✿ Capítulo 7 ✿
¡Virgen santa! No sabía qué responderle a Paula.
¿La dejaba pasar? Pero, ¿y si luego veía a Luis llegar? ¿Qué excusa le pondría? ¿Y si la hacía esperar en la entrada? ¿Se enojaría por ser descortés con ella? Fuera lo que fuera, debía pensar rápido porque Paula volvió a insistirme en el intercomunicador.
—Maggi, ¿me vas a dejar entrar?
—Es que ya estoy saliendo. Espérame que ya bajo.
Rápidamente, me vestí con lo primero que saqué de mi clóset: un buzo deportivo, unas medias y un par de zapatillas para correr.
¿Cuál sería mi excusa perfecta? Pues que iba a salir a correr al parque más cercano junto con Napoleón y que, si quería, me podía acompañar.
Por mientras, le mandaría un mensaje de texto a Luis. Le daría indicaciones al vigilante del edificio para que lo hiciera pasar, junto con la llave de mi departamento para que se la entregase y él se instalara como mejor pudiera mientras me esperaba.
Cuando terminé de vestirme y cogí el arnés de Napoleón, me lanzó un bufido y se resistió.
—¿Qué pasa? ¿Ahora ya no quieres pasear?
Él solo me miró con sus grandes ojos negros y se negó a salir del departamento. Finalmente, lo saqué a rastras.
Ya abajo, me encontré con Marcos Fuentes, el vigilante, un hombre de sesenta años más o menos. Según me enteré meses atrás, se encontraba trabajando en esa función desde hacía quince años, fecha en la que se construyó el edificio en donde yo vivía. Le indiqué lo que tenía que hacer y cuando me despedí de él, algo me detuvo:
—Últimamente ese muchacho viene muy seguido a su casa. ¿Es alguien muy cercano a usted?
Me miró con ojos de reprobación. ¿Quién se creía para observarme así?
Volteé para contestarle con la primera mentira que se me ocurriera, pero cambié de decisión. Solo ignoraría su pregunta y la intención con que lo hacía.
—Hasta luego, señor Fuentes. Por favor, no se olvide de lo que le encargué —me limité a referirle. Después de todo, no tenía que justificarme con él.
Cuando me encontré con Paula, estaba muy distinta a como la había visto hacía años atrás. Ella era hija de una amiga de la infancia de mi madre y era menor que yo por un año. Se podría decir que ambas crecimos juntas, ya que su mamá era mi madrina de bautizo y lo propio era la mía de ella. Pero, por cuestiones que solían ocurrir, habíamos perdido contacto hacía tiempo, muy distinto de nuestras mamás, que solían reunirse para conversar muy seguido. Aunque la tenía agregada a mi Facebook, ya ni por internet conversábamos. Era de esos contactos que tienes en tu lista de amigos, los cuales están ahí, solo para curiosear y saber qué era de su vida, pero nada más.
Cuando miré bien a Paula, tenía un semblante algo preocupado, distinto al rostro fresco y despreocupado que tenía en mi mente de hacía años y que aparecía en las fotos de su Facebook. Supuse que quizá era producto de los nervios de su próximo matrimonio.
—Hola, Pauli.
—Maggi, ¿y ese perro?
Se acercó a Napoleón. Este, como siempre hacía con todas las mujeres que se le acercaban, se puso boca arriba y le movió la cola, esperando a que le hicieran masajitos en la barriga. ¡Era un pillo!
—¡Qué distinto es contigo! —pensé en voz alta, recordando los gruñidos que mi perro le hacía a Luis siempre que iba a mi casa.
—¿Cómo? —preguntó mientras seguía jugando con Napoleón. Éste lanzó un pequeño bufido de satisfacción—. Es adorable. ¿No tienes un cachorrito, hijo de él, para regalármelo? Puedes agregarlo a mi regalo de boda. No me molestaría. —Me guiñó el ojo.
—No, aún no lo he cruzado.
—¿Cómo fue que lo adoptaste?
Y fue ahí que le relaté la historia de mi perro...
✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿
Una tarde de julio del año pasado, en pleno invierno de Lima, saliendo de mi trabajo se me antojó tomar algo caliente para contrarrestar el frío que hacía. Andaba buscando algún restaurante cercano adonde entrar a servirme un café, pero no ubicaba ninguno.
En una esquina divisé un triciclo de color rojo, muy típico en la ciudad, para vender café caliente de forma ambulatoria. Sin perder tiempo, me acerqué hacia ahí.
Le pedí al vendedor que me despachara un vaso de capuchino, mi bebida favorita. Muy amable el señor me atendió. Sin embargo, cuando se disponía a entregarme mi pedido, este se derramó al suelo. El hombre se desvivió en disculpas hacia mí, las cuales acepté de buena forma, porque total, un descuido lo tenía cualquiera. Pero, cuando menos nos dimos cuenta, algo captó nuestra atención.
Un pequeño perro color crema, con las orejas y el rostro de color marrón, se acercó muy tímido hacia donde estaba el café derramado. Ansioso por tomarlo, el cachorro no se percató de la temperatura de la bebida. Luego de intentarlo, emitió un gemido, supuse del dolor que le producía beber algo tan caliente.
—¿Es suyo el perrito? —le pregunté al vendedor.
—No, señora, pero lo he visto andar por estas calles hace un par de días. Parece que está abandonado o perdido.
—Pobrecito.
Cuando me agaché para observar mejor al cachorro, este se asustó. Rápidamente, se escondió entre los arbustos de una casa abandonada cercana.
—Espéreme un rato, por favor. Luego me sirve el café.
Cuando me dirigí a donde estaba el perrito, el espectáculo que vi entre esos matorrales me destrozó el corazón. Una perra blanca, con todas las características de ser la mamá del perrito, yacía en el suelo sin vida. Al lado de ella estaba el pequeño que había visto, quien lamía el rostro de su madre de forma amorosa. Parecía que, con aquello, intentaba revivirla.
Al ver esa escena no tuve corazón para dejarlo ahí. Con mucha insistencia de mi parte, ya que era muy miedoso, lo cogí en mis brazos y lo saqué de ese lugar. Cuando regresé con el vendedor le hice un par de preguntas para saber si sabía algo más de la madre del pequeño y de sus hermanos, los cuales no deberían de andar muy lejos de ahí.
El señor me comentó que hacía dos o tres meses atrás había visto a la perra deambular por esas calles, con evidentes signos de estar preñada. Al poco tiempo la vio caminar con algunos de sus hijos. Él, de forma amable, le regalaba pedazos de galletas y de hamburguesas que le sobraban de lo que vendía. A pesar de ello, no podía adoptar a la madre ni a sus cachorros; su economía no era muy buena y ya tenía varios perros adoptados en su humilde casa.
No obstante, hacía un par de días que no había visto a la perra pedirle comida. Intuyó que se había ido del lugar con sus hijos. Pero, cuando le comenté lo que acababa de atestiguar, el hombre se entristeció de verdad; le había cogido cariño a la madre y a sus hijos.
—¿Cuántos cachorros eran? Porque yo solo he visto a este —dije, arropando al pequeño en mis brazos, mientras me lamía una de mis manos.
—Eran tres. ¿Está segura de no haberlos visto? Todos eran como este. —Señaló con su dedo índice derecho al cachorro.
—No.
Decidí buscar al resto de la manada. El pequeño, a quien a partir de ese momento bautizaría como Napoleón —siempre me había gustado este nombre para llamar así a un perro y este era el primero que adoptaba— no debería de ser el único en ese lugar. El resto de sus hermanos podrían andar cerca y la ciudad, con el invierno tan inclemente, los autos que andaban muy rápido y demás peligros que les deparaban, no era un lugar seguro para ellos. Tenía que ubicarlos y cobijarlos hasta encontrarles quién los quisiera adoptar. Pero, por más que busqué, no encontré mayor rastro de los otros pequeños.
Luego de mi infructuosa búsqueda y pagarle al vendedor por el café que tenía en mi otra mano, me fui de ese lugar con el perrito. Abordé un taxi que me llevó a mi casa, mientras el cachorro en todo el viaje lloraba de miedo y de frío.
De este modo fue cómo Napoleón se quedó conmigo en mi casa. Aunque mi aún esposo, César, se negó a aceptarlo en ella.
‹‹Sabes que soy alérgico a las mascotas››.
‹‹Entonces, ¿por qué no has estornudado desde que Napoleón está en casa? Ya han pasado varios días››.
✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿
Al recordar todo aquello, contarle a Paula lo sucedido y ver a Napoleón correr muy despreocupado en el parque, solté una gran sonrisa de satisfacción. El perrito sucio, desnutrido y con frío que recogí esa tarde de invierno, se había transformado en un travieso, inquieto y feliz can que retozaba a sus anchas en las calles de mi barrio.
—¿Y qué te trae por aquí después de tanto tiempo? —le dije a Paula.
Estábamos sentadas en una de las bancas de cemento del parque.
—Es que necesitaba alguien con quién conversar —respondió con un poco de pesar.
—¿Es sobre tu próxima boda?
—Sí.
—Justo hace unos días estaba conversando con mi mamá de ello. Mañana estamos yendo a pasear al centro comercial y ver los vestidos que podríamos comprar para usarlos en la fiesta.
—La boda será una buena ocasión para reencontrarme con mis antiguos amigos. Hay varios a quienes no veo, como a Mabel, Soraya, Andrés, Cristian... y bueno, tú, pero ahora ya estamos poniéndonos al día. —Soltó una sonrisa.
—Tienes razón, Pauli. ¿Hace cuánto que no hablábamos?
—Ufff. ¿Hace como tres o cuatro años? Cuando César empezó a prohibirte que salieras conmigo y con el grupo.
—Lo sé. Pensar que desde que lo conocí toda mi vida giró en torno a él... —dije sintiendo un gran dolor en mi pecho.
Ahí me di cuenta de que el tema de César aún me afectaba mucho más de lo que yo pensaba, a pesar de que ya tenía alguien que se preocupase por mí. Para no volver a hundirme, decidí cambiar de tema de inmediato:
—Pero, bueno... A todo esto, no me has contado el motivo de tu visita. ¿Qué te cuentas de nuevo? ¿Todo bien?
Me miró con sus grandes ojos negros de modo aprensivo y pude darme cuenta de que algo le ocurría. Yo no era la única con preocupaciones. Algo no marchaba bien. Finalmente, habló:
—Quería hacerte una pregunta.
—Dime...
—Antes de casarte con César, ¿tuviste dudas acerca de lo que sentías por él?
¿Si tuve dudas? Pues no.
Recordé que, cuando me propuso matrimonio, en el último año de la universidad, esto me cayó de sorpresa. Me sentí muy ilusionada porque estaba muy enamorada de él. Luego de mi graduación, marcaba los días en el calendario hasta el tan esperado día. Cuando este llegó, me sentí realizada y muy feliz.
Acordarme de todos estos sentimientos tan alegres del pasado, provocó que la tristeza que había sentido minutos antes quisiera volver aflorar. También había un sentimiento negativo que comenzaba a asaltarme.
Aparte de mi temor a los prejuicios de lo que los demás pensaran de mi relación con Luis, empecé a tener el temor de volver a fracasar. El solo recordar que antes había sido tan feliz con César, para ahora solo sentir tristeza al rememorar todo aquello, hizo que tuviera miedo de equivocarme otra vez.
El sentimiento que tenía por Luis era tan lindo, tan cálido, tan refrescante, que me hacía ver la vida de otro modo y me otorgaba una felicidad sin igual. Justo por esta casi perfección, era que tenía miedo de que esto acabara y, con ello, perderlo en un futuro.
Sí, tenía temor de que, al enamorarme de nuevo, con el tiempo mi relación tan idílica con Luis se convirtiera en lo que ahora tenía con César: simplemente nada.
Todas estas sensaciones me golpearon de sopetón. Sin embargo, tuve que contenerme. No quería demostrar estos sentimientos negativos ante Paula, quien parecía necesitar de alguien que la escuchara en esos instantes. Así que decidí encauzar la conversación hacia lo que ella quisiera hablar.
—No, no tuve dudas. ¿Por qué lo preguntas?
—Pues... ¡Maggi, no sabes cómo me siento! —habló ya al borde de las lágrimas.
Se me partió el corazón al ver así a mi buena amiga. ¡Dios mío, debía contenerme a como diera lugar! No quería que fuéramos dos las que nos pusiéramos a llorar. Saqué fuerzas de no sé dónde para ponerme seria.
—Si me pones al tanto sobre lo que te está ocurriendo, podré ayudarte —le indiqué.
Y fue así cómo Paula se desahogó conmigo.
Estaba muy enamorada de su futuro esposo, Marcos, un chico de su trabajo que había conocido hacía algunos meses atrás. El flechazo entre ambos fue instantáneo, tanto que la noticia de su compromiso les cayó como agua fría a los padres de ambos novios, ya que aquellos no se esperaban que, al poco tiempo de ser pareja, los dos tuvieran planes de casarse.
Pero, ante la proximidad de la fecha tan esperada, las dudas comenzaron a asaltarla. Sentía miedo de dejar su juventud para dar paso a un estatus de casada, y todas las responsabilidades que esto conllevaba: tener una familia, pagar por una casa y los servicios, ya no salir de juerga tan seguido con sus amigos... En definitiva, ¡volar del hogar paterno y ser una adulta!
Todos estos pensamientos la abrumaban de manera terrible y daban paso a otro sentimiento: el de la culpa. Si ella tenía tantas dudas para casarse con Marcos, se preguntaba si el amor que sentía por él era lo suficientemente fuerte o no. Por todo esto era que había decidido buscarme después de tanto tiempo; porque, entre todo su círculo, yo era la única que se había casado. Por todo ello necesitaba escuchar la ‹‹voz de la experiencia››.
—Es que yo lo quiero, Maggi. ¡Lo quiero mucho! Pero es que... todo esto me abruma como no tienes idea.
—¿Entonces?
—Pues que no sé.
—Mira... —le indiqué agarrándola de ambas manos para demostrarle mi apoyo—, solo tú, en tu corazón, sabes qué es lo que sientes o no. Dime, ¿en verdad quieres casarte con Marcos?
Paula contuvo la respiración con dificultad. Finalmente, estalló en llanto y ya no pudo más. La abracé muy fuerte mientras le permitía desahogarse en mi pecho.
Napoleón dejó sus juegos y se acercó hacia nosotras, intuyendo que algo no andaba bien. De forma tierna, mi fiel perro lamió la mano de Paula, quien interrumpió su llanto para acariciar la cabeza de mi can en agradecimiento por su genuina preocupación.
—¡Qué perro más cariñoso!
—Bueno, así es él —dije con satisfacción—. Aunque no siempre es así de amable, ¿eh?
—¿Por qué lo dices? —preguntó secándose las lágrimas con un pañuelo.
El recuerdo de Luis quejándose de los gruñidos de Napoleón vino a mi mente. Sonreí de sólo pensar en él...
¡Dios mío! ¿Cuánto rato hacía que estaba hablando con Paula? ¿Cuánto tiempo me estaría esperando Luis en mi departamento?
Cuando salimos a pasear aún era de día. Pero, ahora, ya estaban las luces de la ciudad encendidas y la luna iluminaba en todo su esplendor.
De manera rauda, inventé una burda excusa —que mi departamento estaba en mantenimiento y que por eso no podía hacerla pasar adentro, sumado a que más tarde tenía una reunión de trabajo y que por ello debía irme— para sacarme a Paula de encima. No quería dejarla en esas condiciones, tal y como se encontraba ahora, pero no podía alargar más la conversación. Luis me estaba esperando y no quería ser descortés con él. Fue así como le pedí su número telefónico para hablar al día siguiente con más calma en su casa.
—Mira, solo te puedo decir que, si tienes tantas dudas respecto a algo tan serio como el matrimonio, eso significa que no estás segura de hacerlo. Y aún estás a tiempo de pensarlo bien y arrepentirte, pero esto no implica que no quieras a Marcos, ¿bien?
—¿Tú crees? —me preguntó ya más tranquila.
—Por supuesto, Pauli. Puedes querer a un hombre, pero no querer casarte no significa que no lo ames.
—Puede que tengas razón —concluyó con una ligera sonrisa en su rostro—. Bueno, ya estoy más tranquila...
—Me alegra que así sea —dije mientras le ponía al arnés a Napoleón para llevármelo de regreso a mi departamento.
—Y ya no te molesto más, que estás algo apurada —dijo levantándose de la banca.
—No te preocupes. Mañana te llamo y quedamos en charlar, ¿ya?
—Sí, pero antes de despedirme quiero agradecerte por escucharme.
—No es nada. Siempre que pueda le echaré una mano a una amiga.
—No, en serio. Me ha hecho muy bien hablar contigo ahora, aunque sea un ratito. Y es que no sé si tú estás enterada, Maggi, pero siempre te he admirado.
—¿Por qué? —dije, muy sorprendida.
—Pues siempre has demostrado estar muy segura de todo: de tus acciones, de tus sentimientos, de tus relaciones de pareja... Eres un modelo a seguir para mí, ¿sabes?
¿Yo segura de mis sentimientos y de mis relaciones de pareja? Si tenía muchas dudas respecto a mi relación con Luis por la diferencia de edad y de lo que pensarían los demás, a tal punto de que aún no le había contado a nadie sobre aquello. También había otro sentimiento de inseguridad que comenzaba a atormentarme.
Ay, Pauli. ¡Cuán lejos estabas de la realidad!
✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿
Luego de despedirme de mi amiga y ya camino a mi departamento, esperé que Luis no se hubiera enojado conmigo. Habría estado como una hora esperando. ¡Dios santo!
Le pregunté al vigilante si le había dado mis indicaciones y la llave de mi casa. El hombre se limitó a asentir con la cabeza a modo de afirmación, pero siguió viéndome con una cara de desaprobación, como esperando mayores argumentos del porqué le dejaba la llave a Luis. ¿De cuándo acá yo tenía que justificarme por mis actos?
Ya en mi departamento, Luis se encontraba cómodamente sentado en el sofá de la sala viendo televisión. Cuando me vio llegar, no se volteó a saludarme tan cariñoso como lo hacía siempre. Como intuí, se le veía fastidiado por la espera.
—¿A dónde fuiste? —me dijo aún sin dirigirme la mirada—. Ya me iba a ir. —Era evidente que estaba molesto.
—Tuve que sacar a pasear a Napoleón.
—¿Y por este perro, que aún no termina de aceptarme, me has hecho esperar tanto? —me interpeló, levantándose del sofá y dirigiéndome, por fin, la mirada.
El ambiente entre los dos estaba algo tenso y Napoleón no ayudó para nada a esto. Como siempre, comenzó a gruñirle.
Encerré a mi mascota en la cocina para que dejara de fastidiar a Luis. Luego volví a la sala para conversar con él. Decidí sincerarme. Después de todo, era mi novio y merecía saber la verdad. Tal y como lo esperé, su reacción no fue buena.
—Tienes miedo de que alguien descubra que somos pareja —me dijo muy triste y con un gran pesar en los ojos que no le había visto antes—. ¿Hasta cuándo vas a avergonzarte de mí?
Me dio la espalda y se colocó sobre el sofá, de un solo cojín, que estaba a varios metros de donde me encontraba; la señal de que no deseaba que me sentara a su lado. Me quedé parada ahí, entre la sala y el recibidor, sin tener fuerzas para acercarme a él. Solo atiné a decirle lo siguiente:
—No es eso. Es solo que...
No continué. No sabía qué más decir para justificarme ante mi mala actitud.
¡Lo que Luis señalaba era muy cierto! Descubrí que, en el fondo, tenía miedo de que alguien descubriera que ambos éramos novios, a pesar de que él se estaba ganando mi corazón con sus actitudes y el amor que me profesaba...
Pero, había otro sentimiento aún más grande que me agobiaba: mi temor a fracasar de nuevo, ahora con Luis. Yo sentía que cada vez lo quería más y por eso comenzaba a experimentar un miedo a perderlo en un futuro.
Sentí vergüenza de mí misma, de mis prejuicios hacia él y de mi preocupación por el qué dirán. Del pesar que experimenté al hablar con Paula al recordar todo lo que había pasado con César y del miedo a volver a fracasar si era que me enamoraba de nuevo, como temía que me estaba ocurriendo irremediablemente con Luis... Al final decidí abrirle mi corazón y hacerle saber de los miedos e inseguridades que me agobiaban.
Luego de escucharme, se levantó de su asiento y me abrazó muy fuerte.
—Tienes miedo de todo, Margarita. Siempre. Miedo del qué dirán. Miedo de enamorarte de mí. Miedo a que yo sea como el idiota de tu exmarido. Miedo a perderme. Miedo a sufrir por esto —me dijo susurrándome al oído, mientras me acariciaba mi espalda.
—Lo siento —señalé ya al borde del llanto.
—¿Cómo pretendes ser feliz en tu vida si tienes miedo a todo?
Luis me miró a los ojos de manera dulce. Secó mis lágrimas con los dedos de su mano derecha. Me dio un tierno beso, del tipo que comenzaba a gustarme tanto. El solo sentir el roce de sus labios con los míos hacía que experimentase una gran alegría dentro de mí, haciendo que desapareciesen todos los temores que sentía hasta hacía unos instantes.
Decidí disculparme por mi demora y por mi mala actitud. Lo que él dijo a continuación me tomó de sorpresa:
—¡Bah! No tienes que pedirme perdón ni nada, ¿eh?
—¿Cómo qué no? ¡Te he hecho esperar por más de una hora! Y todo por culpa de mis tonterías...
—¡Calla! —dijo interrumpiéndome y poniendo su dedo índice derecho sobre mis labios—. Deja de disculparte, vamos.
—Es que...
—¡Es que nada! —refirió cortando lo que iba a decir de nuevo—. Yo no he pasado por un matrimonio ni todo eso, pero comprendo que tengas miedo de todo lo que me cuentas. Aunque, debo regañarte por tener miedo del qué dirán —habló frunciendo un poco el ceño. Finalmente, su semblante se relajó por completo y me brindó su pícara sonrisa, tan característica en él—. Pero, bah. Te lo permito y solo por ser tú, mi Margarita.
Me quedé en blanco con lo que él me decía. ¡Jamás esperé que Luis reaccionara de ese modo!
—Entiendo perfectamente todos tus temores, mi boquita de caramelo —continuó—. Y es más que comprensible. Así que no tienes que disculparte conmigo, que para eso estoy yo a tu lado: para escucharte, para comprenderte y para apoyarte en todo lo que te haga falta.
Me volvió a abrazar muy fuerte y me sentí muy complacida. A pesar de su corta edad, Luis demostraba una gran madurez. Me escuchaba y me brindaba un gran soporte que nunca había encontrado en ningún otro hombre en mi vida.
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