17

Nada me entusiasmaba tanto como recorrer Nueva York con Eric. Era la ciudad donde nací y llevaba años sin pisarla, por lo que volver con alguien cuya presencia disfrutaba y poder enseñársela me traía en un estado de euforia que la coca y el café de la mañana no hicieron más que acentuar. Lo guiaba por las calles a la velocidad de un niño que comió demasiada azúcar, apuntando tanto a lugares de interés como pequeños restaurantes donde solíamos almorzar o tugurios donde tocábamos en nuestros comienzos.

Al ser un muchacho de pueblo, Eric estaba en parte feliz y en parte aterrorizado. Aún no se habituaba a ver tanta gente y, desde luego, la afluencia humana de Nueva York era mucho más grande que la de todos los demás sitios que visitamos. Para la noche, estaba tan agotado y un perro caliente callejero le había caído tan mal, que se excusó del último concierto antes de Woodstock.

—Quiero estar mejor para entonces —dijo—. Necesito descansar.

Era jueves. El viernes partíamos hacia el festival y el sábado por la tarde nos presentábamos. Después, la gira terminaría y también la travesía de Eric junto a nosotros. Pasaríamos dos años sin vernos, en caso de que sobreviviera, y por primera vez fui consciente de que de verdad ansiaba que cumpliera su promesa de convertirse en invitado permanente. Conseguiríamos otro baterista, me juré a mí mismo. Martin y Pepper amaban demasiado la música para dejar que sus problemas personales se interpusieran.

Estaríamos bien.

-o-o-o-

Oficialmente habíamos vuelto a ser Dr. Strangelove... El recital fue legendario. Críticos que nos destrozaron tras el fiasco de Chicago, no se cansaban de remarcar lo increíble de este, que comparaban tanto con estar teniendo una conversación íntima con amigos a los que aprecias como con vivir una experiencia religiosa.

Drogas o no, el público vitoreaba cada cosa que hacíamos sobre ese escenario. Las uñas largas de Pepper rascaban el bajo con precisión. La furia de Aaron se transpiraba en cada compás. Lucas se movía por todas partes, desatando histeria en la audiencia femenina. Martin se cortó un dedo accidentalmente en medio de la inspiración de un solo y continuó como si nada (un médico confirmó que se recuperaría antes del sábado), mientras la sangre se deslizaba por su brazo.

Y yo... Yo era Finn Langston. El de siempre.

Tal fue la conexión que nos sobrevino durante esas tres horas, que abandonamos el recinto extáticos, como cuando éramos adolescentes. Tuve la sensación de que ya ni siquiera Aaron albergaba deseos de marcharse, que estábamos predestinados por algo más fuerte que nosotros. El rock nos había consagrado como familia y ninguno se consideraba con el derecho a rechazarlo.

Nos emborrachamos como en los viejos tiempos. Pepper y Martin se rieron como en los viejos tiempos, aunque ella rehusaba todos sus esfuerzos por acercarse más. Lucas se burlaba de los ideales políticos de Aaron y el baterista lo ridiculizaba de igual manera, pero la complicidad entre ellos no admitía lugar a dudas: lo decían desde el afecto, como un par de hermanos.

Mientras tanto, yo no paraba de pensar en Eric. Añoraba tanto aquellas ocasiones en que nos acompañaba a cenar después de los espectáculos. Anhelé que lo hubiera hecho más seguido. En cuatro días retornaría a Milstead, lo trasladarían al aeropuerto y partiría hacia otro continente del que podría no volver. Me arrepentí de drogarme con Sloane, de ponerme al día con Alondra, de todo lo que nos alejó sin necesidad alguna. ¿Cómo podríamos haberle robado al reloj más horas de charlas y orgasmos? ¿Cuántos desayunos, cuántos baños, cuántos paseos cabían en menos de un mes?

Al momento de regresar al hotel, noté que se me levantaba un peso de encima. Más que los aplausos y el alcohol, saboreaba esa cotidianeidad de tener a alguien esperándome, a pesar de que lo más probable era que esta fuese la última vez. Y cuando entré a la habitación y Eric estaba sentado a los pies de una de las camas, mirándome fijamente y con un trozo de papel entre las manos, creció en mí la certeza de que así sería.

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