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Nuestras respuestas fueron instintivas, inmediatas. Pepper soltó un tímido «¡oh!», Lucas escondió el porro detrás de la espalda (casi quemando la alfombra persa que adornaba el interior abierto de la furgoneta), Aaron entró en pánico y Martin y yo empezamos a descojonarnos, propinándole golpecitos al suelo y sujetándonos los estómagos para evitar que se nos escurrieran por la boca.

—¿De qué hablas? —reclamó Aaron, demasiado nervioso para alguien que se consideraba un anarquista—. Aquí no hay...

Para su disgusto y el mío (no se me escapaba que aquel chico era un miembro del ejército y podría meternos en problemas que prefería ahorrarme), Martin iba tan colocado que le arrebató el porro al otro guitarrista y se lo extendió al recién llegado como si de un amigo de la infancia se tratase.

—¡Venga, sírvete! —se rio—. Se ve que te hace falta.

—¿Qué coño estás hacien-...? —Intentó increparlo Pepper, de cuyo hombro hacía mucho que yo había retirado la cabeza.

El chico lo aceptó con dedos vacilantes, sosteniéndolo de la manera más distante y cuidadosa posible, con el brazo alargado. A pesar de su insistencia en que podía hacerlo, Lucas utilizó mímica para enseñarle cómo se fumaba. Mientras seguía las instrucciones y se deshacía en carraspeos, los demás comenzamos a confiar en él. No se veía mucho más joven que nosotros, pero resultaba evidente que no tenía la menor idea de en dónde (ni qué) se metía.

—Gracias, hombre —tosió, regresándole el cigarro a Martin, quien no paraba de sonreír—. Está rico... ¿Se me han enrojecido los ojos? —consultó sin dejar pasar más de un segundo, sucumbiendo ante el terror que de seguro le provocaba haber hecho aquello.

—Un poquito. —Guiñó Martin.

—Quédate con nosotros hasta que se te pase —le invitó Pepper, creando un hueco entre su cuerpo y el mío—. A menos que te regañen en casa.

—¡Qué va, si ya tengo veinticuatro años...! Casi.

Y así se acomodó en el medio, las piernas demasiado largas flexionándose incómodamente para replicar nuestra postura. Lo observé por un minuto; la nariz prolongada, el lunar donde la mandíbula daba paso al cuello, los hombros indecisos entre alzarse en actitud defensiva o relajarse con fingida despreocupación. Llevaba el pelo tan corto como demandaba el ejército, pero los primeros jirones castaños no tardarían en rebelarse. Mencionó que solía estudiar Ciencias Económicas y traté de imaginármelo en la universidad, con los rizos medianamente salidos de control. A juzgar por las primeras palabras que me dirigió en toda la noche, diría que él también lo imaginaba con frecuencia.

—¿No te da calor? —Su rostro se debatía entre ponerse serio o sonreír—. Es que parece caluroso. En especial en verano.

Me reí del absurdo comentario (típico de un colocado primerizo) y meneé la cabellera de lado a lado, cosa que corría el riesgo de generarle una crisis existencial. Quise ser todavía más cruel y me incliné hacia él.

—Para nada, está súper fresco. Tócalo.

Lucas carraspeó, aunque no quedó claro si el efecto provenía del porro o de mis insinuaciones a un completo desconocido que, para lo que sabíamos, bien podía no ser tan agradable. El soldado levantó la mano, como quien se prepara para acariciar a una fiera capaz de arrancársela, y al final optó por abstenerse, rascándose el lunar del mentón para disimular.

—Ya fumé demasiado —sentenció, risueño—. Siempre me pasa. Cuando fumo. Que fumo demasiado.

Nunca me topé con alguien que utilizara esa cantidad de signos de puntuación al hablar. El resto intercambiamos miradas divertidas. El fugitivo del cuartel empezaba a gustarnos y eso significaba que Martin ya no se callaría una sola inquietud.

—¿Y cuándo te vas?

El clima se ensombreció de repente. Nadie llamaría aquello una pregunta indiscreta. La verdad es que era una pregunta bastante normal para plantearle a un miembro del servicio militar. Sin embargo, por la forma en que nos volvimos hacia nuestro guitarrista, cualquiera asumiría que lo había cuestionado sobre su implicación en un delito. De cierto modo, así se sentía. Era un delito irrumpir en una velada tan disfrutable sacando el tema de Vietnam. Afortunadamente, el interrogado se lo tomó mejor.

—En un mes exacto. Ya terminamos el entrenamiento y estamos de licencia hasta dentro de un mes.

—¿Hace cuánto te llamaron? —Se intrigó Pepper.

—A ver, habrán sido ocho semanas de preparación básica y luego unas cuatro de específica... Oh, pero no salí en ningún sorteo, ¿eh? Yo me enlisté por mi cuenta.

Esto nos sorprendió. No traía las pintas de un tipo que fantaseara con ponerse detrás del volante de un helicóptero o recorrer la jungla en busca de enemigos. A ninguno se le pasó por la mente la idea de que su alistamiento fuese voluntario. Y Aaron, en particular, batalló bastante para ocultar el rechazo que le despertaba recibir a un cómplice de la guerra en nuestro territorio. Los demás, más allá del asombro inicial, permanecimos neutrales.

—Un auténtico americano —bromeó Martin.

—Por favor, solo soy el cocinero —se rio el chico—. Pero no es tan fácil como suena, ¿eh?

—¿Y por qué lo hiciste? —Quiso saber Lucas—. Bueno, que no es algo que mucha gente haría, ¿no? ¿Te emociona luchar por América?

—Eso es discutible... —Aaron habló entredientes.

El chef de la libertad se removió, cohibido. Pepper y yo entrecerramos los párpados hacia los otros músicos, sintiéndonos súbitamente protectores sobre él, queriendo gritarles que dejasen de increpar a una persona que llevábamos veinte minutos conociendo. A modo de disculpa, Lucas le obsequió una calada con la que se permitió más calma, expulsando el humo despacio.

—Mi madre no cree que pueda hacerlo —confesó por fin—. No cree que pueda hacer nada. Su hermano estuvo en Pearl Harbor, mi abuelo peleó en la Primera Guerra Mundial, pero yo... Yo debo ser un inútil, ¿no? —Soltó una risilla irónica que pronto se fundió en más tos violenta—. ¡Y una mierda! Pasé cada puto examen, me sobra aptitud física y... ¡Que no es sencillo ser cocinero! No en una base militar en el medio de la selva. Hay que alimentar a cientos de compañeros, las raciones deben ser precisas. No...

Comenzó a hiperventilarse y volví a asumir mi impuesto rol como líder de la banda para dar las órdenes. Lucas le quitó el porro con delicadeza; Martin se lo usurpó a él. Pepper fue a buscar unos cojines escondidos entre la basura de la furgoneta y yo lo insté a recostarse, sus pupilas fijas en las mías, a punto de estallar y tan negras como la misma noche.

—Tranquilo, tranquilo... —le repetía. Había lidiado con ataques de ansiedad en la secundaria y sabía cómo gestionarlos—. Estás bien.

Me sujetó las manos. No se lo impedí. Apretaba con la fuerza suficiente para asfixiar a alguien. El anillo de graduación que aún portaba se me enterraba en los dedos. Pepper lo abanicó con un mapa desactualizado de Arizona que debía llevar en esa guantera más de lo que el vehículo llevaba existiendo. No mucho después, se quedó dormido.

Seguimos lo mejor que pudimos, tomando en cuenta que un futuro combatiente yacía desmayado entre nosotros. Al cabo de un rato, concluimos que era hora de despedirnos, mas él no daba señales de vida más allá de la respiración pausada de su sueño.

—Ey, que no reacciona... —señalé yo, aún sentado junto a su cuerpo—. ¿Habrá que mandarlo a casa?

—No —decretó Aaron, de mala gana.

—Ni siquiera sabemos dónde vive —dijo Pepper, un poco más razonable—. ¿Lo despertamos?

—Tuvo su primer mal viaje —la corrigió Martin, el tono y la sonrisa llenos de dulzura (se ponía cariñoso con ella cuando fumaba)—. Déjalo dormir.

Lucas frunció el ceño.

—¿Solo? ¿En mi furgoneta?

—Nadie te la va a robar.

—Necesito irme a la cama...

—De acuerdo, basta —intervine antes de suspirar—. Me quedaré hasta que se despierte.

Para ser un grupo tan conflictivo, ninguno se opuso a que me sacrificara por el equipo. Ni siquiera Lucas, preocupado como estaba por su cafetera. La única diferencia con la reacción de los demás fue palmearme el hombro y advertirme que más me valía cuidarla. Y así partieron de regreso al hotel.

Si bien lo mantuve en secreto, yo también me encontraba agotado. De modo que, apenas se fueron, me tumbé en el único espacio donde podía estirar las piernas (y, aun así, mis pies colgaban fuera de la camioneta), justo al lado del intruso. Me estremeció pensar en cómo, a pesar de siempre haber sido consciente de mi atracción hacia los hombres, jamás había estado así con uno. No de esta manera. Siempre mamadas con prisa, en baños públicos o estacionamientos solitarios. Siempre con la amenaza de un puñetazo cosquilleándome en un pómulo que solo conocía los besos femeninos.

Igual que si lo hubiera invocado con el pensamiento, el muchacho empezó a despertar. Lamenté que sucediera; que no me permitiera unos segundos más de aquella gloriosa y nueva naturalidad. Nunca me llamó la atención eso de descansar y amanecer con alguien. Era la idea de que se me negara lo que generaba aquel deseo en mí.

—¿Qué pasó? —susurró.

Me reí suavemente.

—Tuviste... un muy mal viaje.

—Oh, no...

A través del cansancio, se intuía humor en sus palabras. Lo noté relajado y en confianza; una imagen que me hubiese encantado ver más a menudo. Los dos hablábamos bajo, pese a estar solos. Hay cosas que no eres capaz de gritar aunque seas el último humano sobre la Tierra.

—Supongo que no más Mary Jane para ti —bromeé.

La risotada desproporcionada que graznó me hizo desternillar a mí también.

—¡Qué va! Ni siquiera me gustan las chicas...

Yo estaba a punto de arrojar otro chiste, cuando descubrí la expresión atemorizada en su rostro, antes incluso de comprender lo dicho. Reconociendo que aquello no pasó desapercibido, intentó disimular.

—Es que a quién le gustan, ¿no? ¡Pff! Son insoportables.

—Pues a mí me gustan bastante las chicas.

—Ya...

—Pero no son lo único que me gusta.

—Ya...

—¿A ti qué te gusta?

—Eh, no sé. Los coches, los Beatles, Hechizada...

—Te voy a besar.

—Ya...

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