Una boda para Farthias -XXXI-
—Soy yo —se oyó la voz de Roman irrumpir en la sala—. ¿Te sorprendí? Pensé que como gustas tanto de la lectura te encontraría aquí « A solas».
Lidias recorría el único pasillo de la biblioteca, parapetado por sendos anaqueles con variedad de viejos libros. Iba a posar la mano sobre uno cuando se volteó al oír a Roman, aunque no la atrapaba por sorpresa como éste creyó, había escuchado sus pasos del otro lado de la estancia y se preparó para su interrupción.
—¡Ah! Eras tú —exclamó al momento de enfrentarlo, fingiendo sorpresa—. ¿Estabas buscándome?
—Ya no —respondió feliz. Lidias intuyó en él un tono galante.
—Roman, debemos hablar —lo cortó en seco. En ese momento el paladín se aproximaba a ella.
—Lo sé, vengo buscando un momento así desde que has vuelto, desde que puedo respirar otra vez con alivio. —En todo momento sazonaba sus palabras con una sonrisa. Esta vez a Lidias le pareció menos sugerente y en cambio notó el nerviosismo que le provocaba su seriedad. Luego de una vaga pausa agregó—: Te extrañé tanto...
—Roman, ¿todavía quieres tomarme por esposa? —Le interrumpió, tejiendo sus palabras con más rapidez de lo habitual. Fue directo al grano sin ningún rodeo.
El paladín pausó la continuación de lo que estaba diciendo y por un momento pareció que su mirada solo se colmara en la existencia de la joven. Podía notarse en el renovado brillo de sus ojos enamorados. Respondió entonces después de tragar saliva y a la alba tez de su rostro le subieran los colores—: Por supuesto, no hay otra cosa que anhele con más fervor.
—Entonces... —Lidias se zanjó a sí misma y dando un paso atrás bajó la mirada, quizá esta vez en busca de las palabras más adecuadas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Roman, inquieto mientras avanzaba a su encuentro.
—Quiere decir que una vez seas mi esposo, asumirás como rey de Farthias. —En verdad Lidias no encontraba palabras. A esas alturas Roman le había cogido las manos y la acercaba a él con indiscutible dulzura—. «Roman por favor. ¿Qué no te das cuenta que solo intento negociar un contrato político?» Destituyendo a tu padre de aquel cargo.
—No lo sientes ¿verdad? —Lidias levantó el rostro y vio la decepción en los ojos húmedos del paladín—. El amor princesa. En realidad no me amas, Lidias, jamás has sentido esto que yo siento por ti.
—¡No! —dijo casi en un grito. Sin embargo, la pausa que hizo mientras con la cabeza agacha buscaba una manera de continuar la frase, de alguna forma esperanzaba la respuesta que Roman quería escuchar—. Quiero decir. «Dioses si tan solo supieras que ni siquiera podría intentarlo» —Levantó la vista y se encontró con la profunda mirada de su interlocutor, quien todavía no le soltaba las manos, aferrado al incierto tras su mirada inquieta—. Te quiero Roman, de veras. Pero esto va más allá de lo que ambos deseemos para cada uno. Necesito que nos casemos hoy. En cuanto todos estén listos hablaremos de esto en la reunión, solo quería confirmar tu propuesta seguía en pie. Serás un buen rey Roman, no tengo duda de ello.
—¿Por qué tus palabras sugieren que me estás utilizando y sin embargo, mi pecho palpita descomedido de emoción? —Roman le posó una mirada de cierta complicidad y agregó—: Sabes que cumplir mi juramento lo es todo para mí y sabes también que mi amor por ti me haría incluso quebrantarlo. Qué contrariedad ¿verdad?
—Eso no, no estaría bien. —Pestañó con rapidez al sentir la proximidad del rostro del paladín—. Y menos el día que seas el rey...
Cuando los labios de Roman sellaron la boca de Lidias, el primer instinto de ésta fue rechazarlo, no obstante, de haberlo hecho la habría puesto en una encrucijada todavía peor a seguir mintiendo, inventando excusas y en definitiva, besando llena de culpabilidad a su propio hermano. «Perdóname Roman, perdóname porque voy a hacerte y hacernos tanto daño. Pero tú lo has dicho, cumplir tu juramento es todo para ti. Pues que así sea entonces. No tenía otra manera de darte la oportunidad de servir al reino, no sin compartirte el inescrutable dolor te haré sentir».
La conciencia de Lidias rodaba ensimismada mientras sus labios se ofrecían cínicos ante el honesto deseo de la boca Roman, que suplicaba detener el tiempo entre sus lenguas entrelazadas.
El forzado beso, tan cargado de remordimiento por fin llegaba a su fin interrumpido por el carraspear de una garganta detrás de Roman.
—Princesa, mi señor —anunció la voz de Erdeghar—. Ya estamos listos.
El paladín se volteó despacio, soltado lentamente los tibios labios de Lidias, como si terminar aquel beso le regresara a una indeseada realidad. Asintió con el rostro al tiempo en que la princesa inhaló profundo, exhaló y dando dos pasos se adelantó a Roman, quien con una sutil reverencia le ofreció el paso. Siguió a Erdeghar hasta la salida de la biblioteca.
Llegaron los tres al comedor principal de la abadía, allí esperaban sentados: Verón, Garamon, algunos altos oficiales de la sagrada orden que ya habían sido liberados, el grupo de paladines, Lenanshra y por supuesto Fausto, quien de ningún modo quiso perderse detalle de la reunión por más que ciertos presentes gesticularan cierta imprudencia.
—Bien, creo que podemos empezar. —Verón al igual que el resto se pusieron de pie, hasta que Lidias tomó asiento y señalando con la mano dio paso a que volvieran a sentarse.
—Asumo que muchos de los que están aquí no están conscientes, o solo se les ha enterado parcialmente de los hechos que atañen —empezó diciendo la princesa—. Seré concisa en enteraros, sobre todo de lo atingente al ahora.
Lidias sentada a la cabecera del gran mesón, cobró la total atención en los presentes y relató con la propiedad de quien vive los hechos, todo cuanto le había acontecido desde que se marchó del palacio, hasta ese momento.
—La tiranía de la que Condrid Tres Abetos está haciendo presa al reino, es el primer eslabón de una cadena que amenaza con oprimir a nuestro pueblo. Un pacto que permita la entrada a nuestras tierras de la raza más hostil de todo el continente es una declaración de muerte. No sólo porque dude del mantenimiento de esa promesa, sino, porque auspiciar una guerra contra el vecino imperio de Sarbia, nos condena a un enfrentamiento que podría costarnos nuestra soberanía. —argumentó la princesa mientras clavaba miradas en la audiencia.
—¿Cuáles son nuestras opciones? —espetó Erdeghar tomando la palabra—. Quiero decir, esto es un golpe de estado. Pero ahora mismo no somos ni una cuarta parte de toda la nación en contra de la guardia real de Frehidam. La guardia atrapada por la lealtad a los estatutos del reino, no dejarán de proteger al legítimo gobernante, lord Protector Condrid. Un derramamiento de sangre entre hermanos, es lo último que quisiéramos. Y ni hablar de que no somos número para enfrentarlos.
—Nadie habla de derramar sangre, incluso aquella que hoy ha traicionado al reino merece un juicio ecuánime. Es por eso, que le daremos a Farthias un legítimo gobernante cuyos ideales y valores reflejen la esperanza de los justos. —La princesa miró de reojo hasta el puesto de Roman, y sin tomarse un momento más para pensarlo anunció—: Esta noche se celebrará una boda, mi boda. Y así mañana Farthias despertará con un nuevo rey.
La princesa clavó de lleno la mirada en dirección a ser Roman, inclinó un poco el rostro con solemnidad y le invitó la palabra. El paladín tragó en su puesto, lo podía la emoción, pero en su fuero más interno estaba consciente de que al fin y al cabo su prometida estaba sellando un acuerdo meramente político ante aquel comité de leales. En el fondo habría deseado que todo se diera de un modo muy diferente a lo que ocurría. Se puso de pie y luego de carraspear para despejar el nudo de su garganta, habló:
—Consciente de lo expuesto y en mi más profunda y sincera intención. ¿Atiende usted a mi petición de su mano? —se hizo escuchar en toda la sala, mientras sus ojos se clavaban en el rostro aunque cansado, hermoso de Lidias—. ¿Acepta pues ser mi esposa?
Ante la mirada expectante de los reunidos, Lidias sorprendió a un Roman cuyo corazón podía oírse a un estadio de distancia, respondiendo con un "Sí, acepto ser Roman Tres Abetos, Alto Paladín del reino y desde este momento príncipe de Farthias"
—Entonces está dicho —se cobró la palabra Verón—. Tenemos trabajo para esta noche. No puede faltar en la boda de un rey y una reina por muy improvisada que sea, el vino, la comida, y por supuesto un testigo de cada señorío en lealtad. En falta de aquello, según los estatutos todavía vigentes de la corona, la unión no tendría validez.
—Maestre Verón, sin ningún ánimo de desatender a su palabra. No creo sea necesario en un momento como éste, superfluas pompas como la bebida y la comida —advirtió la princesa en un tono de práctico reproche.
—Mal entiende mi dama —señaló el aludido—. Por lo menos tiene que haber bebida y comida suficiente para los testigos y los novios, es promesa de un buen porvenir para el reino. No debe olvidar que los convidados a la boda serán los ojos, los oídos y las bocas de los dioses que les bendecirán.
—Lo desconocía buen maestre, lo que menos quisiera ahora es deshonrar a los dioses en los que reposa la fe de mi pueblo —y diciendo esto, la princesa que ya se había puesto de pie llamó con decisión—. Será mi petición entonces a los buenos surcadores del cielo, paladines del reino, que busquéis y traigáis lo antes posible a un representante de cada señorío del reino para que firme en la ceremonia pactada para esta noche. Habrá pues un banquete, vino, música, baile y todo aquello que con vuestra ayuda podamos lograr tener para antes de este atardecer.
—Ya habéis oído a nuestra princesa —clamó Roman a sus hombres—. Os pido cumpláis este cometido en honor a la verdad y la justica.
Lo mismo hizo a su modo Verón con los suyos, llamando al abad preparar a los cocineros. Mientras los paladines del reino, atendiendo con diligencia se marcharon enseguida para cumplir con lo exigido por Lidias.
***
Era increíble, jamás la princesa hubiese imaginado que en tan solo poco más de cinco horas aquellas personas lograrían adornar el salón y el jardín interior de la abadía, cocinar para un batallón completo y encima tener detalles como músicos y entretención. Suerte que aunque no estaban en Frehidam y el palacio, la ciudad de los Capas Púrpura contaba con todas las comodidades que podría requerir el más pomposo rey, y de eso no quedó duda alguna.
Lidias se encaminó desde los corredores decorados con flores de papel y cintas en las columnatas, hasta la glorieta rodeada de rosas, que la esperaba en medio del el jardín. Ya había descansado suficiente en una de las habitaciones que le habían ofrecido y ahora salía de la abadía, dispuesta a orar por primera vez en quizá tanto tiempo que ni lo recordaba. Se hincó frente a la imagen que representaba al dios Semptus y realizó el sacro signo sobre la frente. Al poco tiempo escuchó que alguien se acercaba, nada más oír los pasos a su espalda detuvo la plegaria mental y echó un suspiro en el que se adivinaba resignación.
—No vas a decirme ahora que sabías que me encontrarías aquí —dijo al incorporarse y sin todavía darle cara a Roman que la observaba con un paquete en la mano—. Sabes de sobra que jamás he sido muy devota.
—Me asombró verte orar, parecías hacerlo con gran fervor... y más aún ante Semptus —argumentó el paladín y dio un paso más al frente—. La verdad te seguí cuando te vi salir de tu habitación.
—¿Ya me montas guardia? —Arrugó el entrecejo y elevó un tanto la mirada en señal de disgusto.
—No, apenas regresé hace unos momentos desde Arwil. —El paladín tomó el paquete que llevaba bajo el brazo y acercándose más a Lidias lo extendió con una sonrisa—. Mi hermana me ayudó a escogerlo, sé que es de tu talle y espero que te guste.
La princesa recibió el obsequio dudando un momento antes de abrirlo, luego ante la expectación mostrada por el paladín, se decidió a jalar de las cintas que lo cerraban. Enseguida advirtió en la prenda de seda y encajes que descolgó en sus manos. Era un hermoso y elegante vestido damasco que de inmediato volvió a cubrir con la envoltura apenas mirarlo.
—¿No ha sido de tu gusto? —inquirió Roman, sin notar la humedad en los ojos de la princesa.
—¿Fuiste a Arwil, solo para traerme un vestido? —La voz de Lidias tenía cierto tinte pesaroso, pese a eso, tan sutil que un oído distraído hubiera tachado de indolente—. No hemos tenido buena noche, pudiste aprovechar la tarde para descansar como yo misma me he permitido.
—O no, nada de eso. También fui para traer a Cimera —argumentó al instante el paladín—. Como es Plegaria de Hukuno y reside en Arwil, bien puede ser nuestro testigo de parte del señorío del Este.
—Cierto, tu hermana Cimera, olvidaba que era ella una Plegaria. —La princesa sonrió y apretó el vestido en la mano—. Tiene más o menos la misma edad que yo, solo me acuerdo de ella de pequeña , si hoy la viera seguro no la reconozco.
—Seguro la reconocerías, tiene un increíble parecido físico a ti, es de lo más extraño. Está dentro, seguro recorriendo el lugar, no las dejan salir mucho del templo, ésta fue una excepción muy puntual –explicó Roman, luego volviéndose a Lidias dijo—: ¿Vas a probártelo?
—Oh, el vestido. Claro que sí, gracias, de verdad es un gran gesto de tu parte. Ahora es cuando lamento no tener nada que obsequiarte yo a ti. —Agachó un poco la mirada, lo cierto es que más que otra cosa estaba distraída desde había mencionado a Cimera.
—De eso nada, solo espero que la decisión que has tomado te haga tan feliz a ti como a mí. —Roman sonrió y reculó, como evitando una pronta respuesta y antes de retirarse agregó—. No te quito más tiempo, vamos continúa con tu oración creo que ya te he interrumpido suficiente.
La princesa en lugar de responder, como en su expresión podía notarse que quería, se quedó en silencio y dio media vuelta dándole la espalda, luego se llevó ambos ambas manos empuñadas a la cara y apretó la seda del vestido contra su boca reteniendo un nudo en la garganta.
***
La ceremonia conyugal de dos príncipes no era muy diferente a cualquier símil celebrada en Farthias, en que dos parejas se unen para oficializar su amor y formar una familia. El único contraste entre una boda real y la de un poblador, radicaba en los testigos. Que para un miembro cualquiera de la sociedad bastaría con que fuera algún pariente u amigo del novio, mas para la realeza esos testigos tenían que ser nueve: uno por cada señor al servicio de la corona.
Allí estaban, nueve invitados de honor de pie rodeando a la pareja que enlazaba sus manos mirándose de frente, un invitado representando cada ducado .
—Roman Tres Abetos, alto paladín y celoso guardián de la verdad, la justicia y el honor —la potente voz del abad reverberaba en las paredes cóncavas del monasterio—. Ante ti tienes a Lidias Mondabrás, princesa de Farthias, sobre quien reposa la bendición del dios Semptus, el amor de Himea y el poder de Hukuno, para conceder a quien la despose, el derecho de ser rey.
Lidias se estremeció y aunque en todo momento intentó evitar el contacto directo con la mirada del paladín que caía sobre ella, sabía que desde que las palabras fueran dichas, tendría que aguantarla hasta acabar la ceremonia.
—Ante mí tengo a la luz, y ante mí la oscuridad; no habrá día en que deje de alumbrarme, ni noche que deje de abrazarme, y cuando Celadora se haga con nuestros nombres, seguiré esperándola o seguirá su memoria despertándome por las mañanas o acunándome por las noches. —Roman terminó con las acostumbradas palabras dichas por el novio y antes que el abad prosiguiera sujetó las manos de la princesa que temblaban, y las besó.
—Roman Tres Abetos, entonces consiente de que vuestra unión ante los hombres y la atenta mirada de los dioses en los cielos ¿Te unes a esta mujer, Lidias Mondabrás desde ahora y por la eternidad? —anunció entonces el abad.
—Así lo quiero y así lo acepto —respondió el paladín.
—Y tú Lidias Mondabrás, consiente de la voluntad de este hombre por desposarte ¿Aceptas sin obligación y bajo libre elección unir tu destino junto a él?
La princesa sintió el peso de las miradas de todos en derredor y sobre todo la de Roman de quien podía casi percibirle el tibio aliento sobre su frente. Inspiró de modo sutil, levantó la vista posándola en los ojos de azul profundo del paladín y antes de en vano haber exhalado asintió con la cabeza.
—Ante mí los desvelos de mis noches y la placidez de mis mañanas; no habrá día que deje de ser mi anhelo, ni ocaso que no le espere. Cuando celadora se haga con nuestros nombres, seguiré en su casa esperándole o seguirán mis días añorándole hasta que venga por mí. —articuló impostando su voz para hacerse oír decidida—. Así lo quiero y así lo acepto.
Y dicho esto, el abad se acercó a la pareja y unió sus manos con un lazo dorado. Entregó tres anillos a Roman y se los colocó en la palma de la mano que tenía libre.
—A Hukuno le digo que desde hoy eres mi esposa.
El paladín colocó uno de los anillos en el dedo medio de la mano derecha de Lidias, a la que permanecía atado. Ella mirando la acción besó la sortija una vez se asentó en su dedo y luego bajó un momento la mirada.
—A Semptus digo que desde hoy eres mi esposa.
El segundo anillo para el dedo anular de la princesa. Lidias esta vez entrecerró los ojos soslayando la mirada de Roman y procedió a besar la argolla.
—A Himea le digo...
La cabeza de la princesa daba vueltas, por un momento se sintió desfallecer, pero al sentir la mano firme del paladín sujetándola, volvió en sí antes de derrumbarse.
—¿Estás bien? —preguntó entre un susurro y todavía con el anillo apretado en su mano.
—Sí, continúa —le respondió incorporándose al instante y se excusó—: Son sólo los nervios.
Roman calzó entonces el tercer anillo en el dedo meñique de la princesa y sosteniendo ahora su mano y la de ella entrelazada y echa un único puño, miró a la comitiva invitada.
—Roman Tres Abetos y Lidias Mondabrás, bajo los cielos y sobre ellos sois reconocidos desde ahora como consortes. Y así su nombre ahora será Roman Tres Abetos y Lidias Tres Abetos, Rey y Reina legítimos de Farthias.
Una vez los testigos se acercaron al podio para rubricar, la comitiva que también les acompañaba en la sala hincaron sus rodillas y aclamaron el nombre del rey Roman y la reina Lidias. Más tarde cuando la lluvia de pétalos de rosa y granos de trigo cesó de caer sobre sus cabezas, los recién casados pasaron a encabezar la enorme mesa dispuesta en el jardín, donde los invitados uno a uno comenzaron a llegar para sentarse.
—Hace dos meses jamás hubiera siquiera soñado ser invitado a una boda real —dijo Fausto después de secarse con la manga los restos de bebida que acababa de sorber—. Así como entre nos, después de lo vivido tampoco hubiera creído que un abad de la sagrada orden casase a Lidias.
—¿Y eso por qué? —interpeló Verón, quien estaba sentado a su siniestra.
—Bueno, porque sus hombres casi nos cortan el pescuezo aquí mismo en Reodem, la misma noche del día que conocí a la novia. —El cazador volvió a zamparse otro trago.
—Seguro que ya has bebido suficiente, ¿no Fausto? —En ese momento Lidias atrapó la mano de su escudero, apunto de dirigirse con la copa a su boca—. Esto no va a durar toda la noche, mañana partiremos a Freidham a reclamar el trono.
—Oh, vamos ¿es que tienes que ser seria hasta en el día de tu boda? —Dejó la copa sobre la mesa y volvió medio cuerpo hacia Lidias que estaba parada tras él—. Solo celebro un poco en tu nombre, ¡que amargadas! —y lo dijo echando una mirada al frente, donde se hallaba sentada Lenanshra quien con una mirada neutral lo observaba todo.
—Ya basta Fausto, te estás comportando como un idiota. Yo me iré a mis aposentos, y quiero asegurarme de que hagas lo mismo antes que metas la pata como siempre —dijo Lidias en un tono autoritario.
—Descuide señora de Farthias, puede retirarse tranquila. Después de todo el cazador tiene razón, estamos celebrándola a usted —opinó Lenanshra en un tono muy tranquilo—. Sabré encargarme de que no se exceda, si es lo que preocupa.
—Gracias Lenanshra. —Lidias agregó a sus palabras un ademán con la cabeza.
En ese momento Roman acompañado de Cimera, se acercaron al puesto del grupo. El paladín llamó con la mano a su esposa y con la otra alzó una copa.
—¡Pija de Semptus! —exclamó Fausto y se volvió para mirar a Lidias—. De no ser por la mollera castaña, esa chica de allí es idéntica a ti.
Lidias tragó y fulminó a Fausto con la mirada. Reverenció y caminó al encuentro de Roman.
—¿Y qué dije? –El cazador que arrugaba los ojos, miró a la elfo y Verón quien se había volteado para ver a los recién casados—. Son muy parecidas, no iguales claro está. La reina tiene el cabello oscuro, los ojos más claros y, bueno sin ofender a la hermana de Roman, pero hay que resaltar que Lidias entre las dos es más guapa, lo cual no quita que tengan un cierto parecido. Hum, un no sé qué.—Se rascó la barbilla.
—Fausto —le reprendió Lenanshra—. Cállate.
El paladín alzó su copa y cogió la mano de Lidias que llegaba junto a él. Cimera reculó tres pasos y una suerte de circulo de entre los que estaban de pie en derredor y quienes estaban aún sentados, circunscribió a la pareja.
—A la salud del reino —gritó Roman.
—Por los dioses, por Farthias y por los novios —respondió la multitud—. A la salud del rey y de la reina.
Todos alzaron su copa y brindaron. Y en ese momento quienes estaban de pie se apartaron dejando libre un pasillo entre ellos y quienes estaban sentados se pararon para despedirlos. Luego entre aplausos la pareja se retiró a la alcoba preparada de antemano para ambos.
—Me perdí, ¿Y ahora hasta aquí la fiesta? —preguntó al aire Fausto.
—No, todavía hay comida y bebida suficiente muchacho —respondió Erdeghar palmoteándole el hombro—. Parece que aquí los norteños tienen por costumbre llevarse a la novia en mitad de la celebración.
—Entonces para ellos la fiesta recién comienza. —El escudero se echó un trago y se largó a reír.
—Lidias tenía razón, se te ha pasado la mano con el agua miel —dijo Lenanshra—. Ahora mismo no vales la mitad de un hombre.
—¡Qué va! —Fausto se puso de pie y se tambaleó un poco—. Estoy tan sano y güeno como el que ma'. Es ma', mis sentidos de lince se han hasta aumenta'o—. Guiñó con las cejas.
—Siéntate, no queremos que te accidentes —negó con la cabeza, en reproche.
—Me subestimas, eh, Lennanchra.
—Lenanshra —rectificó la elfo.
—Yo lo creo —dijo de pronto Verón y miró al resto de asistentes—. Este tipo nos ha dejado a todos asombrados con su habilidad con el arco.
—Es cierto, tiene aptitudes —apuntó Alhsid uno de los paladines al otro lado del mesón—. Pero la elfo no se queda atrás.
—Y tú qué tanto sabes ¿ah? —El cazador fulminó a Alhsid con la mirada y luego miró de reojo a Lenanshra—. La has estado mirando to'a la noche, lo he nota'o, no disimulas muy bien compañero.
—¿Yo? —se desentendió el paladín—. No te confundas amigo. Y será mejor que te sientes, o te meterás en problemas.
—«Ya basta Fausto, es suficiente"» —escuchó la voz de Lenanshra zumbar lejana en su mente.
—Está bien, está bien —anunció el cazador—. Tienes razón paladín, la elfo parece ser una experta arquera también. Pero les diré una cosa...
—«Más vale que mantengas cerrada la boca, Fausto».
—No —Se tambaleó en el lugar, pero continuó—. Yo les aseguro señores que soy mejor tirador, si como lo oyen. He oído que no hay mejores arqueros que los rubitos orejones, pero eso es porque no se han topado conmigo —Golpeó la mesa con el índice, tres veces para enfatizar lo que decía.
Las miradas de asombro fueron con rapidez reemplazadas con sonoras risotadas. Pero pronto comenzó a correr un rumor entre los asistentes, el que de boca en boca, risas, chocar de copas y cuchicheos; terminó por oírse de entre una anónima voz entre la multitud que se aglomeró de pronto en derredor: "Tres lidias por la elfo". No faltó más, para que una seguidilla de apuestas sobre una improvisada tabla, comenzara a caer de todos los sentidos
—Que sean cuatro —gritó uno de los soldados.
—Cinco por la sarbiana —se oyó decir a otro.
—¡Que va! —se hizo escuchar un calvo de unos treinta inviernos—. Veinte a la rubia.
Y de ese modo se oyó poner sobre el tapete, una suma de casi ciento cincuenta lidias de plata, algo así como tres coronas. Hasta antes de que la elfo se pusiera en pie y pudiera frenar el asunto que ya se estaba tejiendo, un hombre con el uniforme de paladín puso tres coronas a favor del cazador.
—Parece que subestiman al hombre de la flecha en la tormenta —dijo el varón de armadura, que era el mismo jinete que había traído a Fausto sobre su grifo.
—Venga —habló el cazador todavía vacilando para mantenerse en pie—. Ahora sí que esto se puso serio. ¿Qué dice la rubita?
Lenanshra todavía sentada mirando a Fausto y la situación, se puso de pie con tranquilidad, volvió a poner la silla en su lugar y se retiró caminando mientras quienes le rodeaban se hacían a un lado para dejarle pasar.
—Allí lo tienen —comentó Fausto, luego de verla desaparecer entre la aglomeración de invitados—. Me ha teni'o miedo, eso es seguro.
Pasados breve instante en que ya decepcionados los reunidos se disponían a retirar lo apostado y volver a la bebida, fue que la elfo regresó con el mismo parsimonioso y seguro paso que antes, esta vez con su arco y carcaj a la espalda.
—Bien —suspiró Lenanshra—. ¿Todavía quieren seguir con esta tontería?
—¡Ya! —exclamó el cazador con notorio asombro y algo de socarrona alegría en el rostro—. Pero esto tendrá que ser justo —agregó terminante.
—Entiendo tu punto —La elfo arqueó los labios bosquejando una sonrisa. Luego ante el asombro de los asistentes, de la mesa cogió una taza con hidromiel y se la empinó hasta el fondo. Ocultó una arcada frunciendo el rostro y luego dijo—: Listo, ¿cuál será la prueba?
Fausto sacudió la cabeza, deshaciéndose del pasmo que le causó presenciar la escena. Miró entonces a los apostadores y esgrimió una sonrisa ganadora.
—Parece que, si tendremos, evento desplés, desplués, después de todo —intentó articular entre un hipo borracho.
—Lo hago solo para devolverle la humildad, señor Dellaver, "Flecha en la ormenta". —Lenanshra se las arregló para dar un paso al frente sin perder el equilibrio, el alcohol había comenzado a hacer efecto.
—Bien, entonces esto se resolverá en las dianas de entrenamiento —zanjó uno de los soldados que parecía llevar la batuta—. ¿Nos acompañan?
—Solo díganme dónde y yo pondré allí esa flecha —anunció Fausto jactancioso «No me creo que ella esté siguiendo este juego»
—«Si para ti es un juego burlarte de mí, te enseñaré quien reirá al final de la jornada».
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