Un culpable, un inocente y un traidor - II -


Fue trasladado hasta los calabozos del palacio: una profunda construcción que se extendía varias varas bajo la superficie. Allí no llegaba la luz, el aire apestaba a humedad y muerte. «¿Qué ha pasado aquí?» , se preguntó al intentar sentarse, y lo hacía a tientas apoyándose contra el muro de la oscura celda.

—¿Qué pesadilla es ésta de la que no logro despertar? —espetó en voz alta.

A lo lejos se escuchó el eco de lamentos lejanos «Me han metido en el Pozo», sonrió con mueca irónica. «Y aún no me acabo de enterar de qué se me acusa». Desde algún punto entre la tiniebla se escapó una anaranjada luz, que poco a poco se hizo más y más grande.

—Mi han envia'o a por ti. —El guardia alzó la antorcha iluminando la estrecha celda—. Vuel'te, manos en l' espalda.

—¿Crees que intentaré escapar o algo? —Roman obedeció la instrucción de mala gana—. Te recuerdo que solo estoy aquí de paso, esto es un absurdo mal entendido.

—Rialmente así e 'pero yo que sea, ser... —Bajo la luz de la antorcha, el rostro lúgubre esbozó una mueca de veraz preocupación—. Este 'itio le aca'aría antes que el patí'ulo. No e' lugar pa' varones d' cuna d' oro.

—Me tomas por débil..., Oghrim. —Titubeó antes de referirse al guardia por su apelativo. El modo prosaico y llano de su lenguaje le había delatado—. Podría resistir más de lo que estimas, sin embargo, no estaré aquí tanto tiempo. Ya lo verás.

—Su paire requiere su pre'encia, ser. —El carcelero terminó de encadenarle las manos a la espalda—. Mi sorprende que intu'a mi proce'encia. Creí yo que era como los dimás de 'u casa.

—Reconozco a la gente leal al trono. —Caminó guiado por el guardia, a través de los pasadizos del calabozo—. Los Oghrim siempre han estado en este palacio, les conozco desde que tengo uso de razón. Admito que no tenía idea de que trabajaban aquí como carceleros.

Dos guardias con la capa plateada le salieron al encuentro, antes de volver a respirar la brisa fuera de la catacumba. Le escoltaron hasta el salón del trono, donde le esperaba el canciller investido de soberanía por aquellos días.

—Se te acusa de traición, colusión y asesinato —profirió el protector del reino, alisándose la barba— ¿Tienes algo que decir en tu defensa, hijo?

—¿Hijo? Me llama hijo, después que ha firmado mi arresto y dejado que me traten como un delincuente. —Roman con los brazos engrilletados a la espalda, meció los hombros en ademán de zafarse—. Yo hice mis votos convencido de mi juramento. Jamás atentaría contra mi rey —indicó entregado.

—Entonces las pruebas en tu contra están erradas —inquirió con un tono de evidente sarcasmo—. La asesina confesa indicó que tú pagaste su cometido.

—¿De qué estás hablando padre? —Levantó la cabeza con el ceño fruncido— ¿Han capturado a un asesino?

—Una de las concubinas, resultó ser la causa del dolor que hoy conmueve nuestros corazones. —Movió la mano en un gesto de desprecio—. Será ejecutada mañana al amanecer.

—¡No! —La voz de Roman subió de tono—. Dejadme hablar con ella antes, me está inculpando de algo gravísimo.

—Imposible hijo mío. —Se reclinó en el trono—. Los interventores no dejarán que te acerques a ella. Tendrás derecho a un juicio al finalizar los funerales del rey. Si resultas ser inocente, me encargaré de que tu nombre sea limpiado. De lo contrario no podré evitar tu destino.

—¿Lo dices en serio? —El caballero agachó la cabeza en total entrega—. Hablas como si creyeras que en realidad tengo algo que ver.

—Las investigaciones sugieren que tus ansias de poder cegaron tu buen juicio. —La desilusión en su rostro era muy convincente—. Estoy profundamente decepcionado.

»¿En verdad ansiabas tanto ser rey? Es por eso que insististe tanto en casarte con la joven Lidias. Anhelabas ser su marido para acogerte al derecho de reinar cuando el Theodem cumpliera su tiempo, pero no te aguantaste y decidiste despojarle la vida bajo tu juicio. Me has defraudado hijo mío. Te perdono, pero no podré ayudarte.

—Eso es un absurdo. —Con notable pesar, aquel varón engrilletado se dejó caer sobre sus rodillas—. No merezco estos cargos. Soy inocente en verdad. ¿Dónde está Lidias? Ella tiene que creerme.

—Llévenselo. —Se reclinó sobre el trono y se llevó la palma a la frente—. Es todo, sáquenlo de mi vista.

Los guardias levantaron al arrodillado y lo guiaron fuera del salón. En ese momento todo fue evidente para el paladín, lo habían incriminado. «Pero ¿Por qué?», no lograba darse a la idea. Cavilaba esto mientras era trasladado de regreso al pestilente calabozo.

—Alto, deténganse allí. —Se escuchó una voz femenina en la penumbra—. Déjenme hablar con él. —Era Lidias, que avanzaba hasta los guardias.

—Señorita no podemos detenernos —revelaron los escoltas, mientras avanzaban a tirones con el acusado—. Órdenes estrictas de que el condenado no hable con nadie.

—¿Condenado? —inquirió Lidias, parándose por delante de los soldados—. Acaso ya se hizo un juicio, para referirse a él como un condenado.

—Mis disculpas. —El guardia al mando hizo un ademán con su brazo obligando a la princesa quitarse del camino—. Pero tenemos ordenes que debemos cumplir.

—Las cumplirán luego de que discuta con él ¿Entendido? —La firme orden pareció calar en los soldados como el rayo, de inmediato detuvieron el paso no teniendo claro que hacer en realidad.

—Lidias —se oyó decir a Roman, quien levantó el rostro en ese momento para mirarle—, me han tendido una trampa, la asesina confesa insistió en que yo le pagué. Pero no es cierto, debes creerme.

—Lo sé..., y te creo. —Contestó la muchacha sin alejarse del tono severo de su voz. Hizo un gesto a los guardias, dándoles a entender que tardaría poco tiempo—. Llegaré al fondo de esto, pero necesito que seas fuerte y me hables con sinceridad.

—¿Qué quieres que te diga? —Podía verse confusión en su rostro.

—Esa mujer fue torturada hasta la agonía para revelar que asesinó a mi padre. —Lidias habló más lento y moduló en exceso cada palabra, no quería explicar dos veces—. Más aún, las interventoras encontraron en su mente una escena en la que ciertamente te veías pagándole.

—Te juro que no es lo que piensas. —Se le oscureció la mirada y contestó raudo como un chispazo, acompañando sus palabras de un espasmódico movimiento de cabeza, ademán de negar con fuerza la supuesta acusación.

—¿Y qué es lo que se supone deba pensar? —Los claros ojos de Lidias entre la penumbra y la anaranjada luz de las antorchas, parecieron febriles llamas—. La mujer poseía en sus pertenencias una suma considerable.

—Es una prostituta ¡Por toda piedad! —Explicó el hidalgo, mientras despegaba sus ojos de la fija mirada de la muchacha—. Tengo que hablar con ella, ayúdame a hablar con ella, me está incriminando.

—Lo entiendo así —carraspeó, sin cambiar su expresión de serena tempestad —, le pagaste por sus servicios, como cualquier vulgar macho dominado por su espada. —El sarcasmo escapó con total naturalidad de sus labios.

—Lo siento, Lidias mía —contestó con evidente vergüenza—. Pero dudo que comprendas del todo como ocurrieron en verdad las cosas y ¡ay!, tampoco nos dará el tiempo para que logre explicarte.

—No deberías sentir vergüenza de tus acciones frente a otros, mucho menos delante de mí, tu prometida —manifestó con aspereza y luego agregó—: Y no te refieras a mí como cosa tuya, porque sabes que no te pertenezco. De cualquier manera, sea por la estima que te guardo y lo piadosa que puedo ser, absuelvo esta admitida falta. No obstante, no es por ello que pretendo librarte de este enredo, sino porque quiero ver caer al verdadero culpable del deceso de padre.

—Malentiendes lo que ha pasado, Lidias. Pero eres grande y piadosa, temo no ser digno de tu indulgencia. —meditó el Paladín—. Estaré en deuda contigo si cumples tu palabra.

—Confío de ti, Roman, no me hacen falta mayores explicaciones —agregó—. No está entre tus defectos el de ser un farsante y si de algo sirve, sopesan más tus virtudes que tus desaciertos. Sigues siendo signo de mis respetos. Hasta pronto.

Le dio la espalda a la escolta y se perdió entre las sombras que la vieron llegar.

—Andando —gritaron los guardias. Y se llevaron a Roman otra vez a los calabozos.

La tarde había caído hacía un rato y gran parte de los jardines estaban en penumbras. Regresó al palacio saludando a la guardia redoblada, que protegía todos los accesos. Entonces pretendió dirigir sus pasos hasta su habitación, aunque más tarde cambiaría de ruta.

Se las arregló para llegar hasta la Torre de los Interventores, una construcción aledaña al palacete, en donde los agentes de la Sagrada Orden; los "Interventores" tenían su guarida. Los funcionarios de inteligencia, conformados por los más prestigiosos hechiceros, se encargaban de investigar los delitos y mantener el orden dentro y fuera de la nobleza.

En una de las salas, se hallaba en absoluta soledad y en condiciones infrahumanas la mujer acusada de ser la asesina del rey. Hasta ella llegó la princesa para hablarle, grilletes le impedían la movilidad de sus brazos y piernas, aunque de seguro esto era en lo práctico innecesario, al comprender el estado de destrucción en que se encontraban las extremidades y el cuerpo en general.

Desnuda sobre el helado piso de piedra, no había espacio en su piel para dónde cupiera una nueva herida. Sin duda, los brutos torturadores sabían hacer bien su trabajo. Pero bajo esta condición, para Lidias era sencillo creer que cualquier ser humano diría lo que fuera con tal de dejar de tolerar tal sufrimiento. Es por esto que no le convencía la confesión de aquella muchacha. —¡Por toda piedad!—. Era solo una joven aquel cuerpo hecho girones, cuyo pecho apenas se hinchaba cada momento al respirar.

—Tengo que reconocer que se me quiebra el espíritu ver a alguien en tu condición —aseguró Lidias mientras avanzaba hacia la malograda mujer— ¿Qué has hecho para merecer esto? Me pregunto.

—No-más por-fa-vor. —se descifró entre un agónico balbuceo.

—Tranquila querida, no vine a lastimarte —respondió mientras se inclinaba a su lado—. Solo quiero que me digas la verdad.

—Ya he dicho todo lo que querían. —Un hilillo de sangre le escurrió de los labios, luego tosió y sus ojos parecieron nublarse.

—No quiero cansarte más. Me gustaría poder ayudarte, pero debes saber que es demasiado tarde para ti ahora ¿sí? —Lidias habló con toda sinceridad, mientras le tomaba la mano—. Pero aun puedes hacer que tu verdad sea creída por alguien que la apreciará de veras. No creo que hayas asesinado a mi padre y no me importa que esos insensatos te hayan obligado a creer que así lo hiciste. Sólo quiero escuchar tu verdad.

—Señorita —balbuceó. Una vez más se crispó y comprendiendo que quien la visitaba era la princesa dijo—: Dama mía, soy inocente —suspiró y soltó un débil gemido—. Había alguien más en la habitación, una mujer; salió por la ventana, yo..., no pude ver bien entre la oscuridad, pero sé que jamás la había visto antes en el palacio.

—Te creo amiga. —Una leve mueca en el rostro Lidias pareció esbozar una sonrisa—. «Entonces sí había alguien más y era una mujer. —se dijo— ¿Por qué no le creyeron?». Tu dolor será vengado. Lo prometo.

—Gracias mi dama. Habíamos tres siervas en la habitación del rey, ella llegó después. Les dije esto a los interventores, pero se negaron a creerme y me hicieron esto. Ellos no me escucharon, no me escucharon. —Las lágrimas comenzaron a bañar el rostro de aquella mujer.

—Hablan de justicia, cuando lo único que veo es desigualdad. —Sacó un pañuelo y con él enjuagó las lágrimas y la sangre en el rostro de la malograda—. Juro que el verdadero culpable lo pagará. Tu dolor no será en vano, desvelaré la verdad, de eso podrás estar segura.

—¿Me..., voy a morir, princesa? —se quejó, mientras temblaba y su llanto se tornaba desconsolado.

—Me indigna lo que te han hecho y, sin embargo, no puedo más que consolarte con la verdad, aun por más cruenta pueda parecerte. No puedo mentirte. —Volvió a secar las lágrimas de la mujer y besó su frente en el gesto más noble que pudo—. Mi oración estará contigo esta noche, Celadora vendrá por ti en la mañana para librarte de este martirio injusto.

—Tengo miedo, dama mía. Tengo tanto miedo. —Poco a poco, sus ojos se fueron cerrando y su mueca de dolor menguando.

—Duerme..., gracias por tu relato.

Lidias salió de aquel lúgubre salón, perdiéndose entre las sombras tal y como había llegado: en total silencio.

Con la confesión de aquella muchacha se retiró a sus aposentos, asegurándose de no ser vista y evitar levantar cualquier sospecha. Ingresar a la torre de los interventores y visitar a un condenado era considerado un delito grave.

Esa noche entró al cuarto de baño y se halló sola «Es cierto, han sacado a toda la servidumbre del palacio». Por primera vez en mucho tiempo, llenó la tina ella misma, vació las especias y el aceite de flores sobre el agua caliente y se metió en ella sin ninguna criada que pudiera ayudarla a enjugar su espalda o acicalarle el cabello como otras tantas veces «Todo está tan silencioso y sereno. Creo que puedo acostumbrarme a esto, pero no a ver otra vez el dolor como el que hoy he conocido». Se sumergió por completo e intentó borrar de su mente la mirada de la joven prostituta, a quien pese a creerle no podía evitar su desgracia. La princesa no tenía ningún peso ante el poder judicial de la corona «Estoy de manos atadas». No podía salvar a la mujer, ni liberar a Roman de los cargos: nadie le creería sin pruebas contundentes.

Al amanecer, la cabeza de la mujer fue desprendida de su cuerpo ante la multitud que poco entusiasta asistió a aquel evento. Lidias observó la decapitación desde el balcón del palacio y desde la altura observó la ventana que daba a la habitación de su padre. «¿Cómo podría alguien escapar por allí?». Estaba muy alto, el muro estaba tan liso y pulido que cualquier intento de aferrarse a él habría resultado en una caída inminente al vacío. Entonces reparó en aquel fino relieve, que sobresalía adornando la ventana y que se extendía rodeando los muros con sutileza, hasta dar con la ventana de su propio cuarto. En ese momento un escalofrío le estremeció el cuerpo, se dio la vuelta y caminó con ligereza al interior de la alcoba.

Recorrer el pasillo le pareció una eternidad, su corazón latía tan fuerte que le pareció oírlo fuera del pecho. Abrió la puerta y se acercó hasta la ventana, estaba abierta; una pequeña mancha de sangre salpicaba la pared interior y el alféizar. La mancha era tan pequeña que de no ser porque inspeccionó con afán minucioso, antes no la hubiera visto. Lidias se hecho hacía atrás miró el techo y notó como las vigas eran bastante alcanzables si alguien saltara desde la ventana. —Ahora lo entendía—, «Me levanté apenas oí al soldado golpear la puerta, en ese momento la asesina pudo haber logrado escabullirse dentro de mi cuarto y de alguna forma escapar. Si es que ha escapado» De cualquier forma toda la servidumbre había sido despedida durante estos días y las concubinas expulsadas previa interrogación. A los interventores no se les escapaba nada, era extraño que no prestaran atención a la historia que la prostituta les había entregado. «Aquí algo no anda bien», meditó mientras se separaba de la ventana, dando pasos sin mirar atrás. «Los agentes deben saber de esto».

Salió de su alcoba con diligencia, recorriendo los pasillos iluminados con la luz del medio, que se colaba por entre las columnatas de piedra. La princesa era una sombra que taconeaba la loza del suelo a su andar. En el tercer nivel del palacete para satisfacer su búsqueda se encontró con dos agentes de la Sagrada Orden.

—Señorita. —Una modesta reverencia precedió el saludo de ambos encargados.

—Sois justo los que andaba buscando —su voz albergaba urgencia—. Hallé algo en mi habitación que tienen que ver.

—Le acompañamos entonces, mi dama —el agente más viejo respondió, mientras el de aspecto más joven solo asintió con la cabeza.

—Creo que el asesino de mi padre escapó hasta mi alcoba la otra noche. —Caminó con presteza y asegurándose de vez en cuando de que los agentes la seguían—. El muro tiene un ligero zócalo que llega hasta mi ventana.

Entraron a la recamara perfecta e iluminada, las cortinas bailaban seductoras con el sutil soplo del viento desde la lumbrera. La princesa ingresó corriendo y se paró junto a la ventana.

—Acérquense, encontré un rastro que me parece sangre, justo aquí. —Lidias parapetada a un lado de las molduras, señaló la diminuta mancha en la pared. Ambos agentes se miraron y fruncieron el ceño confundidos—. Ese es el zócalo que recorre el muro, pienso que pudo perfectamente ser usado en un intento de escapar. Mi ventana estaba abierta por la noche y yo en cuanto oí que me llamaron salí de aquí.

—Intenta decirnos que la asesina ingresó a esta habitación. —El entrecejo del agente se arrugó cual pasa— ¿Pero entonces que la habría hecho regresar? Sus supuestos no tienen ningún sentido.

—No, lo que estoy diciendo es que ejecutaron al culpable equivocado. — Se sentó a los pies de la cama y cruzó los brazos—. Alguien entró a mi cuarto esa noche, allí hay sangre, el relieve en el revestimiento de la pared lo posibilita. No digo que no pueda estar equivocada, sólo quiero que investiguen lo que les digo.

—Muy bien dama. —El agente sacó un monóculo de entre sus vestiduras y observó con relativo interés aquella mancha sobre el alfeizar—. Señor Brogh, vaya a buscar al prefecto. Señorita, me temo que tendrá que desalojar la habitación. —El agente más joven salió con prisa a cumplir la orden dada, Lidias asintió con la cabeza.

La puerta del cuarto se mantuvo cerrada largas horas, dentro, los agentes y el prefecto desvalijaban el lugar en busca de pistas y detalles que pudieran indicarles que la hipótesis de Lidias tenía sentido. Para ellos el caso ya estaba cerrado, sin embargo, los dichos de la princesa no dejaban de tener cierta lógica. Más aun, cuando el arma homicida todavía no había sido hallada. «¿Será posible que los Interventores acepten haber cometido algún error al condenar a la prostituta?. Los orgullosos señores de la torre, jamás admitirían algo semejante

Por la tarde Lidias fue solicitada en el despacho del prefecto, en lo alto de la torre de los Inteventores, colindante al palacio.

—Encontramos más restos de sangre en su alcoba princesa —señaló áspero el prefecto.

Era un varón alto, de aspecto imponente y tez muy alba. Su figura arrogante y esbelta, se acercó con sutileza a la joven que apenas había cruzado el umbral de la puerta—. Un descubrimiento interesante, que de no haber sido por usted aún no habríamos hallado.

—¿Reabrirán la investigación entonces? —Con las manos en las caderas, Lidias se plantó altiva. Al parecer la presencia del prefecto no le intimidaba en absoluto.

—Es probable. —El varón se paró frente a la muchacha cuya estatura no le superaba el pecho y le habló inclinando un poco la cabeza para mirarla—. Antes quiero saber, qué la motivaría a usted a asesinar a su propio padre y nuestro amado rey.

—¿Que está diciendo? —Levantó la cabeza con el rostro en gesto de confusión y miró al prefecto, quien daba pasos girando alrededor de ella—. Está insinuando algo que no voy a tolerar, no vuelva a repetirlo, por favor.

—Es solo una pregunta, mi dama. —Le puso una mano sobre el hombro y se rotó hacia ella—. No es que crea que usted mató al rey. Porque, no veo que provecho usted tendría con ello.

—Por supuesto que ninguno, de otro modo no estaría aquí soportando sus ridículas conjeturas. —Se dio la vuelta e hizo ademán de abrir la puerta—. Le sugiero que usted y sus interventores encuentren al verdadero asesino y lo hagan pronto, antes de que otro inocente caiga bajo sus garras. Y estoy hablando de Roman, estoy segura de que no tiene nada que ver en esto y ahora mismo está en ese inmundo calabozo y quien sabe que pestes podría contraer.

—Antes de que se vaya mi dama. —El varón bloqueó la puerta con su mano, impidiendo que Lidias la abriera. Cogió un saco que traía colgado hacía rato y lo arrojó sobre la mesa— ¿Sabe que es eso? —Caminó despacio hasta la mesa y abrió el costal, de su interior extrajo un puñal ensangrentado.

—Lo ignoro —dijo ella, frunciendo el ceño.

—Esto mi dama. —Cogió el puñal y lo presentó a los ojos de Lidias—. Es el arma con que le quitaron el último suspiro a su padre.

—¿Dónde lo hallaron? —La sorpresa se hizo evidente en sus ojos, por un momento quiso acercar la mano para cogerlo, pero desistió del intento antes de que sus delicados dedos pudieran tocar la hoja.

—Eso es lo más extraño. —El prefecto se agachó hasta casi rozar el oído de la princesa con la cara—. Bajo su colchón, señorita.

—¿Qué? —El rostro de la joven palideció— Quiere decir que ¿he dormido sobre esa hoja durante las últimas noches?

—Quien la haya puesto allí; o quería inculparle o estaba muy desesperado. —Volvió a envolver el puñal y lo metió en el saco—. Pero un asesino profesional no tiene ese nivel de desesperación, tampoco deja huellas tan evidentes y mucho menos su arma.

—¿Un asesino profesional? —Volvió su mirada al rostro del prefecto que se acomodaba los bigotes.

—Es una hoja poco usual en esta zona, de herreros desconocidos y lleva una marca en la empuñadura: asesinos gremiales, no cabe duda. —El prefecto tomó asiento frente a la mesa y guardó el saco con el puñal en uno de los cajones—. Matan a sueldo, son astutos, mudos y jamás fallan. No había visto jamás esta marca, para serle sincero, lo que sé es por literatura. Es por ello que no me explico, quien tendría el arrojo de contratar a una de esas ratas para acabar con el rey.

—Entonces hay que encontrar a esa asesina. —dijo casi en un grito y posó las manos sobre la mesa, sin darse cuenta de lo que acababa de salir de su boca.

—¿Asesina? —El rostro del prefecto se volvió hacia Lidias con insidiosa mueca— ¿Ha dicho usted, asesina? si mal no oí.

—Creo que es una mujer —Tragó saliva, se dio cuenta de que sus palabras la estaban llevando a un terreno peligroso—. Yo... —suspiró—. Hablé con la condenada antes de su ejecución y oí su versión de los hechos.

—Esa mujer insistía en que había alguien más en la habitación. Sin embargo, no había pruebas que lo comprobaran. —El ceño del prefecto no dejaba de estar fruncido—. Ha violado una regla inquebrantable señorita. El consejo tomará las medidas que estime convenientes para castigar su imprudencia. Sin embargo, por estos días de duelo en que el consejo no se reúne, su sanción quedará pendiente.

—Ahora ya sabe que esa asesina está libre y el puñal es imprescindible para encontrarla —Lidias caminó hasta la puerta—. Espero que esta vez hagan bien su trabajo. —cerró tras de sí.

La ira en el rostro del prefecto era evidente, su orgullo había sido herido, era cierto, habían fallado y condenado a una inocente. Sin embargo, admitirlo sería una vergüenza. Por otro lado, Lidias sabía demasiado, su mente tramaba ideas oscuras que desafiaban las hipótesis que se tenían hasta ahora.

Apenas salió del despacho, la princesa se dio cuenta del curso que estaban tomando las cosas. «De algún modo intentan inculparme, tal y como hicieron con Roman», pensó. Apuró el paso por el largo y estrecho pasillo que recorría en círculos la torre de los interventores. Al llegar a las escalinatas que llevaban al nivel inferior, notó que la puerta del despacho se abrió. La escalera se encontraba justo al dar una vuelta completa a la estructura cilíndrica de la torre, separada por un muro y una pequeña escotilla que daba con la sala del prefecto. Urdió un improvisado plan, al ver que aquel varón salía al pasillo. La puerta que confinaba a un pequeño balcón estaba abierta, lo cual aprovechó para atravesarla y pegarse a la pared esperando que el prefecto o bien bajara o subiera las escaleras

. Cuando el prefecto hubo desaparecido bajo los escalones, la princesa volvió a atravesar la puerta y valiéndose que todo el piso estaba vacío, corrió hasta el despacho—la puerta no estaba con llave—«Seguro no tardará en regresar», abrió el cajón bajo la mesa y sacó la funda que guardaba el puñal, solo se quedó con la hoja y volvió a meter el retobo. Se guardó el puñal entre sus vestidos y salió tan rápido como entró. En el pasillo no encontró a nadie, sin embargo, no bajó las escaleras. Asida a la idea de que el prefecto regresaría en cualquier momento, prefirió esperar su regreso a bajar y topárselo en el camino.

Aguardó en el balcón procurando no ser vista. Tenía razón, porque el prefecto no tardó en regresar y le acompañaba un sequito de interventores escaleras arriba; Lidias sin ningún ánimo de oír lo que hablaban, hasta sus oídos llegó una conversación que la hizo estremecer

"—No perdáis más tiempo en investigaciones absurdas, cerramos el caso sin correr el riesgo de poner en duda nuestro operar"—oyó decir al prefecto—. "No queremos que el pueblo se indigne al enterarse que condenamos a una inocente".

"—Pero usted está acusando a la hija sin tener pruebas suficientes —refutó uno de los agentes—. Esto traerá repercusiones".

" —Se vigilará a la joven Lidias, hasta cumplidas las tres semanas del duelo —de nuevo la voz del prefecto—. En el juicio del paladín Roman, se conocerá la verdad".

"—¿Se juzgará a la princesa? —inquirió el agente".

"—Rodarán ambas cabezas —aseguró el prefecto".

Lidias contuvo la respiración tras el muro, no acababa de digerir lo que había escuchado. En el instante en que el grupo se perdió por el pasillo, saltó como el rayo y bajó las escaleras tan a prisa que quebró el tacón de su zapato, haciéndola trastabillar. Salió de la torre cojeando, cruzó el jardín quitándose los zapatos que ahora estorbaban. Atravesó la puerta principal y aunque los soldados apostados en ambos costados la miraron confundidos, no alcanzaron ni a preguntarle si todo estaba en orden. Ella les gritó que no había de que preocuparse y se perdió en los pasillos del palacete, por los que se colaba la luz de la tarde entre las ventanas.

La princesa se hizo con un par de alforjas que encontró entre las pertenencias de Roman, metió en ellas queso, hongos y carne seca que encontró en la vasta despensa. Guardó el puñal, se armó con todo cuanto creyó necesitar para sobrevivir fuera y lo metió en las alforjas. Bajó hasta los establos y allí encontró a su purasangre, lo ensilló con prisa, le colgó las alforjas y se sentó un momento sobre los fardos.

Se permitió respirar profundo y contemplo un momento aquel establo, con expresión desolada. Cerró los ojos «¿Qué estás haciendo, Lidias?». Cuando los hubo abierto se enderezó y abrió el morral que había dejado a un lado. De allí sacó tan brillantes como el sol y tan pálidas como la luna, piezas de la armadura que solía usar en los Juegos de Primavera, sus botas de equitación y las calzas de cuero que hizo ajustar en sus piernas, luego de desasirse de la falda. Se abrochó las grebas, ciñó su cintura con el cinturón de cuero; cubrió su escote con el peto de hierro y los hombros con las brillantes hombreras. Estaba decidido, no estaba escapando, buscaría a la asesina ella misma: en el palacio no había nadie en quien pudiera confiar.

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