Una Huida Perfecta - III -
La inminente puesta de sol en el horizonte, se dibujó en los ojos de Lidias que le salió al encuentro. Contempló el rojizo firmamento unirse a la agreste tierra de occidente. Oprimía con apatía las riendas de su caballo, llevaba las manos acalambradas y entumecidas.
Hacía ya dos horas que el corcel avanzaba al paso, ella no se había percatado, pero ya no lo guiaba. Mientras miraba la esfera brillante ser devorada por las pardas montañas, salió de pronto de su estado de letargo. ¿Dónde estaba? —No tenía remota idea—. Lo cierto es que en algún punto al sur de donde fuera que estuviera el palacio que había dejado el día anterior.
Ya no la seguían, o al menos estaba segura de que habían perdido su rastro muchas horas atrás.
Exhausta, se dejó caer hacia adelante apoyándose sobre las crines de la cabalgadura. Éste echaba resoplidos mientras seguía con su parsimoniosa marcha, parecía que sólo mecía a la muchacha en su grupa.
Los muslos dolían con horror. No había reparado que llevaba cabalgando por horas (un día y una noche), que había pasado a toda carrera escapando de los hombres de la Sagrada Orden. No había tenido el tiempo de comer, apenas y de beber. —Quizá en algún momento tenía el recuerdo de haberlo hecho—. Sin embargo, hasta ahora no había sentido nada: ni hambre, ni sed y mucho menos se había percatado de que se había privado del resto de sus necesidades humanas.
El inconfundible sonido del caballo vaciando la vejiga llegó a sus oídos. Lidias todavía rendida a horcajadas sobre el cuello del animal, apretó con la mano las crines y con la otra, que caía lánguida apenas sosteniendo la rienda se ayudó para enderezarse de nuevo sobre la montura.
—Bueno, debes estar tanto o más exhausto que yo de seguro. —Se apeó con un esfuerzo sobrehumano, al sentir como las piernas entumecidas le temblaron cuando quiso posarse sobre el estribo—. Después de todo aquí parece buen lugar para estirar las piernas, además tú y yo debemos comer y descansar.
"Envuelta en el talego que encontró en los establos, salió con tranquilidad y atravesó el portal apenas llamando la atención de la guardia. Sin embargo, sabía que cuando notaran su ausencia empezaría una búsqueda incesante. Así que a toda espuela avanzó hasta la finca de los Tres Abetos, sabiendo que Lord Condrid se había mudado al palacio y que por desgracia ser Roman estaba en los calabozos: hallaría a los dueños de casa.
Los siervos de la casa le dieron bienvenida, una vez allí Lidias pidió hablar con Jen, el escudero de ser Roman.
—No me trae hasta aquí la buenaventura —confesó, cerrando la puerta de la sala para asegurar la discreción—. Tu señor se someterá a juicio en tres semanas. No será un juicio justo.
—¿Está hablando de confabulación? —El siervo se mostró sorprendido—. Toda la casa está sufriendo con la noticia.
—Y podría tener un desenlace aún más triste —enfatizó Lidias mirando con disimulo a la ventana, deseando no aparecieran los hombres del palacio buscándola—. Me iré en busca de la verdad.
—¿Se irá de la capital señorita? —inquirió Jen— ¿El señor sabe de esto?
—No —se apuró en contestar—. Y tampoco debe saberlo. Encontraré al verdadero asesino y limpiaré el nombre de tu señor y el mío.
—¿El suyo mi dama? —El ceño de Jen se frunció—. Usted no tiene nada que demostrar.
—Conspiran en mi contra en la Torre Púrpura. —Lidias se apuró y se acercó más a Jen—. Lo cierto es que necesito tu ayuda. Concédeme el dinero que Roman puso a tu custodia, lo devolveré apenas pueda regresar al palacio en condiciones de hacerlo.
—No se preocupe mi dama. —El escudero reverenció a Lidias e hizo ademán que lo esperara—. El señor ya me indicó que le sirva a usted como si de él se tratara. Ya regreso.
El escudero salió de la sala, mientras Lidias se quedaba allí mirando la ventana con nerviosismo. De pronto los estandartes purpura de la Torre de Interventores se dejaron ver en la lejanía, las tropas de los interventores venían a la finca, de seguro en su búsqueda. Jen venía por el pasillo cargando tres bolsas de oro, la princesa corrió a su encuentro y las recibió con prisa. Una venia despidió al escudero y la muchacha desapareció rauda por el pasillo.
Afuera Lidias se montó al caballo y hundió las espuelas, partiendo una impredecible carrera hasta el portón. De frente a solo unos cien varas, los hombres de la Torre cabalgaban a su encuentro y entonces Lidias salió del camino adentrándose en la foresta."
Se llevó ambas manos a los muslos, las frotó para desentumecerse las piernas y aplacar el agudo dolor que estaba sintiendo «¿Cómo hacen los hombres cuando cabalgan durante días?». El escozor no parecía menguar por más que se sobaba.
—Me has recordado de que yo tampoco he liberado mi vejiga en todo el camino. Encima está oscureciendo y comprenderás que no tengo la suerte tuya. —Le dijo a su montura.
Miró la enorme poza que la bestia había dejado bajo sí, luego observó en derredor.
El paisaje era una llanura tosca y polvorienta, había algunos guijarros y pedruscos enormes esparcidos a la redonda y más atrás aun podía ver las sombras del lejano bosque de abetos, el cual unas dos horas atrás había cruzado.
Todo allí era menos frondoso. No había arboles cercanos, uno que otro espino de cuatro palmos y algunos arbustos faltos de verdor, eso sí, a unas cuantas varas se podía apreciar una pradera cubierta de pastizales amarillentos.
«Ni modo. Aquí no hay nadie y tampoco creo que pueda aguantar un poco más».
Se alejó un par de varas, aflojó el cinto y se bajó la calza. Despacio y ayudándose con las manos sobre el regazo se puso de cuclillas, acompañada siempre del incomodo escozor muscular producto de la larga cabalgata. El líquido humedeció el reseco suelo un instante considerable, después de todo, llevaba más de un día reteniéndose.
—Procura no mirarme. Ya es humillante tener que hacer esto delante de alguien, aunque ese alguien sea un animal.
Lidias hablaba con el caballo para no sentirse tan sola, mientras lo guiaba hasta la pradera próxima en la que éste pudiera pastar.
Ya había anochecido, pero la enorme esfera plateada en el firmamento iluminaba tanto aquella vasta llanura, que más que la noche parecía una alborada azulada. Luego de beberse más de la mitad de su pellejo, echó mano a las alforjas en busca de queso y algunas zetas secas, de las que se había hecho antes de partir.
Estaba helando y la inmensa planicie no ofrecía ningún cobijo al implacable frío que llegaba sin piedad a malograrla. Aun cuando era verano, en aquellas zonas tan al norte del continente la temperatura jamás se elevaba lo suficiente, mucho menos por las noches.
Lidias comprendió que tenía que encender una fogata si quería amanecer viva. Aunque por otra parte desistió de su idea al pensar que, de estarla buscando el fuego atraería la atención de sus perseguidores.
Como pudo se acomodó entre las escasas cobijas que traía consigo y se arropó con todo lo que logró echarse encima, montura y ceñidor incluidos. Tampoco se quitó del todo sus corazas, excepto las hombreras que provistas de un forro acolchado usó de buena almohada. No le costó tanto como creyó cerrar los ojos y dormir, considerando lo cansada, dolorida e insolada que estaba.
Las caricias tibias de la alborada con sus rayos de luz, desvelaron los claros ojos de Lidias que de súbito aparecieron tras el despertar de sus parpados. El delicado rostro ahora sucio y el liso cabello lleno de polvo y semillas de pasto, era lo único que apenas sobresalía del cuerpo bajo las mantillas, todo el cuero y la montura incluida que le arropaban.
Se llevó la mano a la frente a modo de visera, para evitar que los rayos del sol le encandilaran la mirada. Localizó a su rocín que pastaba en la pradera a pocas varas de su improvisado lecho. Se enderezó comprobando que el dolor en sus muslos no se había ido. Peor aún había empeorado, al menos ahora solo era muscular y el escozor entre sus piernas ya se había marchado.
Pese a que Lidias acostumbraba a usar calzas de cuero para equitación aún en su cotidiano, el roce del galope y el calor de todo un día a horcajadas, le habían dañado la piel al interior de los muslos.
Abrió la alforja y sacó algo más de queso para desayunar. Mientras lo hacía, sentada de costado como estaba, apoyando el peso de su cuerpo sobre el brazo izquierdo y con el otro llevándose a la boca el alimento, prestó atención a toda la llanura.
Ahora se le hacía más sencillo observar con la luz del día y el ánimo menos cansado. Las grandes montañas pardas que contempló el pasado atardecer y que ahora no tardó en comprender que se trataban de las cumbres de Ninnei. Lejanas como las veía en el horizonte no podría estar tan equivocada, pues sabía que había viajado siempre en línea recta, transversal a la ciudad de Freidham, su hogar. Si bien la princesa poco conocía por sí misma fuera del palacio, según mapas que bien había estudiado, ella debía estar en las estepas de Reodem. —O no muy lejos de allí—. Si eso era cierto, la civilización no debía estar muy lejos.
De Reodem tenía entendido que era una ciudad de mineros. El comercio era prospero aunque un sitio peligroso, ajena a las leyes del reino y bajo la tutela de la abadía de la Sagrada Orden. Allí llegaba todo tipo de gentes, desde honrados trabajadores optimistas y ambiciosos buscadores de fortuna, hasta ladrones, violadores y asesinos en busca de nuevas, y mejores oportunidades.
Aunque no lo había decidido así desde un principio, quizá el destino la traía hasta estas tierras por una buena razón. De ser afortunada, aquel sitio era el mejor lugar para comenzar a buscar pistas (de haberlas), del verdadero asesino de su padre. Como fuera era el lugar exacto en donde podría encontrarse a mercenarios, sicarios y toda clase de mal vividores dispuestos a ofrecer sus lóbregos servicios a cambio de buena paga.
Lidias ensilló el caballo y retomó su ahora preparado rumbo, aunque no terminaba de decidirse si Reodem estaría más al norte o más al sur desde donde ella estaba. Sin embargo, optó por lo más sensato que le pareció: continuar en línea recta hacia las montañas, si bien no sabía si más al norte o más al sur, la ciudad estaba casi enclavada en las montañas. Así pues, de cualquier modo aún tenía que estar más cerca de las cumbres para decidir dónde ir, quien sabía si fortuna le sonreía, quizá hasta se encontrara de frentón con las murallas de la urbe.
Recordó que el rocín no había bebido un sorbo durante todo el viaje. De inmediato un calofrío recorrió todo su cuerpo, de solo pensar que aquel bruto podría morir de súbito si no encontraba la forma de hidratarlo cuanto antes. La sobre exigencia de la cabalgata del día anterior, debía tenerlo muy a mal traer y Lidias había oído historias de varones que quedaban en medio de travesías enormes y sin transporte, cuando sus monturas perecían por la sobre exigencia. A menudo esos varones también morían en la soledad de las estepas, cuando el frío y el hambre los devastaba.
No podía dejar que su caballo muriera de sed. Sin él, salir de aquel llano se veía una tarea difícil, más aún si todavía la seguían, no tendría oportunidad de escape de no contar con su montura. Estos pensamientos desaparecieron al instante, cuando comprobaba que el aroma en la brisa se tornaba húmedo y el sonido inconfundible de un arroyo la invitó acelerar el paso.
No podía tener mejor suerte hasta ahora, encontrarse justo a tiempo con un afluente le alegraba el día, en primer lugar, porque podría saciar a su bridón y en segundo, el río era la mejor guía que podría querer para encontrar la civilización. Ahora sólo tendría que seguirlo aguas arriba y sería cosa de tiempo hasta hallar un poblado, o quizá hasta la misma Reodem. Si bien parecía que el azar estaba de su parte, tampoco se lo puso tan sencillo, después de todo encontró el río, pero llegar a sus aguas por ahora estaba complicado.
Al borde de la quebrada contempló la verde foresta que parecía emerger de la nada. Un tupido bosque de robles le saludaba y se burlaba de su desdicha al no poder bajar el empinado barranco que les separaba de ellos y el río que reflejaba sus copas. Echó trote bordeando el precipicio con la esperanza de encontrar más adelante alguna pendiente menos elevada donde poder bajar. Y en hora buena, porque no tardó en divisar a lo lejos una sección del despeñadero donde de seguro podría descender.
El paisaje era bellísimo comparado con la árida estepa por la que había caminado largo rato, ahora se adentraba en una llanura más húmeda, llena de verde, arbustos, prado, hierba fresca y turgente, y todo bajo la sombra de enormes copas que daban la bienvenida a las riveras de aquel torrente cristalino.
El bayo se acercó sin timidez y bebió enseguida de las tranquilas aguas una vez alcanzada la orilla. De inmediato Lidias observó a su alrededor, pese a la emoción que le suponía encontrarse en aquella bendita rivera, sabía que debía seguir alerta. Así es como notó que el bosque le cerraba la vista al intentar mirar por sobre las copas de aquellos gigantes, lo cual le impedía ver el borde del precipicio que había bordeado un rato antes de llegar a la hondonada. Recordó que ella tampoco podía ver hacia abajo con toda claridad directo a las riveras del arroyo y enseguida comprendió que el lugar era perfecto para avanzar oculta.
Advirtió en aquellas aguas que le invitaban a refrescarse. Lo meditó en lapso de segundos y no creyó que fuera una mala idea. Después de todo se sentía muy acalorada bajo el ropaje y la armadura, además de saberse sucia y transpirada después de tanto viaje. De cierto no le venía nada mal un buen baño en ese momento.
Se sentó en una roca y comenzó a quitarse las botas de cuero de nutria. Desnudó sus blancos y pequeños pies, que sintió libres y aliviados después de semejante martirio.
Lidias, nacida y criada en la comodidad de palacio, jamás se había tenido que ver antes en una situación tan extenuante. Pese a que de todos modos había sido entrenada para una situación así, bajo la tutela de los paladines de Roman.
En poco tiempo había aprendido a jinetear un grifo, a usar el arco y la ballesta, y por sobre todo la noble arma de todo caballero. En menos de dos veranos, Lidias se había vuelto tan diestra con la espada, como cualquiera de los mejores hombres del rey. Sin lugar a dudas, era algo que llevaba en la sangre y colmaba de satisfacción a Theodem. No había habido princesas guerreras en Farthias, desde hacía mucho tiempo, y ninguna con la belleza y gracia de Lidias.
Titubeó un poco y echó varias miradas en todas direcciones antes de continuar desvistiéndose. Entonces se despojó de las calzas que dejó estiradas sobre la roca, junto al cinto, el peto de acero y las hombreras de cuero y metal.
Amontonó las prendas y el grueso cinturón desde el que colgaba también la funda y el alfanje.
A la vista y merced de la briza, quedaron unas oblongas pantorrillas. No parecían tener fin, tornándose con delicadeza en sus bruñidos muslos.
Descolgó la tira de cuero que colgaba a su espalda, donde traía bien fija una ballesta de mano cargada y dispuesta a disparar sus dos virotes cuando su dedo presionara el gatillo. La colocó a su vera y prosiguió a desnudarse de la cintura hacia arriba.
La pálida desnudez de sus pechos fue acariciada por la briza fresca. Dos bultos que aún no alcanzaban su tamaño adulto, se erguían monolíticos, tersos y redondos cual escultura de mármol. Lidias era una joven mujer de elegante porte y belleza.
Allí se halló, desnuda, con la ballesta de mano en la izquierda y un alfanje en la diestra. Si una cosa había aprendido bien de Roman, era que más valía estar preparado para un enfrentamiento, a que este te agarrara por sorpresa incluso si eres una princesa, cosa que complacía también a su padre.
Se abrió camino entre los arbustos que la separaban de la rivera y caminó descalza sobre la arenisca húmeda. Haciendo molde de sus pies cada vez que pisaba, entró al agua con lentitud pasando por el lado del caballo que continuaba bebiendo.
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