✿ Capítulo 18 ✿

Nota de la autora

Este es un capítulo dramático al máximo. Recomiendo leerlo junto con un paquete de kleenex xD. 

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Luis

Al ser llevado por lo que ella estaba provocando en mí, yo no pensaba con claridad. Di rienda suelta a mis instintos.

No fue hasta cuando Napoleón soltó un aullido lastimero, desde el patio de su departamento, como intuyendo la ‹‹acción›› que estaba ocurriendo en la sala de su dueña, que la cordura regresó en mí. Me di cuenta de lo que estaba ocurriendo, lo cual no sería nada bueno para los dos, dadas las circunstancias actuales. Ella, producto de la embriaguez en la que se veía envuelta, no se estaba negando a las caricias poco inusuales que le estaba prodigando.

Hasta este instante, por muy increíble que pareciese, no la había visto nunca, repito, nunca, con una blusa desabrochada más allá de lo correcto o quitarse frente a mí aquella ropa tan holgada que solía usar. Ahora la tenía ahí, echada sobre el sofá, con una sonrisa despreocupada, con el polo levantado, el sostén al descubierto y los calzones a medio ver, ¿eso era lo que yo quería de ella?

Ya antes, por no tomar las precauciones debidas y dejarme llevar por la pasión con Diana, estas acciones habían tenido sus consecuencias. Unas nefastas, pero consecuencias al fin y al cabo; de las cuales recién me estaba haciendo una idea y me provocaban no solo rechazo al escuchar cualquier cosa que se relacionara con mi exnovia, sino resentimiento hacia ella. ¿Quería que me sucediese lo mismo con Margarita?

Definitivamente, no.

No quería tener un hijo con ella, menos guardar como recuerdo que nuestra primera relación sexual fuera producto de su falta de conciencia sobre eso.

Decidí cortar todo lo que estaba pasando y me levanté del sofá, apartándome de su lado.

—Te... ¿Te pasha algo? —dijo levantándose del asiento al igual que yo.

Volteé para observarla. Su rostro estaba evidentemente desencajado y la risa medio torcida. Esa no era la Margarita que yo quería hacer mía, no.

En ese momento, sonó mi celular. Al verificar quién era quien llamaba, me fijé que era Diana.

¡Otra vez! ¡Mierda!

No contesté la llamada, pero siguió insistiendo y el teléfono no paraba de sonar. ¡Carajo!

—¡Ya vengo! —señalé al tiempo que salí al patio para atender la llamada, dejando a mi novia sonriendo tontamente encima de su sofá.

Cuando abrí la puerta del patio, Napoleón salió a mi encuentro y me mordió el pantalón. Le di un manotazo y salió corriendo rápido de mi lado.

—¡Maldito perro! ¡Ya me tienes harto! ¡Tú y todo el mundo pueden irse a la misma mierda! —vociferé al tiempo que contesté el móvil.

—Lucho, ¿dónde estás? —preguntó mi ex.

—¡Qué te importa! —grité.

—¿Dónde estás? ¡Quiero verte ahora! —siguió insistiendo—. He venido a tu casa y no te he encontrado. ¿A dónde has ido tan tarde y un domingo?

—Estoy por ahí. No es algo de tu incumbencia, ¿te quedó claro?

—Soy la madre de tu futuro hijo. ¡Trátame bonito! —dijo con una voz entrecortada.

—¿Y eso qué? No es algo que me importe —susurré de mala gana—. ¿Me estás controlando acaso?

—¿Estás con otra mujer?

¡Ya comenzaban las tonterías!

—Y si así es, ¿qué pasa? ¡Puedo hacer lo que me dé la gana! —alcé la voz.

—¡No puedes hacer lo que quieras! No ahora que tienes una responsabilidad conmigo y con tu hijo.

—¡Vete a la mierda! —grité, perdiendo el control.

—Lucho Villarreal, si no vienes a tu casa ahora mismo, ¡armaré todo un escándalo aquí, de lo cual te vas a arrepentir después! —exclamó llorando a través del teléfono—. Y si estás con otra mujer, será mejor que te vayas librando de ella, porque ten por seguro que te haré la vida imposible... ¡A ti y a esa perra! ¿Entendiste, maldito?

Corté la llamada y apagué mi celular.

¡Me sacaba de mis casillas! Sus amenazas, sus celos, el creer que podía controlarme... ¡Me tenía desesperado!

Ya estaba traspasando mucho la línea. ¿Hacer un escándalo? ¡Mi madre se moriría si lo hacía! Odiaba ese tipo de escenas, siempre había sido muy reservada y criticaba a la gente que ventilaba sus problemas en público. ¿Cómo reaccionaría si veía a mi ex haciendo lo mismo frente a nuestra casa?

Y eso no era lo peor. Diana estaba comenzando a sospechar que tenía a otra mujer a mi lado. ¿De qué sería capaz si se llegaba a enterar de que yo estaba con Margarita? ¡Carajo!

Tenía que regresar a mi casa, calmarla para que no se atreviera a cumplir con sus amenazas y hacerle creer que no tenía a ninguna mujer a mi lado. ¡Por mi bien, por el de mi familia y, sobre todo, por el de Margarita!

Cuando regresé a la sala para dar por terminada mi velada con mi novia, la encontré ahí, echada en el sofá y durmiendo de manera plácida. ¡Qué tranquila se la veía y cuánta paz transmitía, tan distinta a toda la mierda que tenía que enfrentar!

Solo atiné a volverla a vestir. Fui donde su dormitorio para traer una cobija para arroparla para que no le diera frío. Al regresar a la sala y querer acercarme donde ella, Napoleón, con el cual había descargado antes mi rabia, estaba sentado a su lado y me empezó a gruñir.

—No le voy a hacer daño, perro feo.

Pero, seguía enseñándome los dientes de forma amenazadora, como un fiel guardián que defendía un tesoro infranqueable. Resuelto a no dejarme vencer, me acerqué donde Margarita, haciendo caso omiso a las amenazas de su mascota. Como si este comprendiera que mis intenciones no eran malas, solo se alejó de nuestro lado y se fue gruñendo hacia otro lado.

‹‹Así está mejor››.

Luego de colocar la colcha encima de ella, le di un beso en la boca.

—Siempre cuidaré de ti, Margarita —murmuré en su oído derecho.

Quería quedarme en su casa, si fuera posible toda esa noche, esperar a que se le pasaran los efectos de la borrachera y seguir lo que habíamos dejado pendiente, pero ahora ya del modo correcto, con su consentimiento y entrega total. Ansiaba dormir a su lado, olvidarme de todo lo que me atormentaba y ser feliz con ella, solo con ella. Pero no podía hacerlo.

Dios, ¿por qué las cosas eran tan difíciles para nosotros? ¿Por qué ahora, que quería ser feliz, no podía serlo del todo? ¡Mierda!

Cogí un papel y un lapicero que encontré encima de uno de los muebles de la sala. Ahí le dejé escrito que me tenía que ir porque me reclamaban en mi casa, para que no se preocupara si no me veía a su lado cuando se despertara.

Poco antes de retirarme, cuando abrí el pestillo de la puerta de entrada del departamento, Napoleón me siguió. Ahora no me gruñía. Solo me observaba con unos ojos indescifrables. Finalmente, se me acercó y me lamió de manera tímida los zapatos.

—Perdóname, compadre. No quise pegarte, ¿sí? —indiqué al tiempo que le acaricié la cabeza.

Soltó un aullido lastimero. Luego se puso boca arriba, como haciendo una tregua conmigo.

—Cuida a Margarita, ¿está bien? —señalé, sintiendo que un gran nudo me aprisionaba el pecho—. Cuídala, por favor.

Napoleón solo atinó a pararse y soltar un leve bufido, como respondiendo afirmativamente a mi petición.

Con la seguridad de saber que dejaba a Margarita en buenas manos, salí de su departamento... directo al infierno que esperaba por mí.

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Al llegar a mi casa, ahí me estaba esperando Diana. Estaba sentada en el sofá de mi sala, donde la había visto el día anterior.

—Ya era hora de que llegaras —indicó observándome de manera fija.

—Tú y yo debemos hablar afuera. ¡Ahora! —dije cogiéndola de la mano y saliendo a la calle.

—Adiós, suegrita —gritó despidiéndose con un gesto de la mano y una sonrisa burlona a mi madre, quien nos observaba desde la cocina con mucha preocupación.

—¡Deja en paz a mi mamá! —le grité antes de cerrar la puerta de mi casa que daba para la calle.

Cogí el carro de mi padre y le dije que se subiera allí.

Luego de manejar un buen rato, fuimos a la plaza que quedaba cerca a mi casa. Ahí podríamos conversar con privacidad y con tranquilidad.

—¿Qué es lo que pretendes amenazándome así? —le increpé.

—Te llamo y me cuelgas siempre. Me ignoras... Me rechazas... Si no hago esto, no logro que me tomes atención. ¡No me dejas otra solución! —dijo llorando.

¡Madre santa! ¿Qué hacer? No quería que se pusiera así, y menos en su estado.

—¿Y qué quieres? Me llamas a cada rato, me estás controlando, siento que me ahogo. ¡Encima, me vienes con amenazas! ¿Qué diablos te pasa?

—¡Quiero regresar contigo! ¿Es que acaso no lo comprendes? —habló en voz baja al tiempo que lloraba.

—Compréndelo tú. ¡Lo nuestro se acabó hace tiempo!

—No. ¡Esto no se terminó! Porque lo que tengo dentro de mí no es algo que se acabe. Recién está creciendo. ¿Es que acaso no lo sientes tú? —alegó cogiendo mi mano derecha y poniéndola sobre su vientre.

No experimenté nada. Solo sentí que las tripas me crujían al no haber tenido oportunidad de terminar mi cena en el departamento de Margarita.

—¡Basta! —grité apartando mi mano de su estómago.

¡Estaba harto de tanto teatro!

—Lucho...

—No puedes pretender que crea que el hijo que esperas es mío, ¿bien? ¿Quién me garantiza que no es de otro hombre con el que te acostaste? ¡Ahora me quieres hacer pagar el muerto, y todo para volver conmigo!

Sentí que su mano derecha se estampó con furia en mi rostro.

—¡MALDITO DESGRACIADO! —gritó fuera de sí—. ¿ME ESTÁS LLAMANDO UNA CUALQUIERA?

La mejilla izquierda me ardía. ¿Me merecía su cachetada?

—¡¿Cómo puedes decirme esas barbaridades, estúpido?! Si tú me encontraste virgen cuando yo me entregué a ti, ¿recuerdas?

Y ahí tuve que callarme.

Diana estaba en lo cierto. Cuando tuvimos relaciones sexuales por primera vez, hacía casi dos años atrás, ella era virgen. Así que sentí vergüenza de mí mismo.

¡Yo era un patán! ¿Cómo podía pensar que se hubiera vuelto una promiscua? Si fui yo quien la desvirgó hacía tiempo atrás...

—Y fue a tanta insistencia tuya porque tuvimos sexo esa vez. Todo porque decías que estaríamos juntos para siempre, por eso me entregué a ti. ¡Mentiroso!

—¡No lo soy! —alegué defendiéndome—. Esa vez cuando lo dije, en realidad sí lo sentí así.

Y ahí sí estaba en lo cierto.

Cuando le planteé tiempo atrás tener nuestro primer encuentro sexual, yo la quería. Entonces sí que la quería.

Quizá fui muy impulsivo y terco para eso, lo admito. Mis amigos siempre andaban pavoneándose de que habían perdido su virginidad antes de acabar el colegio. Sentía que me estaba quedando atrás. Así que, cuando terminé la escuela, pocos meses después y a tanta insistencia mía, Diana por fin aceptó tener relaciones íntimas conmigo. Y yo me sentí ‹‹realizado›› entonces. ¡Machismo y estupidez de adolescentes, vamos!

Pero, lo que le dije en su momento no fue mentira. La quería para mí y quería seguir junto a ella. Entonces no aventuraría el infierno en el que se convertiría mi relación actual con mi ex.

—Lo que pasó en su momento fue real. Lo que te dije y lo que sentía no era mentira. Pero, ahora todo ha cambiado entre nosotros.

—¡Pues debes asumir tus consecuencias! —chilló.

—Oye, que luego no te obligué a seguir conmigo. Tú cambiaste. Te has vuelto insoportable con tus celos y con tus amenazas. ¡Me tienes asfixiado!

—¿Y tú acaso no eres celoso? —refirió limpiándose las lágrimas y observándome de manera sarcástica.

—¿Eh?

La miré perplejo.

—Admítelo, cuando estabas en Lima y yo allá, no parabas de llamarme y de viajar continuamente, creyendo que te iba a poner los cuernos con alguno de tus amigos.

—No comiences —señalé. Intuí hacia dónde iba a encaminar el tema.

Se refería a que, cuando vine a Lima para estudiar, me comentaba que había un ‹‹amigo›› mío llamado Gustavo quien, aprovechando mi ausencia, no paraba de rondarla e invitarla a salir.

En más de una ocasión, luego de llegar a Arequipa, Diana me ponía al tanto del acoso de mi examigo. Y yo no dudaba, ni un segundo, en hacerle el pare a ese traidor y dejarle las cosas bien claras: ¡A mi entonces novia no la tocaba, porque si no lo iba a pagar muy caro!

—¡Eres tan celoso como lo es tu papá con tu mamá! ¡Acéptalo! Eres su vil reflejo, aunque te duela admitirlo.

—¡No empieces, Diana! Mira que me estás sacando de quicio —dije con rabia mientras apretaba el volante de mi carro.

Se refería a los celos incontrolables de mi padre.

Papá, machista como él era, era muy, pero muy celoso con mi madre. En más de una ocasión le hizo una escena en público humillándola cuando recibía un piropo por parte de cualquier tipo. Muchas veces, incluso, decía que toda la culpa era de ella por andar ‹‹provocando›› a otros hombres al vestirse o comportarse de tal modo, y no le importaba la vergüenza por la que la hacía pasar.

¡Aborrecía eso en él!, entre eso y muchos defectos más. Por eso odiaba que me dijeran que me parecía a él. ¿Odiar? ¡Detestaba que me compararan con mi padre! Y Diana era consciente de ello. ¡Esta condenada sabía muy bien cómo hacerme enojar!

—¿Y quieres saber algo más? —dijo mirándome desafiante.

—¿Qué cosa? —musité observando a la calle.

De solo escucharla me daban ganas de dejarla ahí y largarme de una puta vez. ¡Y bien merecido que lo tenía si lo hacía!

—Pues cuando estuvimos de novios, le hice caso a Gustavo —acotó con un tono de voz irónico que empezaba a odiar—. ¿Cómo te quedó el ojo?

Volteé a observarla.

—¡¿ME ESTÁS DICIENDO QUE FUI UN CORNUDO?!

Pensé cómo podía ser de irónica la vida. Hacía años atrás yo la adoraba. Ahora, con sus actitudes y palabras, podría decir que comenzaba a odiarla.

—¿Celoso? —dijo desafiándome, mientras me contemplaba con unos ojos llenos de cinismo.

¿En dónde quedó la chica dulce y comprensiva a la cual quise años atrás? ¿Esa muchacha que, con una cálida sonrisa, había logrado que mis demonios por mi amor imposible con Margarita durmieran por tanto tiempo? ¿De quién me enamoré en realidad? ¿Esta era la verdadera Diana, la cual mostraba ante mí su real rostro? ¿Me enamoré de una fachada nada más?

—ERES UNA... —dije cogiendo su mano derecha.

—¿Soy qué? —Me miró desafiante—. ¿Una cualquiera? ¿Alguien de lo peor? ¡Vamos, dímelo! —habló con esa sonrisa tan descarada.

Respiré profundo. No podía caer en su juego, no.

Solté su mano y solo atiné a tratar de concentrarme en otra cosa. Observar a la poca gente pasar por las calles a esa hora de la noche.

Necesitaba pensar en otra cosa. No dejarme llevar por todos los demonios internos que me decían que le devolviera su cachetada, la estrellara contra la pared y que le dijera todos los calificativos que se me ocurrían: ¡Puta! ¡Manipuladora! ¡Mentirosa!

—¡Estás celoso! ¡Admítelo! —continuó aún desafiante—. Y si estás celoso, eso quiere decir que aún sientes algo por mí, aunque te empeñes en negarlo.

—Más que celos, es decepción —respondí, conteniéndome las ganas de hablarle como le correspondía—. Ya hace buen tiempo que dejé de quererte y hoy me has demostrado que no hice mal en terminar nuestra relación.

—¡Mentiroso! Si fuera así, no estarías tan enojado ahora. Se te nota que te sentó muy mal la noticia de saber que estuve con tu amigo mientras tú estabas aquí, haciendo tus tonterías del rap.

¿Lo que ella decía era verdad?

Bien, podría ser cierto que estaba evidentemente desencajado. Nunca me hubiera imaginado que Diana, quien decía quererme tanto, no hubiera perdido la oportunidad en ‹‹adornarme la cabeza›› en mi ausencia. Pero también había otra cosa más.

¡Mierda! El saber que alguien como yo, quien siempre estaba muy seguro creyendo que sus novias se morían por uno, era en realidad todo lo contrario, no me sentó nada bien. Para nada.

Conocer que llevaba puesto el cartel imaginario en el pecho de ‹‹Soy un cachudo›› me dolió como nadie, nadie tenía la más mínima idea.

Pero, ¿eran celos? ¿O más bien ver mi orgullo hecho pedazos? ¡Carajo! ¡Toda esta maldita basura me estaba comiendo el cerebro!

Respiré profundo. Traté de no darle mucha importancia a lo que ella decía. No quería que me hiciera otra escena dramática de su parte, menos caer en su juego. Sin embargo, me era muy difícil guardar la compostura en esos momentos.

—¡Basta! ¡LO QUE HAYA PASADO ANTES YA NO ES ASUNTO MÍO! —Mi voz debió de escucharse en toda la plaza—. ¡Puedes estar con Gustavo o con quien mejor te plazca! ¡No quiero volver a saber nunca más de ti! ¿Entendiste?

Ella me observó con ¿miedo?

—Lucho... —susurró en un tono de voz casi imperceptible—. Lo siento, yo...

—¡SIGUE CON TU VIDA COMO YO LO HE HECHO CON LA MÍA! —la interrumpí mientras seguía gritando. Casi me desconocía.

—¿ESO QUIERE DECIR QUE TIENES A OTRA PERRA CONTIGO? —Me fulminó con la mirada.

—¿Ah? —hablé aturdido.

Y ahí me di cuenta de mi error. ¡Carajo! ¡Había hablado de más! 

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Anotaciones Finales

¿Qué pasará a partir de ahora? Creo que Lucho debe comprarse una aguja e hilo para coserse la boca y no hablar demás xDDD Ayyyy, qué bocón me resultaste >.<

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