XII - El Final de Death's Lullaby
Jueves, 16 de diciembre de 1885.
La Dansé des Merveilles, Montecarlo (Francia)
Dormitorios
Las clases transcurrieron con normalidad. Nadie parecía percatarse de la extraña actitud que presentaba Matildè, pues a nadie le importaba qué pudiera sucederle. Cada uno tenía sus propios problemas. Ella lo veía bien. No quería inmiscuir a nadie en los suyos. Debía sobrellevar la muerte de Fleurie lo mejor posible, aunque debía admitir que se le hacía sencillo al ver su "obra maestra".
De algún modo yacía en ella la sensación de que su amiga había muerto por su fama, su gloria y su fortuna. Fue Fleurie quién se arriesgó a conseguir la partitura maldita, y Matildè quién se aprovechó de su trabajo. Ella disfrutaba de los frutos de su compañera. Porque ella estaba muerta. Ya nada podía hacer por devolverla a la vida. Y desde luego, no quería reunirse con ella al otro lado, tras la muerte.
De vez en cuando, sus ojos se posaban sobre los cristales de las ventanas del aula. Clavaba su vista en el jardín, las flores, las aves y ese dulce aroma primaveral que luchaba por extenderse en el gélido invierno. Tras apenas un suspiro, se percató de que sus compañeros ya estaban abandonando la clase. Se acabó el horario lectivo. Hora de ensayar, de disfrutar la libertad de otra tarde en La Dansé.
Guardó sus materiales con la intención de regresar a su dormitorio. En él se ocultaba Death's Lullaby y su variante amateur. Esa singularidad tan macabra es lo que la hacía tan hermosa. Podría asegurar que no perdería esa esencia mortal con cualquier instrumento que la tocara. Su belleza no era siquiera comparable a la de grandes artistas de la época. Y era ella quién poseía tal riqueza.
Pretendía con todo su alma poseerla hasta que la vida se le escapara de las manos. De algún modo, Death's Lullaby mantenía con vida el recuerdo de Fleurie. No quería perderlo. No quería olvidar a su vieja amiga aunque su imagen perturbara sus sueños. Entre todo el gentío sólo ella se acordaba de las proezas que consiguió llevar a cabo. Fleurie seguía viva en su mente.
Y en la de Emmanuel. Nunca se olvidó de ella, pero por motivos más que distintos. Motivos que sólo podía compartir con una persona. Y esa persona era Matildè. Cuán grande fue su sorpresa al verle sentado en la cama de su difunta amiga. Su mirada parecía estar perdida en el horizonte, pero ella le conocía y sabía que estaba registrando cada uno de sus movimientos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
Se quedó quieta en el marco de la puerta, acechante. Escrutó su mirada, intentando averiguar sus intenciones. El joven lucía un vacío en sus ojos que jamás había visto antes en ninguna otra persona. Tenía unas ojeras pronunciadas, y el rostro pálido de un cadáver. Lo peor era su expresión: carente de sentimiento, triste y desolada como estuvo ella desde la muerte de su amiga.
—No te gustará lo que te voy a contar —sentenció. Rehusó la mirada de Matildè. No quería sentir en su cuerpo su desprecio, pero era inevitable. Debía soltar ya el peso que había cargado durante más tiempo del que quería recordar. Y mientras, la joven seguía quieta cual estatua, en busca y captura de sus extrañas palabras.
—Vi a dónde fuiste anoche.
Tragó saliva. Apenas podía creer lo que había escuchado ¿La siguió? ¿Vio los cadáveres? ¿Se dio cuenta de cómo guardó la mortal partitura entre las costuras de su largo vestido? ¿Qué haría ella entonces? Se encontraba de nuevo entre la espada y la pared. Intentó con todas sus fuerzas no turbar su expresión. No debía delatarse ella sola. No podía. Su reputación, sus planes de futuro, su vida,... Todo podría perturbarse por lo que Emmanuel pudiera desvelar.
—Tú... Tú viste todos los... Y... Bueno, ya sabes —Emmanuel la mandó callar.
—Vayamos por partes. Empecemos por el principio —anunció. Desde ese momento, comenzó a desvelarle más secretos de los que podría haber averiguado jamás. Secretos inconfesables que deseó no tener nunca que sacar a la luz.
«Todo empezó cuando estaba camino de La Dansé, el domingo, un día antes de comenzar las clases. No te voy a negar que tenía miedo. Jamás había estado alejado de mi familia, ni salido de mi zona de confort. Estudiar en La Dansé des Merveilles era un reto personal que debía ser capaz de superar, pero nunca pensé que de esta manera. A unos metros de distancia de la Academia vi a alguien.
Yo no le conocía. Él a mí sí. Mucho más de lo que pudiera haber imaginado en un principio. Me llamó por mi nombre. Cuándo le pregunté cómo lo sabía, renunció a responderme. Sólo aclaró que por mi propio bien debía acatar una serie de órdenes que en principio negué aceptar, hasta que me amenazó apuntándome con una pistola en la cabeza. Yo... No quería. De verdad.
Me contó su historia. Se llamaba Andrè, y venía de un hogar roto. Era un psicópata. Me confesó que asesinó a su ex-mujer horas antes de llegar a La Dansé. Me dejó bien claro que su hija en realidad era el fruto de un engaño con un antiguo jefe de la difunta. Por eso odiaba tanto a ambas mujeres. Más tarde, explicó que creía que yo era lo suficientemente inteligente como para no revelárselo a nadie. Al parecer, necesitaba un infiltrado. Y ese era yo.
Quería encontrar una partitura oculta en la Academia, una llamada Death's Lullaby. Creía que no existía. Cuan equivocado estaba de ello. Según él, debía espiar a una alumna, su falsa hija, Fleurie Fossati. Dijo que ella debía ser quién, en principio, encontrara la partitura. Era demasiado peligrosa para arriesgar su pellejo por ella. Tan peligrosa que nunca mostró la cara... hasta ahora. Vi los cadáveres, Matildè. Eran Fleurie y Andrè.
Ahora que ambos están... muertos, yo vuelvo a ser libre. Durante todo este tiempo lo único que podía hacer era realizar ciertas tareas que Andrè mandaba. Darle cierta información. Llegué incluso a... matar. Por él. La bibliotecaria sabía mucho. Yo no quería, pero... ahora su cuerpo yace en el fondo del lago de La Dansé des Merveilles.
Entiendes por qué te cuento todo esto, ¿cierto? Ya son tres muertos. Tres personas menos que habitan este mundo, y todo por esa dichosa partitura. La misma que tú robaste. Debes acabar con Death's Lullaby. Por nuestro bien. Por el bien de la Academia. Por el bien del planeta»
Emmanuel acabó su relato con el rostro lleno de lágrimas. Un rostro demacrado y derrotado por todos los traumas que pasó durante los últimos meses. Un rostro que había perdido la sonrisa para siempre. Un rostro que reemplazó la ilusión de su vida por las ganas de deshacerse de ella como si de un sucio pañuelo se tratara. Y mientras, Matildè le observaba desde la puerta, pálida.
Tantas emociones corrían por su interior que no era capaz de sentir ninguna en absoluto. Notaba un vacío al llenarse de información. Creía que solo ella era el daño colateral de la curiosidad de Fleurie. Qué equivocada estaba. Frente a sus ojos, sentado en la cama de su difunta amiga, se hallaba sentada la verdadera víctima de Death's Lullaby. Sabía que para él ya nada volvería a ser como antes.
—Yo... De verdad, no... sé que decir.
–¡Tan sólo di que acabarás con esto de una vez! ¡Di que destruirás Death's Lullaby! –exclamó con su rostro bañado en sudor y lágrimas. Su voz se quebró, y con ella, su alma. Antes de que Matildè pudiera decir ni una sola palabra, el joven abandonó corriendo la habitación, siendo incapaz de soportar el dolor que se acumulaba por momentos en su interior.
Durante unos minutos nada ocurrió. Emmanuel pareció llevarse con él el tiempo, y Matildè permaneció quieta, totalmente incapaz de hacer o decir algo. Luego lo vio. El causante de tanto dolor. La partitura maldita. Death's Lullaby. Y notó una fuerza extraña moviéndola hasta ella, cogiéndola entre sus manos. Quería destruirla. De verdad que quería hacerlo. Pero algo se lo impedía.
—No puedo librar al mundo de su mayor obra de arte.
Y con estas palabras, se tiró con fuerza sobre su cama para llorar sin consuelo hasta que la nocturnidad se cernió sobre las antiguas paredes de La Dansé des Merveilles.
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Los jardines se dotaban de un ambiente extraño por la noche. La hierba cubierta por suave rocío cambiaba su olor a uno más suave y sereno, al igual que los pétalos de los cientos de rosas que por allí se esparcían. Todas las plantas, cubiertas por la tenue luz de miles de luceros agolpados al lado de la luna, resplandeciente, grande y majestuosa. Y en medio de aquel espectáculo sensorial, bailaba con la brisa la larga falda de un vestido color ocre.
Matildè caminaba despreocupada por medio de la vegetación, admirando la sutileza de las construcciones de piedra que yacían por distintos puntos de los majestuosos jardines de La Dansé des Merveilles. A veces, al pasar junto ellas, dejaba que sus manos sintieran el tacto rugoso y húmedo del moho que crecía en sus paredes. Eso la hacía sentir viva. Libre. Feliz.
Paso a paso, su cuerpo se detuvo frente al pequeño lago que aguardaba oculto tras los altos y frondosos árboles. El agua yacía en una calma tan serena que provocaba un instinto en tu interior que te obligaba a bañarte en él. Pero algo malo se encontraba oculto bajo sus aguas cristalinas y plateadas bajo el manto de luz de luna. Algo carmesí, cuyo tacto pegajoso y sabor dulce provocaba escalofríos.
Matildè, inocente de lo que iba a ocurrir, se acercó con cautela al borde del lago. No pudo reaccionar a tiempo de esquivar una mano que se agarró con firmeza a su tobillo, surgida del agua como si fuera un falso espejismo. Ojalá lo fuera, pensó la muchacha mientras aquella mano la arrastraba a las profundidades del lago. Aun así, la escasa luz de la noche no le impidió ver lo que, oculto en el fondo más profundo, se había escondido durante días.
Bajo el agua, la bibliotecaria la sonreía con malicia, agarrando su extremidad mientras Matildè suplicaba clemencia. Pero estaba muerta, y los muertos no responden a la compasión. Más extraño fue después, cuando, al lado de la joven bibliotecaria surgieron tres figuras igual de reconocibles. La primera, su amiga del alma, su eterna compañera, Fleurie Fossati.
A su lado, con el rostro expresando toda la malicia que por siempre se alojó en su interior, se encontraba Andrè, padre de Fleurie, saludando a Matildè con expresión burlona. Y por último, entre esas tres pobres personas cuyas vidas acabaron apenas hace unos meses, podía identificarse el cuerpo descompuesto de Emmanuel Lombardo. Ella quiso hablar. Quiso pedirles perdón.
Pero Matildè fue cubierta con las sombras de los cuerpos putrefactos para que nunca más pudiera volver a divisar la luz de un nuevo día.
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Viernes, 17 de diciembre de 1885.
La Dansé des Merveilles, Montecarlo (Francia)
Dormitorios / Exterior de La Dansé des Merveilles
Matildè despertó empapada en su propio sudor. El amanecer ya había comenzado y su habitación se iluminaba con tenues rayos de luz solar. Tras tan terrible pesadilla se le hacía imposible la idea de volver a quedarse dormida. Con su camisón puesto, encendió una vela y se levantó de la cama. No paraba de rondarle por la cabeza la misma cuestión. Tanto la bibliotecaria como Fleurie y su padre habían muerto, pero, ¿y Emmanuel?
No tenía sentido que también se encontrara en el fondo de aquel lago, que se había convertido en el escenario de su peor pesadilla. Decidió que debía tomar aire fresco, para despejarse del mal sueño. Con vela en mano, la joven salió de su habitación en absoluto silencio y cerró la puerta de su dormitorio con disimulo. Bajó las escaleras hasta el hall principal, desde dónde salió al exterior.
La brisa de la mañana le dio de lleno en la cara. El sol en el horizonte, las hojas de los árboles meciéndose suavemente, el olor de rosas y césped recién cortado,... Todo ello la hizo sonreír. Fue la primera vez en mucho tiempo. Y lo añoraba. Más que cualquier otra cosa en el mundo. Minutos más tarde, cuando se sintió de nuevo cansada y dispuesta a regresar a su cama, vio una extraña figura en el campanario de la Academia.
No podía distinguirla bien, pero podía asegurar que era humana. Pobre Matildè. No tenía ni idea de que, en unos segundos, podría verla mucho más de cerca. Y es que, ante su sorpresa, aquel cuerpo se tiró del campanario frente a sus narices. Cerró los ojos. Sintió algo salpicando en su cara. Sangre fresca. Y pegajosa. Ya podía asegurarse a sí misma que jamás se olvidaría de aquel sonido.
La carne y sus huesos espachurrándose con fuerza en el camino de gravilla. No abrió inmediatamente sus ojos. Permaneció en estado de shock, estupefacta, confusa, y sobre todo, asustada. Tenía miedo de abrir los ojos y ver frente a ella un cadáver. Sentía el pánico apoderándose de ella. Faltaban unos segundos para que comenzara a gritar, histérica.
Y lo hizo tras ver que el cadáver que yacía tumbado frente a ella no era ni más ni menos que el de Emmanuel Lombardo.
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