CAPÍTULO V: DÍA II - AMANECER


Quizás no te has percatado que no te he mencionado en qué año, qué mes o qué nombre del día de la semana me encuentro.

Olvídate de eso.

Aquí solo existe el año —365 días— y regresamos al conteo desde cero. Igual cada nacido lleva aparte su propio cálculo en el mes en que nace; por eso sabe cuántos años tiene de existencia. Sé por Afrodita —gracias a los libros que lee— que antes los años se sumaban y habían alcanzado un número de dos mil.

No hay más registro.

Ni siquiera sé si han pasado dos mil años más.

Los meses no tienen nombre. El primer mes del año tiene su número "uno", el segundo el "dos" y así sucesivamente hasta llegar a los doce.

Y las semanas tampoco tienen nombre. Solo es el conteo del uno al siete.

Las estaciones no existen. El clima no es predecible. Aquel cambia de maneras abrupta.

Así que, —para mamá—, mi hermana y yo nacimos un mes "9" y día "27", pero para el gobierno nosotras nacimos en el mes "9" y día "30".

"Treinta" por los tres días después en que el gobierno se hace presente y confirma si la niña es sangre pura. Ese es el día en que una debutante nace para la sociedad.

—¡No! —Afrodita detiene mi mano.

Agarra mi muñeca tan fuerte que me suelto de su agarre un poco sorprendida.

—Pero está llorando —indico—. Tiene hambre.

Ella lo arrulla entre sus brazos, tratando de calmarlo.

—No le puedes dar de chupar una zanahoria —sentencia.

Miro el vegetal en mi mano. Está sin la cascara.

Se supone que...

Es que no sé cómo se cuida a un ser tan frágil.

—¡Me rindo! —Lanzo la zanahoria lejos de la habitación.

La miro rodar hasta quedar cerca de la mesa donde vi por última vez a mamá. Esto está tan mal. Ella todavía no regresa; ya estamos en el día dos para que vengan por nosotras. Entonces, ¿qué haremos con el bebé? No podemos llevarlo. Ni siquiera sé si podemos tenerlo.

¡Mamá!

¿En qué lío nos metiste?

—Ve a recoger el vegetal, Andrómeda. —Mi hermana echa un vistazo a la zanahoria. Retrocede un poco más en la cama ya que su peso y el mío han hundido su borde—. No tenemos que desperdiciar nada. —Gira su rostro hacia mí.

Me levanto de su lado.

—¿Qué se supone que comerá? —recalco.

No espero su respuesta.

Salgo de la habitación.

No había estado en nuestra sala desde ayer temprano. Si mi cálculo es correcto, en este mismo tiempo, sucedieron los eventos que nos tiene aquí sin mamá. Soy egoísta. Afrodita lo ha hecho todo. Ella se ha encargado del bebé. Ella se ha encargado de nuestro bienestar sin quejarse por nada. En cambio, yo he estado solo en cama desde ayer.

Yo me he quejado.

Y ahora que decido ayudar, lo hago mal.

¿Cómo es que Afrodita lo hace?

¿Cómo cuida a un bebé sin haber conocido uno antes?

¿Mamá le dijo cómo hacerlo?

Recojo la zanahoria y me dirijo a la tina para limpiar los residuos de polvo que la cubre. Después de todo, este vegetal será parte de nuestro desayuno.

—¡Andrómeda, ven! —escucho a Afrodita con un leve tono desesperado.

No dudo en dejar todo a un lado.

Me apresuro.

Ingreso a la habitación.

—¿Qué ocurre? —Miro a un lado hacia otro.

Estoy paranoica.

Veo a Afrodita relajada.

—Debajo de la cama de mamá hay una caja —Señala la cama que está pegada en la pared que da de frente a la mía.

Asiento.

Doy unos pasos hacia la cama. Me acuesto en el piso para ver si debajo hay lo que indica Afrodita. Es la primera vez que hago esto. Se supone que debajo de nuestras camas guardamos las cosas que protegemos. Nuestros secretos. No tenemos otro lugar.

Respetar ese espacio ajeno es primordial. Es una muestra de confianza entre nosotras. Es un límite a la privacidad.

Está oscuro. La luz del día apenas llega en los bordes. Extiendo mi mano. Logro tocar algo. Adentro mi cuerpo un poco más. Veo algo. Alcanzo a tomar un borde y lo atraigo hacia mí.

—Esto no parece una caja —digo, mientras el objeto va cobrando forma con la luz llenándolo.

Me levanto.

Sacudo mi túnica azul.

—Es un cofre —menciona Afrodita.

¿Un cofre?

—¿Cómo sabes su nombre? —Volteo para verla.

Se levanta con el bebé en los brazos.

Mi cama es su refugio.

No se acuesta en la suya, porque está da de frente con la entrada de la habitación y el frío que ingresa la abraza más rápido a ella. Ahora que cuida al bebé, ambos requieren de estar más abrigados. Mi cama es idónea y la de mamá también, pero ninguna de las dos se atreve a ocupar el espacio de mamá imaginado que en cualquier momento aparecerá y nos regañará.

—Ábrelo —ordena.

Lo levanto y ubico sobre la cama de mamá.

Pongo mi atención en el cofre. Es mediano. Mide de ancho dos manos mías y de alto una mano junto a la mitad de la otra. Es de madera. No hay nada especial. Solo el seguro que lo resguarda.

Tiene la misma forma de rosa que el sello del sobre para las debutantes, pero esta es un material que no he visto antes y es el doble de su tamaño. Por instinto, la giro. Esta se desbloquea, moviéndose a un lado y la tapa del cofre se alza.

Me quedo perpleja.

—¿Qué es eso? —interviene Afrodita.

Me aparto del cofre.

—¿Cómo es que no sabes qué es eso? —La miro.

Ella no aparta su mirada del cofre, de su interior.

—Mamá solo me dijo que si algo grave pasara... —Tose—. Abriera el cofre que se encuentra debajo de su cama.

Obvio su tos.

Debería de preocuparme por aquello. Las debutantes no nos enfermamos. Quizás sea el polvo que se levantó con el accidente de ayer y del cual estamos rodeada ya que ninguna se ha dado un tiempo para limpiar.

Aunque sí le recrimino cosas que pasan por mi cabeza.

—¿Y cuándo te lo dijo? ¿Por qué no me lo confío a mí también?

Ella me mira.

—Ayer, antes de que te levantaras para el desayuno. —Su voz suena afligida.

Mi mente hace clic.

—¿Crees que mamá sabía sobre el accidente? ¿Crees que sabía que ocurriría?

—No lo sé.

—¿No ves que es demasiado obvio?

—Sí. —Mira hacia el cofre.

—¿Qué más te dijo? —solicito.

—Que cojamos un solo tubo y se lo demos como alimento al bebé que le aplacara el hambre por una semana —susurra.

Varias hileras de tubos metálicos delgados se apoyan en orificios en una doble base en forma de lámina del mismo material.

—¿Nada más? —cuestiono, mientras me acerco y tomo un tubo entre mis manos.

—Nada más —replica.

—¿Qué habrá en su interior? —susurro, analizando el objeto.

Trato de no agitarlo.

Lo mantengo vertical.

Busco como abrirlo. Hay una línea circular que divide la pieza, separando el metal de un lado más largo a uno más corto. Giro la parte más corta.

Esta se despega.

Miro con cuidado el interior de la parte más larga.

Hay un líquido.

Uno que creo reconocer.

—¿Sangre? —dudo.

Introduzco mi dedo meñique derecho lo suficiente cerca para extraer una pizca del líquido. Siento la humedad.

Lo retiro.

—Sí, es sangre —suelta Afrodita.

Miro mi dedo, luego a ella.

—¿Por qué se le daría sangre a un bebé?

Intenta decirme algo, pero toma una pausa. Niega con su cabeza. Quizás está buscando en su memoria algo con qué justificar mi pregunta.

—No lo sé —dice, finalmente.

Decido sellar el tubo.

—Espera... —interviene Afrodita—. Si mamá dijo que hay que hacerlo, lo hacemos.

Niego con mi cabeza.

—Confío en ella —vacila.

Asiento.

—Pero yo no se la daré —determino.

Le entrego el tubo.

Dejo la habitación. Es algo repugnante de ver. Aquel pensamiento me detiene en un extraño vacío interior en medio de la sala. Lo que me causa repulsión ver es lo mismo que pronto estaré dispuesta a padecer. No hay mucha diferencia entre el tubo que resguarda la sangre y mi camino como debutante, porque ambos contenemos el mismo líquido que sirve como comida. Excepto que en vez de que la sangre sea contenida por un tubo, yo la contengo con mi cuerpo.

Somos el contenedor.

Somos la presa.

Falta poco para eso.

Falta poco.

Mañana.

Mañana vienen por nosotras.

¿Quién...?

¿Quién se quedará con el bebé?

—Debo encontrar a mamá —susurro.

Mi corazón se acelera.

La puerta que me separa del exterior se vuelve una meta. Un riesgo. Un miedo que debo vencer. Volteo hacia la habitación. Afrodita estará bien. Ella no saldrá. Ella es prudente. En cambio, yo... yo no.

Lo siento, Afrodita.


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