IX
El palacio de Tréboles es el más pequeño de los cuatro Reinos, pero es el más vistoso, cada techo en esférica forma que acaba en punta, con un patrón y color diferente, los más pequeños simplemente bañados de oro.
Las paredes de ladrillos pequeños y colores vivos, arquitectura que parece salida de los lúcidos sueños de un artista chiflado, se alza con tanta majestad que es imposible detestar el diseño.
En la torre mas alta de aquel palacio, los Reyes de Tréboles planean.
-Atacaremos al amanecer -propone el Rey de Tréboles como estrategia para destruir al Reino de Espadas.
-¿Y si madrugan? -pregunta la Reina de Tréboles, general del ejército verde.
El Rey niega calmado con su cabeza.
-Esos cerdos jamás madrugarían -afirma con odio en sus palabras.
La Sota de Tréboles niega con la cabeza, desaprobado la manera en que basan una estrategia de guerra en suposiciones.
La calma de aquella torre es rota por un lacayo que abre la puerta de golpe.
-¡Altezas! -grita desesperado, en su voz se nota que venía corriendo.
-¿Qué sucede? -pregunta rápidamente La Reina de Tréboles.
-¡La ciudad está en llamas! -grita asustado, la Sota se levanta rápidamente-. ¡Un gran dragón de fuego viene hacia acá!
La Sota se quita su elegante guante blanco, con él le propina una cachetada al lacayo.
-¡Habla con coherencia! -exige-. Los dragones no existen y mucho menos uno de fuego, los Reyes tomarán medidas puntuales para darle fin a los incendios.
Supersticioso, el Rey de Tréboles se encuentra algo renuente a creer, pero, decide salir a su balcón para asegurarse.
El lacayo llora, impotente. La Reina de acerca con confusión a su Sota.
En las amatistas pupilas de su majestad el reflejo de las llamas, con forma de dragón furioso, que se acercaba surcando el cielo, dejando una estela de humo macabro, negro, a su paso.
Rápidamente, con todo su peso, el Rey corrió, tomando de la cintura a su Reina, dama que se encargó de tomar la mano de su Sota. Ambos fueron arrastrados hasta el pasillo.
El lacayo corrió junto a ellos.
Se escuchó de repente, un fuerte rugido, estremecedor, no parecía de ninguna criatura de Dios.
Ante la proximidad de la bestia, el Monarca Supremo decide agacharse, cubriendo con su capa de piel a quien pueda.
El estruendo provocado por el dragón al chocar contra la torre del palacio de Tréboles resonó por todo el Reino.
Los ojos de la Reina no podían cerrar ante el espectáculo de ver a la bestia destruyendo su palacio, prendiendo en fuego cada una de sus pertenencias, la Reina fue la única que pudo ver la la bestia.
La Sota de Tréboles estaba asustado, se sentía de nuevo en su infancia, temeroso, incluso con lágrimas, sin valor de mirar sobre su hombro al monstruo de flama.
-Hay que correr -sentencia la Reina-. ¡Vámonos! ¡Ya! ¡Ya!
Toma las manos de su Sota y lacayo, comenzando a correr escaleras abajo, sintiendo lo abrasador de la llamas pisarle los talones.
El Rey, al ver huir a los demás, toma la decisión más lógica para sí. Correr, saltar, moverse entre las escaleras con gracia, apurado para bajarlas lo más rápido posible.
No tarda en superar a la Reina, se apoya en el barandal para bajar por él y caer sobre otro par de escalones, arquitectura en espiral.
Esto no hace más que poner de nervios a la Reina, quien apresura el paso.
La bestia de fuego destruye la torre, los ladrillos caen encendidos hacia la nada, pero el monstruo tiene una encomienda, el hechicero que lo ha conjurado le ordenó matar al Rey de Tréboles.
La criatura rebusca en la Torre y al no encontrar al Monarca suelta un feroz rugido cargado de ira.
Los gobernantes logran llegar al último piso de su Palacio y salir corriendo del mismo, la Reina unos metros detrás de su Rey.
El engendro destruye cuánto puede del palacio, los colores del mismo se ven carbonizados.
En cuanto el Rey pone un pie fuera del Palacio, la bestia se apresura a atacarlo.
El monarca puede ver al ser acercándose, clavando sus garras en las paredes de su castillo. No deja de correr, solo cambia de rumbo.
La Reina hace a sus súbditos inclinarse y cubrir su cabeza al sentir a todo el palacio retumbar. Puede ver a su marido correr fuera del palacio.
La bestia baja por las paredes del palacio, desde afuera.
La Reina hace lo posible por sacar a todos sus súbditos del palacio a medida que caen escombros, producto de como la criatura entierra sus flamantes garras en la estructura.
El Rey de Tréboles corre, lo más rápido que sus largas piernas le permiten.
El dragón baja del palacio, sus patas dejan en llamas la hierba, mientras que su rugido hace vibrar el suelo.
Ivan, el grande, el gobernante del Reino de la suerte llega a donde tenía planeado. El correr se le dificulta sobre la helada arena de la playa. Puede sentir a la bestia pisando sus talones, el calor que emana el fuego le obliga a sudar.
Salta al mar.
El dragón se lanza con él y un humo, tan negro como la ceniza surge del contacto de la bestia con el mar.
El monarca se sumerge lo mejor que puede, sintiendo el agua hervir, su piel suavizar, pero sigue nadando hacia lo más profundo que aguante.
El gigante de fuego pierde fuerza mientras más se sumerge. Mas, logra poner sus países sobre el gobernante.
Las llamas rodean al albino, quién de manera casi inútil intenta cubrirse con su húmeda capa, siente el oxígeno extinguirse. Cada vez hace más por respirar mientras el monstruo lo mastica.
Las aguas van aniquilando a la criatura con cada segundo que pasa.
El dragón, pronto ya es ceniza, negra, con horrible aroma, que vuela hacía el norte, no por el viento, si no por favor del diablo.
Los rugidos ya no se escuchan.
-Elizabeta -La Sota pronuncia el nombre de su majestad, con miedo.
Se han logrado librar de las llamas, el escombro no pudo alcanzarlos, la servidumbre siguió a su señora hasta las mazmorras.
Un oscuro lugar, sin colores ni brillo, donde eran torturados los enemigos de la corona.
Una trampilla de pesado cobre era la entrada y ahora, su única salida.
De la misma, ya no emanaba más que el sonido del fuego devorando utilería del palacio, pero no más rugidos.
-El Rey lo ha matado -masculla su majestad.
-¡Imposible! -pronuncia la Sota, con sorpresa, pero a la vez, incrédulo de tal hazaña.
-Aunque fuese mentira... Escucha, la bestia se ha marchado -anuncia la monarca, convencida de ello.
Sube las escaleras maltrechas hasta la trampilla de cobre, sus súbditos le miran, aliviados en parte, dispuestos a seguirle.
La dama empuja la trampilla, pero está no cede.
Utiliza un poco más de fuerza siendo inútil una vez más.
Los gemidos exhaustos llegan anunciando la perdida de la esperanza. La Reina, aún con toda su fuerza es incapaz de abrir la trampilla.
-¡Está atorada! -grita desesperada.
Parece ser que la suerte del Reino les ha fallado, aquellas tierras, rodeadas por olas de agua helada, ardía de cabo a rabo, mientras sus gobernantes no podían hacer nada al respecto.
Pero ¿Qué es suerte?
La suerte es tan relativa. Quizá encontrar una moneda de oro es tener suerte, pero que mala suerte tuvo quien la perdió. ¿Sobrevivir a un ataque de lobos salvajes es suerte? No es que antes tuviste tan mala suerte como para toparte con lobos.
No siempre triunfa el suertudo, pues el triunfo puede ser una maldición por sí misma.
Las cenizas, el humo negro, que debió ser blanco, pero se tiñó de noche por la magia oscura de su ser, viajan por el mar, rumbo al castillo de Espadas.
Los barcos ya han llegado a la costa, pues el viento favoreció su viaje.
El Rey carga a su marido, quién de a poco comienza a recuperar el juicio.
La Sota de Espadas puede ver a su Reina inconveniente en brazos del Rey, corre hasta donde ellos, pasos antes de la entrada del castillo.
Posa sus manos sobre el rostro de su Majestad, tranquilo ahora que le nota temperatura.
-Está vivo -suspira-. Mi señor ¿Qué le ha pasado a su majestad, la Reina? -inquiere preocupado.
-Se desmayó después de invocar a un dragón grande, grande, gigante -explica, moviendo a su cónyuge bruscamente al tratar de usar sus manos para expresarse.
La Reina entre abre los ojos, lo vertiginoso del movimiento le ha despertado.
-¡Maldita sea, Señor de Espadas! ¡Deje de moverme tan brusco! -regaña la Reina, sin tanta fuerza en su voz.
La Sota insiste en prepararle una infusión, para mejorar su estado. La Reina no se niega, pide ser retirado a sus aposentos.
El Rey de Espadas lo conduce a la habitación del palacio, donde existe la cama más grande del castillo, pues es la habitación que a veces comparten como cónyuges.
Su majestad coloca la almohada tan fina de dicha cama sobre su faz, ocultando la luz de las velas, con una terrible jaqueca.
El monarca supremo está dándose un banquete nocturno en aquella habitación cuando un pestilente aroma se hace presente en el aire.
-¡Ugh! -se queja -, Arthur, mi Reina ¿Hueles tan pútrido aroma?
La Reina solo se da vuelta sobre la cama, pensando que es alguna invención del mocoso gobernante. Pero el aroma no tarda en llegarle.
Alza la vista.
Ceniza endemoniada atraviesa la ventana directo a las manos de la Reina de espadas.
-¡Whoooah! -exclama el Rey de manera infantil-. ¿Por qué te llega ceniza del cielo?
-No seas imbécil, no viene del cielo -aclara su majestad-. Viene del Reino de Tréboles.
El gobernante abandona sus alimentos para correr al lecho y admirar de cerca las cenizas.
Del negro de las mismas aparece una medalla, una que cargaba el Rey de Tréboles en su vestimenta, esmeralda con borde de oro en forma de trébol, con la leyenda "El poder programó la vida, la libertad la ordena y le da sentido".
—El Rey de Tréboles está muerto —masculla la Reina, sin poder creerlo.
—¿Qué? Arthur ¡Mi Reina! No ilusiones mi corazón y dime la verdad —ruega el Monarca.
—¡El Rey de Tréboles ha muerto! —grita muy feliz, mostrando la medalla, prueba del descenso del Monarca verde, a su marido.
∆•∆•∆
Quiero escribir un libro, así, bonito, físico, sobre asesinos seriales ¿Alguien lo compraría?
Gracias por leer.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top