Día once | Lunes 18 de noviembre



Son escalofríos desde lo más profundo de su alma los que la estremecen. No tiene frío. Solo tiene miedo. Miedo de no ser capaz de sobrevivir a su propia vida. A los secretos acumulados, las mentiras contadas, los sueños perdidos y las pesadillas encontradas.

Se despierta antes de que despunte el día. El ambiente es lóbrego y la oscuridad insondable, o así lo es para ella. Ahora que no respira.

Segundos pasan.

Agujas corren al encuentro de un nuevo minuto.

El dióxido de carbono abandona sus pulmones entre toses y sollozos. Devora el oxígeno, carraspea. Sus uñas se clavan en el colchón. Sus manos estrujan, aprietan, desgarran. Sus vasos sanguíneos se contraen y se expanden y se contraen dolorosamente. La presión la carcome y la envuelve.

Así despertaba cuando era pequeña, sintiendo que estaba muriendo y que no podía hacer nada para evitarlo. Su cuerpo le da la bienvenida a esa sensación tan familiar. Su mente sigue en estado de pánico, sin poder enfocarse. Su visión se vuelve borrosa y sus ojos se llenan de lágrimas. Muerde su lengua hasta sentir el sabor salado y ferroso de su propia sangre, pero aquello no alcanza para devolverla a la realidad.

La realidad es incluso más terrible como para volver a ella.

Trata de respirar con calma. Adentro. Afuera. Despacio. Otra vez.

Otra vez.

Manos y cuerpos y llanto y muerte.

Recuerda otra vez.

Se desgrana, se deshace, se disuelve en un rincón. Es una niña, es una mujer, es la nada, es el todo, es lo que dejó de ser. Es una ilusión marchita y una esperanza vana. Es todo, todo, todo y todo es ella. Y duele tanto, tanto como siempre.

El tiempo no cura nada.

Las heridas y los recuerdos permanecen intactos. Las marcas y las huellas no se borran. La miseria desgarradora es la misma. Los años avanzan, pasan, se van, pero nada se llevan con ellos más que las chispas de felicidad y las sonrisas robadas.

Dominica entra en la habitación y la estrecha entre sus brazos. Sentada junto a ella en su cama de una plaza, acaricia su cabello y lo aparta de su rostro. Su frente está empapada y sus ropas se pegan a su cuerpo endeble y marcadamente más flaco de lo que solía ser, el sudor helando su piel. Emma sigue sin ser consciente de lo que la rodea y solo siente las agudas punzadas de un corazón que parece haber olvidado cómo latir. Solo ve las imágenes que su mente reproduce sin descanso.

Sombras.

Siluetas disfuminadas.

El difuso borde de una cama y unas sábanas rosadas.

El miedo, el implacable miedo.

Lo recuerda, lo recuerda, lo recordó siempre. Guardado en un cajón del que había perdido la llave. Y ahora la llave baila en la cerradura, la abre y todo sale.

Escapa. Revienta. Se difunde. Resbala y corre, corre, se derrama y explota en sus venas.

—Emma, respira... Respira. —Su madre solloza también. Ya no puede ser la fuerte. Ya no puede sostenerlas a ambas—. Respira, corazón. Todo irá bien. Todo irá bien.

—¿Cómo? —pregunta entre jadeos. Tose de nuevo, echándose hacia delante. El abrazo de su madre es una condena. El tacto ajeno le repulsa. Su propia piel la asquea.

¿Cómo? Es una incógnita que ninguna de las dos puede resolver.

—Lo sé. Lo sé todo, mamá.

Su pulso sigue dando tumbazos, errático. En el cielo raso, las estrellas de plástico que pegaron hace décadas dejan de brillar. Afuera, las nubes asfixian al sol y la lluvia vuelve a comenzar. El cielo también se lamenta por ellas y no hace más que tronar.


* * * * *


Dylan tiene las manos ocultas en sus bolsillos. Tiemblan, engalanadas de una fragilidad que no quiere reconocer como suya. Algunas gotas perdidas lo encuentran, chocando contra su rostro, sus hombros, las curvas suaves y los ángulos rígidos de su cuerpo encorvado. Debería haber llevado un abrigo más grueso, pero salió de su casa a las apuradas. Caminó las calles como un vagabundo, buscando refugio. La lluvia y el viento se enzarzaron en una pelea con él, mas no se rindió y siguió caminando. Lo hizo por una hora o dos, hasta que fue el momento de ir a la plaza en donde había citado a Emma.

Habían ido muchas veces. Cuando recién se conocieron, su primera charla seria fue allí. Él la miraba extasiado mientras Emma movía sus manos y explicaba aquello que la apasionaba. Tenía el cabello despeinado, la blusa arrugada y los cordones desatados. Y estaba preciosa. Dylan quería volver a esos momentos, donde hablar no era doloroso y la distancia se componía de unos pocos centímetros y palabras latentes. Deseaba que las cosas fueran como antes.

Antes de Chase.

Antes de su dolor.

Antes, mucho antes, cuando su risa era sincera y no la inundaban las lágrimas.

Antes, cuando todavía tenía una oportunidad, si es que acaso la había tenido realmente. Pero no quería considerar aquello. No quería arrastrarse a las mismas cavilaciones que tantas veces lo habían mantenido despierto. Ya no quería pensar más, ni planear qué iba a decir, ni lo que iba a callar. No quería caminar al borde del abismo.

Lo estaba haciendo.

La espera es turbulenta. No puede estarse quieto. No puede abandonar los pensamientos negativos que lo aquejan. Emma y Carmen son una constante en su mente. A una, no quiere más que desterrarla. A la otra, quiere recuperarla. Saca las manos de sus bolsillos y se revuleve el pelo. Restriega sus ojos, dejando escapar un gruñido por lo bajo. ¿Por qué todo tiene que ser tan complicado? ¿Por qué no pudo decirle lo que sentía en la ocasión indicada? ¿Por qué tuvo que esperar a que este llegara?

Se dio cuenta demasiado tarde de que no existía la ocasión perfecta y de que él mismo debería haberla creado. Esperó y esperó y esperó en vano.

Emma llega pocos minutos después. Nada tiene que ver su imagen actual con la Emma que solía ser. Los jeans le quedan sueltos y la blusa que eligió desborda tela por todas partes. Su campera está a punto de desaparecerla entre sus pliegues. Le duele verla, porque sabe qué provocó esto. Y le duele aun más sabiendo que, por su orgullo herido, prefirió no hablarle. Prefirió dejarla por su cuenta para poder lamer sus propias heridas.

¿Pero acaso él no podía sufrir también? ¿Acaso su dolor era menos importante, menos válido?

Una mueca que intenta semejar sonrisa curva sus labios. Ella solo lo mira. Camina despacio, muy despacio, y él solo quiere correr a abrazarla. Estrecharla y no dejarla ir jamás. Pero no lo hace. Su miserable sonrisa se borra y se queda allí, de pie, quieto, sintiéndose como un verdadero idiota.

—Hola, Dy. —La voz de Emma suena dos octavas más bajas de lo normal. Ojeras enmarcan sus ojos a falta del delineado negro que solía usar, borrando cualquier duda que pudiera llegar a tener. Ella no estaba mejor y él no debería dejarse llevar por su propia mezquindad.

—Hola, Emm. —Se acerca a ella y, sin detenerse a reflexionar sobre ello, decide envolverla en sus brazos—. Te extrañé. Te extrañé mucho.

—Yo también, Dylan. Yo también. —Casi tanto como extraña ser ella misma, ser una Emma sin el terror aplastante que la devora desde adentro. Tanto como extraña una vida sin angustia. Aunque ¿cómo puede extrañar lo que no ha tenido nunca? Los fantasmas de miedos y monstruos vencidos rondan en las cercanías siempre a la espera, acechándola.

Pero hubo una época en la que, a pesar de ello, era lo suficientemente feliz. Reía y disfrutaba y era solo una chica del montón. Una chica normal.

Ella no quería nada más.

Hace su mayor esfuerzo para devolver el gesto, pero abrazar a Dylan crispa sus nervios. Ya el sentir su contacto la empuja al borde del precipicio. Si no se aparta, es porque está casi segura de que soltarse solo la hará caer.

Así que muerde sus labios, saborea una vez más el espanto y se queda con él. Como debería haber sido desde un principio.

Como no sería jamás.

—¿Quieres ir a tomar algo? —Dylan se separa un poco para poder mirarla a los ojos.

—Un café estaría bien. Pero no tengo mucho tiempo, tengo terapia en una hora. —Emma aprovecha para marcar los límites, dándose un momento para respirar con algo de tranquilidad—. Lamento no habértelo dicho antes. Ni siquiera me di cuenta...

—No te preocupes, está bien. —No, no lo está. No lo está pero no tienen más que ofrecerse el uno al otro. Ella está rota y él comienza a romperse. Lo máximo a lo que pueden aspirar es a no seguir lastimándose... E incluso ello parece ser más de lo que pueden lograr—. Puedo acompañarte, no sería problema para mí.

—No creo que sea una buena idea.

—¿Por qué?

—Dylan, estamos hablando de que me lleves a ver a mi psiquiatra. Mi psiquiatra, ¿entiendes? Alguien que no solo trata conmigo dos veces a la semana, sino que me receta pastillas porque cree... Porque confirmó que la terapia no es suficiente. —Nada lo es. Todo el mundo promete que mejorará, que un día el dolor y sus pensamientos más oscuros desaparecerán. Pero no lo hacen. La doctora Liessen le advirtió que no sucedería de un día al otro, y ella sabía muy bien que eso no pasaría, pero ya está cansada de esperar. Ya no lo soporta más.

—Sé de qué estamos hablando, Emma. Y sigo sin entender por qué no puedo acompañarte —responde, su entrecejo marcadamente fruncido.

—Porque no quiero que veas esa parte de mí.

—¡La estoy viendo ahora mismo!

Su exclamación los deja a ambos sorprendidos. Ella se queda con la boca entreabierta, las palabras muriendo en sus labios. Dylan sabe que cruzó la línea. Sabe que tiró de la cuerda más de la cuenta y que esta quedó hecha trizas. Las hilachas descansan en sus manos y la certeza de que ya no hay vuelta atrás lo golpea.

Ya nada volverá a ser igual.

—Lo siento.

—Créeme... Yo lo siento más. —Emma da media vuelta y se aleja de él, en dirección al café que se encuentra a dos cuadras. Ya no puede siquiera mirar a Dylan. A su amigo, su confidente, con quien pasó horas y horas hablando, riendo y soñando despierta. ¿Qué pasó con ellos? ¿Qué pasó con la amistad que creyó nunca se rompería?

Él la sigue y ella no lo detiene, pero vuelven al silencio que antes los había atrapado.


* * * * *


El té chai se enfría sobre la mesa. Emma solo lo compró porque sí, para tener una excusa y sentarse a olvidar. No le presta atención a los clientes que hay allí, algunos charlando animadamente, otros trabajando, todos en un plano muy distinto al suyo. Mira fuera de la ventana, deteniéndose a observar el tráfico. Los autos circulan a baja velocidad en una riada de colores que trata de memorizar. Azul, negro, negro, rojo, plata, negro otra vez. Negro, negro, negro como su mente, sus sueños, sus despertares, sus ilusiones, sus temores.

Dylan lleva sentado frente a ella un buen rato. Tampoco toma la bebida que ordenó, ni aparta la vista de Emma. Ella, por fin, da señales de reconocer su existencia.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué nos hacemos esto? —Suspira y baja su mirada, estrujando sus manos sobre su falda. Ya tendría que irse si no quiere llegar tarde a su sesión.

—¿Esto? ¿Qué es esto, Emma? Estoy tratando de hacer lo mejor posible aquí. Estoy tratando y nada funciona y solo... Solo empeora.

—Ahora lo entiendes...

—¡Emma! ¡Hago todo lo que puedo por ti y nunca es suficiente!

—¿Qué es lo que esperas? Dylan, de verdad, dime... ¿Qué rayos esperas de mí, de nosotros?

—¿No lo ves? Te quiero a ti, Emma. Siempre te quise a ti.

—Y yo no te elegí.

—Pudiste haberlo hecho.

—Ahí es donde te equivocas. —Emma se levanta de su asiento y, muy a su pesar, lo mira a sus ojos. Esos en los que algún día se supo perder—. No pude ni podré hacerlo, Dylan. Y me duele, por ti y por mí. Pero hay cosas que no podemos cambiar. Y yo no te quiero, no así.

Y así, definitivamente, no es como quería que terminara su salida. Pero, luego de lo que dijo, solo quiere huir. Y eso hace. Sale del local a las apuradas, sin dar chance a réplica.

Dylan no la sigue, porque ya no le quedan dudas. Ella dejó ir a Chase y ahora le toca a él dejarla ir a ella.


* * * * *


—No es tu culpa, Emma. Ya lo hemos hablado antes... No puedes responsabilizarte por todo. Hay cosas que escapan a nuestro control.

—¡Pero ese es exactamente el problema! Fui yo la que dijo eso. Quería que mejorara todo entre nosotros y lo único que hice fue poner sal en la herida.

—Emma, detente. —La doctora Liessen deja su cuaderno sobre el escritorio y se reclina en su silla—. ¿Por qué decidiste dejar a Chase?

—No quiero hablar de él.

—Por favor, responde la pregunta. Necesito que notes algo.

—Él no tiene que ver con esto.

—Emma...

—Porque tenía miedo, ¿está bien? Porque lo quería demasiado y él no sentía lo mismo. Porque no sabía dónde terminaba yo y dónde empezaba él.

—¿Dylan no te quiere demasiado?

—Sí.

—¿Y tú a él? —Emma comprende lo que Alessandra trata de hacerle ver. Aun así, no la libera de esa sensación de la que intenta deshacerse desde que salió del café—. Hablar de cómo te sientes no está mal, Emma. Debes hacerlo. A veces, eso puede doler o tener resultados que uno no espera. Pero, a la larga, es para mejor. No puedes guardarte todo, Emma.

—Ya lo sé, lo sé. Pero Dylan... Él no se merece eso.

—¿Qué propones entonces? —Emma claramente no lo sabe. Las cosas hubieran resultado de una manera muy distinta si lo supiera—. Dense un tiempo para pensar.

—Ya estoy harta de los tiempos. Todo es esperar y esperar, pero ¿para qué? ¿Para esto? —Se señala a sí misma y todo aquello que callaba sale en una catarata de palabras que no puede ser contenida—. ¿Para tener que venir todas las semanas a completar una maldita ficha y ver que no hice avance alguno? ¿Para que me recete un medicamento que sigue sin tener efecto? ¿Para tener que recordar todo lo que quiero dejar atrás? ¡Ya estoy cansada de todo esto! ¿Quiere que le diga cómo me siento? ¡Pues aquí lo tiene! Ya no lo soporto más. Ya no aguanto esto. Ya no quiero más, ya tuve demasiado. —El llanto no tarda en hacerse presente. ¿Cuántas veces recurrió a él esta semana? ¿Cuándo se detendría?—. Ya no puedo más y esto está lejos de acabar, ¿no es así?

—Pero mejorará, Emma. Lo hará.

—Es gracioso... Mamá dice algo parecido. No deja de afirmar que todo va a ir bien. Pero miente.

—¿Por qué dices eso? —La doctora Liessen no puede esconder su sorpresa. Está un tanto contrariada por su reacción, una que no esperaba en lo absoluto. Atina a ofrecerle la caja de pañuelos que siempre mantiene a mano y vuelve a tomar su cuaderno, anotando con rapidez los puntos que querrá analizar cuando ella ya no esté en el consultorio.

—Porque ella está tan mal como yo. Y para ella han pasado muchos más años. ¿Cómo puede decir que irá todo bien si nada ha cambiado?

—¿Quieres hablar de ello?

—No soy yo quien tiene que hablar. Es más, ni siquiera debería saberlo. Lo escuché por accidente.

—¿Qué es lo que oíste, Emma?

—Lo mismo. Ella pasó por lo mismo que yo. ¿Quién lo hubiera imaginado? Al parecer, viene en la sangre. —Emma no puede parar. Solo habla. Escupe sus tormentos y desarma el embrollo de hilos que se retuercen y enredan en su cabeza. Los tira en la mesa, expuestos para quien quiera ver. Que lo sepa. Que lo sepa todo y que el arrepentimiento llegue después.

—¿Qué, Emma? ¿Qué es lo que viene en la sangre?

—El dolor. El dolor y la desgracia están arraigados en nuestras venas. ¿Cómo se escapa de ello?


* * * * *


No encuentra la fuerza ni la voluntad de volver a casa. Después de todo lo que sucedió hoy, desea estar sola. Ya dijo más de lo que estaba preparada para decir en esta vida y en cien más. Necesita el silencio del que en un principio quería huir. Lo abraza y lo hace suyo al caminar por las calles que conoce más que a quienes la rodean. Todos, sin excepción, le escondían secretos. ¿Cuál será el de Michael?

Michael.

¿Qué día es hoy? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? El diecinueve es su cumpleaños y ella no fue capaz de acordarse antes, mucho menos de comprarle un regalo.

Entra en una tienda de ropa y, sin siquiera pensarlo, compra la camisa más decente que ve en el negocio y pide que la envuelvan para regalo. Se siente una impostora mientras le entregan la bolsa. Ni tiene qué celebrar, ni puso nada de ella para aparentar que sí, salvo un puñado de billetes arrugados que guardaba en su bolso. No quiere verlo mañana pero sabe que no puede escabullirse. Igual que Dylan, Michael no se merece esta versión de ella. Él es paciente, dedicado y ya sufrió tanto... ¿Por qué el pasado se había ensañado con ellos de semejante manera?

Horas más tarde, sigue sin poner un pie en su casa. Se ve tentada a volver a la suya, a aquella en la que se las arregló por su cuenta por tres años, pero hay pertenencias que no puede abandonar. Y si esto no fuera una razón de peso, las llamadas perdidas de su madre lo eran. No podía enfrentarla pero tampoco podía dejarla. No era justo.

Se empuja a ir. Toma el camino más largo, yendo por la plaza en la que jugaba cuando era niña. Desde los arreglos del parquizado a los nuevos juegos, había cambiado más allá del reconocimiento. El árbol al que solía treparse ya no está, como tampoco su columpio favorito. En cambio, el amarillo chillón reemplaza al arcoíris de antaño. Y, perdido en ese mar de pintura monocromática, hay un pequeño perro que casi pasa desapercibido. Tan solo como ella, tembloroso como una hoja, está acurrucado contra el tobogán.

Emma no sigue de largo y, con algo de esfuerzo e insistencia, termina por poder llevárselo con ella. ¿Por qué lo hace? Es puro impulso y necesidad. Si no puede salvarse a sí misma, al menos puede salvarlo a él. Y con eso, por hoy, va a tener que bastar.



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En primer lugar, siento la demora. Trato de actualizar lo más seguido posible, pero este capítulo costó un poquito más que los que venía escribiendo. En segundo lugar... ¡No me maten! Recuerden que los quiero. Y en tercero, pero no menos importante... ¡De tu ex, con amor llegó a los Wattys! Sí, lo sé. La lista corta es historia vieja pero no había tenido oportunidad de festejar por acá. En pocos días se van a publicar los resultados finales. Hay muchas chances de que no gane, pero ya haber quedado como finalista es muchísimo más de lo que hubiera esperado e imaginado jamás. 

Así que gracias por todo, incluso a ustedes, lectores fantasmas. Aunque, vamos, hacer acto de presencia no los va a matar (pun intended, sí señor).

Dentro de poco ya vamos a llegar a las 70k lecturas, así que me gustaría poder hacer algo especial para compartirlo con ustedes. ¿Qué? No lo sé todavía, así que siéntanse libres de dejar sus ideas. Ya no los aburro más. Nos vemos en el siguiente capítulo ♥

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