VI - De Amenazas Voraces y Guardias Rapaces

Viernes, 1 de octubre de 1885.

La Dansé des Merveilles, Montecarlo (Francia)

Aula Escolar / Comedor / Sala de Archivos

—En estos diez minutos que nos quedan de clase, podéis adelantar los ejercicios que he copiado en la pizarra. Y no olvidéis que si tenéis cualquier duda o cuestión que comentarme sobre vuestra Obra Maestra, podéis hacerlo con total confianza. Procedan.

No acabó el profesor de volver a ocupar su puesto en la mesa cuando Fleurie finalizó con las tareas que él mismo había escrito. Para ella las notas no guardaban ningún secreto, lugar alguno que sus dedos hubieran rozado en cada tecla melodiosa de su dulce piano. Tocar era un juego de niños, aprendido desde la cuna y disfrutado hasta el mismísimo lecho de muerte.

Cuan poca fue su sorpresa al poder notar una mirada fría y escrutadora apoyándose en su hombro, deslizándose hasta la tinta del papel y acabando en la punta de la bella pluma que sujetaba con su mano. Y esa mirada no se apartaba de su figura. En ese momento se sintió como una de aquellas notas que creaba al deslizar sus manos por el instrumento, pero esta vez, era la nota nueva cuyos secretos no debían ser desvelados.

Tentada de dirigirle unas palabras, selló sus labios y expandió bien los horizontes de su mente. Una imagen vale más que mil palabras, pero un acto, dejaba una experiencia toda una vida. Durante el poco tiempo que le quedaba a la joven en ese aula se aseguraría de pensar en un acto que no se le olvidara a Emmanuel en toda su vida, en aquel que la dejara en paz por el resto de la suya.

Y sonrió prudentemente al crear sus fechorías, ocultas en los recovecos de su cabeza, macabros, inexplorados,... Tan sólo debía esperar dos horas más. Antes de que su compañero pudiera alcanzar el comedor, llegaría la bestia que cazaría a la presa de los ojos inquietos. Fue ese pensamiento el que mantuvo encerrado hasta que por fin, los profesores les dejaron a su suerte y les permitieron irse del lugar.

Lejos estaba cualquier alumno de saber qué planeaba Fleurie. Incluso Matildè nadaba en su ignorancia. Pero, ¿qué importa? Sólo Emmanuel sufriría las consecuencias de callar, observar, y su mayor pecado: el haber sido visto. Por ese motivo, la muchacha esperó el momento adecuado. Cuando sólo el astro rey podía observarla a través de las ventanas, puso en marcha su plan.

Caminó con sigilo por los pasillos de la Academia, siguiendo a Emmanuel, cambiando sus roles. Ahora ella era quién observaba, y él quién era observado. Ahora era ella quién desvelaría sus secretos, y él quién debía aprender a guardarlos.  Ahora era ella quién no tenía piedad, y él quién debía rogar por clemencia. Algo que jamás le sería concedido. Y lo tuvo bien claro cuándo Fleurie le agarró del cuello de la camisa y le inmovilizó bruscamente.

No había nadie a quién pedir ayuda, se aseguró bien de ello. Le pareció la primera vez que sus miradas chocaron, en vez de escrutarse la una a la otra. Frente a frente, Fleurie y Emmanuel. Ella tenía el control, y decidió tomar esa ventaja. Fue la primera en dirigirle unas palabras, y no precisamente para ofrecerle una explicación a la inesperada encerrona.

—Ya estás contándome todos tus secretos, Lombardo —exigió, con sus puños cerrados y sus ojos encendidos de furia—. ¿Qué quieres de mí? ¿A qué se debe tu actitud, tu modo de vigilar todo lo que hago?

El chico tragó saliva, sin turbar su expresión. Eran dos fieras salvajes una frente a otra. Las dos creían ser invencibles cuando la verdad era que sólo ellos destruían lentamente su interior.

—Si me sueltas ahora no informaré al director de lo sucedido y no te expulsarán, Fleurie.

—Si me respondes ahora no informaré al director del incidente del baño ni de tu afán por vigilarme o seguirme allí donde vaya.

—No tienes pruebas —rebatió.

—Tú tampoco.

Fueron aquellas dos secas palabras las últimas de la breve conversación. Con una patada en el estómago, Emmanuel se libró de las garras de Fleurie mientras la joven se retorcía de dolor en el suelo, gimiendo, maldiciendo al niño que huía de la escena hasta desaparecer de su vista en una esquina lejana. La muchacha se hizo un ovillo y se quedó quieta, reteniendo sus lágrimas.

Ahora tenía más miedo que nunca. Ella haría lo que fuera por tocar en el Palacio de la Ópera de Montecarlo, o por arrebatar Death's Lullaby de las manos del olvido. Y Emmanuel...

¿Quién sabe de qué sería capaz?

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Matildè se percató de que algo no andaba bien en Fleurie. Pudo ser el temblor de sus manos, o aquel extraño brillo en sus ojos lo que la delató. Se quedó observándola fijamente mientras ocupaba su puesto en la mesa del comedor, expectante, como si obtuviera la respuesta a una pregunta no formulada. La joven no tardó mucho en darse cuenta de que su compañera esperaba unas palabras de su parte.

—¿Cuál es tu problema? —espetó, más sorprendida que molesta.

—No, Fleurie ¿Cuál es TÚ problema? Te noto extraña.

Fleurie evadió su mirada. No pudo entender cómo llegaba a conocerla tan bien cuando su personalidad era tan opaca como el lienzo de un gran cuadro. Quizá sólo era cuestión de práctica. Quizá sólo era un talento innato. Quizá... se preocupaba por ella de verdad ¿Sería eso una mejor amiga? ¿Quién comprende tus inquietudes con algo tan insignificante como una mala cara?

—¿Vas a responderme o no? —se impacientó—. Estás metida en un lío muy chungo, pero te he ayudado y sigo pudiendo volver a ayudarte.

—Emmanuel me ha pegado.

Se escuchó un leve «clink» cuándo la cuchara de Matildè cayó directamente al suelo. Su expresión cambió. No era miedo o sorpresa, sino impresión. Temía que llegara a pasarle algo a Fleurie, pero temía aún más que pudiera pasarle a ella por su culpa. Y que la hubieran agredido, sin ningún testigo, era una muy mala señal. Matildè se aclaró la garganta antes de continuar:

—Que Emmanuel, ¿qué?

—Me ha pegado. Le acorralé a solas en el pasillo y le exigí respuestas —explicó, recordando cada segundo de la turbulenta historia—. Se libró de mí con una patada en el estómago. Casi no puedo comerme ni el puré de patatas.

—¿Y qué te esperabas, que te diera una corona de flores? ¡Por Dios, Fleurie, le hiciste una encerrona! ¡Cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo! —se exasperó.

—¿¡Quieres bajar la voz!?

Fue una petición que llegó demasiado tarde. La mayoría de los estudiantes del comedor se tornaron para poder observar la disputa de sus compañeras. Estaban montando una escena. La pena era que no era de teatro. Era real.

No le importó abandonar su bandeja repleta de comida, ni dejar de lado a su compañera. Fleurie se puso en pie, firme y recta como un soldado, abandonando el comedor de nuevo con su serio semblante. Al fin y al cabo no era la primera vez que ocurría. Y tampoco era la primera que había ocurrido por culpa de Matildè y su actitud acusadora.

Pero sí fue la primera vez que se cuestionó si en verdad era una aliada.

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El tic-tac del reloj no cesaba. De hecho, ella quería que el tiempo pasara con rapidez. Se acercaban las 18:30, y debía estar atenta. Esa tarde sería su tarde. La tarde en la que se infiltraría en la Sala de Archivos en busca de respuestas. Mientras tanto, no tenía más remedio que continuar con su vida de estudiante ordinaria. Exactamente igual que Matildè.

—¿Me pasas las respuestas del ejercicio 4, por favor? —sin cruzar palabra, sin mirarla tan siquiera a la cara, entregó su tarea y continuó contemplando la incesante aguja del reloj–. ¿Sigues enfadada? Eres muy testaruda.

—¿¡Te quieres callar!?

Aquello pilló de imprevisto a Matildè. Tragó saliva y volvió de nuevo a sus asuntos, encerrándose en ellos, evitando la bestia que yacía colérica junto a ella. Puede que estuviera apenas un metro a su lado, pero se sentía como si tuviera que cruzar un océano para hablar con ella ¿Se había perdido ya su confianza?

–Me voy —irrumpió.

En un abrir y cerrar de ojos ya eran las 18:25. Matildè le deseó buena suerte, sin siquiera saber si la había escuchado. El portazo que dio al salir le sentó como una puñalada en su pecho, clavada con fuerza. Desangrándose. Y en ese instante comprendió que no debía sufrir por alguien así. Había arriesgado su pellejo más de una vez para complacerla, y ahora la correspondía con su indiferencia.

Lo tuvo claro esta vez. Sólo eran compañeras de clase, de cuarto como mucho. Y nada más.

Y mientras estas ideas circulaban por la mente de Matildè, Fleurie se precipitaba por las escaleras, al galope cual caballo de carreras. Pretendía sentir el viento en su rostro, tan sólo para sentir más que la ira que se alojaba en su interior ¿Había hecho mal? ¿Había sido tan brusca y antipática con Matildè? ¿O tan sólo le dolía en el corazón que ya ni siquiera ella pudiera comprenderla?

Le dolía estar sola cuando más necesitaba de la compañía de un ser querido.
Sí, era eso. Dolía la soledad.

Al darse cuenta, su figura yacía frente al pasillo de la Sala de Archivos. Ya eran las 18:30. Ningún guardia custodiaba la puerta de entrada. Era el momento perfecto para actuar.

La joven cruzó el pasillo a la carrera y abrió la puerta, con sigilo, cerrándola tras de sí con la misma delicadeza. La habitación en sí no era tan grande como esperaba. Era un poco más grande que su dormitorio. Sus paredes yacían repletas de estantes y cajones con cientos de documentos distintos, catalogados con etiquetas bajo ellos, ya sea por fecha o relevancia.

Tuvo que esquivar los escritorios en el centro para poder comenzar a otear los años de historia recogidos en esos papeles, bajo la luz de una docena de velas candentes. Tan indiferentes al ojo humano que costaba creer que allí se encontrara algo capaz de destruirlos. Sus dedos se deslizaron sobre la superficie rugosa del papel, uno a uno. Cada minuto que pasaba más nerviosa se encontraba, y sin embargo, menos había que buscar.

La impaciencia dio lugar al miedo. Miedo a ser descubierta, pero más a no encontrar nada de lo que buscaba. Por eso casi rió cuándo tuvo un gran hallazgo entre sus manos. Qué estúpida había sido ¿De veras creyó que encontrar Death's Lullaby sería tan sencillo? No tenía ni idea. No fue la extraña partitura lo que encontró. Fue un plano. El plano de la Academia.

Pero esta vez, el real.

El verdadero plano de La Dansé des Merveilles.

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