VIII
El cielo es un manto de destellos entre el mar de terciopelo azul oscuro. Es en estos momentos cuando se nota lo claro en el tono en los iris de su majestad.
La Reina de Espadas admira a su marido desde la proa, admirando el cielo de día que tiene en la mirada.
—Te ves extasiado, mi Rey —le comenta.
—Lo estoy —no deja duda con su sonrisa enorme.
—Siempre tan emocionado cuando vamos a ver a ese narizón —molesta la Reina.
El Monarca supremo frunce el ceño.
—No me emociona verle.
—Puede mentir a todo el Reino, Alfred, pero jamás podrá mentirme a mí, su Reina —le recuerda perspicaz.
—¡No me emociona él! —chilla infantil.
La Reina de Espadas ríe con todo el veneno en sus labios, haciendo pasar vergüenza al Rey, lo cual se nota gracias a los rojos mofletes que se le forman.
—Lo voy a matar, si me emocionara verle no podría matarlo.
—No necesariamente —recalca parpadeando lentamente.
—Arthur.
Este le mira sonriendo.
—¿Sí, mi Rey?
—Lo odio.
La Reina se ríe con algo más de recato, puesto que no se lo traga.
Al poco tiempo unas luces se comienzan a ver sobre el firmamento.
La Reina, tomando su puesto como capitán del navío comienza a dar las órdenes. Las banderas azules que hacen notar el símbolo de Espadas baja del mástil. Toda luz en el barco se apaga, la Reina de Espadas toma el timón, solo tiene las luces del puerto para guiarse.
Desde la arena en las tierras verdes de Tréboles no es visible nada, la noche es oscura como la tinta de cada misiva, la luna apenas brilla y las nubes, siempre presentes en tan húmeda y Fría región no dejaban que la luz estelar aletara de la nave enemiga.
Un pescador humilde duerme sobre su silla, pues se ha dormido mientras cenaba, ha dejado su vela encendida. Luz que ayuda a guiar a la Reina de Espadas al puerto.
La tripulación procura hacer el menor ruido posible, ningún nativo repara en ellos.
El Rey de Espadas voltea hacia todos lados en busca de una fortaleza propia del Reino de Tréboles; brillante que termina en somos coloridos, pero no ve ninguna.
—¿Dónde estamos? —cuestiona con confusión el monarca.
—En el Reino de los estúpidos, Mi señor —Responde la Reina, mirando con asco sus tacones, pues comienzan a enlodarse.
—No veo el palacio —se queja el menor de los gobernantes.
—Estamos en Zala, al otro lado de esta isla asquerosa —le explica, abriéndose paso, su escolta le sigue de cerca, pues la oscuridad es abrumadora.
—¡Pero el plan es quemar el Palacio! —inmediatamente es callado por la mano enguantada de la Reina.
—¿Podría, mi Rey, usar el cerebro tan limitado que tiene por un segundo? El plan es no llamar la atención lo cual incluye ¡No gritar nuestro plan para que cualquier inútil de este Reino nos delate! ¿Entendió, o quiere que lo explique en idioma de retrasados, Mi señor? —amenaza, con sus ojos en furia y las sobrepobladas cejas en perfecto ángulo que denota enfado.
El monarca supremo niega con la cabeza.
La Reina le suelta entonces.
Después de adentrarse en la villa llegan al pozo de agua, el cual está iluminado con rudimentarias antorchas, lo que necesita la Reina para dar sus órdenes.
Manda sus tropas, no con armas, si no con trozos de madera encendidos. Antorchas.
—El dragón sobre el cielo será nuestra señal —les recuerda— dará suficiente luz como para que todos regresen al barco, háganlo o los abandonaré en esta miserable isla. ¿Quedó claro?
Las tropas recitan al unísono "Sí, Señor, Mi Reina", antes de partir para cumplir con las órdenes de su majestad.
El Rey tiene su propia antorcha, encendida.
—Entonces... ¿Debo caminar hasta el palacio para prenderle fuego, Arthur? —cuestiona bajo la intimidad que les brinda la soledad.
—No sea más imbécil de lo que ya es, mi Rey, evidentemente tengo un plan para eso.
De su manga se revela una varita, con una estela en la punta.
—Esta, mi señor, es una varita de poder inconmensurable, forjada de madera del sauce más sabio, con el núcleo de sangre de manticora y bendecido por el más viejo de los unicornios —resita, mientras acaricia el artilugio.
—Si no te hubiera visto usar esa cosa, Reina mía, estaría obligado a enviarle al sanatorio mental —asegura el monarca supremo.
Del objeto mágico una luz amarillenta se escapa y golpea en el rostro al Rey de Espadas, no tan fuerte, solo lo necesario para dejarle la mejilla roja.
La Reina sonríe ante la queja por del dolor de su marido.
Arthur Kirkland, Reina de espadas, respira profundo, sintiendo cada partícula en el aire. Las fuerzas de la naturaleza son aludidas, concentrándose en su varita, cierra los ojos para concentrarse. Alza la varita mágica.
—Fuego sagrado, escucha mi llamado —comienza a conjurar, la varita comienza a iluminar—, Toma mi fuerza, irrumpe en su fortaleza, mi odio haz arder ¡su reino haz perecer!
Una fuerte luz ilumina todo el lugar y de la varita surge una llama pequeña que se mueve cual serpiente hacia el cielo, haciéndose más grande a medida que asiende, hasta convertirse en un dragón de fuego.
El calor del ambiente se vuelve insoportable, el humo, tan negro como el infierno, abruma la luz de estrellas, ni siquiera la lluvia más salvaje podría detener al mitológico ser de flama.
El dragón extiende sus flameantes alas, volando por el orizonte con un objetivo: Destruir el palacio de Tréboles, junto a todos sus habitantes.
La Reina de Espadas cae al suelo de manera estrepitosa, sin energía, inconsciente.
—¡Arthur ! —grita el Rey al ver a su marido desfallecer, corre hacia él, lo toma en sus brazos.
Agita el cuerpo de su cónyuge para hacerle volver en sí.
Poco a poco los ojos de esmeralda se abren, con una lentitud preocupante, lo primero que ve es el rostro del Monarca de Espadas.
—¿Funcionó? —inquiere con voz débil.
—¡Un dragón de fuego! —exclama emocionado el Rey de Espadas.
La Reina sonríe, eso es lo que quería lograr, orgulloso de sí mismo, la Reina de Espadas cierra sus ojos sucumbiendo ante el cansancio.
∆•∆•∆
Capítulo corto, capítulo fuerte (?
No olviden que el lemon de está historia está en Patreon.
Visitar mis otras historias es una decisión inteligente.
Gracias por leer.
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