✿ Capítulo 23 ✿
Margarita
Desde que las cosas entre Luis y su ex se arreglaron, llegaron unos momentos de calma. Los días que vinieron fueron maravillosos. Mientras esperaba los resultados de las audiciones y trataba de buscar trabajo en cualquier cosa, su padre, después de llamarle la atención por meter la pata con su ex, había tratado por todos los medios de que convenciera a Diana para que cambiara de decisión. Pero su hijo se había mantenido firme en su resolución. Ella no tenía la intención de casarse con él ahora que estaba embarazada y Luis tampoco quería hacerlo. Como ambos ya eran mayores de edad, no iban a ceder a que sus padres influyeran en sus vidas.
Según se enteró por medio de su mamá, los padres de su ex estaban muy decepcionados con su familia por lo que él le había hecho a su ‹‹nena››. El papá de Diana se comunicó con ellos y les dijo que ‹‹si su hijo no se casaba con su "niñita" podían dar su amistad por terminada››. El señor Villarreal le contestó que, ante ello, nada podía hacer. Tanto su hijo como Diana habían dejado bien claro que iban a hacer sus vidas por su cuenta. Inclusive, después de que aquella regresara a Arequipa, Luis padre la había llamado varias veces por teléfono para hacerla cambiar de parecer, pero ella se había negado a atenderlo. Ante esto, el panorama para ambos era de lo más favorable.
Por lo sucedido, a su padre no le quedó más remedio que asimilar la decisión de su hijo. Y, por muy increíble que sonase, resolvió tomar otra actitud que dejó a más de uno sorprendido, incluido al propio Luis. Le había dicho que no quería que abandonara sus estudios y que, por el momento, mientras durase el embarazo de Diana, él le podría ayudar a cubrir su parte de los gastos médicos que aquel conllevara. Pero que, lo más importante de todo, era que Luis por ningún motivo dejase de ir a la universidad porque, más que bien, si él deseaba aspirar a cualquier trabajo medianamente decente y bien remunerado con la edad que tenía y su nula experiencia laboral, no podría pretender a un puesto donde le pagaran bien.
Como aún se encontraba cursando lo que en su universidad llamaban Estudios Generales —estudios de dos años de materias diversas, entre obligatorias y electivas, previas a la Facultad de Medicina, donde verdaderamente le dictasen cursos de su especialidad—, el señor Villarreal se empecinó en que mi novio aún no había descubierto su verdadera vocación. Entre discusión y discusión, estaba tratando de convencer a su hijo en que se diese una oportunidad en continuar sus estudios de Medicina cuando le tocase. Ya si en ella, luego de un tiempo prudencial, se daba cuenta de que aquello no era lo suyo, podría pedir un traslado a otra facultad. Aunque, claro, siempre a una carrera de lo que el señor llamaba profesión rentable: Derecho, Ingeniería, Contabilidad... Vamos, las que eran calificadas como tradicionales.
Luis me había consultado qué hacer al respecto. Le dije que la ayuda de su padre era mucho más de lo que yo hubiera aspirado ante su metedura de pata. De este modo, podía estar más relajado y seguir con sus ilusiones intactas de ser un cantante en el futuro, ya que él, muy oportuno, le había ocultado a su papá sobre la audición a la que había acudido y de la otra que estaba próxima. Les había solicitado a su madre y a Ada que no dijeran ni un ápice de ello, las cuales le obedecieron en lo absoluto. A su vez, si quería estar bien con su padre, quien ya estaba de su parte por decirlo de algún modo, más le apetecía llevar la fiesta en paz. Seguir con sus estudios y en secreto con su vocación, tal y como lo venía haciendo hasta hacía poco, eran lo ideal para que tuviera, por lo menos, un tiempo prudencial hasta que las cosas mejorasen.
Lo que sí me extrañó fue que me relatara que su padre se había mostrado interesado en conocer a su actual novia, demasiado para mi gusto. Cuando le increpé si era que había hablado de más, se sinceró y me dijo que sí.
—¿Qué fue exactamente lo que le dijiste? —le interrogué un viernes, mientras ambos estábamos muy cómodos sentados en el sillón de mi sala viendo una película.
Era nuestra clásica noche de viernes de cinéfilos frikis, como Luis había catalogado a las ocasiones donde tocaba ver una película escogida por cada uno. Esto era porque se había vuelto muy común entre nosotros que, luego de ver alguna, nos hartábamos de comentar los pros y contras de lo que habíamos apreciado; con una crítica tan insidiosa que podíamos, fácil, según palabras textuales de él, ‹‹aspirar a ser críticos de cine››.
Luis me ‹‹aconsejó›› que mandara mi carta a un diario local para desplazar al tipo de la columna de crítica de cine, con mis impresiones de aspirante a ser la próxima Spielberg peruana. Aduje que no sería este, porque él no había ganado un Óscar hacía casi veinte años. Todo lo contrario, yo sería la próxima Kathryn Bigelow, la primera mujer en ser premiada por un Óscar a Mejor Director en el 2010. Claro estaba, si dejaba la contabilidad y me ponía a estudiar Dirección de Cine.
Fue así como entre broma y broma, mientras veíamos El Libro de Eli, una película protagonizada por Denzel Washington, Luis había soltado algo que debió habérme dicho antes, según me di cuenta después, y era el inusitado interés de su padre en conocerme. De esta manera, le increpé y quise que me contara con lujo de detalles la conversación que ambos habían tenido.
Como algo que ya se había hecho común en él, se tapó la boca con la mano derecha y puso sus grandes ojos marrones como plato; un indicativo de que había hablado de más, haciéndome recordar al gesto que solía hacer cuando era niño y se veía descubierto por alguna travesura que había cometido.
—Bueno, le conté una verdad a medias... —dijo no muy convencido, arrugando sus pobladas cejas y su frente, sonriendo levemente con su cara de yo-no-hice-nada-malo.
—¿A medias? —le pregunté con curiosidad mientras lo miraba con cara de reproche.
En ese instante, Napoleón vino hacia nosotros. Se sentó en el sofá en el cual Luis y yo estábamos cómodos y abrazados. Parecía que tenía la intención de separarme de él.
—¡Oye tú, perro feo! ¿Qué te pasa?
Mi mascota le gruñó.
—Margarita es mi novia por si no te has enterado, perro horrible —le replicó Luis.
—Hey, no le digas así.
Napoleón soltó un bufido. Después, colocó su cabeza y su cuello en mi regazo, empujando a mi novio con sus patas traseras y dándole la espalda, ignorándolo con totalidad. Luis hizo una mueca y soltó su abrazo de muy mala gana
Por más que me contuve y quise taparme la boca con mi mano izquierda, no pude evitar soltar una carcajada. El espectáculo ante mí era de lo más risible. Estaba segura de que, si le hubiera contado a cualquiera que mi novio y mi perro tenían una batalla particular por ver quién se hacía con mi atención y caricias, dudo mucho de que alguien me lo hubiera creído, ¡pero era cierto!
Luego de su ‹‹batalla››, me confesó cómo había sido esa conversación con su papá. Y me di por complacida. Él se las había ingeniado de manera oportuna para mantener a salvaguardo mi identidad y que él no sospechara nada de mí.
Cuando la película que estábamos viendo terminó, pedí que viéramos la cinta que yo había escogido: Guerra de novias.
—¿Te parece si la vemos más tarde? —señaló mientras se levantaba del sofá—. Total, no hay apuro. Es viernes y no necesito irme temprano. Ya les dije a mis viejos que había una fiesta de la universidad y que me iba a quedar a dormir en la casa de Pablo.
—Lo tienes todo fríamente calculado, ¿no? —Le sonreí.
Levantó las cejas y puso una cara de granuja.
—Yo siempre, ya sabes —dijo muy jactancioso.
—Pero, ¿por qué no quieres ver la película ahora? ¿Tienes hambre acaso? —pregunté intuyendo que, debido a su voraz apetito, lo más probable era que deseara que le preparase algo para comer.
Negó con la cabeza. Luego me cogió de la mano y me levantó de mi sitio, haciendo que Napoleón hiciese lo propio de mi regazo donde dormía tranquilo.
—Lo siento, perro feo —dijo mientras observaba victorioso a Napoleón y este hacía lo propio ¿con sorpresa?
Después, en un acto que me pareció muy infantil, pero que al recordarlo solo hizo que me riera y me diera cuenta de que era muy propio de Luis en su ‹‹‹guerra de machos›› que se había desatado entre él y mi perro, sucedió que la batalla de hoy la ‹‹ganase›› mi novio: ¡le sacó la lengua mientras me llevaba a mi dormitorio! Napoleón solo atinó a soltar un leve bufido para después echarse al suelo de la sala, con el tronco totalmente pegado al suelo mientras observaba de reojo a Luis.
—¿Ah? —pregunté, sorprendida.
—¡Es mi turno de estar con Margarita! —le informó a mi perro.
Pude escuchar un ladrido desde la sala antes de que Luis cerrase la puerta de mi cuarto con nosotros dentro de este.
¡Hombres! O, mejor dicho, ¡machos! ¿Quién los entendía?
✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿
Al día siguiente, antes de irse a su casa, Luis me hizo una proposición que me emocionó, pero que también me puso dubitativa: quería que fuera a pasar con él un día entero en las afueras de la ciudad.
En Lima estábamos terminando el mes de noviembre y el verano estaba próximo. La temperatura comenzaba a ser agradable y podíamos planificar una visita al Club Campestre de los Ingenieros, ya que el padre de su mejor amigo Pablo, era ingeniero civil, socio de dicho club, y su hijo podía facilitarnos a Luis y a mí la entrada.
Al principio me mantuve indecisa, aún no me sentía segura ni preparada para que alguien me viera junto a Luis en un lugar distinto al que no fuera mi departamento.
—¡Vamos, no seas así! —exclamó antes de abrir la puerta y de retirarse.
Napoleón estaba mordiéndole las cintas de sus botas, a lo que él le gritó para ahuyentarlo y que lo dejara en paz. Mi perro se fue luego de que le dijera ‹‹¡Lárgate!››. Parecía que la guerra entre los dos no daba tregua.
—¡Oye, no lo trates de ese modo...!
—¡Siempre me fastidia! —acotó, malhumorado.
—Pensé que ya se estaban empezando a llevar mejor. ¿No me dijiste que lo dejaste cuidándome la vez pasada?
Me refería a cuando él me contó que le había encargado a Napoleón velar por mí la noche en que me emborraché.
—Sí, pero... ¡tu perro siempre anda jodiéndome! ¿Cómo quieres que reaccione? Ayer con la tontería de que me gruñó y se sentó entre nosotros. Hoy en la mañana se comió parte de mi desayuno y ahora quiere malograrme mis lindas botas.
No pude evitar soltar una sonrisa.
Respecto a que Napoleón se comiera su desayuno, estaba en lo cierto. Le había preparado un café y cuatro panes con palta, ¡y aquel le había quitado dos en un descuido! Para compensar las travesuras de mi perro, no me quedo más remedio que darle a mi enamorado tres panes más, pero esta vez con algo más exquisito: pollo deshilachado.
Con referencia a sus ‹‹hermosas›› botas, ahí no le daba la razón. Los zapatos marrones de marca Caterpillar que Luis lucía en esa ocasión no serían nada del otro mundo si no fuera porque le había hecho unas modificaciones volviéndolas estrafalarias, pero que hacían perfecto juego con su vestimenta, a la que no me llegaba a acostumbrar. El diseño encima de ellas, que un amigo zapatero de su familia había pintado a pedido expreso de Luis, era de lo más horrible que había visto en un calzado masculino. No podía evitar fruncir el ceño cada vez que las observaba, por lo que procuraba no dirigirles la vista cada vez que podía.
—Oye, Margarita, ¡no me cambies de tema! —reclamó en voz alta, sacándome de mi nube de pensamientos sobre el calzado poco ortodoxo que utilizaba.
—¿Cómo? —pregunté, haciéndome la inocente.
Por un lado, ¡sus zapatos me tenían espantada! Por otro, ellos habían sido la excusa perfecta para desentenderme del paseo dominguero al que me quería invitar. Fue por esto que pensé que, por un instante Luis se había olvidado de su propuesta y se marcharía dejando atrás este tema. ¡Qué equivocada estaba!
—¿Y bien? ¿Me vas a acompañar o no?
—No sé... —señalé, meditando sobre los pros y contras de ir a ese viaje.
Si me sinceraba, estaba algo cansada de estar siempre escondiéndome de los demás en mi relación con él. En más de una oportunidad había surgido el tema de ir a bailar, al cine o a comer algo por ahí. Vamos, lo normal que hacían dos personas cuando tenían una relación. Y me había dejado un mal sabor de boca al darme cuenta de que no podíamos ser como las demás parejas.
Pero mi temor, el cual ya se estaba convirtiendo en pánico, se apoderaba de mí cada vez que me imaginaba que alguien pudiera encontrarme con Luis. El solo pensar en el qué dirían nuestras familias, junto a las miradas de desaprobación y reproches hacia nosotros (en especial a mí) provocaban que mis ansias de tener una relación normal de pareja se vieran truncadas. Todo esto era más fuerte que yo y no podía enfrentarlo, y así se lo hice saber.
—Margarita, ¡vamos a ir a pasear a las afueras de la ciudad! ¿Cuáles son las posibilidades de que algún conocido nos vea juntos? Es una de las pocas oportunidades que tenemos de salir de esta ‹‹cueva›› y gozar de la vida.
—Sí, tienes razón, pero una nunca sabe. En el peor de los casos, alguien nos puede ver. ¿Te imaginas todo el escándalo que se armaría?
—¡En Lima somos nueve millones de habitantes! —Y estaba en lo cierto. Nuestra ciudad era una urbe inmensa que se había convertido en un gran monstruo cosmopolita—. Sería mucha casualidad que, de toda esta cantidad, justo los que nos conocen nos vieran en uno de los tantos clubes campestres que hay en las afueras, ¿no crees?
—Sí, pero... ¿quién sabe? Con nuestra mala suerte, quizá alguien nos pueda ver, ¿y te imaginas todo lo que pasaría después? Me reclamarían por andar con alguien más joven que yo. Ay, Dios, ¡no quiero ni imaginarlo! —afirmé azuzando los brazos y moviendo la cabeza en señal de negación.
Comencé a sudar frío de solo pensar que el peor de mis temores se pudiera concretar.
—¿Aún sigues con eso? —dijo evidentemente fastidiado, con una mueca de enojo y cerrando la puerta principal del departamento que minutos antes había abierto.
Se me quedó observando sin mencionar palabra alguna. Luego, se apoyó en la pared y cruzó los brazos. Respiró profundo y me desvió la mirada para dirigirla al suelo. Sus labios se veían tensos mientras los movía como si estuviera masticando algo, una evidente señal de que la conversación entre los dos había llegado a un punto muerto, en el cual no nos poníamos nunca de acuerdo.
—Mira, Margarita —refirió de un modo pausado, mientras volvía a dirigirme la mirada—, ya sé que aún no es el momento adecuado para dejarnos ver en público y mucho más si lo de Diana aún está reciente...
—Así es. —Afirmé con la cabeza.
—Tampoco te estoy pidiendo que salgamos de la mano en nuestro barrio o en los distritos de Lima.
—Lo sé, lo sé. Pero, si te confieso, ¡aún no estoy lista para salir a ninguna parte contigo! Sea cerca o lejos de aquí —indiqué con determinación.
—¿Quién nos va a ver? Somos jóvenes y quiero disfrutar de la vida contigo. Solo te estoy pidiendo irnos a las afueras por un día para pasarlo bien —habló observándome con sus ojos llenos de tristeza. Sus cejas estaban ligeramente arrugadas—. ¡Dios santo! —Alzó la voz—. ¿Es tan difícil esto?
—Es que... ¡es muy apresurado! No lo sé... yo... —dije con verdadera angustia.
—¿Sabes...? —Frunció el ceño y se quedó mudo por un momento.
Los segundos pasaron lentamente y no añadió palabra alguna más. Solo me observaba con desdén y fastidio. No sabía por qué se había quedado callado por tanto rato y me miraba de ese modo, con reproche, tan diferente a como estaba acostumbrada a que lo hiciera, con amor y mucha ternura. Quise romper el hielo entre los dos y continuar nuestra conversación.
—¿Qué? ¿Qué pa...? —pregunté tratando de cogerle una de las manos que tenía apoyada en su pecho.
—¡Ya me estoy cansando de toda esta situación! —me interrumpió en voz alta, zafándose de mi agarre.
Se retiró de la pared, me dio la espalda para luego dirigirse a la sala.
Era la primera vez que lo veía con esa actitud hacia mí. Bastante hastiado y levantándome la voz. ¿Qué estaba ocurriéndole?
Luis estaba al lado de la ventana de la sala que daba a la calle, con las manos en los bolsillos de su pantalón, de espaldas, como aquella vez que se me declaró y me dijo todo lo que sentía por mí, solo que en esta ocasión todo era tan distinto.
A pesar de que los rayos del sol iluminaban con todo su esplendor esa mañana en el salón, pude percibir que el día era más gris que de costumbre. Su rechazo era algo a lo que no estaba acostumbrada a recibir. Me sentí fatal de ver esta actitud en él, porque hasta minutos antes siempre, y repito, siempre, se había caracterizado por ser muy comprensivo, cariñoso y tierno conmigo. Pero hoy, ¡todo era tan distinto! Por primera vez, desde que habíamos comenzado nuestra relación, lo sentí muy lejano.
Ahí reflexioné y me di cuenta de que su comportamiento era entendible. Llevábamos casi dos meses de relación, habíamos pasado por tantos problemas en tan poco tiempo y habíamos sabido enfrentarlos juntos con nuestro amor, pero había algo que fallaba desde el comienzo. Y si bien esto podía haberse asolapado, hoy todo salía a flote: el impedimento de mostrarnos en público como una pareja común y corriente.
Me acerqué hacia él para abrazarlo y cogerlo de la mano. Esta vez no me rechazó, pero tampoco me correspondió. Simplemente siguió observando al horizonte, a los techos de las casas de mi barrio y a las personas hacer sus vidas como cualquier otra. Luego vi que bajó la mirada a la calle de mi casa. Ahí respiró profundo y después habló:
—Qué irónica es la vida, ¿no? —manifestó con una mueca, para luego sonreír torcidamente y mover la cabeza como si estuviera negando algo—. ¡Una puta mierda es lo que es! —habló en voz alta.
—¿Cómo? —pregunté, asombrada.
—¿Ves eso? —indicó con su cabeza con dirección a la calle.
Bajé la mirada a donde él observaba. Solo veía a la gente ir y venir, como cualquier mañana de un sábado cualquiera.
—¿A qué te refieres?
—Pues si te fijas bien, al lado de la puerta principal del edificio verde del frente, hay un carro rojo estacionado donde hay un hombre al volante. Está esperando a una mujer que vive en el séptimo piso, y no es el esposo de la señora.
—¡¿Qué dices?!
En ese instante advertí que enfrente de mi calle, en efecto, estaba estacionado un coche del color que Luis había señalado; sin embargo, no distinguí nada inusual. ¿Cómo podía saber lo que me había relatado con solo verlo?
La confusión en mi rostro debió de ser evidente, por lo que él continuó:
—Lo que te dije. Ese señor que está ahí con ella —refirió con su dedo índice derecho con dirección a una mujer, quien en ese instante salía del edificio y se dirigía al auto estacionado— es su amante y viene a verla cada vez que su marido se va de viaje.
Cuando me dijo aquello, miré hacia donde me indicaba para verificar si lo que me decía era verdad. Ahí una mujer, la cual sería más o menos de mi edad, de largos cabellos rubios, abría la puerta del coche para entrar dentro de este. El conductor salió del vehículo y la abrazó de manera efusiva, prodigándole apasionadas caricias sin pudor alguno, haciendo que ella tuviera que contenerlo al retirar su mano de su trasero.
Al mirar un poco mejor dicha escena, me di cuenta de que yo la conocía. Era Elsa Martin, una mujer casada que se acababa de mudar con su familia al edificio vecino meses atrás. Justo coincidió su mudanza con mi separación con César, porque el día que este trajo al camión para llevarse sus cosas, aquella había hecho lo propio para mudarse. Ella era madre de dos niños pequeños y, según recordaba de ese día, su marido era un hombre con características físicas muy distintas de aquel que la acompañaba esta mañana. Lo que decía Luis era correcto.
Después de saludarse y acariciarse, ambos entraron al coche y salieron rápido de ahí con rumbo desconocido.
—¿Cómo te diste cuenta de lo que ocurría? Esa mujer lleva algún tiempo ahí y nunca me había fijado en que le fuera infiel a su esposo.
—No necesito vivir aquí para darme cuenta de lo que ocurre en los alrededores. Y desde pequeño me he caracterizado por ser muy observador, por si te has olvidado —explicó a modo de recriminación, contemplándome molesto y luego desviando su mirada hacia el lado derecho.
Ahí le di la razón. Recordé que de niño era muy curioso y andaba preguntando por cada cosa, poniendo a más de un adulto en apuros, yo incluida. Siempre se había caracterizado por ser muy perspicaz y este asunto de mi vecina no era la excepción.
—Pero si quieres saberlo, te diré que más de una vez que esperaba en la calle a que me abrieras la puerta, observé a dicha señora entrar y salir de ese edificio con su marido. Luego la vi con su amante varias veces más. No necesito ser Sherlock Holmes para llegar a esa conclusión.
Asentí con la cabeza en señal de afirmación. Después de todo, lo que decía tenía mucha lógica. Si no fuera porque en ese instante la situación entre nosotros no era una de las mejores, hubiera soltado una pequeña sonrisa y le hubiera dado un codazo por convertirse en la vieja chismosa de mi barrio.
—¿Y qué es lo irónico de todo esto que estamos hablando? —pregunté, queriendo encauzar nuestra charla a lo que él había dicho.
Volvió a contemplarme con sus ojos llenos de fastidio y con una mueca de decepción. ¿Qué era lo que le molestaba tanto? ¿Qué relación tenía la vida de mi vecina con lo que habíamos estado conversando?
—Aún no lo has entendido, ¿no? —preguntó, negando con la cabeza y suspirando.
Luego de eso se dirigió a la puerta del departamento.
¿Se iba a ir ya? ¿Y nos íbamos a despedir de este modo, dejándome ahí y sin saber qué era lo que le estaba ocurriendo? ¿Sin tener yo idea del porqué decía que la vida era tan irónica?
No lo seguí. Solo me quedé parada al lado de la ventana mientras lo veía irse de mi lado. Este era uno de esos momentos en los que te quedabas como una estatua, sin saber qué decir o qué hacer ante una situación determinada.
Abrió la puerta para salir, pero antes de retirarse, observó hacia el suelo y volvió a negar con la cabeza. Finalmente, habló:
—Cuando te sientas dispuesta a salir al mundo conmigo —dijo contemplándome muy triste—, ya que no tenemos una relación prohibida, a diferencia de otros que sí y que no tienen reparo alguno en mostrarse, me avisas, ¿sí?
Luego se fue y cerró la puerta muy fuerte, retumbando el portazo en todas las paredes de mi departamento.
Esa resonancia, que seguía escuchándose en el ambiente, hacían eco en mis oídos con las últimas palabras que Luis me había dicho antes de irse, las cuales sonaban persistentemente, una y otra vez, como si estuvieran taladrándome los tímpanos. Percibí que el corazón se me aprisionaba queriendo salirse de mi pecho, mientras que una tibia lágrima corría por mi mejilla derecha ante la partida del hombre que yo quería. Me sentía muerta en vida y en mi mente solo gritaba en silencio ‹‹¡No te vayas!››.
✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿
Anotaciones finales:
¿Están tristes? xD Lo siento :'v xDDD
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