V - De Obras Maestras & Salas Siniestras
Miércoles, 22 de septiembre de 1885.
La Dansé des Merveilles, Montecarlo (Francia)
Dormitorios
—Tendremos que ser cuidadosas si queremos que todo salga bien —explicó Fleurie—. No podemos arriesgarnos a que Emmanuel descubra lo que estamos haciendo. Dime, ¿tienes el plano?
Matildè asintió con la cabeza y se agachó bajo su cama, sacando un papel de dimensiones extravagantes enrollado como un pergamino, justo cuando su compañera se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada. Al desplegarlo sobre el suelo de la habitación, tuvieron que encender varias velas más para poder ver las finas líneas negras que contorneaban los bordes pintados de su querida Academia.
—Mira, aquí —señaló Matildè—. Esta zona está limitada a trabajadores del centro. No permiten el paso a ningún alumno.
—¿La Sala de Archivos? Bueno, tiene su lógica —admitió Fleurie—. Iría a buscar una forma de entrar sin que nos pillaran, pero después de que Emmanuel me siguiera hasta el despacho del director prefiero no arriesgarme. Te toca a ti hacer la parte difícil esta vez, Matildè —sentenció, dándola unas palmaditas en la espalda, algo a lo que no respondió de muy buenas maneras.
—No me puedo creer que estemos arriesgando nuestra estadía aquí por el mero hecho de intentar encontrar una pieza musical posiblemente inexistente.
—¡Tenemos razones de peso! La llave, la nota, la actitud de Emmanuel,...
—¡Eso no demuestra nada! —protestó.
—Lo presiento, créeme. Si quieres, tan sólo averigua qué debo hacer para colarme y te dejaré en paz. Hazlo por mí.
Quizá se hubiera negado a esas palabras, pero la cara de cachorrito triste que puso Fleurie no la dejó más opción que aceptar la propuesta. Al fin y al cabo, todo sea por la calma de un curso escolar normal y corriente. Tras chocar las palmas de sus manos y volver a jurar que aquellas conversaciones permanecerían en secreto, lo último que hicieron aquel día fue cerrar los ojos y dejarse llevar por los sueños que tal vez nunca lleguen a hacerse realidad.
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Miércoles, 29 de septiembre de 1885.
La Dansé des Merveilles, Montecarlo (Francia)
Aula de Música / Comedor
—Alumnos, silencio por favor —rogó el profesor dando unos leves golpecitos a su batuta. Dudó mucho que alguien lo hubiera escuchado entre el barullo que sus pupilos habían formado nada más entrar al aula de música. Podía comprender que estuvieran nerviosos, ya que ese día debían tocar frente a toda la clase, pero de ahí a causar un alboroto había un gran paso.
Cuando el alumnado por fin pudo contener sus ganas de charlar, comenzaron las audiciones. Chicos y chicas de diferentes edades se precipitaban a su instrumento cuando eran nombrados por el profesor. Poco a poco, las notas comenzaron a fluir por el ambiente, embelleciéndolo o destruyéndolo por completo. La expresión del viejo hombre no cambió con ninguna de las vagas composiciones de sus pequeños discípulos.
Eran tan esperado como un radiante sol en verano. Qué pena que ninguno luciera como esa estrella. Uno tras otro, los jóvenes acababan el trabajo que realizaron por toda la semana, algunos eufóricos, otros, desanimados. Y por fin le llegó el turno a Fleurie. Quería ser quien modificara el imperturbable rostro de su profesor, abrir sus ojos a un mundo que él jamás hubiera visitado.
Quería hacerle viajar, quería disfrutar de ese momento más que cualquier otra persona de la sala, y lo haría por medio de los vítores y los aplausos que los demás, sencillamente, le regalarían. Tras sentarse en el banquillo y acomodar su larga falda, colocó sus finos dedos sobre las teclas del piano. Respiró hondo, cerró sus ojos. Ella también quería viajar.
No pudo ver la expresión que pusieron sus compañeros al verla tocar como si de un autómata se tratara, moviendo sus manos con elegancia sobre el instrumento, manteniendo su perfecta postura y su rostro de serenidad, aquel que al igual que su mente, vagaba ya fuera de La Dansé des Merveilles, sumergiéndose en cada una de las notas que flotaban en el aire con cada pulsación.
Los latidos de su corazón eran su único ritmo, el único guía que tuvo durante aquel trance musical que tan impresionados dejó a sus compañeros. Cuando de nuevo abrió los ojos, no hubo vítores o aplausos. Hubo asombro e incredulidad, de una manera que no se podría expresar ni con las más profundas palabras. Se sintió orgullosa de sí misma, dejando a todos sin habla... y entonces miró a su profesor.
Yacía sentado, atento a la niña, pero sin mostrar ni la más mínima expresión. Sólo un destello en su mirada, un brillo en sus ojos, la hizo saber que vio algo especial en ella. Y con eso bastó para que se retirara firmemente hacia su asiento, evadiéndose del mundo real una vez más. Un pequeño viaje que duró pocos minutos, sólo hasta que su profesor le arrastró con sus palabras de nuevo al aula de música.
—Tras esta prueba, he de anunciaros algo importante. Me habéis mostrado vuestra capacidad, vuestra habilidad, incluso algunos me han mostrado lo más profundo de su alma. A esas personas les agradezco su esfuerzo y dedicación, pero no todas podrán lograr el gran premio que tengo preparado para mis alumnos. O bueno, para el mejor de ellos.
Si en ese momento hubiera estado permitido hablar, todo el mundo hubiera comentado la inesperada noticia de su reputado profesor. Mientras todos pensaban en qué premio estaba dispuesto a dar y a qué alumno premiará, Fleurie tan sólo se dedicó a repetir una y otra vez la melodía que tocó con sus dulces manos en lo más profundo de su mente. Lo último que quería era denotar nerviosismo.
Al fin y al cabo, estaba segura de que fue ella quien logró mostrarle lo más profundo de su alma, porque ese es el modo en que sentía la música. Vivía la música. Su piano sería por siempre su mejor amigo y compañero, y con él, se llenaba de gozo hasta asombrarse de la inmensa fuerza que éste le transmitía. Y su labor, era transmitir ese poder al resto del mundo.
—Gracias a la reputación de la Academia y su confianza depositada en nosotros —comenzó el profesor—, El Palacio de la Ópera de Montecarlo ha cedido concedernos una actuación dentro de su programa Navideño. Por eso mismo, los siguientes tres meses debéis componer vuestra Obra Maestra, y representarla frente a todo el profesorado apenas una semana antes de la gran actuación. La mejor composición será ejecutada por el autor, o autora, en el Palacio de la Ópera de Montecarlo.
Y ni siquiera el respeto o la educación pudieron contener las exclamaciones de sorpresa que la inesperada noticia provocó en las jóvenes promesas artísticas del futuro. Cuchicheos, comentarios, todo lo imaginable convirtió el ambiente del aula en un viejo pub sureño. El futuro que tanto ansiaban, aquel que querían rozar con sus dedos, estaba casi frente a ellos, a unos pasos de distancia. Probablemente los pasos más difíciles de su vida.
Serían puestos a prueba durante un trimestre completo para componer la mejor pieza musical de sus vidas, para emocionar con sus notas los corazones de muchos. Era una presión constante, un trabajo que acabaría con cualquier otro objetivo que pudieran plantearles. Porque aquello era el ticket a la fama, su salto al estrellato, aquello por lo que habían luchado desde su mismísimo nacimiento.
Pero Fleurie... Ella no estaba preocupada. Ella estaba preparada. Preparada para hacer lo imposible por ganar ese privilegio. Dispuesta a todo. Absolutamente todo.
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Sus ojos recorrieron de lado a lado todo el comedor, y aun así no pudo percibir la presencia de Matildè por ninguna parte. Ese comportamiento era inusual, pero comprendió que podría estar nerviosa tanto por su plan como por su Obra Maestra. Por eso, decidió no esperarla más e ir pidiendo la comida, rodeada por sus compañeros de clase. Mientras arrastraba su bandeja, ésta se iba llenando con la comida del día.
Sólo deseó no tropezar con alguien de camino a su mesa, difícil de encontrar entre tantas ocupadas. Al llegar y ocupar un asiento, pudo ver cómo su compañera entraba al comedor y la buscaba con la mirada. Al ver dónde se hallaba su amiga, se dirigió hasta ella veloz cual centella con una gran sonrisa en los labios, disculpándose un pequeño momento al alcanzar su posición.
—Tengo algo muy importante que decirte, pero espera que traigo mi comida —avisó antes de partir a por su bandeja. Cualquiera hubiera dicho que la joven estaba hambrienta.
Fleurie resopló mientras comenzaba a picotear gran parte de su plato, saboreando con gusto su jugosa comida. Cuán grande era la diferencia entre esos manjares y los de su antiguo colegio que cuando su compañera llegó con la bandeja a rebosar, ella ya casi había acabado con la suya. Al coger asiento, se inclinó hacia Fleurie, divertida, y comenzó a explicar el por qué de su retraso en la hora prevista:
—Perdón por llegar tarde, pero sé que ha merecido la pena...
—¿Por qué? ¿Qué has hecho? —cuestionó a Matildè con expectación. Tras comprobar que nadie las estaba prestando atención, ni tan siquiera Emmanuel Lombardo, empezaron a conversar:
—Supongo que a partir de ahora tendrás que hacer el resto del plan tú sola. Yo quiero concentrarme en mi Obra Maestra — advirtió, con una sonrisa pícara, a lo que Fleurie respondió con un leve asentimiento de cabeza—. Durante esta última semana he estado buscando la forma de colarme en la Sala de Archivos, y he descubierto que hay vigilancia continua en la entrada. He ido todos los días para descubrir el horario que hace la guardia que la custodia y me he asegurado de que siempre hacen un cambio de personal a las 18:30, cada día. Los nuevos centinelas tardan en llegar aproximadamente cinco minutos, por lo que si quieres entrar, deberás hacerlo en ese tiempo.
Al finalizar, bebió un poco de agua mientras la sonrisa de Fleurie se ensanchaba progresivamente, hasta acabar mostrando sus relucientes dientes blanquecinos. Jamás la había visto mostrar tal expresión de felicidad en el poco tiempo que llevaban en la Academia, y teniendo en cuenta que hablaba de Fleurie, tampoco se esperaba verla de ese modo tan pronto.
—Te daría un abrazo de no ser porque daríamos la impresión de ser lesbianas ¡Gracias, Matildè!
Y con estas palabras, se levantó de su silla pretendiendo abandonar el lugar, de no ser porque Matildè la frenó con una pregunta que jamás se había planteado.
—¡Espera, Fleurie? ¿Qué buscarás allí? No puedes arriesgarte a que te pillen sin siquiera tener en mente qué es lo que quieres encontrar —afirmó, nerviosa. La cara de su compañera se empalideció, mientras el brillo que hubo en sus ojos se apagó con suavidad. Tragó saliva.
—Puede... Creo que... buscaré Death's Lullaby. Llevaré la llave conmigo. Seguro que la pieza musical está guardada en algún sitio que sólo yo podré abrir.
—¿Te das cuenta de lo inverosímil que suena eso? ¡Escúchate, Fleurie! ¡Es una locura!
—Una locura de la que tú has sido partícipe. No puedo simplemente cruzarme de brazos y esperar a que Emmanuel haga algo ¡Debo actuar rápido! —la ira comenzó a crecer en su interior ¿Por qué siempre tenía que ponerla pegas? Era ella la primera que sabía lo fantasioso que sonaba todo el plan, pero, ¿qué más podía hacer? ¿Admitir que tenía miedo de lo que Emmanuel pudiera hacerla, después de saber que intentó robarla en el baño, o seguirla en secreto?
Puede que Matildè quisiera decirle algo más, sin darle la oportunidad para ello. Molesta, cogió su bandeja y la colocó dónde debía estar, evitando la mirada de su compañera mientras abandonaba el comedor. Encontraría paz y tranquilidad en su dormitorio, justo lo que necesitaba para reflexionar sobre su plan y sus estudios.
Y esta vez, la mirada de Emmanuel Lombardo no pudo seguirla tan lejos.
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