✿ Capítulo 1 ✿
¿Qué puedo contarles de Luis? Que era muy bromista, culto, amante de la música rap, de los peinados estrafalarios, fan a muerte de Charlie Harper —protagonista de la serie de televisión Two and a Half Men — y que adoraba disfrutar de las cosas sencillas de la vida. Pero lo más importante de él fue que me quiso como nunca ningún hombre lo había hecho en mi vida.
En una de las tantas tardes en las que él y yo departíamos nuestros gustos musicales en mi pequeña ‹‹cueva›› —como él solía llamar a mi departamento—, le pregunté por qué se había fijado en mí, pudiendo haberse fijado en otras chicas de su edad. ‹‹Simplemente porque no conozco a otra mujer tan maravillosa como tú››, me contestó, mientras me acariciaba con suavidad mi flequillo y me miraba de manera tierna a los ojos.
De solo escucharlo en esa ocasión, puedo decir que me enamoré de él ese día.
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En la primavera del 2011, me encontraba tramitando mi divorcio. Luego de seis años de matrimonio y cuatro de noviazgo, en los que mis ilusiones se habían roto —producto de la falta de respeto, la incompatibilidad de carácter e infidelidades de por medio—, la relación que tenía con mi aún esposo, César, ya no daba para más.
A pesar de todos los problemas que ambos habíamos tenido, yo aún me había aferrado a la idea de salvar mi matrimonio. Le había dado varias oportunidades, hasta que simplemente la situación no dio para más.
Siempre había creído que una mujer se casaba para toda la vida. Crecí en el seno de un matrimonio bien constituido. Mis padres me habían inculcado una educación muy pulcra, matriculándome en uno de los colegios religiosos más prestigiosos de mi ciudad. Por tener una madre muy católica, después de realizar mi Primera Comunión, me uní al grupo de jóvenes de la iglesia de mi barrio, siendo catequista en mi adolescencia y guía de grupos juveniles cuando cumplí los dieciocho. Fue en estos grupos donde conocí y me enamoré de César.
En la escuela secundaria católica donde asistía, Santa Rosa de Lima, conocí a Ada Villarreal, mi fiel amiga de la adolescencia, con quien pasaba muchas horas conversando. Éramos compinches en todo, así que era usual quedarme a dormir en su casa los fines de semanas. Fue ahí donde conocí a Luis por primera vez, el hermano menor de Ada, a quien ella le llevaba diez años.
En ese entonces siempre lo vi como un hermano menor. Él solía ser un pequeño huracán. Traía más de un dolor de cabeza a mi amiga y a sus padres con sus travesuras propias de niño, aunque he de admitir que yo sonreía más de una vez con las ocurrencias que realizaba.
Luego de terminar la secundaria, y poco antes de ingresar a la universidad, Ada se mudó con su familia a otra ciudad. Aunque quedamos en mantenernos en contacto, esto quedó como uno más de esos intentos que solía prometerse, pero que, por diversos motivos o dejadez de ambas partes, nunca llegaban a concretarse. No volví a ver a mi amiga ni a su pequeño hermano Luis hasta hacía poco...
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Una tarde de octubre, cuando regresaba a mi casa luego de visitar a mi abogada —quien me había informado que la audiencia de mi divorcio estaba próxima— me senté a descansar en un parque. Quería repasar y reflexionar qué haría con mi vida.
Me sentía muy triste. La demanda de divorcio de César contenía miles de mentiras e injurias hacia mí, desde adjetivos irrepetibles hasta hechos que yo nunca había realizado, en los que él se presentaba como una víctima hacia la juez que veía nuestro caso. También, exigía quedarse con el departamento que habíamos comprado, la cuenta de ahorros que ambos habíamos creado desde que nos casamos y otros bienes que habíamos adquirido. ¡Si hasta quería dejarme sin la compañía de mi fiel perro, Napoleón! Alegaba que me lo había regalado durante nuestro matrimonio, cuando esto era totalmente falso; yo lo había adoptado cuando lo encontré en la calle, siendo todavía un cachorro.
Estaba más que indignada y decepcionada. Me era difícil creer que, el hombre que alguna vez amé y a quien le entregué todo, quien me juró fidelidad y que me protegería toda la vida, ahora era un completo extraño para mí.
Por él yo había dejado todo, porque uno de mis más grandes anhelos siempre fue estudiar música. En la iglesia a donde yo iba, había pertenecido al coro y siempre había recibido buenas opiniones respecto a mi voz. Sin embargo, por presión de mis padres y de César, opté por estudiar una carrera más lucrativa. Finalmente, me decidí por contabilidad en una de las universidades más prestigiosas. Pero, luego de trabajar cinco años en uno reputado estudio contable, no me sentía realizada. El trabajo de oficina me era muy monótono y rutinario.
Ahora, luego de un matrimonio fracasado, una carrera que no me llenaba y diez años desperdiciados junto a mi exmarido, me estaba replanteando mi vida.
¿Qué hacer? ¿Cómo seguir adelante y decirles a mis padres, muy chapados a la antigua y católicos, que me iba a divorciar? ¿Aún era tarde para retomar mi antigua afición, la música? ¿O debía conformarme con seguir en un trabajo como un autómata sin mayor motivación?
Luego de secar mis lágrimas que caían sobre el papel del juzgado que mi abogada me había entregado, algo llamó mi atención. Un pequeño sollozo se escuchaba detrás de la banca donde estaba sentada. Cuando volteé mi cabeza para ver de dónde provenía aquello, no pude menos que sonreír. Un pequeño cachorro, blanco con manchas marrones, caminaba con torpeza entre las margaritas que adornaban el parque. Estaba temblando porque, si bien estábamos oficialmente en primavera, el frío del invierno limeño no nos quería abandonar.
Sin dudar ni un segundo, acudí donde el pequeño y lo cargué. Movió con alegría su cola, mirándome travieso y lamiéndome la mano cuando lo acurruqué entre mis brazos. Por un momento olvidé todas las tristezas que me ocurrían.
—¿Qué haces aquí, dulzura? —dije mientras el cachorrito seguía jugando conmigo. Movía su cola llena de felicidad.
En ese instante, tomé una decisión. No lo abandonaría ante los peligros de la calle, no. Incluso, ante la posibilidad de quedarme sin mi perro Napoleón por culpa de César, ¿por qué no adoptar otro? El cachorrito parecía tener dueño, ya que tenía un pañuelo amarrado al cuello, pero si estaba a esa hora solo en la calle, lo más probable fuera que alguien lo hubiera abandonado.
Cuando me dirigía a mi casa para llevarme al perrito y darle comida, algo me interrumpió. Un grupo de muchachos estaba cantando y bailando rap en la pequeña plaza del parque. Al pasar por el costado de ellos, una voz masculina me llamó:
—Señorita.
Volteé para ver quién me requería.
—¿Sí? —pregunté.
—Ese es mi perro —me contestó—. Gracias por encontrarlo.
El chico que me hablaba tenía unas trenzas rubias, tipo rastas. Vestía un polo pegado de color negro y un pantalón ancho. Un pañuelo rojo estaba amarrado a su cuello. Su atuendo podría resumirse en estrafalario. En particular, la correa con cadena colgando a un lado de su pantalón me llamó la atención, pero de mal modo.
—Si este es tu perrito, ¿qué hacía allá, por donde están las flores de margarita? —señalé con desconfianza.
—Se lo había dejado a mi hermano hace un rato, pero parece que ese pequeño granuja se ha ido a jugar a otra parte y lo ha descuidado.
—¿Y cómo sé que me estás diciendo la verdad? —pregunté, aún no muy convencida de lo que me decía.
Se cruzó de brazos y me miró con una sonrisa muy pícara, como si fuese a ganar una partida de un juego muy importante conmigo. Finalmente, contestó:
—El perro tiene un pañuelo rojo en el cuello, en el que está bordado, gracias a mi mamá, su nombre: The Notorius B.I.G.
Lo miré con sigilo, luego sorpresa. ¿Qué nombre era ese para un cachorro?
Aún poco convencida, decidí centrarme en el pañuelo para cerciorarme si lo que él decía era verdad. Y así fue. En letras bordadas con hilos blancos se podía leer The Notorius B.I.G. Efectivamente, el chico tenía razón. Él era el dueño del perro.
Sin muchas ganas de aceptar mi derrota, le entregué el cachorro. Luego, cuando procedía a seguir mi camino, con un poco de pesar por no tener un compañero de juegos para Napoleón, él me volvió a llamar.
—Señorita...
—¿Sí?
—¿Usted no es Margarita Luque?
—Sí —respondí con mucha sorpresa.
¿Cómo sabía aquel chico mi nombre, si nunca lo había visto antes en mi vida?
—¿Me conoces acaso? —alegué.
—Por supuesto —señaló con una gran sonrisa mientras le acariciaba la cabeza a The Notorius B.I.G.—. Soy el hermano menor de Ada Villareal, Luis. ¿Se acuerda de mí?
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