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Las calles de Londres se encontraban vacías, tan solitarias que podías escuchar a la perfección el caminar de las ratas. La noche era fría y una suave llovizna caía sobre el suelo de piedra. La silueta de un joven se paseaba por el lugar, dejando tras de sí el eco de sus caros zapatos. Vestía completamente de negro y cubría su cuerpo con una capa del mismo color, mientras los largos y ondulados mechones de su pelo negro bailaban a la par del viento. Sus manos eran cubiertas por unos guantes de tela, ocultando la pálida extremidad que resultaba ser mortal para el resto.
Su destino era una vieja casita de madera al final de la calle, donde una mujer estaba dando a luz a una niña de rojizos cabellos. El llanto de la menor llegó a sus oídos cuando pisó el interior del humilde hogar, siendo invisible para los ojos ajenos. Su mirada se centró en la cama cubierta de sangre, restos de placenta y otros líquidos; la matrona sonreía hacia la mujer mientras cubría a la criatura con una tela que la mantendría lejos del frío. La madre tomó a su hija en brazos y la pegó a su pecho con ternura.
Ahí llegaba su dilema, ¿se llevaría a la madre primero o sería la hija?
Las defensas de la mayor eran mucho más fuertes que las de la pequeña, sin embargo la bebé no poseía los desgarros que la mujer sí. La madre podría morir de infecciones por la falta de higiene y la niña podría morir por un simple resfriado. Ella sabía que ambas morirían, sin embargo debía llevarse a una primero.
Con pasos lentos se acercó a la cama, quitó uno de sus guantes y acercó su blanca mano hacia la bebé. El gélido y largo dedo se detuvo encima del corazón de la menor, el latido se fue ralentizando hasta que éste dejó de latir. El llanto del bebé no se escuchó más y pronto fue remplazado por los gritos desesperado de la madre.
El hombre salió de la casa con el alma de una pequeña humana entre sus brazos, la menor se movía inquieta pero ya no lloraba. Aquella silueta brillante que sostenía desapareció al cabo de unos minutos, dispersándose en el aire y dejándolo nuevamente solo.
No sentía pena, no sabía lo que era la empatía y no podía siquiera entender lo que significaba el dolor al perder a un ser querido, por lo que siguió sus quehaceres como si no hubiera ocurrido nada. De igual forma que estaba allí para tomar la vida de aquella menor, su entidad se materializaba en otras partes del mundo, tomando y guiando a las almas que debían desprenderse de su cuerpo mortal.
Era una rutina que llevaba realizando desde hacía millones de años, una rutina tan repetitiva y duradera que ya no se le hacía aburrida.
Un cuervo negro sobrevoló la ciudad en el momento que llegó al centro de ésta, defendió y dejó caer sobre él un pequeño pergamino bastante amarillento en sus manos antes de volver a desaparecer en el horizonte. Su inexpresivo rostro no cambió, era como si no conociera otra expresión, como si fuera una máscara rígida; El papel que le entregaron llevaba varios nombres escritos sobre él con letra muy fina y elegante, junto a los nombres se hallaba la hora exacta de la muerte.
Marie Anne Simons, 23:40
Jonathan Brussels, 23:41
Anton Smith, 23:41
Samantha Parker, 23:42
Chispas, perro de Anton Smith, 23:57
Carlisle Cullen, 00:00
Quedaban quince minutos para que el reloj marcara la hora exacta de la primera muerte y el lugar se encontraba en un asfixiante silencio. La tan conocida muerte esperó con calma, unos simples quince minutos no eran nada comparados a una eternidad de vida, si es que a aquello podría llamársele así. El ambiente no tardó mucho en cambiar, pronto la claridad del fuego en las antorchas la encandiló y se presentó frente a sus ojos una horda de ciudadanos dirigida por la pareja de un padre y un hijo, ambos rubios de ojos claros y con claras ganas de enfrentar a algo. En aquella acumulación de personas había desde los más ricos y bien conocidos habitantes hasta los más pobres y harapientos, pero todos iban centrados en destruir aquello que los había enfadado tanto.
La entidad se detuvo en la mitad de un puente en el que varias criaturas de ojos rojos y afilados colmillos esperaban con ansia a la horda de humanos que consideraban como su cena. Aquellos seres desalmados no notaron la joven y bella figura que se alzaba expectante en lo alto de la estructura para verlos morir. «Vampiros» pensó, «interesante».
El rubio hombre que poseía visibles arrugas en el rostro fue el primero que gritó:— ¡Salgan, salgan de ahí, insectos inmundos! ¡No hay escapatoria para ustedes!
Oh, pobre e iluso hombre.
Un grupo de no más de cinco vampiros emergió de las sombras dispuestos a atacar, aquello pronto se convirtió en un baño de sangre.
Marie Anne Simons era una joven burguesa de veinte años, viuda y que esperaba acabar con la existencia de aquellos monstruos que le arrebataron la vida a su difunto esposo; Jonathan Brussels era el hijo menor de uno de los pastores de la ciudad, acababa de cumplir quince años y seguía a su padre ciegamente a cualquier lugar que éste señalara. Anton Smith era un militar veterano que poca cordura poseía ya, pero que había desarrollado una obsesión por las criaturas sobrenaturales y seguía al señor Cullen allá donde fuera, su perro Chispas era una pobre y pequeña alma que estuvo en el lugar equivocado. Samantha Parker era lo que hoy en día de consideraría una cuarentona soltera, entrometida y sin vida propia, nadie la había llamado pero estaba ahí metida por algún motivo.
Y por último pero no menos importante, Carlisle Cullen, el recién proclamado pastor e hijo de uno de los pastores más importantes de la ciudad de Londres. El joven tendría unos veintitrés años, alto de cuerpo delgado pero musculoso, con un cabello rubio brillante y llamativo y un rostro que en definitiva era la envidia de muchos hombres, y probablemente de muchas mujeres también. Era una belleza escultural.
La muerte fue pasando su blanca mano por los corazones de cada persona: un cuello roto, una estaca en la garganta, una piedra en el cráneo y bastantes cosas más eran lo que los había llevado a la muerte. Más cuando se giró a buscar al joven humano situado último en la lista, éste había desaparecido. Sus claros ojos miraron al cielo con burla, correr no servía de nada. Comenzó a caminar, dejando atrás un revuelo que ya no provocaría más muertes aquella noche, algo que le sorprendía ya que hubiera esperado más trabajo cuando algo así se formaba.
Escondido entre montones de ropa vieja y comida podrida, el rubio se ocultaba en el sótano de una vieja casa mientras ahogaba sus gritos de dolor y centraba su atención en otra cosa que no fuera el ardor que sentía en sus brazos. Aquella mordida lo estaba matando poco a poco, le estaba provocando una fiebre inmensa que pronto haría que se desmayara, su corazón latía a gran velocidad golpeando con fuerza en sus oídos.
Pum, pum, pum.
Carlisle sabía que moriría, y más consciente era que si salía de allí sería convertido en una de esas cosas.
La silueta masculina lo observaba estando de pie junto a él, viéndolo revolcarse entre la mugre aún sin soltar siquiera un quejido que mostrara indicios de dolor, dolor que se podía ver con claridad en su rostro. Con un suspiro y manteniendo su tan usual gesto, los guantes volvieron a ser retirados de sus manos y se acercó al descontrolado corazón del humano. La frialdad llegó al rubio y pronto dejó de moverse.
La muerte se enderezó sin quitar la vista del cuerpo sin vida frente a ella, ningún alma ni figura brillante se presentó frente a ella, no era la primera vez que le pasaba pero, por alguna razón, sintió que no era del todo justo. Odiaba realizar aquel trabajo cuando tenía relación con aquellos inmortales.
No hubo ningún alma para ser recibida por ella porque el monstruo en el que Carlisle Cullen se había convertido, la había consumido.
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