Capítulo 16: Fin de semana

Sábado 11 de agosto de 2018

Me despierto sintiendo algo mojado y caliente al lado mío. Lo primero que se me viene a la cabeza es que Diablo se subió a la cama y la orinó. Abro los ojos enojado, con toda la intención de gritarle y sacarlo afuera de la casa y entonces me percato de lo que realmente está pasando.

Tamara está a mi lado, cubierta de sudor y volando de fiebre.

No necesito un termómetro para darme cuenta de que su temperatura está por los cielos.

—Pioji —susurro preocupado.

Me incorporo, un poco, en mi lugar y la zamarreo despacio para encontrar alguna reacción por su parte. Ella mantiene los ojos firmemente sellados.

—¿Piojita? —repito el llamado, esta vez con más duda.

El corazón me va muy rápido.

¿Qué hago?

Me levanto de un salto y troto hasta la cocina. El piso está frío y me hace doler los pies. Rebusco un repasador y lo empapo en agua tibia. Lo escurro y vuelvo a la pieza para ponérselo cuidadosamente en la frente.

Sin esperar reacción por su parte, corro hasta el baño y tiro del espejo para abrir el armario chiquito que se esconde detrás. Rebusco en el botiquín.

Hay una botella de alcohol, una venda y varias cremas para tatuajes. Eso me recuerda que también debería ponerse un poco. Agarro la crema y busco, sin esperanza, entre las pocas cosas que hay.

¡Sí!

Hay una tabletita de paracetamol.

Vuelvo a la cocina por un vaso de agua y regreso a la habitación.

Me cuesta hacer que tome la pastilla ya que no parece entender lo que le digo. Siento las manos temblarme. Si esto sigue así, voy a tener que cargarla en el auto y llevarla al hospital.

No puede haberse enfermado tan rápido por la tormenta, temo que se le esté infectando el reciente tatuaje después de haber estado tanto tiempo bajo el agua sucia de la lluvia de anoche. Finalmente, logra tomar la pastilla y entreabre un poco los ojos.

—¡¿Qué hacés acá, Francisco?! —reprocha malhumorada e intenta empujarme.

Está tan débil que no consigue moverme ni un poco.

La ayudo a recostarse, otra vez, y la destapo para poder ver su tatuaje nuevo.

Suspiro.

El tatuaje no está infectándose, está perfecto.

Le paso un poco de crema y ella reacciona al frío contacto del producto en el calor de su piel.

Tamara tiembla un poco y vuelve a cerrar los ojos.

—Pioja ¿Sabés dónde estás?

No me contesta. Me apuro a agarrar mi celular y mando un mensaje a la única persona que sabe cómo resolver todo: Mi mamá.

«Miriam, como bajo fiebre?»

Lee el mensaje casi al instante y su respuesta es una llamada.

—Ho...

—¡Nene! ¿Estás bien? Estoy yendo para allá.

—No, pará —Veo a Tamara moverse inquieta y salgo de la habitación para dejarla descansar— ¡No soy yo!

Camino por el saloncito y me siento en el sofá, al lado de Diablo.

—¿Qué pasó, nene? ¿Quién está mal? ¿Tomás?

—No, no... —No me va a dejar en paz si no le contesto, y si le contesto tampoco— Tamara...

Escucho su respiración pesada. No habla de inmediato como acostumbra a hacer, sino que se toma su tiempo, y tras largos segundos que me parecen eternos —donde la sangre me sube y me baja, ansiosa por obtener una respuesta, donde el cerebro se me estruja pensando en que Tamara parece grave en la otra habitación— ella contesta.

—¿La chica del otro día?

—Sí...

Otro silencio. Esta vez, es más breve.

—Ponele paños de agua fría en la frente, que esté siempre hidratada; ventilá la habitación, que no transpire... Si transpiró, que se bañe con agua tibia. Si no le baja la fiebre, ponele rodajas de cebolla en las plantas de los pies...

—¿Qué? ¿Cebolla? —Volteo la cabeza hacia la cocina, como si, con una visión láser, pudiera ver a través de la pared y de la puerta de la heladera para corroborar si tengo cebolla.

—Sí, cebolla. Mi mamá, tu abuela —aclara—, cuando era chica, en el campo, usaba cebolla y...

Dejo de escucharla cuando escucho toser a Tamara en la otra habitación.

—Gracias. Me tengo que ir. Te hablo después —No espero a que conteste. Le corto la llamada y camino a pasos largos hasta la habitación, otra vez.

En esta ocasión, Diablo me persigue.

Tami está inclinada a un lado de la cama tosiendo, cubriéndose la boca con una mano. Me mira a la cara, sus ojos están brillosos y enrojecidos y su rostro parece el de un muerto. Está sudada y el pelo se le pega a la frente.

—Tenés agua ahí arriba —Señalo la mesita de luz que tiene al lado, en donde le dejé el vaso con agua del cual bebió para tomar la pastilla.

Se apura a beber más agua.

Me acuclillo a su lado y la miro desde una altura más pareja.

—¿Cómo te sentís?

—Muy blandita —susurra.

Tomo el paño que tiene en la frente, que ya está caliente, y vuelvo a la cocina para empaparlo de nuevo.

Después de darle de comer algo de lo poco que tengo en la heladera y de ayudarla a que pruebe bocado, la asisto en su ida al baño.

Se siente débil, está liviana y no se tiene en pie por su cuenta.

La ayudo a quitarse la ropa mientras la bañadera se carga por completo de agua tibia. Dejamos tiradas sus prendas en el suelo.

—Tenés una bañera —observa.

—Sí —rio—; ayer te bañaste acá...

—No me había dado cuenta —afirma.

Se sumerge en el agua y siento cómo tiembla al contacto. Se sienta, agarrándose de la fría porcelana de la bañera, como si temiera caerse dentro. Le até el cabello castaño en un rodete alto para que no se le moje el pelo.

—Te vas a sentir mejor después de esto —susurro pasándole la esponja por la espalda.

—Ya me siento mejor —expresa. Todavía tiene muy mal aspecto—; hace un rato creía que estaba en otro lado.

—Me di cuenta... Me confundiste con alguien.

—¿Con quién? —pregunta.

—Con... —Hago memoria— Francisco ¿Es tu hermano?

Se queda en silencio.

Quizá volvió a sentirse mal. Me estiro para verle la cara.

—No —Me mira a los ojos con un gesto indescifrable—. Es mi ex.

Vuelvo a frotarle la espalda, esquivando su mirada. Tengo el pulso acelerado y no sé por qué.

Qué pelotudo que soy. Ponerme nervioso por tal pavada...

Aunque, la verdad, es que no sé cómo reaccionar. Ni idea de si ella querrá hablar de eso, o si la puse incómoda.

Despacito, la escucho volver a hablar.

—Terminamos hace mucho, no sé por qué lo mencioné —dice.

—Porque estabas delirando —Le resto importancia.

Niega con la cabeza como si se quisiera sacar esa idea de la cabeza, pero se marea y vuelve a quedarse quieta.

—Que forro —escupe.

—No estabas muy contenta conmigo cuando creíste que era él —Me río.

—Fue una relación muy mala —admite.

—Me doy cuenta...

—Pero éramos pibitos, supongo que también era la inexperiencia.

—¿Fue tu última relación?

—Sí. La única que tuve.

Eso me sorprende. Tami es una chica linda.

—¿Y cuántos años tenías?

—Duró dos años. De mis dieciséis a mis dieciocho años.

Dejo de frotarle la espalda y comienzo a lavarse los brazos. Ella sigue aferrada a la bañera como si su vida dependiera de ello. Me pregunto si se siente muy mareada. Todavía luce bastante pálida.

Aunque, ahora, por lo menos, logra formular oraciones coherentes.

—Sí, eras muy chiquita —asiento— ¿Por qué no tuviste otras relaciones después?

—Porque no quise —asegura. Y sé que es cierto.

Insisto: es una chica muy linda como para no tener pretendientes. También tiene cierto atractivo en sus conversaciones, parece inteligente y es creativa. Y, de repente, se guarda un sentido del humor increíble. Habrá tenido muchas oportunidades.

Quiero preguntarle por qué decidió permanecer soltera, pero creo que es una pregunta demasiado personal. Algo en su semblante me hace creer que no va a querer responder.

Tal y como pasó cuando habló de su terapia, tiene pinta de querer abandonar la conversación.

—Bueno, yo también tuve relaciones de mierda a esa edad —admito. Y creo que habrán sido bastante peores.

—¿Con Ángeles? —pregunta.

Niego con la cabeza.

—Angi vino después —explico—; ella fue mi relación más reciente. También fue mala, pero por lejos fue la mejorcita hasta ahora.

—¿Estabas enamorado? —pregunta con voz queda.

—¿De Angi? No.

—¿Te enamoraste alguna vez?

—Sí... Y no fue bien —Me siento, en el suelo, dándole la cara mientras le froto los hombros con la esponja.

—¿Cómo se llamaba? —pregunta sin mirarme a los ojos. Me esquiva la mirada cada vez que hago contacto.

—Pilar.

—¿Y cómo era?

—Caótica —Sonrío con sorna—. Peleaba mucho... Creo que disfrutaba de pelear. Siempre buscaba conflicto.

—¿Sobre qué peleaba?

—Sobre cualquier cosa —suspiro. De recordarlo, nada más, me exaspera—; sobre qué ver en la televisión, a dónde salir, con quién juntarnos. En esa época yo tenía muchos problemas y ella no me apoyaba con eso, porque todo le molestaba y todo era motivo de pelea... También me prohibía muchas cosas.

—¿Qué clase de problemas tenías? —continúa su interrogatorio.

Me mira a la cara, otra vez y le sonrío. Tiene los ojos muy abiertos, curiosa, aunque su semblante sigue siendo enfermizo.

—Estaba en rehabilitación —comento.

No es la parte de mi vida que más me gusta recordar. Me la pasaba temblando, en las noches, mientras Miriam me abrazaba. El periodo de abstinencia fue una mierda; y ni hablar de las recaídas.

—En rehabilitación por segunda vez —Fuerzo mi memoria—. Tuve una recaída grande cuando empecé el juicio contra Patricia. Estaba metido en mucho bardo y sabía que los estaba metiendo a Fernando y a Miriam en problemas que no eran suyos. Así que recaí en la droga... Y Pilar no era muy comprensiva que digamos... Pero tampoco puedo culparla.

Tami se queda en silencio un largo rato. Supongo que está asimilando toda la información que acaba de recibir.

—¿Por qué estabas en juicio con Patricia?

—Porque... —suspiro otra vez—, porque acababa de cumplir dieciocho años y me había enterado de que no es legal dejar a tus hijos a su suerte, siendo menores y sin recursos —río sin gracia—. Ella me echó de casa a mis catorce años; viví en la calle alrededor de seis meses. Cumplí quince años solo, acostado en un banco de plaza. Ningún miembro de mi familia sabía dónde estaba ni con quién, así que nadie fue en mi auxilio, Patricia les pintaba que estaba todo bajo control...

»Poco después de cumplir los quince años, estaba pidiendo limosna en una estación de tren cuando me crucé a Martín y a su papá, Fernando; ellos estaban paseando porque Martín había aprobado todas sus materias y había pasado de año, y él me reconoció... Tincho es... era mi compañero de curso.

Siento un estremecimiento recorrerme la columna vertebral. Cargo agua en la esponja que tengo en las manos y la escurro para poder centrar mis movimientos en algo y ahuyentar imágenes invasoras de mi cerebro.

—Me llevaron a su casa, me vistieron, me dieron de comer, me dieron un hogar... Todas cosas que no voy a poder devolverles nunca. Les conté lo que había pasado y decidieron que no iban a ponerse en contacto con Patricia para que yo pudiera vivir tranquilo como quisiera. Pero yo era un chico con muchos problemas; había abandonado la escuela, era un adicto, tenía miedo hasta de dormir por haber vivido en la calle... —Alejo la esponja de su cuerpo y dejo la mano reposando sobre el borde de la bañera— Ellos invirtieron mucho para que yo estuviera mejor y pudiera reinsertarme en la sociedad. Solamente estuve seis meses en la calle, pero fue como si hubieran pasado quince años.

»Me rehabilité; intenté volver a la escuela dos veces pero no pude, no entendía nada, así que empecé a trabajar y, más o menos, recompuse mi vida. Hasta retomé contacto con Tomi, mi colega, que siempre fue un buen amigo. Por esa época me puse de novio con Pilar. Y ella me abrió los ojos con respecto a cómo proceder legalmente.

»Vi en eso, una oportunidad para devolverles a Miriam y Fernando un poco de toda la guita que invirtieron en mí. Pilar me había dicho que podía sacarle mucha plata a Patricia por haber hecho lo que hizo, así que empecé el juicio. Fue mucho estrés y recaí en las drogas después de un año y medio limpio.

Me quedo callado sin saber qué más añadir. Tamara está mirando el agua que tiene delante, fijamente. Sus ojos están brillosos, repletos de lágrimas que no suelta. Me aclaro la garganta para desviar la atención de la historia que acabo de contar. No me gusta cuando me tienen lástima. Le froto un brazo para no tener que verla a los ojos.

—¿Ganaste ese dinero? —pregunta.

—Sí

—¿Y se lo diste a Miriam y a Fernando?

—Sí... Pero no lo aceptaron. Así que me compré esta casa, para independizarme y ya no representar un gasto para ellos.

Otra vez vuelve a reinar el silencio. Por lo que me incorporo un poco y continúo tallándole los brazos con la esponja.

Escucho su respiración firme.

—¿Por qué te echó Patricia de tu casa? —pregunta después de un rato. Un estremecimiento recorre su cuerpo. Por momentos, olvido que está enferma.

Su piel todavía está bastante caliente, aunque me alegra percatarme de que ya posee una temperatura más normal.

—Peleábamos mucho... Cuando murió mi papá en ese accidente de auto, mi hermano Manuel y yo estábamos con él; pero Manuel se rompió algunas costillas nada más, mientras que yo terminé ingresado en el hospital con las piernas destrozadas y lesiones por todo el cuerpo —Extiendo mis brazos como si ella pudiera ver todas las cicatrices que tengo debajo de los tatuajes—; y mi viejo murió. Y yo me sentí —Siento el nudo en mi garganta intentar asfixiarme—, me sentí culpable por no poder ir a su velorio ni a su entierro. Estuve ingresado en el hospital y no me despedí de él. Y, yo era chico, empecé a cometer muchos errores.

»Faltaba a la escuela, me iba por ahí con amigos más grandes a tomar cerveza, o a recitales, o a fumar. Sé que a Patricia eso la preocupaba, porque yo andaba con muletas, no tenía la movilidad al cien por ciento de mis capacidades; pero le preocupaba más lo que la gente pensara de ella —Chasqueo la lengua—. Siempre se preocupó del qué dirán los demás. Cada vez que se enteraba que yo sacaba una mala nota en la escuela, o me escapaba para ir a jugar a la play a lo de algún amigo, su reproche era «¿Qué van a decir los vecinos?», «¿Qué van a pensar los padres de tus compañeros?» En realidad, su malestar siempre iba dirigido a creer que los demás iban a juzgarla de mala madre.

»Un día, se enojó conmigo porque yo estaba desaprobando todas las materias y la habían llamado de la escuela para comunicarle que no asistí a clases —Sonrío, sin gracia— y me gritó que no quería volver a verme hasta que me comportara como un hijo ejemplar. Me enojé... Nos enojamos, discutimos y me fui de casa sin llevarme nada.

»Me iba a ir solamente un rato; supuse que después iba a mandar a alguien a buscarme. Pero no... Yo estaba enojadísimo; me subí a cualquier colectivo y me fui lo más lejos posible de casa. Después no sabía ni dónde estaba, ni cómo volver, no tenía plata y... ubicate en la época —Juego con mi septum—, tampoco tenía celular. Ni siquiera Patricia tenía celular.

—¿Ninguna persona te ayudó a volver?

Levanto los hombros. Aunque es un tema del que no me gusta hablar, me sorprende a mí mismo comprobar que no estoy incómodo tratándolo con ella. Tami no me mira a los ojos, sigue observando un punto, en el agua, entre sus piernas.

—Algunos peatones lo intentaron, pero, en general, querían llamar a la policía para que se comunicara con mi mamá. Y eso me daba miedo, así que huía... No te sé decir por qué —admito—; supongo que no quería que la obligaran a recibirme, quería que fuera ella quien me buscara por decisión propia.

Miro mis manos. Los dedos gruesos aferrados a la esponja de baño, tatuados con flechas azules ornamentadas con rombos; diseños que fui inventando sobre la marcha mientras me tatuaba. Tengo la sensación de haber estado hablando de la historia de alguien más.

A veces siento todo muy cercano, como si hubiera pasado hace veinticinco minutos. Pero otras veces, apenas recuerdo que ese nene flacucho y desgarbado, famélico, mendigando en esquinas y en plazas, era yo.

En esa época, con catorce años, estando en la calle; pensaba que Patricia no iba a tardar más de unas horas en encontrarme... Creía que tenía que ser paciente.

—Te entiendo perfectamente —dice Tamara de repente. Su voz continúa algo ronca, pero está firme—, cuando tenía quince años tenía ganas de que mi mamá me comprara un pijama de Pikachu; le dije que me encantaba muchísimo, pero ella no me lo compró. No se lo quería pedir, quería que ella tuviera ganas de comprármelo. Fue como una puñalada directa al corazón —Me mira de reojo, irónica, y vuelve su mirada al agua.

—Sí, tenés razón, eso es mil veces peor —asiento.

—Sí, así que no te quejes.

Estallo en una carcajada y le salpico la cara con agua.

—¡Tonta! —exclamo entre risas.

Ella me acompaña riendo fuerte.

La asisto, de nuevo, hasta mi habitación tras haberle prestado más ropa. Me alivia ver que se siente mejor, aunque sigue con pocas energías. Ella se comunica con su mamá para explicarle que está guardando reposo y acordamos que pase una noche más en mi casa.

En la noche, me pongo una película mientras Tamara descansa sobre mi pecho y, a pesar de que la trama es interesante, me paso todo el tiempo mirándola a ella.

Cada vez que me percato de eso, vuelvo la vista a la pantalla del televisor, diciéndome a mí mismo que la observo para comprobar que no vuelve a tener fiebre, pero... ¿A quién quiero engañar? La miro porque me encanta su rostro.

N/A: Muchaaas graciaaas por todo el apoyo que está teniendo esta novela <3. En serio no tengo palabras para agradecerles todo; como saben, es la primera novela original que publico y la primera obra en Wattpad que subo en muuuuchoooos años. Tantos años que la plataforma está bastante cambiada a como la conocía. 

Sin embargo, le están dando tanto cariño a esta obra que ya pasó las 1.300 lecturas, y me parece muchísimo considerando que no soy una autora conocida en la plataforma <3. Me inspiran a terminar de corregir otras de mis obras, tengo ganas de compartir muchas de mis historias con ustedes <3 

Este capítulo es uno de mis favoritos. Conocemos más de Dami y más de Tami, vemos cómo se va desarrollando su vínculo y los conocemos en una faceta más íntima. Espero que lo disfruten tanto como yo y que me dejen sus opiniones y apreciaciones por acá:

¡Nos leemos el siguiente jueves!

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