1. EL ÁNGEL CAÍDO
El cuerpo inerte en las inmediaciones de Central Park parecía ser un ángel caído.
Esa fue la impresión que me dio en cuanto avancé algunos metros luego de que descendí del coche y vi la escena: la mitad del cuerpo que yacía sin vida sobre el césped era iluminado por la luz de una farola que se encontraba un par de metros a un costado, la tenue iluminación en medio de la oscuridad permitía vislumbrar las facciones del chico asesinado: sus labios pintados con un rojo carmesí aún estaban entreabiertos, las pestañas abultadas mantenían sus ojos cerrados y hacían parecer que estaba dormido y no muerto, sus cabellos rubios y desordenados caían sobre su frente, y su piel blanca parecía brillar por el reflejo de la luz; ante esa primera impresión me pareció hermoso, sin embargo, en cuanto la distancia entre el ángel caído y yo fue de menos de un metro y logré ver a detalle la sangre y las señales de violencia, todo mi cuerpo se paralizó.
Jackson, mi compañero y superior, me dio una palmada sobre la espalda que me hizo reaccionar, él se colocó en cuclillas a centímetros del cuerpo para analizarlo a detalle. A mí el estómago se me constriñó, pero tomé un respiro profundo y me obligué a imitar el accionar de mi compañero.
—Era un maricón —dijo Jackson al tiempo que analizaba el rostro del chico.
Asentí en silencio y volví a respirar lento y profundo, una sensación de nausea me subió desde el estómago hasta el esófago, tuve que apretar los dientes para contener el ataque de cólera que comenzaba a apoderarse de mi cuerpo e intentaba dominarlo.
Observé a Jackson colocarse los guantes para poder analizar el cuerpo del ángel caído a detalle y sin estropear la escena del crimen.
—Alúzame —me pidió mi compañero.
Con algo de torpeza saqué la pequeña linterna de la bolsa de mi gabardina y apunté con ella hacia el cuerpo del chico: iba desnudo del torso hacia arriba, lo que nos permitió observar los hematomas en los brazos, pecho y abdomen, sin duda alguna había sido golpeado en varias ocasiones, al parecer con un objeto contundente; en la parte baja de su cuerpo llevaba puestos unos jeans ajustados que se encontraban desabrochados y a medio subir. Cuando alucé hacía los genitales y vi la sangre que escurría de dicha parte, fruncí el entrecejo y me obligué a respirar lento y profundo una vez más. Cinco años siendo policía en el departamento de homicidios y tal vez nunca lograría acostumbrarme al sadismo con el que algunos humanos arrebataban las vidas de otros.
Jackson se puso de pie con cara de asco y caminó un par de metros hacia la oscuridad del parque, lo vi encender un cigarrillo y fumar en tranquilidad de espaldas a la escena del crimen. Aproveché para estudiar el cuerpo del ángel caído en soledad, analicé su rostro a detalle y puse a trabajar a mi memoria para saber si, en vida, había estado junto al chico asesinado; tal vez en la soledad y oscuridad de un callejón, o en el interior de mi automóvil, o en la decadencia de algún motel de mala muerte alejado de la ciudad.
Fijé la mirada en los labios carmesí entreabiertos y quise recordar si alguna vez le dieron placer a cualquier parte de mi cuerpo, pero mi memoria no recordó ni al chico ni a sus labios; entonces llegué a la conclusión de que no lo conocía, eso hizo que mi respiración se normalizara. Y es que por más que me esforzara en hacer de cada encuentro un mero trámite, por más que no quisiera prestarle especial atención a sus rostros, por más que luchara por cerrar los ojos mientras intentaba llegar al éxtasis, para mi fortuna o mi desgracia, mi memoria era una maestra en recordar detalles de lo que yo anhelaba olvidar con fervor.
Los médicos forenses llegaron a la escena del crimen y yo me hice a un lado para dejarlos hacer su trabajo. Caminé hacia donde Jackson se encontraba y me paré a su lado, él me ofreció un cigarrillo sin siquiera mirarme a la cara, llevábamos dos años siendo compañeros y ambos conocíamos bien nuestro carácter, un aspecto en el que solíamos ser muy distintos. Para sobrellevarlo, tuvimos que aprender a trabajar a partir de nuestras compatibilidades, fumar era una de ellas.
—¿Te diste cuenta? —lo cuestioné luego de que le di una calada profunda al cigarrillo para encenderlo.
—¿De qué? —cuestionó él de vuelta con la hosquedad que lo caracterizaba.
—De todas las coincidencias que hay.
—¿De qué hablas, Jayden? Sé más específico.
—Este es el tercer chapero que aparece asesinado en el mes y todos los cuerpos han sido descubiertos la madrugada de un viernes, además coinciden en cuanto su apariencia física: jóvenes, delgados y de aspecto afeminado, también en las señales de violencia en sus cuerpos, sin duda alguna hay un patrón.
A pesar de la oscuridad en la que nos encontrábamos, logré observar la mirada hosca de Jackson sobre mí, también la forma en la que frunció los labios y con ellos su abultado bigote, su nariz de bola se ensanchó más todavía y luego se chupó los dientes.
—No empieces con tus teorías locas, Jayden, espera al menos a que estén los resultados de la autopsia —me recriminó y se dio la vuelta para observar cómo los médicos forenses analizaban el cuerpo y los alrededores.
—Venga, Jackson, no puedes negar que hay un patrón. —Me encantaba llevarle la contraria, pero esta vez mi protesta tenía argumentos, no lo hacía solo por molestar.
—Sí, hay un patrón, los tres eran chaperos maricones, quizá intentaron robarle a uno de sus clientes, o se pusieron a acosar a la persona equivocada y se encontraron con alguien de poca paciencia.
—Son demasiadas coincidencias —volví a contradecirlo—, y en lo que respecta a homicidios las coincidencias no existen.
—Ya te dije que esperes a la autopsia antes de sacar conclusiones —protestó él una vez más—, pero de una vez te digo que tu teoría sobre un asesino serial de maricones es una completa locura.
Preferí perderme en mis pensamientos y no seguir discutiendo con Jackson. La investigación nunca había sido mi pasión, ser policía tampoco lo era, estaba ahí por el privilegio, o por la desgracia, dependía de la perspectiva en la que se viera, de ser hijo del comisionado de la policía de Nueva York. Papá siempre soñó con que yo siguiese sus pasos y yo no tuve el coraje suficiente para contradecirlo, tampoco demasiadas opciones, era eso o enlistarme al ejército para ir a morir a la guerra de Vietnam; pero, a pesar de la indiferencia que me causaba mi trabajo, había aprendido a valorarlo, a tomar todos los conocimientos que me daba y a utilizarlos a mi favor, si bien mis motivaciones no consistían en convertirme en el mejor policía de la ciudad, tampoco era un cretino, me esforzaba en hacerlo bien. Apenas habían pasado dos meses desde que ascendí al puesto de detective en segundo grado, sin embargo, cinco años en este trabajo no habían sido en vano, sabía que mis teorías sobre lo que pasó el último mes no estaban equivocadas, e iba a demostrarlo.
Terminé de fumarme el cigarrillo y, mientras pisaba la colilla para acabar con los restos, me di la vuelta para observar la escena del crimen una vez más. Fui testigo de cómo los médicos forenses levantaban el cuerpo del ángel caído, nunca antes un homicidio movió tantos sentimientos en mí, no entendía por qué mi estómago estaba constreñido de esa forma, ¿o era quizá que no quería entenderlo, que me negaba asumirlo? Cerré los ojos y los apreté con fuerza en un intento de disipar los pensamientos que intentaban apoderarse de mi conciencia, sin embargo, fue una batalla perdida. De forma inevitable pensé en él, en Adrián. «Adrián», no debería ni si quiera conocer su nombre, su mirada melancólica y sus sensuales labios no deberían estar incrustados en mi mente, pero lo estaban.
Entendí que el miedo que me invadió al llegar al parque, que ese pánico que estuvo a punto de apoderarse de mí cundo vi el cuerpo inerte en medio de la oscuridad, nacieron a partir de la idea de que el ángel caído pudiese ser Adrián. Esos sentimientos paralizantes se fueron de mí en cuanto comprobé que no era él.
Adrián seguía siendo un enigma para mí y quizás ese era el problema, yo era un policía y los enigmas había que resolverlos. Desde la primera vez que lo vi en la esquina de la calle 42, hubo algo en él que fue diferente al resto, un algo que me impulsó a verlo una segunda, una tercera, una cuarta... ya había perdido la cuenta de las veces en las que tuvimos un encuentro. Los meses eran un método más certero para medirlo: «viernes 14 de febrero de 1969», esa fue la fecha de la primera vez, más de dos meses pasaron desde aquella madrugada y algo en mi interior me hizo ser consciente de que los encuentros clandestinos entre Adrián y yo estaban lejos de terminar.
Los médicos forenses se llevaron el cuerpo y Jackson y yo proseguimos a implementar el protocolo, debíamos realizar una primera interrogación a los testigos, recabar sus datos y pedirles que acudieran a la estación a rendir su declaración oficial. El problema era que cuando se trataba de un homicidio y, sobre todo, un homicidio que involucraba a chaperos, la gente solía cooperar muy poco; tal vez por miedo, decían que no oyeron nada, que no vieron nada, que no sabían nada.
Cuando terminamos de interrogar al último curioso que aún rondaba por el parque, resoplé frustrado ante lo poco que conseguimos, pero en el fondo entendí la negativa de las personas a hablar: nadie iba aceptar que se relacionaba con chaperos porque esa simple implicación significaba un delito; los chaperos tampoco hablarían porque aceptar que lo eran implicaba no solo varios delitos, sino una condena, legal y de escrutinio público. Comprendí que no podía permitir que la frustración me ganase, este caso tendría que abordarlo con la cabeza bien fría y desde otras perspectivas fuera de la legalidad.
Las madrugadas en las que teníamos que salir de imprevisto de nuestros apartamentos ante un caso como este, viajábamos en mi auto porque ir hasta la estación por la patrulla significaba perder demasiado tiempo y porque Jackson era un tacaño que jamás utilizaría su vehículo para algo del trabajo. Dejé a mi compañero en su apartamento luego de que entregamos el expediente en la estación, poco más podíamos hacer hasta que la autopsia estuviese lista y eso tardaría al menos un par de días. Jackson pronunció un escueto «Gracias» y se bajó del auto. Lo vi entrar al edificio y un par de minutos después observé a su silueta en la ventana frontal del tercer piso que tenía las luces encendidas, Hannah, su esposa, debía estar esperándolo despierta.
Yo estaba demasiado revolucionado e inquieto como para irme a dormir, sabía que no conseguiría estar tranquilo hasta que me encontrase con él, con Adrián. Conduje durante más de veinte minutos hasta que el tráfico nocturno me permitió llegar a la 42, una vez que tomé la calle, disminuí la velocidad. Observé con atención hacia ambos lados de la acera, un par de minutos después lo encontré en la misma esquina de siempre; de inmediato reconocí los cabellos castaños que caían rebeldes sobre su frente, su piel morena clara que podía observarse a detalle gracias a la ajustada playera de tirantes que llevaba puesta y que le quedaba por encima de las caderas. Él también me reconoció al instante, me dedicó una sonrisa discreta y una de sus características miradas melancólicas. Se subió a mi auto en cuanto me estacioné y yo aceleré hacia un lugar más solitario.
Adrián me miraba en silencio mientras conducía, cuando me estacioné en un callejón, de prisa desabotonó mi camisa de la parte superior y comenzó a acariciarme el pecho con la mano izquierda, la derecha la colocó con premura sobre mi sexo. Yo negué y, con delicadeza, quité sus manos de mi cuerpo. No necesité oírlo hablar ni ver sus ojos con claridad para saber que iba drogado, cuando no estaba en sus cinco sentidos era cuando menos me gustaba. Adrián se cruzó de brazos y desvió la mirada hacia afuera del vehículo. Me abotoné la camisa de nueva cuenta y luego saqué de la guantera un sándwich que compré durante la tarde y no me comí; se lo tendí, él lo tomó y se lo devoró en menos de un minuto.
Cuando terminó de comer, Adrián iba a bajarse del coche, pero yo se lo impedí. Lo tomé de la muñeca y lo obligué a permanecer dentro del auto.
—Quédate al menos una hora conmigo —le dije—, quiero que me hagas compañía. —Tomé mi billetera y le di diez dólares.
Adrián se recostó sobre al asiento y me miró en silencio durante varios minutos, dejó de mirarme solo cuando el cansancio terminó por vencerlo y sus ojos se cerraron poco a poco hasta que se quedó dormido. Saqué el reloj de la bolsa interior de mi gabardina y lo consulté, eran las cinco con dieciséis, en menos de una hora comenzaría a amanecer.
Despertó pasadas las seis y media, sobresaltado. «Tengo que irme», lo escuché decir.
Pocas veces era yo quien le dirigía la palabra, prefería que fuese él quien hablara, pero esta ocasión fue diferente.
—Cuídate —logré decirle antes de que se bajara.
Adrián salió del auto y cerró la puerta, a través del retrovisor lo vi correr por lo largo del callejón. Los primeros rayos de sol comenzaban iluminar la ciudad.
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