5. Nunca pedí ser salvada.

Ashe - Moral Of The Story feat. Niall Horan (2:00 - 2:34)

Donovan.

Hay pequeñas cosas que aprendo sobre la señorita Sinclair conforme los días van pasando, nada trascendental o que me hagan decir: la conozco. Solo pequeños datos aquí y allá que parecen formar el rompecabezas de un millón de piezas que es Luna Sinclair, pero al mismo tiempo abren paso a nuevas interrogantes sobre ella.

Aprendo que puede hacer temblar a los hombres de negocios con una sola mirada de su parte, silenciar a toda una sala de juntas de hombres que le doblan la edad con un simple movimiento de su mano. Los atormenta con la idea de hacerles perder todo lo que alguna vez poseyeron, lograron conseguir o robaron —según las palabras de ella—, de los menos afortunados.

Los hace suplicar y casi humillarse recordándoles que es ella quien tiene el poder y control de todo, desafiándolos a querer quitarle ese puesto y a veces, casi parece que quiere que lo hagan.

—Para ellos todo es sobre el dinero y para mí familia es sobre el poder —comentó el otro día—. Y yo no sé de qué lado estoy.

Veo como está haciéndose un nombre en un mundo donde debe estar recordándoles a todos de manera constante quien está a cargo.

Mientras tanto, su hermano se limita a contemplar y disfrutar de diferentes posesiones mundanas. Tantas como le son posibles: autos deportivos de lujos; primeras ediciones de libros realmente extraños; artefactos antiguos de diferentes épocas que llaman su atención; y así sucesivamente.

Su hermana mantiene el imperio para que él pueda comprar cualquier cosa que desee.

—¿No extrañas a tu hija? —la pregunta sale de la nada, pero he notado que es algo común en ella.

—Todo el tiempo —respondo.

Pienso en el dibujo que me dio Lily en mi última visita.

—Pero este trabajo me permite ahorrar para darle un mejor futuro.

—Deberías tomarte una semana libre para ir a visitarla, yo estaré bien.

Esa es otra cosa que he aprendido de ella, que, sin importar las circunstancias o como realmente se encuentre, va a responder que está bien.

—Eso haré, gracias, señorita y aprovecharé para regalarle la caja de música que compré para ella.

Hasta ahora, creía que el rostro de Luna estaba tallado en mármol. Frío e inexpresivo. Ni un músculo se movía fuera de lugar, sin emociones durante las conversaciones y sin gestos que muestren lo que siente, más allá de un leve movimiento de cejas y labios.

Pero ahora, sus labios se curvan en una pequeña sonrisa y su mirada se vuelve suave.

—A mí también me gustan las cajas de música —comenta—. Especialmente las que tienen una bailarina que baila por las cajas. Esas son mis favoritas. ¿Sabe que yo solía bailar? Estuve en una gran compañía y bailé en los mejores teatros de Europa, hasta que, por supuesto, todo terminó. Porque, como se dará cuenta, nada bueno en mi vida dura lo suficiente.

Puedo ver qué no se está quebrando a la vista de nadie, se está autoflagelando por dentro. En silencio y de forma lenta, intentado ser lo más minuciosa posible.

—Pero da igual, ya no importa.

A lo largo del resto de la semana, hay otras cosas sobre ella que aprendo, por ejemplo, aprendo que escucha las mismas veintisiete canciones.

Pensé que no hacías nada en números impares —le dije cuando caí en cuenta en el número de canciones.

El siete es mi número favorito —fue su respuesta.

La mayoría de canciones de su Playlist son canciones de Hozier, Imagen Dragons y Taylor Swift, aunque también tiene algunas de James Arthur y Sleeping at last. El resto son igual de nostalgias.

—Detesto cuando el equipo de limpieza no deja las cosas en su respectivo lugar —comenta con molestia.

Le gusta el orden. Demasiado. El orden y la limpieza priman alrededor de ella, en cada aspecto de su vida. No es como si tuviera fobia a los gérmenes, —aunque lleva guantes negros en todo momento—, es un problema con el orden y con ver algo fuera de lugar. Los primeros días aprendo que ella sabe dónde está cada cosa y algunos días después, noto que sabe si algo ha sido movido, aunque sea una milésima.

Le gusta que todo esté dónde se supone debe estar, incluso en ella. A parte del colapso que tuvo esa noche, no he visto un cabello fuera de lugar o una prenda arrugada.

También nota cuando hay nuevos aromas a su alrededor. Es muy sensible con ciertos olores y le gusta que su oficina o ático, huela a canela o lavanda.

No me puedo concentrar si hay tantos aromas dando vueltas a mi alrededor —me dice—. Y si son demasiado fuertes, me producen migraña.

—Se que soy complicada...

—No lo es —la interrumpo—, es solo una persona bastante interesante. Incluso podría decir algo excéntrica.

Levanta una ceja.

—Creo que es la primera vez que me describen de esa manera y no sé cómo sentirme al respecto.

Se gira y desaparece en alguna parte de su ático.

—Es de hecho, tal vez la mujer más interesante que he conocido.

****

Luna.

Me encuentro paralizada.

Intento moverme, pero mi cuerpo simplemente no hace lo que mi pequeña mente le ordena. Porque hoy es uno de esos días —por supuesto que tenía que ser en mitad de semana—, en los que tuve que encargarme de una emergencia con las empresas, gestionar el trabajo de Aurora porque ha decidido trabajar desde su casa.

Y mi madre no deja de llamarme.

—¿Qué es esta vez, madre?

Hoy hay una gran energía triste, aburrida y deprimente que intenta apoderarse de mi haciendo que todo se sienta... Pesado. Duro.

—William me supo decir que mandaste un equipo a recoger tus cosas de la casa que compartías con él.

—¿Y vas a decirme que no debí hacerlo? Si es así, ahórratelo. He tenido un día difícil.

Una vida difícil sería más apropiada.

—No, ¿por qué te diría eso? Si te conté lo que sucedió entre él y tu hermana fue para que justamente lo dejes.

Me duele la cabeza con la sola idea de intentar comprender el actuar de mi madre.

—Entonces, ¿qué quieres, madre?

—Preguntarte si ya hablaste con tu hermana, pero puedo darme cuenta que aún no.

¿Por qué siento que, de nuevo, soy la última en enterarse de algo importante?

—No, aún no me da la cara.

—Bien, hablaré contigo después que ella lo haga. Cuídate, Luna y discúlpate con tu hermano. Eso nos hará la vida más fácil a todos. Adiós.

Termina la llamada y me burlo al notar que en ningún momento preguntó cómo estaba, asumiendo que, por supuesto, estoy bien.

—Yo siempre debo estar bien. ¿Verdad? Si, porque a nadie le importa realmente como estoy. Nadie. No tengo a nadie. Estoy sola.

Sola, paralizada he intentado sobrevivir.

Mis pies saltan al borde de mi balcón y bacilo, extendiendo los brazos para estabilizarme y me concentro, recordando mis amadas clases de ballet profesional, para corregir este aterrizaje inestable, como si fuera a perder la competencia más importante de mi vida y una vez que siento que recupero el equilibrio, continuo mi paseo por la cornisa mientras contemplo todo lo que ha sucedido estos meses.

—¿Cómo es que terminé aquí? Tratando de salvar un legado que mi hermano se empeña en hundir. Sola. Con una familia que me odia y miente de manera descarada.

La burla siempre estuvo sobre mí.

Todo lo que me queda es un apellido.

Vaya tragedia.

He pasado años luchando por hacerme un nombre fuera de mi familia y ahora, lo único que quiero es deshacerme de este maldito apellido de una vez por todas.

—¿Pensaste que terminarías así, Luna Sinclair? —me pregunto con desprecio.

El gran apellido Sinclair ahora es sinónimo de muerte. Pero, ¿no siempre fue así? La diferencia es que ahora todos los demás lo ven. El mundo nos ve como realmente somos y no la imagen de la familia aristocrática perfecta que mostrábamos.

O lo vieron, hasta que pagamos millones para limpiar aquella imagen.

—Seguro debes estar retorciéndote en el infierno padre al ver lo que estoy haciendo con tus amadas empresas.

Todos esos pensamientos giran en mi cabeza mientras hago girar el vaso con el whisky favorito de mi padre y hermano.

Una risa abrupta rebota en la frialdad de la noche. Me río y quién me viera ahora podría decir que estoy loca, pero, ¿qué me importa? La mayoría ya piensa que soy malvada como el resto de mi familia.

—Ojalá lo fuera, mi vida sería más fácil si fuera como ellos. Pero para mí familia solo soy una decepción. ¿Cómo me suele decir mi madre? Mercancía dañada.

Y entonces, me vuelvo a reír.

Me río mientras mis ojos se empañan por las lágrimas que intento en vano de contener, parada aquí en lo que se siente como el fin del mundo. Parada en lo alto de este edificio viendo la ciudad; viendo a las personas que van de un lugar a otro, se ven tan pequeñas como hormigas y tan insignificantes como siempre han sido, al menos desde mi punto de vista.

Puedo verlo todo.

Pero estoy tan arriba para ser parte de aquel mundo, demasiado alejada para tocarlo. Algo que siempre me ha gustado, aunque ahora, lo que me preocupa es tener que bajar ahí, ir aquel mundo y tener que convivir con esas personas.

—Todos ellos solo quieren verme caer.

Tal vez justamente eso es lo que debería hacer.

No me doy cuenta, al menos no al inicio, pero mientras más pienso en aquello, más me acerco al borde, y, sobre todo, más atractiva se vuelve la idea.

—¿Cómo se sentirá estar atada al borde y luego finalmente tocar el fin del mundo? Ver algo que nadie más verá, algo que solo se puede experimentar una vez que llegue el momento.

Primero dejo el vaso a mi lado, no he bebido, solo lo tenía como un recordatorio de la clase de persona que no quiero ser.

Sonrío y me permito pensar en la vida que quería tener. Solo una última vez.

—Tenías razón madre, la broma siempre estuvo sobre mí. ¡Soy la burla de todos! Especialmente de las personas que amo. Un simple juguete que pueden utilizar a su antojo y desecharlo cuando se aburren.

Miro el mundo mientras extiendo los brazos y pienso en caer, dar vueltas por el aire de forma silenciosa hasta la muerte y dejar que todo termine.

Dejar que todo dolor se vaya.

Plasmo una sonrisa en mis labios y antes que pueda dar un paso, tiran de mi cuerpo y siento que me acurruco en brazos fuertes que me envuelven alejándome de la locura y hay algo en el fondo de mi mente que me molesta, empujándome a superar aquellos miedos y simplemente abrir los ojos y enfrentar la realidad, porque algo en este toque es diferente a los que permanecen atormentándome por las noches.

Por eso, con la poca voluntad que me queda, abro los ojos con un ligero parpadeo.

—Venía a comprobar si estaba bien.

No puedo soportar mirar a la persona frente a mí, mientras la vergüenza empieza a invadir mi cuerpo e intento calmar mi mente vagamente confusa por tantos pensamientos y recuerdos.

—¿Necesita algo, señorita Sinclair?

Mis ojos grises van hacia el hombre delante de mí tratando de ver la lastima en sus ojos, incluso el desprecio con el que todos me miran estos días, pero no hay nada de eso en su mirada. Maldigo en mi mente y me enojo conmigo misma. Me enojo con la situación y con mi familia... Pero no puedo pensar en ellos ahora, así que dirijo mi enojo hacia el hombre frente a mí que acaba de salvarme. Y aunque sé que me mi ira está fuera de lugar, no puedo evitarlo.

¡No puedo soportar que una persona más me quite mis elecciones!

—¿Por qué? —la pregunta sale de mis labios en un susurro, y pienso que él se la ha perdido, que no la alcanzado a escuchar.

—Es parte de mi trabajo.

Niego con la cabeza.

No, no puedo soportar que alguien finja que se preocupa por mí y me haga sentir que hay algo más que este pozo vacío que me está empezando a consumir, así que hago lo que un Sinclair es bueno haciendo, me alejo.

Me alejo de él y la sensación de seguridad que me hace sentir, esa que hace mucho tiempo no siento. Me alejo de él y de la sensación de que debería haberlo hecho mejor, que debería ser más fuerte. Me alejo y lo empujo lejos.

—No, no hablo de eso.

La ira crece dentro de mí, es más fácil ceder a ella que al resto de sentimientos, así que dejo que burbujee y lance chispas, provocando que el aire de la noche prácticamente se encienda con la rabia que arde bajo mis manos cubiertas por los guantes.

El hombre frente a mí, no dice nada, permanece quieto en esa pose de siempre, con la espalda recta y sus manos detrás de su espalda.

Y cuando parece que va hablar me adelanto.

—¡¿Cómo te atreves?!

No era mi intensión gritar, tampoco era mi intención que mi voz suene como un fragmento de hielo rompiéndose, pedazo a pedazo. Pero eso fue lo que pasó.

Años perfeccionando el mantener a raya mis emociones y el hombre frente a mí, se los llevó todos.

—¿Por qué? ¿Cómo te atreves?

Su postura no flaquea, pero hay un cambio sutil en su mirada.

—No debiste hacerlo —le digo, y está vez, mi voz suena más controlada—. No debiste impedir que salte.

—Solo estoy haciendo mi trabajo. Soy su guardaespaldas, es mi trabajo mantenerla a salvo.

Tardo un momento en reaccionar, procesando lo que Héctor Donovan, mi guardaespaldas —¿En qué estaba pensando cuando lo contraté? —, me acaba de decir. Lentamente muevo mi cabeza y lo miro por encima de mi hombro, por la forma en que él mueve sus ojos, tal vez la famosa mirada de los Sinclair adorna mi rostro.

O tal vez, él está viendo lo verdaderamente rota que estoy, pero si mi mirada no le dice lo rota y jodida que estoy, mis siguientes palabras si lo harán.

—¿En algún momento se te ocurrió que tal vez —giro mi cuerpo hacia él para estar cara a cara—, tan solo tal vez, no quiero tu ayuda o protección?

No espero una respuesta y me dirijo hacia el interior de mi ático, la puerta que separa el balcón bañado le la luz de la ciudad y el ático oscuro, está casi cerrada detrás de mí cuando él vuelve hablar.

—No dejaré de intentar salvarte. Incluso sí tengo que salvarte de ti misma.

Sin dudarlo ni siquiera un momento, respondo en voz baja, tratando de no perturbar más, la tranquilidad y el silencio de la noche, y algo temerosa de que alguien más a parte del hombre que me ha salvado de cometer una estupidez provocada por la oscuridad que hay en mi interior y la desesperación, llegue a escuchar mi confección susurrada y llena de desdén.

—Nunca pedí ser salvada.

Con eso me alejo hacia la oscuridad de mi ático, similar a la oscuridad que ha consumido a mi familia por generaciones y que ahora también me consume a mí, y siento que cada vez me acerco más hacia el momento donde me va a consumir por completo, dejando solo una mujer rota en un cuerpo vacío, con un legado quebrado a cuestas.

El estado de ánimo, ya de por si tenso, se vuelve aún peor con mi declaración.

—Se que no necesitas protección, pero quiero dártela.

—Porque es tu trabajo. Lo sé, ya me lo has dicho.

—No —me dice en tono serio—. Porque como te dije, todos en algún momento necesitamos que nos ayuden de vez en cuando. Incluso aquellos que no saben cómo preguntar o aceptar la ayuda.

En lugar de simplemente dejar pasar el tema e irme a mi habitación, como algo muy dentro de mí me dice que haga, cierro los ojos y respiro hondo.

Cuando los vuelvo abrir, lo miro fijamente.

—¿Por qué?

Mi voz se quiebra, incluso aunque intento que no lo haga, debido al profundo cansancio y pesadez que siento, y la forma en que intento comprender los motivos de Donovan.

Porque estoy familiarizada con que las personas hagan cosas por mí, pero siempre piden algo a cambio; te doy esto, tú me das aquello. Nadie nunca ha ofrecido algo sin tomar una parte más grande de mi a cambio, y me desconcierta cuál podría ser el costo de la protección del señor Donovan.

¿Qué es lo que él quiere de mí? —me pregunto.

No sé cuánto me queda para dar, pero sí sé que no es suficiente. También sé que, si debo dar algo más, eso me terminará por destruir porque a penas y consigo mantenerme a flote con lo poco que me queda.

—Por qué me importas —me dice y no hay duda en sus palabras—. Por qué me preocupo por ti.

Muevo la cabeza, tratando de no dejarme llevar por lo que está diciendo.

—¿Por qué?

Un suspiro se escapa de mis labios.

No puedo evitar sentir desconfianza al escucharlo decir que se preocupa por mí, porque aquello ha sido algo tan raro en mi vida, que me cuesta trabajo imaginar a alguien que realmente se preocupe por mí y mi bienestar.

Una pequeña sonrisa que no llega del todo a sus ojos, se dibuja en los labios de él.

—Por qué vi como el mundo se te cayó encima, porque estas intentado hacer las cosas bien, como, a pesar de todo, te sacudes el polvo y te levantas para seguir, y lo haces todo sola. Eso es admirable. Pero, sobre todo, porque vale la pena salvarte.

—¿De verdad lo crees?

Nadie nunca ha intentado salvarme, mucho menos de mí misma, porque jamás nadie se ha quedado o le ha importado lo suficiente como para ver el dolor que hay dentro de mí, las inseguridades que cargo y como lucho día a día contra ellas.

No intentan salvarme porque no saben que lo necesito, confiando en mi palabra cuando les digo que estoy bien.

—Sí, y no me pidas que no te salve, porque no puedo no hacerlo.

—¿Me salvarás incluso de mí misma?

—De cualquiera. ¿Recuerdas lo que te prometí?

Asiento con la cabeza.

—Qué harías cualquier cosa por mantenerme a salvo —respondo—. Dijiste que matarías por mí. Que morirás por mí.

—Exactamente.

Quiero creerle, confiar en lo que me está diciendo, pero mi mente fracturada por tanto dolor y traición, no puede.

Simplemente no puedo confiar en él o en nadie más. Si quiero sobrevivir, ya no puedo creer que hay alguien a quien de verdad le importa. Estoy sola. Debo hacerme la idea de que esa es mi realidad.

—Bien —tarareo—, buenas noches, señor Donovan.

—Buenas noches, señorita Sinclair.

Me pregunto si al final él logrará salvarme o yo lo terminaré arrastrando conmigo a este infierno en el que vivo.

«Cuando una estrella con una masa significativamente mayor que la del Sol agota su combustible nuclear, puede colapsar bajo su propia gravedad, formando un agujero negro, igual que Luna en ese momento de su vida».

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