Vestidos de noche de Yukio Mishima

De qué hablo cuando hablo de...

Vestidos de noche de Yukio Mishima.

De la existencia de Mishima se dice que hay dos: el intelectual obsesionado y el mundano, delimitado por la imagen que el resto del mundo dice e hizo de él. De una manera similar se ha dividido su producción literaria, tan amplia y variada que no es de extrañar que el mismo Yasunari Kawabata se sorprendiera al recibir el Nobel alegando que un genio como Mishima nos llega cada dos o tres siglos. No sé si sólo habrá habido dos Mishima como se dice —o más—, pero lo cierto es que en cuanto a su trabajo resulta un tanto más sencillo entrever estas diferencias.

Vestidos de noche entra en la segunda categoría, en esa más «mundana». La novela presenta, en una narración sencilla en su fluidez y recursos, las peripecias de un joven matrimonio, la absurda aceptación de las etiquetas occidentales con todo lo que esto conlleva en una sociedad de cultura tan arraigada, y la soledad.

De entrada la novela revela la situación de manera clara: Ayako es una muchacha de clase alta que al ingresar en el Club Hípico Imperial conoce a la señora Takigawa, viuda del embajador japonés en Londres, tan acostumbrada a las etiquetas sociales como para sumergir su vida en ellas, en una combinación rígida entre éstas y las propias tradiciones japonesas. Entre ambas surge un cariño aparentemente natural. Ayako encuentra en la señora Takigawa una buena mentora, y la mujer encuentra en Ayako una compañera servicial y dispuesta a complacerla que pronto considera una candidata ideal para su hijo. A diferencia de la señora Takigawa, Toshio no disfruta el rígido protocolo de las clases altas. Sin embargo, nunca deja entrever su descontento en estas reuniones, de ahí que a Ayako no se le presente oportunidad para comprobar todas esas quejas que la madre ha hecho sobre el hijo, a quien califica de caprichoso y terco.

Quejas que siempre le causaron curiosidad al no comprender por qué una madre hablaría mal de su propio hijo. A Toshio se le cataloga como un buen muchacho, y lo es, de ahí que le mortifique la frivolidad de sus reuniones porque, para él, los conocimientos adquiridos deberían servir más que para poder mantener una conversación con aristócratas y políticos en situaciones de nulo valor político y/o comercial; además, estas reuniones también marcan en su vida el rígido control que su madre intenta todavía imponer sobre él, más allá de lo económico, lo que presenta otro conflicto para él.

El conflicto de la historia empieza a tomar forma cuando la señora Takigawa comienza a notar que Ayako no será para ella otro puente para controlar a Toshio. Ayako, que hasta entonces no había mostrado gran ambición, no quiero que su matrimonio fracase tan temprano, pero las maliciosas intervenciones de su suegra le develan un carácter de ella que nunca antes había conocido y que se le dificulta cuestionar.

La historia, de base, es una historia de amor. Mishima desarrolla la relación con naturalidad. No hay duda de que Toshio y Ayako se han enamorado a pesar de que su relación se concertó de manera tradicional; resalta que los momentos íntimos, reales y significativos de la pareja como tal se lleven a solas, en lugares aislados, mientras, por otro lado, nos sobrecarga la incertidumbre de su futuro en las escenas de reuniones sociales, en las cuales los jóvenes se ven obligados a tomar distancia para así socializar con los invitados.

No sorprende que Toshio quiera llevar su relación en paz tan lejos de todas esas reuniones inútiles plagadas de etiquetas y vestidos de noche, lo que pone en aprietos a Ayako, cuyo cariño hacia ambos —madre e hijo— es tan auténtico (en ese toque individual sin descuidar su posición frente a los demás) que continuamente se encuentra sopesando las posibilidades de herir a uno o a otro con sus decisiones. Y luego están la elucubraciones de la señora Takigawa en un afán de convertir a Ayako en otra herramienta más de control a base de engaños, intentando arrastrarla a su ambiente, fingiendo un apoyo que no hace sino angustiar a la joven esposa, dividida entre la lealtad hacia su marido y sus deseos de no ofender a su suegra. 

Mishima plantea una lección cuando Ayako, con el corazón más firme, decide, por recomendación de Toshio, no asistir a una velada organizada por su suegra que cuenta con la presencia especial de la Princesa Imperial. Aquí se da esta ruptura real que aleja a la joven pareja de todas las fachadas y los traslada a un restaurante parecido a los que Toshio visitaba cuando era universitario, abriendo para ellos una puerta hacia la confianza y el entendimiento mutuo, libres al fin de los ojos que más que como personas lo miraban como un espectáculo: el matrimonio soñado. 

La señora Takigawa, sin embargo, frente a semejante «ofensa», hará uso de una última estratagema porque, ya rendida de sus intentos por convertir a Ayako en una herramienta de control, decide que debe separarlos.

Irónicamente, incluso esta posible ruptura —así como la concertación del matrimonio—, carga consigo cierta rigidez protocolaria. Toshio entonces hace una vuelta de tuerca, aprovechándose de esta misma rigidez para intentar convencer o al menos prolongar un poco la situación para así sobrellevar mejor los pedidos dramáticos de una madre que, en última instancia, está dispuesta a recurrir a la muerte con tal de separarlos y tener de vuelta a su hijo. Pero los dotes diplomáticos de Toshio (que lo habían llevado hasta la casa de la Princesa Imperial) rinden mejor de lo que él había esperado, y es un viaje a Londres lo que no sólo liberará momentáneamente al matrimonio de la pesada presencia de la señora Takigawa, sino también lo que aliviará los ánimos de la mujer, llevándola a una inequívoca confesión, que, al menos por el momento, calmarán las aguas entre las dos mujeres: 

A través de toda la novela se hace presente la crítica a una sociedad que no termina de formar una identidad, y el peso que esto ejerce sobre los conceptos de individualismo versus colectividad, temas recurrentes en la literatura japonesa desde su apertura al mundo, y tema también constante en la obra de Mishima. No es la primera vez que Mishima caricaturiza estos frívolos encuentros culturales entre las clases privilegiadas, y no sólo desde la perspectiva japonesa hacia lo occidental, sino también de lo occidental hacía lo japonés. Las reuniones de etiqueta de corte occidental, la luna de miel en Hawái en donde Toshio y Ayako conocen al matrimonio McDonald supuestos amantes de lo japonés, coinciden en cierta manera con varias escenas de la Tetralogía de El mar de la fertilidad; Mishima caricaturiza al extranjero que en su afán de aparentar conocer el corazón de la cultura japonesa termina como un estrafalario desubicado del que nadie reniega por su posición y por ese afán japonés a la no confrontación; caricaturiza al japonés que pone en riesgo su propia identidad cultural y/o personal en su afán por abrirse al mundo sin notar que tal vez se esté abriendo demasiado a ciegas.

El poco utilitarismo que el joven Toshio encuentra en esas frías reuniones, su posición en ellas, la soledad que siente, no podría afirmar que es una auto inserción de Mishima por muchas similitudes que encuentre entre él y el personaje (mucho menos pretendo caer en este error). En todo caso, las pocas pero vehementes participaciones de Toshio en cuando a lo que verdaderamente siente y piensa, sirven para remarcar el tono social en esta novela romántica; sirven para remarcar la frivolidad de una clase social que prefiere cancelar un encuentro escolar con el fin de no entorpecer su propio entretenimiento (y que peor, tiene el poder para ello).

A lo largo de la novela la tensión es constante, el tono de la misma le va dando forma a un desenlace no muy esperanzador. Quizá sea esto lo que más sorprenda, y lo que mejor delimite este trabajo de las otras obras de Mishima, aparte de la narrativa sencilla y lineal que no toma pausas para contemplaciones intelectuales ni filosóficas (como suele ser habitual en él). El final feliz no es final como tal, pero presenta la posibilidad, de una manera ligera, quizá no muy en concordancia con el tono que la novela llevaba hasta el momento (una falta tal vez cometida por la costumbre de ese otro Mishima más pensado) pero tampoco del todo impropio.

En resumen, Vestidos de noche podría ser una novela romántica más, y probablemente lo sea, por lo que no deja de resultar admirable en cierta medida que Mishima haya aprovechad ciertos espacios en esta lectura ligera para cargarla con pequeña pinceladas irónicas de críticas y cuestionamientos. 


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Abro el espacio con una novela de Mishima que puede que no sea muy sonada (ni yo misma la conocía) y de esa faceta de él (la más comercial) que no se suele alabar.

Espero haya gustado.

Un saludo y hasta la próxima. 

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