Una amante de reyes -XXIV-

Después del incidente en la plaza pública, el protector del reino regresó al palacio. Tan pronto bajó del carruaje, dio a los gritos la orden de que cerraran todos los accesos y se redoblara la guardia en el castillo. Así mismo mandó a llamar al generalísimo de los Capa Plateada.

—¿Cómo es posible? —inquirió lleno de ira Condrid.

—Lo siento señor. —respondió la ronca voz del generalísimo.

—Quiero que busquen en cada callejón, en todos los rincones, hasta en cada maldita cloaca de esta ciudad; hagan lo que sea necesario, lo que sea, pero tráiganme aquí la cabeza de Grenîon, y la de esos forajidos. —ordenó, mientras caminaba con prisa por el pasillo—. Es inconcebible que anden por allí en vuestras narices por las calles de Freidham y ninguno, ni uno solo de tus hombres los haya avistado.

—Así lo haré señor. —Reverenció el hombretón.

—Lo harás, tienes solo esta noche para hacerlo o serás responsable de sus crímenes, así tengas que ser enjuiciado por ello. —amenazó con violencia—. Si esos hombres andan libres es porque o sois muy estúpidos, o les habéis estado ayudando. Te daré el privilegio de la duda, pero si no me traes sus cuerpos ya sabes que esperar.

—No señor, ayudarlos por ningún motivo —se defendió el generalísimo—. Haré que los atrapen antes de esta noche, téngalo por seguro.

—Más te vale. Ahora largo de mi vista.

Condrid apretaba con celo el fajín donde traía oculto el libro. Avanzó nervioso hasta el final del pasillo y comenzó a subir las escalinatas que le llevaban hasta su alcoba en quinto piso.

Entró dando orden a los guardias, de no ser molestad. Le abrieron la puerta y éste ingresó rezongando improperios y maldiciones al aire.

—¡Ineptos! —exclamó airado—¡Estoy rodeado de buenos para nada!

Avanzó unos pasos y antes de sentarse a los pies de la cama, volvió a tocar el libro en su costado. «Pronto dejaré de necesitarlos. Cada día queda menos para que me adoren como su dios». Dio un ronquido al exhalar y desató las amarras con las que tenía fijado el texto al fajín, se lo colocó sobre el regazo mientras se sentaba, acariciando la portada con gesto fascinado. Luego de quedarse un rato bastante largo en la misma posición, levantó la cabeza y alzando la mano derecha musitó algunas palabras: una chispa le brotó desde la palma y luego un delgado rayo eléctrico chocó contra la lámpara de aceite, encendiéndola.

Condrid sonrió con mueca lunática y se regocijó de su capacidad de manipular las fuerzas elementales. «Los dioses me han bendecido al nacer, ¿Por qué? Si después me maldijeron con tu rechazo» Volvió a su aspecto melancólico y enajenado, «Los odio, los odio a todos por dejar que te apartaras de mi lado. Mas tomaré sus propias fuerzas para volverme como ellos: mejor que ellos».

Al otro extremo de la alcoba se oyó el sonido de dos palmas chocándose en un parsimonioso aplauso. Condrid volteó enseguida y sintió un choque de adrenalina inyectar su corazón. El ruido vino de detrás del cortinaje que cubría la ventana.

—Asombroso como has conseguido desarrollar tus dones —era la voz de Anetth, que sugerente salía de su escondite cubriendo su desnudez con la seda de las cortinas.

—¡Oh! —El lord se llevó una mano al pecho y dio un suspiro de alivio—. Eras tú, iba a alertar a los guardias.

—Quien tuviera las agallas de subir hasta aquí con éxito e intenciones de matarte, dudo que permitiría que llegases ni si quiera a gritar —comentó, mordisqueándose el labio inferior.

—Se cuáles son las tuyas, Anetth —buscó un tono seductor.

—Conmigo nunca se sabe —Perfiló su cuerpo y jugueteó con las cortinas.

—Anetth, llegas en el momento en que te necesito. —S puso de pie y avanzó hasta la hechicera.

—¿A sí? —sondeó—. Acaso tienes listo y dispuesto a tu pueblo. Porque he venido con el afán de entregarte un mensaje.

—Ah, eso —se quejó con la voz enronquecida— . Pues ya he avisado a ciertos sectores...

—Ciertos sectores, ya veo. —Permaneció en el lugar dándole la espalda— ¿Los linderos?

—Anetth, el libro —apuntó Condrid.

—¡Ah! ¿quieres mi ayuda? —preguntó despreocupada.

—Te lo ordeno —replicó él, señalándola y llamándola con la mano cuando ella se volteó a mirarlo.

—¿Creí que podría ayudarte con algo más? —dejó resbalar las cortinas, que regresaron a su posición, dejándola desnuda y de espalada al mandatario.

Condrid se acercó con entusiasmo, sin hacer diplomacia del ardiente deseo que la invitación le provocaba. Así pues se paró tras ella encorsetando su cintura con el brazo izquierdo y empalmándola contra su cuerpo.
Sus dedos, ávidos y diestros, se entregaron a la venturosa labor de recorrer su piel cálida y nívea, pero antes acabara su gozoso cometido, Anetth agarró la inquieta mano del lord, tutelándola con gracia hasta sus pechos turgentes. La hechicera liberó un sutil gemido cuando Condrid la estrujó apasionado, al tiempo que recorría con los labios humedecidos su cuello delicado.

—¿Me extrañabas? —preguntó Anetth, entre sugerentes y sonoras exhalaciones.

El mandatario la apretujó contra la pared, mientras sofocado se quitaba el atuendo. Acarició su cabello el que terminó jalando y acercándose a su oído respondió—: Ha transcurrido poco más de un mes.

—Un mes es tiempo más que suficiente para probar otros cuerpos y compararme. —Se dio la vuelta y comenzó a besarlo con desenfreno, terminó de quitarle las prendas que aún vestía y luego bajó descendió besándole la piel hasta quedar a la altura de su masculinidad.

—Y un tiempo que tu esposo seguro no ha desaprovechado. —Emitió un suspiro cargado de placer—. Tendré suerte si no habrás yacido con él justo antes de venir aquí.

Anetth se tomó un tiempo antes de responder, entre tanto se esmeraba en la faena que sus labios y ávida lengua ejecutaban. Con los ojos concupiscentes y gozosos, buscó la mirada de Condrid entrecerrada de placer.

—Tienes suerte de que soy exclusividad de reyes. —Se puso de pie y lo guio hasta el lecho—. Aunque sé que acostumbras compartir a hembras en esa condición, ¿verdad que sí?.

Se montó a horcajas sobre él y comenzó a galopar, y arquearse cual seductiva serpiente, envolviendo el cuerpo lujurioso del lord Protector ,entre sus muslos de experimentada hembra.

—Dime Condrid, ¿lo hago mejor que Vian? —preguntó insidiosa, mientras contraía su bajo vientre—. ¿Podrías llegar a amarme como sé que todavía la amas?

Prisionero de su pasión y placer, lord Protector parecía no prestar atención a lo que la hechicera le decía, sin embargo, su rostro se turbó en el momento que escuchó aquel último comentario. Intentó enderezarse, pero Anetth se le vino encima jadeante y lo colmó de húmedos besos. Su aliento era fresco y aunque herbáceo, le recordaba el frío invierno.

—No, jamás podría —confesó y la empujó sobre el colchón—. Jamás amaré, como amé a esa mujer. No vuelvas a mencionarla, que no vuelvan tus labios de víbora a pronunciar otra vez su nombre, no vuelvas a decirlo...

Las frenéticas embestidas de Condrid se fusionaron con los gemidos y el inminente clímax de su placer. Jaló el lacio cabello de la hechicera y la hundió contra el colchón apoyándose sobre su espalda y arremetiendo con violencia.

—No..., ¿No vuelva a decir qué? —soltó Anetth entre alaridos de furioso placer. Pero Condrid ya no la oía, sus manos se fundían sobre su perlada espalda, húmeda y caliente—. Qué cada vez que me posees.., comparas mi olor con el suyo..., mis besos con su boca y mi cuerpo con el de aquel cadáver que asesinaste ¿Es eso lo que quieres no mencione?

—Que te calles, ramera —siguió mancillando a la bárbaro con vulgaridades indescifrables, que se perdían en grotescos resoplidos. Los que no cesaron hasta que el torrente cálido de su lujuria colmó el vientre de la hechicera entregada a sus deseos.

Una vez yacido se tumbó boca arriba sobre el lecho, mientras Anetth lo observaba con una sonrisa de satisfacción en el rostro, no por el desempeño de aquella cópula, sino por una oscura razón que solo ella hasta entonces conocía.

Anetth gateó hasta los pies de la cama y cogiendo el libro lo colocó sobre el vientre de Condrid, alzó una mano a su altura y le sonrió.

—¿Logras ver los hilos? —preguntó entre un susurro.

—¿Los hilos? —Condrid le prestó atención y se enderezó apoyándose en los codos—. Maldita sea, no logro ver más que lo evidente. ¿Acaso hay algo que mi ojos no ven?

—Concéntrate, ahora estás en el momento exacto para hacerlo —señaló y volvió a sonreír esta vez con algo de picardía—. Liberada toda tu tensión, puedes pensar con más claridad y objetividad. Tu mente libre del deseo está ahora abierta en un lapso muy breve de recepción. Al instante en que te despojas de tu libido tendrás todas tus funciones cognitivas en un modo de lucubración.

—¿Quieres decir que mis capacidades se acrecientan justo después de echar un polvo? —conjeturó algo escéptico—. Menuda tontería la que estoy oyendo...

Condrid se tragó sus palabras al comenzar a notar unos pequeños destellos plateados surcar la superficie del libro.

—¡Lo veo! —se sorprendió diciendo—. Son hilos, como la seda de una araña, ¿verdad?

—Así es, los estás viendo —aseguró Anetth mostrando cierto entusiasmo—. ¿Puedes ver que están apretados y se anudan en varios segmentos?

—Sí, así es, los veo con claridad.

—Eso es bueno, porque tendrás que desatar esos nudos para poder abrirlo —enfatizó, ayudada de un gesto que hizo con la mano.

—¡Pero es imposible! —Levantó la voz, pero no lo suficiente para alertar a los guardias afuera—. Son muchos nudos y el hilo es demasiado pequeño ¿Cómo podría desatarlos? ¿Se pueden cortar?

—¡Oh! Eso sería magnífico —resopló—. Creo que ni siquiera la misma Liliaht o la elfo Maríl tenían el poder de cortarlos y ellas fueron las que mayores proezas lograron usando su don. No hay registro de nadie con mayor manejo de La Conexión que ellas.

—¿Qué hay de ti? —preguntó inquisidor—. Jamás supe, ni vi a ningún bendecido transmutarse y convertirse en ave.

—Liliaht podía hacerlo también y en cualquier animal viviente, seguro la manera está escrita allí en el libro. —contestó con algo de modestia, quizá no quería parecer demasiado poderosa ante Condrid—. Mi mentora en el clan de la sangre, sabía cómo transmutarse en una cierva. De ella aprendí a hacerlo yo en una lechuza.

—¿Por qué no abres tú el libro? —Condrid esta vez se lo ofreció y agregó—: te ordeno que lo abras, Anetth.

—No, no puedo hacerlo —respondió con cierta violencia—. Si lo hago, te lo quitaré y me consumirá la sed de conocimiento, de poder, de sangre ¿Entiendes? Sabes que el libro necesitará alimentarse apenas los hilos estén desatados.

—Sabes bien como quiero usar ese poder. —La miró de reojo—. ¿Estás segura de qué lado estás?

—Del lado de la libertad, ya te lo he dicho —aseguró mientras se incorporaba.

—Tenemos un trato Anetth, espero que no me falles. Abriré ese libro a como dé lugar.

Condrid acarició la nuca de la hechicera y luego apretó con cierta brusquedad. Anetth soltó un quejido, estaba sintiendo un ardor terrible proveniente del tatuaje en su cuello. El solo contacto de la piel del mandatario con la marca la dañaba de forma terrible. En ese momento en el torso desnudo de Condrid, se iluminó una marca carmesí a la altura de su corazón.

—¿Qué fue eso? —preguntó con violencia— ¿Acaso quieres enfrentarme?

—No, no lo haría —soltó la hechicera con voz suplicante—. Solo, por favor suéltame.

—Claro que no lo harías —expuso jactancioso—. No puedes hacerlo, el engarce en mí te lo prohíbe. Estás marcada para no hacerme daño.

—Veo que eso lo entiendes muy bien. —Sus gemido de dolor cesaron cuando al fin Condrid le soltó el cuello. La marca del dragón en su nuca estaba al rojo vivo.

—¿Quema? —preguntó mordaz.

—No sé en qué momento me sometí a ti. —Caminó hasta la ventana—. Espero que sí cumplas con el trato, recuerda que ese engarce no te protegerá para siempre.

—Te recuerdo que fue tu esposo el que ideó todo esto —dijo socarrón—. Y bien sé hasta cuando estaré protegido de ti. Para ese entonces serás libre, yo cumpliré mi palabra.

—Dragh es ahora el Khul —afirmó Anetth, todavía dolorida—. Los planes se han adelantado, estará a las puertas de Farthias en cuatro semanas. Un ejército de ochenta mil bárbaros es su hueste. ¿Te sientes preparado a dar el golpe?

—Tú tráelo hasta aquí, siguiendo lo planeado. —Vio como Anetth alzaba la mano sobre el libro—. ¿Vas a..?

—Se lo pondré fácil, señor —espetó con algo de pugna—. Sólo un nudo.

Con sus sentidos amplificados, Condrid pudo ver como seis de las sedas enmarañadas se deshacían y eran liberadas, tan solo con un par de movimientos de la mano de Anetth. Entonces se vio a si mismo sorprendido, entendió lo poderosa que era Anetth como hechicera y de inmediato se corrigió por haberla subestimado. Le dejó un único hilo todavía atado, luego se paró junto a la ventana abierta y voló a través de ella convertida en lechuza.

Condrid no confiaba demasiado de Anetth, sin embargo, ésta siempre se había mostrado leal a sus designios, incluso soportando ser humillada. «Quisiera saber qué piensas putita salvaje. ¿Planeas traicionarme? No, ya lo habrías hecho, has tenido oportunidades por montón ¿Acaso lo que quieres es reinar? Sé que no te importo, aunque te comportes como si lo hicieras. Has sido siempre una chiquilla traviesa ¿Qué buscas?¿Por qué vendes a los tuyos, a tu familia, a tu esposo...? No importa, no importa lo que quieras, te usaré de cualquier modo. Una vez que tenga el poder pienso darte lo que me pides, solo para ver si en realidad es lo que quieres. Tu maldita libertad»

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