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Durante los siguientes dos días, el acto de regresarle su tesoro perdido al soldado se mantuvo presente como un chiste interno. Yo lo cargaba conmigo a todas partes, desde las pruebas de sonido hasta la cafetería donde íbamos a almorzar, y fingía amenazar a Martin con él cada vez que tocaba el acorde equivocado o decía alguna tontería. Al cruzarnos con reclutas, Lucas me sugería, en tono de broma, que les preguntara si conocían al dueño de la navaja, haciéndonos reír. No obstante, mi deseo de devolverla era más genuino de lo que cualquiera de ellos alcanzaba a imaginar. Caminando por las calles de Milstead, lo buscaba inconscientemente, y durante los últimos conciertos que daríamos allí, mis ojos volaban por el local hasta memorizar cada rostro en la multitud. El cocinero nunca apareció.
Estaba preparado para aceptar su pérdida. No sería la primera persona con la que compartiera tan solo una noche, así que poco debería afectarme. Entonces, la mañana antes de que partiéramos hacia San Francisco, bajo excusas que ya no recuerdo, recorrí toda la avenida principal y la reconocí. Minivestido a cuadros escoceses sobre una blusa y unas pantimedias rojas a juego, zapatos casi colegiales, la melena anaranjada y lisa lloviéndole sobre los hombros. Allí, contemplando la vidriera de una pastelería con añoranza mientras una mano le cubría el estómago, estaba la chica que acudió al recital con el grupo de cadetes, días atrás.
No pude ni terminar de acercarme a ella cuando se dio la vuelta hacia mí, ansiosa, la sonrisa rectangular y blanca a punto de estallarle.
—Disculpa, ¿te asusté? —dije amablemente.
—¡No, no, para nada! —exclamó deprisa. Tanto su voz como sus formas me resultaron familiares—. Lo siento si te estaba mirando. Es solo que... Tú estás en esa banda, ¿no? Eres Dr. Strangelove.
—En realidad, ese es el nombre la banda. Yo me llamo...
—Fui a verlos hace un par de noches. En el bar junto a la estación de servicio, ¿sabes? Bueno, no es como si tuviéramos más. Fui con mi primo Eric y sus compañeros del ejército. Estábamos muy atrás, es probable que no me notaras...
Lo comentó con tristeza, esperando consuelo, pero yo solo podía pensar en su estatura por encima del promedio femenino, su nariz alargada y el marrón de sus ojos. Solo podía pensar en... ¿Eric?
—Oh, claro que te noté —la tranquilicé con torpeza. La cara se le iluminó.
—¿En serio?
—¡Sí! —Estabas sentada a su lado...
Rio nerviosa, acomodándose un mechón de pelo por dentro de la boina y bajando la cabeza, mas de inmediato se arrepintió. El modo en que se ajustó la pañoleta que le envolvía el cuello me dio una pista de a qué se debía.
—Me llamo Nadine.
Eric, Eric, Eric...
—Soy Finn.
Nos estrechamos las manos. A los dos nos sudaban, aunque por motivos distintos. Llevaba tan solo ocho horas sobrio y se sentían como ocho meses.
Se produjo un breve silencio durante el que me palpé la navaja suiza dentro del morral. Debía mostrársela, confirmar que era su primo a quien pertenecía, entregársela para que ella se la hiciera llegar más adelante. El destino me regalaba la oportunidad de zanjar el tema para siempre, olvidarme por completo del asunto y seguir con mi vida.
—Oye, sonará un poco extraño, pero... —empezó Nadine—. Habrá una fiesta en mi casa esta noche. Es una casa muy grande, ¿eh? Parece una de esas casas de fraternidad. Y... Bueno, ¿quizás te gustaría venir?
Se me escapó una sonrisa.
—¿No se enojarán tus padres?
—¡Qué va, si están muertos! —Se cubrió la boca, horrorizada por su propia indolencia—. A ver, no es que me emocione que estén muertos ni nada. Es solo que me quedé con la casa y nadie me controla... Además tengo veintinueve años, ¿sabes? Aunque no los aparente. Que ya estoy bastante grandecita y...
Lo medité un momento. Esta aparentaba ser la ocasión perfecta para cumplir con mi misión imaginaria... para encontrarme con él una vez más. A pesar de ello, persistían algunas dudas.
—¿Y qué hay de tus invitados? No quiero problemas con el ejército, ¿eh?
—Por eso no te preocupes, a muchos les encanta tu música. Y si es mi primo el que te da miedo, descuida; no mataría ni a una mosca. Es él quien tiene problemas con sus compañeros, más que cualquier otra persona.
Asentí. Si la mención del modo en que los demás lo trataban logró irritarme, lo oculté como un profesional.
—Entonces, ¿vienes?
Volví a palpar la navaja a través de la tela de mi bolso.
—Ahí estaré.
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Lucas y Martin por poco se descostillan al enterarse de que planeaba ir a la fiesta de una niña bien. Pepper y Aaron me recomendaron ser cauteloso («recuerda que mañana al mediodía debemos estar en el autobús y ni se te ocurra llevar una sola pastilla a ese lugar», me advirtió muy seria la bajista). Les presté la mínima atención a los cuatro y, a eso de las diez de la noche, me presenté en casa de Nadine, una enorme vivienda suburbana de dos pisos, en cuyo jardín ya se congregaban quienes debían ser todos los jóvenes del pueblo.
La anfitriona me recibió con un abrazo (supongo que ya habría coqueteado con las bebidas) y me guio hacia la gigantesca sala de estar. Pese a la escasa luz y la música a todo volumen (una canción pop que no había oído jamás), mi asistencia no pasó desapercibida. A final de cuentas, era un hippie de cabello largo y barbudo, enfundado en un abrigo de piel y con cadenas y amuletos colgando de mis pantalones de mezclilla, entre pueblerinos fanáticos de los Monkees. ¿Cómo podrían ignorarme?
Algunos me identificaron como el tecladista de Dr. Strangelove..., acercándose para pedirme autógrafos. Una rubia pretendía que usara su pintalabios para firmarle el escote y Nadine la ahuyentó mencionando una anécdota vergonzosa de la niñez que la hizo romper en llanto. Luego me tomó del brazo y comenzó a presentarme gente, recordándome una y otra vez que no tenía motivos para estar nervioso, a pesar de que la nerviosa parecía ser ella. La obedecí sin ganas, anhelando que se distrajera con cualquier otra cosa.
Solo cuando dos borrachos empezaron a jugar a los pases con la urna de su madre me liberó. Justo a tiempo para que me detuviera a servirme un desarmador y los divisara a través de las puertas francesas que daban al patio trasero. Allí, en el bordillo de la piscina, cinco soldados balanceando a una figura larguirucha por los aires, preparándose para arrojarlo al agua sin importar sus súplicas.
Era él.
Eric.
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