11
Las Vegas nos recibió dormida, como cabría esperar a las diez y media de la mañana. Ninguna señal de neón enriqueciendo el paisaje desértico, los hoteles y casinos alzándose como bestias metálicas sobre el tono anaranjado del panorama. Un imitador de Elvis sostenía un cartel que promocionaba bodas exprés y Martin y Pepper bromearon sobre ponerlo todo por escrito, pero en algún punto la cosa debió ponerse demasiado seria, porque para la hora de la comida estaban aplicándose la ley del hielo nuevamente.
Eric descansó durante todo el viaje y, al detenerse el autobús, reafirmó sus planes de ocupar cuartos separados. No importaba cuánto insistiera en que nadie pensaría mal de que compartiéramos, que Aaron y yo lo habíamos hecho una infinidad de veces en nuestros comienzos sin levantar sospechas (y vamos, sin que nada pasara. No nos soportábamos). Aun así, él seguía reacio. Ambos sabíamos que aquello iba más allá de cómo pudieran juzgarnos; nuestro peor juez siempre sería él mismo.
Lucas nos insistió para que fuéramos a apostar un rato, cosa que Aaron descartó enseguida, alegando que era irresponsable confiarnos pasta. En retrospectiva, tenía razón. El propio Lucas perdió hasta el último centavo a su nombre en una tragaperras y, de no haber estado en la cima de nuestra carrera por aquel entonces, se habría endeudado de por vida. Al parecer, una cigarrera se interesó en él y para cuando se dio cuenta de que lo único que le interesaba era inducirlo a perderlo todo, fue demasiado tarde. Nos burlamos de eso por el resto de la gira.
Eric continuaba maravillándose por todo cuanto veía. Me constaba que jamás había salido de su pueblucho y que, por lo tanto, resultaba lógico que cada mínimo detalle de la meca del entretenimiento le llamara la atención. Sin embargo, cada reacción suya me provocaba la misma ternura que la anterior.
Observaba a los hombres ganar sumas millonarias, abrazar a sus mujeres y darlas vueltas por los aires mientras celebraban, y anhelaba imitarlos; festejar la recién descubierta libertad de Eric como disfrutaría de amasar una fortuna. Las parejas salían de las capillas de alta rotación, ya fuera borrachas o con criaturas notoriamente en camino o ambas, y me envolvía un sentimiento extraño. Ese nunca podría ser yo: con esas estúpidas camisetas estampadas que simulan ser un smoking, cargando a una novia con el vestido blanco más barato que una princesa pudiera costear, besándole la comisura de los labios mal pintados. No quería ser yo... ¿verdad?
—¿En qué piensas? —preguntó Eric, sentándose a mi lado en el autobús. Es gracioso, apenas nos dirigimos la palabra a lo largo de nuestra travesía. Parecía más interesado en todos mis compañeros, antes que en mí.
Me giré a él con una sonrisa tonta (denle a eso el significado que quieran).
—En que será mejor que me afeite la barba y convenza a Pepper de que me preste ropa, porque no puedo irme de Las Vegas sin casarme contigo.
Tres meses de entrenamiento militar salieron a la luz en ese puñetazo juguetón que por poco nos fuerza a buscar un nuevo tecladista.
-o-o-o-
Otro concierto exitoso, esta vez al aire libre (serviría de preparación para Woodstock, sostenía nuestro representante). Hacía tanto viento que cada dos por tres el pelo nos pegaba alguna cachetada y, salvo Lucas (que lo lucía más al ras), todos los hombres de la banda lo llevábamos de los hombros hacia abajo. Irónicamente, a pesar de ser mujer, Pepper fue quien mejor la pasó, gracias a su shag corto a la Patti Smith. Salvando estos inconvenientes, bajamos del escenario del festival con una irresistible sensación de haber hecho un gran trabajo, absorbidos por esa típica adrenalina que invitaba a meter sustancias en el cuerpo.
Tras bambalinas, advertí que Eric se aproximaba, emocionadísimo como siempre. No obstante, parecía tener ganas de charlar con todos menos conmigo. ¿Andaría ofendido por algo? Antes que rebanarme los sesos dándole vueltas al asunto, preferí desaparecer de la vista pública (existía poca separación entre los asistentes al recital y los artistas) y hacer lo que hacía mejor, fuera de la música...
—¡¿Estás sordo o qué?! —escupió una voz más allá de la valla de seguridad. Si bien no la reconocía, su tono se me antojaba familiar—. ¿Ya no saludas?
Sonreí al ubicarla y, cuando me giré hacia ella, cualquier sospecha se disipó. La había olvidado casi por completo, por culpa de los años transcurridos y también porque estuve demasiado enfrascado en otras ideas. Pero al hallarla de pie allí, tratando de que los guardias le permitieran acercarse, toda la calidez de toparme con una vieja amiga se cernió sobre mí.
—Nos vemos al rato —les avisé a mis compañeros. Ahora Eric sí que me prestaba atención.
Troté hasta ella y sus brazos delgados y cubiertos de brazaletes me rodearon el cuello, el labial de un rojo casi anaranjado estampándose en mi mejilla. Nos alejamos para determinar cuánto habíamos cambiado; ella más que yo.
—Sigues defendiendo esos pantalones de mezclilla, ¿eh? —se burló.
—Sabes cómo soy...
—Tienes tanta suerte de ser tan guapo. —Me apretó las mejillas con sus uñas de harpía hasta que mis labios saltaron y depositó un rápido y sonoro beso sobre ellos.
—¿Y qué me dices de ti? Estás increíble. ¿Cuál es tu secreto?
—Bombón, no hay nada en este cuerpo que no haya venido en una caja.
Dio una vuelta que haría retirarse a cualquier modelo profesional, mostrando su figura esbelta, entubada en un vestido de tela morada y brillante que aún no se ponía de moda. Los rizos abundantes, de un tono imposible entre el castaño, el rojo y el oro, le bañaban las clavículas donde, pese a la piel oscura, destacaban un centenar de pecas. De todo aquello, solo el culo parecía haber «venido en una caja» (como aseveraba ella) y, si no hubiese contado con referencias de su físico anterior, lo habría tomado por natural.
—Pues creo que te las apañas bastante bien.
—No tienes idea. —Me guiñó el ojo—. Yo diría que esto se merece al menos un trago, ¿estás de acuerdo?
Fingí ofenderme.
—Ahí va...
—Oye, que esta vez te invito. Me va mejor de lo que imaginas.
—Entonces más te vale llevarme a un sitio decente.
-o-o-o-
Conocí a Alondra en nuestro primer viaje como grupo a Las Vegas, cuando apenas iniciábamos y nadie había oído hablar de Dr. Strangelove & The Red Telephone. Recién llegada de Puerto Rico con un hombre que no dudó en borrarse del mapa cuanto antes, se manejaba fatal con el inglés y ningún miembro de la banda salvo Lucas dominaba su idioma, así que fue difícil entendernos. Por aquel entonces, sin documentación que la avalara y mucho menos que se correspondiera con su identidad, simulaba ser una drag queen en bares a los que siempre allanaba la policía. Sobre el escenario, era un ángel envuelto en un halo de tul y plumas, moviendo sus labios ya carnosos antes de las inyecciones en sincronía con las letras de Etta James. En su vida cotidiana, una criatura triste, de párpados caídos y cabello corto, escondida en la ropa que el mundo la obligaba a usar.
Acudí a su bar en busca de un amante como el amante que ella aparentaba ser y terminamos besándonos en el callejón detrás del club. La tenía acorralada contra la pared de ladrillos, mitad hombre-mitad mujer y le pregunté su nombre.
—Alondra, muñeco —me sonrió burlona—. Está en el programa.
—Tu nombre de verdad —respondí, asumiendo que me tomaba el pelo.
Toda ella se ensombreció de repente.
—Debo confesarte algo. No soy un chico.
Recuerdo haber pensado que se refería a su equipamiento y, al oír eso, me reí.
—A mí me da igual. Mi madre me enseñó que hay que comer de todo.
Me preparé para seguir marcándole el cuello y volvió a detenerme, ahora empujándome con cierta intención. En sus pupilas adiviné una súplica indescifrable.
Apenas había leído sobre personas transgénero en revistas morbosas, descripciones médicas y los libros políticos aburridísimos que poblaban las estanterías de la casa paterna. Por ridículo que suene y más allá de cuánto se ha avanzado en materia de derechos, me atrevería a argumentar que antes nos indignábamos menos. Cuando era niño, leí un artículo sobre una veterana y su transición a modelo pin-up, y el consenso general era «bien por ella; ha quedado preciosa.» Hoy en día, las masas están más preocupadas por especular sobre los genitales de las estrellas, basándose en sus mandíbulas, sus hombros y qué tanto sobresalen sus huesos púbicos.
Con todo, Alondra no era una rubia en una página desplegable de Playboy, mucho menos una heroína de guerra. Era una inmigrante ilegal negra, a la que le faltaba aprender inglés más allá de lo básico y que navegaba una ciudad ajena con sus pechos recién nacidos asomándose bajo una camiseta sin mangas. Lo único con lo que contaba era su sueño de convertirse en showgirl, liderando un espectáculo muy por encima de lo que el destino concedía a mujeres como ella.
La noche de nuestro último paso por Las Vegas, mientras compartíamos un par de pintas, me estalló el corazón de alegría al descubrir que lo había logrado. Un tiempo atrás, un sujeto con un puesto importante en un teatro de cabaret se prendó de ella. No solo le dio empleo como la principal atracción, sino que también la ayudó a regularizar su situación legal, tanto respecto a nacionalizarse como el nombre y sexo que figuraban en los documentos. Y su acto resultó tan popular que le permitió reemplazar las hormonas de dudosa procedencia por tratamientos más confiables, creando la imagen de la todavía más hermosa mujer sentada ante mí. Además de pagar la cuenta.
Al terminar nuestra reunión, subimos a su coche, un Mercedes negro majestuoso, donde Aretha Franklin sonaba a todo volumen (en otra época, también habría versionado canciones de ella). Contemplándola mientras discutía en su inconfundible acento con otros conductores, no pude sino reír.
—¿Te divierte que los borrachos campen a sus anchas y manejen en esta puta ciudad? —me gruñó.
—No. Solo pensaba en que nuestra última visita, te acompañaba a casa cada vez que salíamos, por miedo a que te ocurriera algo.
—Dios mío, es cierto. ¿Y cómo creías que sobrevivía todos los otros días del año, cuando tú no estabas?
—No lo sé. Pero mírate ahora. Eres tú quien me lleva al hotel en tu Mercedes.
—Yo no me emocionaría tanto. También voy borracha.
Y pisó el acelerador a fondo.
-o-o-o-
Solo iba a mostrarle mi habitación, aunque ella no lo supiera. ¿Cómo podría explicarle que no sentía deseos de hacer lo que antes hacíamos tan a menudo? ¿Qué era exactamente lo que me frenaba? En San Francisco, Sloane Baker también había expresado (en su estilo) apertura a cualquier actividad que se me ocurriera, y vaya que le habría tomado la palabra tan solo dos semanas atrás.
Por suerte, aún no requería ninguna aclaración. Recorriendo el pasillo del hotel, Alondra me contaba más sobre su nueva vida. La operación definitiva fue el último regalo que su novio le dio antes de morir de sobredosis (sufría de dolores crónicos y se había vuelto adicto a la morfina). Si el fallecimiento del amante la afectaba, no se enfocó demasiado en ello, y tampoco la juzgaría. Bastante tuvo que batallar durante treinta años para transformarse en la chica que caminaba a mi lado.
—¿Y todo está en orden? —quise saber, entre curioso y socarrón.
—Aún no la he estrenado.
Llegamos a mi puerta y se quedó esperando, con esa mirada expectante y esa sonrisilla de autosuficiencia. Nunca había estado más hermosa, incluso bajo las luces amarillentas en el techo del corredor. Seguía cuestionándome cómo proceder. ¿De verdad iba a desperdiciar esta oportunidad? ¿De verdad iba a rechazar reconectar con alguien con quien alguna vez compartí tanto entendimiento?
Las finas cejas de Alondra se levantaron de modo casi imperceptible y su gesto ya amable se suavizó todavía más.
—Fue un gusto volver a verte —dijo, dándome un beso en la mejilla para enseguida marcharse.
Al voltearme, encontré a Eric en el cruce de pasillos.
—B-buenas noches —soltó y se dispuso a retirarse por donde había venido.
Sin pensarlo, sin siquiera importarme que los demás huéspedes nos oyesen, corrí detrás.
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