlados por la mafia que se habían convertido en sus refugios de diversión y esparcimiento. Estacioné el coche dos cuadras antes de la manzana en la que se ubicaban la mayoría de bares y discotecas. La afluencia de personas era considerable para ser mitad de semana, estaba por bajarme del auto cuando fui consciente de que la forma en la que iba vestido no me permitiría llegar demasiado lejos; no quise sobre pensar las cosas y me decidí: me quité la gabardina y la aventé hacia el asiento trasero, desabotoné con impaciencia la camisa y me apresuré a deshacer el nudo de la corbata; la playera de tirantes se ajustaba a mi cuerpo y mi pudor me hizo dudar si sería apropiado, me recordé que para lo que quería hacer debía ser tan inapropiado como fuese posible. Me miré en el espejo retrovisor y, sin pensarlo demasiado, pasé las manos sobre mi cabello relamido con cera para alborotarlo, varios mechones cayeron rebeldes sobre mi frente. Tomé un respiro profundo y bajé del auto.

El salir de mi zona de confort en cuanto a la manera en que solía vestir me volvió más sensible ante las miradas y el escrutinio del resto, el darme cuenta de que no eran paranoias mías, de que los hombres parados en las esquinas y a las afueras de las entradas de los bares en verdad me miraban me obligó a agachar la mirada. Caminé así un par de cuadras hasta que me detuve en una esquina para analizar la situación, por un momento mi corazón se aceleró cuando vi parado en la esquina al frente de la acera en la que yo me encontraba a un chico con las mismas características físicas de Adrián, pero al analizar con atención su rostro me di cuenta de que no era él; el chico me sostuvo la mirada y se relamió los labios, luego bajó su mano lentamente hacia sus genitales y los acarició despacio. En otras circunstancias hubiera imitado sus movimientos mientras le sostenía la mirada con firmeza como señal de interés, le hubiera hecho una gesto para que cruzase la calle, hubiera correspondido a su saludo, hubiera mantenido una conversación vaga para romper el hielo, lo hubiera invitado a ir a un lugar más discreto y me lo hubiera follado en la parte trasera de mi coche o en la decadencia de una habitación de tres dólares de un motel de mala muerte.

De pronto, la conexión sexual se rompió porque al mirarlo pensé que ese chico podría ser el siguiente en aparecer mutilado y sin vida en las inmediaciones de Central Park; lo miré con una melancolía que seguro él interpreto como rechazo, se encogió de hombros y encendió un cigarrillo. La imagen de Adrián se incrustó en mis pensamientos y eso me hizo recordar por qué estaba ahí. Puse entonces a trabajar a mi memoria y recordé que Adrián había mencionado un par de veces a un bar: "Stonewall Inn". Seguí mi camino por la cuadra hasta que me encontré con un letrero neón que llevaba ese nombre.

Me acerqué con cautela, a las afueras había una larga fila de personas esperando su turno para entrar. El recordar los motivos por los que estaba ahí hizo que los miedos y la vergüenza se disiparan, volví a tomar un respiro profundo y me formé detrás de un grupo de travestis que me miraron y me sonrieron. Pasaron quince minutos hasta que me tocó pararme frente a la puerta, una pequeña ventana se abrió y me encontré con la mirada de un hombre que me inspeccionó de arriba abajo.

—¿Nombre? —me cuestionó.

Estuve a punto de responder con mi nombre real, pero mis neuronas hicieron sinapsis y respondí con el primer nombre que se me vino a la mente: «Jackson», dije.

—¿Qué vienes a hacer aquí, Jackson? —volvió a cuestionarme el hombre.

—Vengo con unos amigos, ya me esperan adentro. —El hombre me miró con recelo, pero una de las travestis que iban delante de mí se regresó.

—Viene con nosotras, Tony, deja pasar al bombón —escuché decir a la chica y segundos después la puerta se abrió.

—Son tres dólares —dijo el hombre.

Con algo de torpeza busqué mi billetera y saqué la cantidad requerida. Apenas y di un par de pasos, me encontré con algo que mis ojos nunca antes habían visto: un montón de gais, lesbianas y travestis bailaban sin tapujos al centro de la pista y al ritmo de Congratulations de Cliff Richard. Poco a poco fui abriéndome paso entre las personas; en el lugar había dos barras, una al entrar y otra hasta el fondo, como pude me hice espacio en la que estaba cerca de la entrada, pedí una cerveza y luego de darle el primer trago lo vi: Adrián estaba al centro de la pista y bailaba, en compañía de un grupo de otros chicos de su edad, con una soltura que envidié.

Me recargué en la barra y seguí bebiendo de mi cerveza, desde ahí sonreí mientras veía Adrián entregarse a la música, a su cuerpo, a las sensaciones, al momento. Vinieron tres canciones y dos cervezas más, cuando iba a pedir una tercera me di cuenta de que, de pronto, Adrián dejó de moverse con la intensidad que antes lo hacía; analicé con mayor atención la pista de baile y entonces lo entendí: al otro extremo un hombre que debía rondar los cuarenta bailaba y le sonreía a Adrián al tiempo que le mostraba un par de dólares. Vi a Adrián corresponder a la sonrisa y asentir, luego al hombre caminar hacia él.

No pude seguir bebiendo, dejé la cerveza sobre la barra y miré a Adrián con mayor intensidad. Un montón de pensamientos aversivos invadieron mi consciencia: Adrián y yo no manteníamos ningún tipo de relación formal, sabía a la perfección a lo que Adrián se dedicaba, era consciente de que yo no tenía ningún control sobre lo que él hacía con su vida, pero la idea de ese hombre fallándoselo en los baños del bar, me perturbó. Además, otro pensamiento que hizo con un escalofrió recorriese mi columna vertebral, me invadió. ¿Y si ese hombre era el cabrón que había asesinado a los tres chaperos? ¿Si el seducirlos con dinero para luego drogarlos era la forma en la que actuaba? No logré contenerme y comencé a abrirme paso entre la gente.

Apresurado llegué hasta la zona de los baños, ahí la iluminación era todavía más tenue que en el resto del bar. Empujé a algunas personas para seguir adelante. Los encontré en un pasillo antes de entrar a los baños, el hombre tenía a Adrián arrinconado mientras le acariciaba el cuello y le susurraba algo al oído. Mi corazón estaba tan acelerado que sentía que podía escucharlo latir a pesar del ruido de la música. Sin un atisbo de duda caminé hacia ellos, tomé al sujeto del hombro y lo empujé lejos de Adrián.

Adrián me miró confundido, hasta que la conmoción le pasó y logró reconocerme, entonces su mirada cambió de la confusión a la sorpresa. Lo tomé de la muñeca y lo jalé hacía mí.

—¿Qué te pasa imbécil? —gritó el hombro desde el rincón al que lo empujé

Dejé que mis instintos ganaran y esta vez fui yo quien arrinconó a Adrián, lo miré a los ojos un par de segundos, luego comencé a besarlo.

En un principio, Adrián permaneció inmóvil ante el aturdimiento y la sorpresa de mis actos, pero luego me tomó del cuello y correspondió a mi lujuria desbordada. Cuando nos separamos me encontré con su sonrisa. «¿Qué haces aquí?», me susurró al oído, no supe qué responder, miré el labial carmesí corrido a causa de mi pasión y volví a besarlo.

No fui consciente de cuánto tiempo pasó, cuando miré hacia atrás, el sujeto con el que Adrián había llegado a hasta ese lugar ya no estaba. De pronto, Adrián me tomó de la mano y me condujo hacia los baños. Deprisa me llevó hacia el último cubículo sin importar las miradas de los presentes que orinaban y se maquillaban frente al espejo.

Nuestras miradas volvieron a encontrarse y pude darme cuenta de que estaba en sus cinco sentidos. Fue el quien tomó la iniciativa y volvió a besarme mientras sus manos se ocupaban de desabrocharme el pantalón. Tomó mi sexo con su mano diestra y comenzó a masturbarme. «Ese sujeto iba a pagarme muy bien y lo arruinaste, me debes veinte dólares», me susurró, luego se arrodilló apresurado y jugueteó con su lengua en mi verga. Lo tomé con fuerza del cabello y eché la cabeza hacia atrás. Adrián se levantó tras un par de minutos y lo vi sonreír, su mirada no era melancólica como otras veces, me pregunté cuál sería el motivo por el que estaba desbordado de felicidad y pasión. Volvió a besarme.

—Quiero que me folles aquí mismo —me dijo sin tapujos.

Lo miré con duda pero él asintió, sonrió una vez más.

Le di la vuelta y comencé a acariciarle las nalgas. El deseo de estar dentro de él se apoderó la sangre en mis venas, de mi consciencia. Escupí en mi mano y con el dedo lo lubriqué. Luego, lo penetré, muy despacio; llegué hasta el fondo y lo escuché tratar de reprimir un gemido sin éxito, mi respiración entrecortada golpeaba su cuello.

Me lo follé sin condón como en cada uno de nuestros encuentros previos.

En ese tiempo el sida aún no llegaba a nosotros, desconocíamos la lucha que emprenderíamos, el enemigo letal al que tendríamos que enfrentarnos: los prejuicios, la indolencia, los estragos. Todavía éramos ignorantes del dolor de esa enfermedad, de la forma en la que perderíamos a nuestros mejores amigos, a nuestros amantes, a los amores de nuestras vidas.

Aumenté el ritmo y estuve cerca de llegar a la cúspide del placer, sin embargo, las voces que chocaron contra mis tímpanos me obligaron a detenerme y a salir del cuerpo de Adrián.

—Redada, redada, redada. ¡Corran! 

Adrián se subió los pantalones deprisa y yo lo imité con torpeza, luego, me tomó de la mano y me obligó a correr tras él.

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