FlashBack N° 2: Regresa la Muerte que te Arrebata la Vida
Domingo, 28 de enero de 1873.
Periferia de la ciudad de Tours (Francia)
Piso Franco
Hubiera dado lo que sea por ver unas finas líneas de luz a través de sus ventanas cubiertas de rocío. Por desgracia, las nubes grises cubrían el cielo como si fueran el mantel sucio de una mesa vacía. Y esa semi-oscuridad, el tono grisáceo que dejaba su sombra por las calles del vasto pueblo francés; ese color tan triste y apagado hacía que se le nublara el propio alma.
Con un suspiro y la fuerza de mil demonios, Evelyn se sentó sobre su cama, apartando las sábanas medio dormida y poniéndose finalmente en pie. Su camisón le pedía un lavado a gritos, pero su rostro chillaba más fuerte. El agua fría le sentó como un buen chute de adrenalina, hasta que la toalla se llevó consigo esa sensación de frescura y vitalidad. Al mirarse en el espejo dio por perdida la batalla contra sus ojeras.
Durante un breve instante pensó en arreglarse un poco, hasta que rectificó: «¿Para quién iba a ponerse bonita?» Ya nadie se fijaba en su voluminosa silueta. Creyó firmar un contrato con Dios cuando en verdad firmó un pacto con Satanás. El bebé que se formaba en sus entrañas se negaba a salir de su vientre, y una madre soltera no estaba bien vista por aquellos tiempos.
Y si la gente supiera toda la verdad...
Esos pensamientos se alejaron en cuanto su cuerpo entró en contacto con el agua caliente. No podía ver los vapores del agua en medio de la oscuridad, pero eso le gustaba. Cerraba los ojos y se perdía en su mundo, en ese fantasioso en el cuál no hubiera destrozado su vida por un puñado de cariño. Era una sensación tan relajante que limpiaba hasta lo más profundo de su corazón.
Lo mejor era que al salir del baño nunca se daba cuenta de la cantidad de lágrimas que huyeron por el desagüe. Así era ahora su vida: una serie de minuciosas rutinas en solitario. Comprar el pan, limpiar el piso, lavar sus prendas,... Por lo menos los domingos no tenía que ir a barrer y atender clientes en la peluquería de la Sra. Cassandra. Cada vez que llegaba al establecimiento se le hacía imposible olvidar la prometedora carrera que abandonó por su bebé.
Era inútil alejar esos horribles pensamientos de su cabeza. Estaba segura de que jamás sería capaz de herir a su propio hijo, pero las escaleras pedían que fueran usadas como un tobogán, y ese cuchillo con el que deshuesaba el pescado quería enterrarse hondo en su barriga... Era tan duro. Sus cortes en los brazos lo demostraban. Y ese preciso día hubiera dado lo que sea por tener uno bien profundo en su muñeca.
Inocente de ella al abrir la puerta al desconocido que llamó sin cesar ¿Para qué existían las mirillas si con esa actitud cualquier día iba a dejar entrar a un asesino? De hecho pensó que en ese momento lo acababa de hacer. Sintió como su corazón dejaba de latir, como la sangre abandonaba su cerebro. Fue apenas unos segundos, pero esos segundos describían toda su vida.
—Andrè... —pronunció en apenas un susurro. Tenía tantas preguntas... y una preciosa boca que mantener cerrada.
Andrè la hizo a un lado y entró al piso. Su mueca de repugnancia al ver el estado tan deplorable en el que vivía casi le hizo sentir lástima por el bebé que luchaba por salir de ese cuerpo que le volvía tan frenético. Sólo con mirarla a los ojos ya sentía la necesidad de penetrarla violentamente, pegarla y humillarla hasta que sus lágrimas cayeran en su lengua. Ese sabor salado que tenía el dolor era lo que más amaba del mundo. Más que a su propia mujer.
–...¿Q-Qué haces aquí? —preguntó al final.
El hombre ni siquiera se dignó en darse la vuelta para responder. Para él era una puta, y una puta no se respeta. Todos saben para qué sirven, pero no había venido por eso. Aunque debía admitir que tenía ganas. Echaba de menos el sexo descontrolado y sus manos levemente manchadas de sangre. Echaba de menos ejercer ese poder, ese temor y control sobre ella.
—Dime qué ocurrió en tu trabajo aquella noche —sentenció. Evelyn tragó saliva al recordar el instante en que vio la vigorosa luz de la muerte y la frenética oscuridad de la vida. Qué contradicción—. Ya sabes, la noche antes de que te fueras.
Pareció escupir esas palabras del mismo modo que alguna vez la escupió a ella, hasta que Evelyn le escupió a él de su vida ¿Le dolió? Por supuesto que no. Una puta podría encontrarse en cualquier esquina de una noche doblemente calurosa. Y no existía mejor brújula que su miembro excitado. Todos sus sentidos buscando una misma presa ¡Más quisiera un perro de caza tener sus dotes!
—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡¿Cómo me has encontrado?! —Evelyn sólo sentía temor, pero tan natural era que las lágrimas se escaparan a su control que sus ojos comenzaron a humedecerse. No podía escapar. Sería muy peligroso hacerlo, al fin y al cabo, ya la había encontrado una vez. Y no es que se planteara la idea de enterrarle un cuchillo en su barriga. Suficientes problemas había tenido ya con la policía.
—He tardado en hacerlo, pero tengo mis contactos.
–¿Qué contactos?
—¡Respóndeme! —exclamó. Perdió los nervios, como la noche por la que preguntaba. Ese grito provocó un escalofrío en la espina dorsal de Evelyn, que hizo juego con las lágrimas que finalmente salieron de sus ojos. Cuando él las vio sintió el incontrolable deseo de lamerlas...
—No hice nada —respondió por fin—. Mi jefe tenía que irse pronto y quería ascenderme, nada más. Si me fui fue porque estaba harta de tus tratos: de que me insultaras, de que me humillaras, me escupieras y me pega... —no acabó la frase. El puño de Andrè la golpeó en la mandíbula con tanta fuerza que acabó en el suelo, hecha un ovillo. Y volvió a llorar.
—Veo que sigues manteniendo intactas tus dotes para mentir ¿¡ES QUE NO ERES CAPAZ DE VER QUE SÓLO ERES UNA PUTA!?
Y volvió a gritar. Y volvió a pegarla, esta vez una fuerte patada en su barriga, en el mismo sitio donde se desarrollaba el bebé. Y ella también volvió a gritar. Y volvió a llorar.
—Hicimos el amor —comentó en un susurro apenas audible. Cubría su cabeza con sus manos. Él creía que para protegerse, cuando la verdad era que lo hacía para que no pudiera examinar su rostro—. Quería un poco de cariño en mi vida, y creí que él me lo daría. Quería irme con él. Me lo prometió...
Su voz finalmente se quebró, abandonada al recuerdo de un breve tormento. Parecía que su plan había funcionado. Lo que había dicho era cierto y convincente, pero omitió la parte por la que seguramente él había venido. Pero sonó tan real. De hecho, sus lágrimas lo eran. Sus palabras también.
Con una mano por delante y la otra por detrás, sin dirigirla ni una última mirada ni un último adiós, Andrè cerró la puerta de un portazo y dejó a Evelyn tirada en el suelo. La joven escuchó sus pasos alejarse por el pasillo y por las escaleras, hasta desaparecer. Fue ese el momento en que se puso en pie. Su barriga la dolía horrores, pero podía mantenerse firme.
Corrió hasta el cuarto de baño y escupió la sangre que se acumuló en su boca. Junto con ella, salió desprendido un diente. Un diente que guardó llorando en el bolsillo de su camisón. Ya no se sentía segura, y si no le quedaba seguridad, ¿qué le quedaba? Su bebé. Ese bebé que tanto daño la había hecho.
No. Fue Andrè. Él la hirió. El bebé no tiene la culpa de nada ¿Y ella?
Daría cualquier cosa por partir el cristal que reflejaba su demacrado rostro con un puñetazo, y mientras la sangre se deslizaba por su mano rota, coger uno de los trozos y cortarse la venas, una a una. Pero tendría remordimientos. No moriría feliz, aunque moriría. Sonaba tan bien: morir. Morirse. Abandonar este mundo. Dejar a un lado la vida. Eran palabras tan dulces para ella.
¿Serían igual de dulces las primeras palabras de su bebé?
No tardaría mucho en saberlo. Al fin y al cabo, no tardó mucho en darse cuenta de que había roto aguas.
Para su sorpresa, no le dolió ¿Tan resistente al dolor se había vuelto ya? Debía encontrar rápido una solución viable, algo que hacer antes de dejarse llevar por el frenesí. Su mente se negaba a darle una respuesta satisfactoria y, mientras, su vagina seguía chorreante. Pronto vino el dolor. El dolor la hizo actuar. Igual que cuando estaba con Andrè.
Evelyn agarró la toalla a su lado y se la ató como si fuera un pañal. Sería suficiente para no manchar toda la casa. Con el corazón en un puño, abandonó el cuarto de baño con los pies empapados para dirigirse al que sería el futuro dormitorio del bebé. Encima de la cómoda, una cajita de madera se hallaba sutilmente tallada por lo que la vendedora aseguró que eran "expertos artesanos".
Pero no le importaba el diseño. Al abrir la caja, contempló con alegría que todavía seguía allí. La llave. Se alegró como si en verdad la hubieran robado alguna vez y estuviera ahora en sus manos. La guardó en el bolsillo sobrante de su camisón y cerró la cajita. Mejor prevenir que curar. Mejor llevar la pequeña llave consigo que recorrer todo Francia en busca de Andrè.
Esa llave tenía un significado especial.
Técnicamente, por ella había dado su vida. Había perdido todo lo que amaba por esa llave. Una llave que nunca supo qué es lo que abría, y ahora eso no importaba. Dando zancadas, se abalanzó sobre la puerta como si un pequeño demonio estuviera devorando sus entrañas. El dolor aumentaba de intensidad, sin poder hacer nada para evitarlo. Su vecina fue la primera en escuchar sus gritos.
Por los pasillos del edificio se escuchaban los llantos de una mujer, sus quejidos, y eso no gustaba a los propietarios. Evelyn intentó salir a la calle, pero en su estado no sería conveniente bajar las escaleras o podría asegurarse la muerte. Por eso tan sólo se tiró al suelo y se dedicó a alertar a sus vecinos, a la vez que contemplaba por una ventana como las gotas de lluvia resbalaban por su superficie.
Igual que el día en que comenzó su gestación.
Pocos fueron los que llegaron para ayudar al ver el escándalo que formó la joven. Del resto, poco podía recordar. Se desmayó, allí, en el rellano, rodeada de gente, sangre y otros líquidos; sucia, frenética, chillando de dolor. Toda una escena que no logró ver cuando por fin se dio por vencida. El dolor la consumió por completo.
Y al despertar, su bebé ya estaba llorando en sus brazos.
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