Reodem, la ciudad sin ley - IV -

No sabía cuánto tiempo con exactitud estuvo allí, de seguro desde que escuchó los ruidos del casco del palafrén. Allí había alguien, la princesa con medio cuerpo sumergido intensificó sus sentidos y miró en todas direcciones. Podía oírlo, sabía que no estaba sola como creyó. Levantó la ballesta y concentrada se dispuso a apuntar en alguna dirección. Aún no estaba clara, pero ya estaba preparada.

Caminó despacio hasta la orilla. El caballo ya no bebía, movía sus orejas —también lo había escuchado—, enderezó el cuello y miró a su izquierda, resopló y luego un repentino relincho hizo que varias aves volaran sobresaltadas de las copas. Lidias ya había localizado al intruso, el ruido también lo sobresaltó, hubo quebrazón de ramas y algún que otro fuerte pisotón.

—Sal de allí, ya te he visto.

La ballesta apuntó directo hasta unos matorrales en la orilla cercana.

—No intentes nada, no suelo fallar un tiro. Y en este momento tengo dos cargados —gritó mirando un punto fijo.

Todo fue silencio un lapso indefinido de tiempo. Luego una figura apareció detrás de la espesura que Lidias no dejó de apuntar.

—No dispares por favor. —El varón levantó los brazos mientras miraba fijo a la princesa, que lo amenazaba sin vacilar—. Eñorita, por favor, no me da guen dejo, saber que esa cosa está cargada en sus manos.

—¡Voltéate! —acompañó la orden con un gesto que hizo con su otra mano, con la que empuñaba el alfanje—. Ni pienses en huir.

—No, no lo haré. —Se giró con lentitud, aparentemente le costaba apartar la mirada del busto de Lidias—. Estoy desarma'o como puedes ver.

—¿Estás sólo? —Lidias avanzó diligente hasta la orilla— ¿Me has oído bien? Pregunté si andabas sólo.

—No eres una de esas amazonas que asaltan paisanos solitarios ¿verdad? —Bufoneaba como si el ser apuntado por la ballesta no le condicionara a someterse—. Güeno pa decir la verdad. No estoy na' solo, también me acompaño por mi jaco, claro está que después de haber visto aquel rocín tuyo me vo' a avergonzar que veas a mi desdeñado.

—Basta de tonterías. Acaso ¿sabes quién soy? —La princesa ya había alcanzado la orilla y se acercó por la espalda.

—Güeno, la verdad me encantaría saber quién es. —Se rascó la cabeza y encogió de hombros, luego hizo un leve giro del cuello y miró de soslayo a la joven tras de él—. De cierto se me hace como que hemos principiado al revés ¿no?. Ya la conozco enterita pero no sé ni su nombre, ni su procedencia mi dama.

—¡Voltéate te digo! —Una saeta pasó silbando contigua al rostro del extraño y terminó incrustándose en la tierra, a media vara de él—. No me vengas con tonterías. No estoy bromeando y aún tengo un tiro que no será de advertencia.

—¡Por toda piedad! ¿Eso fue un virote? —El asustado hombre, volteó otra vez por la impresión, pero esta vez la irascible mirada de Lidias lo instó volver volverse al frente y levantar ambos brazos detrás de la nuca—. Lo siento, lo siento, soy..., un siervo a tus pies dama.

—Ahora nos entendemos. Camina. —Lo guio apuntalado con el arma hasta la roca donde la princesa había dejado sus vestimentas—. Quédate quieto, no vuelvas a mirarme, no vuelvas a hablarme, ni siquiera respires ¿está bien?.

—Pero... —Un punzante dolor en la espalda le indicó al varón que sería mejor obedecer.

—¿Así que me estabas espiando? —Las calzas, las grebas y el cinturón volvieron a ceñirse en el cuerpo de la joven— ¿Conoces la pena por ver desnuda a una noble?

—No sabía que fuera un delito. —El tono hilarante de la voz de aquel varón regresaba de súbito— ¿Va a arrestarme, eñorita?

—No lo es, en damas solteras y con su..., consentimiento. —Los pechos de Lidias volvieron a quedar prisioneros bajo la galena de lino y el peto acorazado—. Empero, has tenido la mala idea de espiar a una mujer prometida y que pertenece a la casa real.

—Lo siento, ¿está embromando? —Se encogió de hombros—. Guardaba yo la esperanza, oiga usted, de que esta vez no tendría yo que vérmelas con marío's celosos y menos..., mucho menos con título de noble ¿ya ha visto?

—¿Que te hace pensar que celarán de ti? —inquirió con desprecio.

—No se na', pue ser que guarde yo alguna sorpresita o una buena razón para que me celen. —Sonrió con cierta picardía—. Ya le digo yo no es na' vez primera que me pasa.

La punta de la ballesta aún presionaba la espalda del hombre. Situación que de pronto el avezado extraño, aprovechó para voltearse de súbito e intentar quitarle de la mano el aparato. Dando un ágil movimiento, dio la impresión de un gato reacomodando sus articulaciones. Sin embargo, Lidias reaccionó con igual o mayor rapidez. Se giró en el mismo sentido que aquel varón y he interpuso una pierna entre sus tobillos. Logró tumbarlo, abalanzarse sobre él y ponerle el alfanje amenazando en su garganta. Una minúscula gota de sangre recorrió la hoja que apenas y presionó la piel del individuo.

—No vuelvas a hacer una estupidez como ésta otra vez. —Lidias lo mantuvo sujeto apretándole el torso entre sus piernas, mientras con la mano izquierda le agarró la entrepierna y con la otra la hoja siempre amenazando el cuello—. O me decidiré entre separarte la cabeza o despojarte de tu hombría, sino ambas. ¿Entendido?

—Enten..., entendido. —Se oyó una compungida voz, de quien antes alardeaba de bufoneo—. Por favor, suéltame las pelotas.

—Que pelmazo. —La princesa se enderezó con lentitud y sin bajar la guardia, ordenó con un gesto que hiciera lo mismo— ¿Tienes familia? ¿Chiquillos, esposa? ¿A qué te dedicas?

—Bueno, son así esas, como varias preguntas a la vez ¿no? —El la miró confundido, Lidias solo se encogió de hombros.

El varón se intentó levantar, pero ella señaló que se mantuviese de rodillas con las manos en alto.

—Soy Fausto —dijo al fin.

— ¿Es que acaso eres retrasado? —Miró al cielo y dejó escapar un sonoro resoplido de insatisfacción—. De todo lo que dije lo que menos me interesaba era oír tu nombre, es más ni siquiera te lo pregunté.

El hombre se mostró contrariado, bajó la mirada a sus pies y pareció tragarse algo que estaba por decir.

—Bueno Fausto, ¿vas a responder el resto de mis inquietudes?

—Esperaba que fuera su turno de presentarse. Pero qué de otra. —Se encogió de hombros y continuó—. No tengo esposa, ni hijos. Ya ve', soy un cazador que vive de las pieles y la carne de lo que logro arrejuntar.

—Me parece... ¿me estabas de alguna manera asechando, Fausto? —El alfanje por un momento se alejó de la garganta del cazador y la princesa arqueó las cejas como esperando respuesta.

—¿Que se dice, por ser asechar? —preguntó con la voz contrariada—. ¿La estaba viéndola? Digo ¿la vi en el rio? No estaría bien si yo le digo.

—Fausto —lo interrumpió, luego de un lento suspiro—. Que si estabas espiándome detrás de estos arbustos como un vil cuatrero.

—Me había dicho usted, que era una suerte de delito mirar novias desnudas, mi dama. —Se rascó la cabeza y miró confundido hacia arriba, buscando el rostro de Lidias.

—Eso dije. El cual pagarás ahora mismo. —La hoja volvió a apuntar a Fausto, pero esta vez sobre su cabeza—. Endereza tu rodilla izquierda, inclina el cuerpo, brazo derecho sobre la pierna, cierra los ojos.

—¿Que hacemos mi dama? —Fausto hizo caso de la orden y se colocó en la posición deseada. Sin embargo, estaba muy confundido—. No vaya a matarme por algo tan insignificante, por más me han perdonado el pescuezo.

—Sshh. ¡A callar! —La reluciente hoja se elevó solemne hasta quedar vertical frente a los ojos de la princesa, quien murmuró algo inaudible—... jura por el nombre de la diosa Hukuno, por el corazón del dios Semptus, por la cabeza de la diosa Himea. Y ante el nombre de tu rey.

—Yo... —Fausto no entendía nada, quería abrir sus ojos, pero por alguna razón quiso acatar la orden de aquella extraña joven—. No entiendo bien que está pasando.

—Cierra la boca y no hables hasta que te lo indique. —La espada bajó con parsimonia y le tocó los hombros, luego antes de tocar su cabeza, la princesa dijo—: Juras: obediencia, complacencia, lealtad y. —Hizo una pausa—. Lealtad y amor, desde hoy y para la eternidad. Protección acosta de tu propia vida a quien hoy te nombra solemnemente. —Hizo una nueva pausa para inspirar—. Escudero del temple de acero.

—¡Válgame la vida, por toda piedad! —Fausto quiso erguir la cabeza, y abrir los ojos en ese mismo momento, pero de modo inexplicable se abstuvo y mantuvo su postura, como si satisfacer la orden que Lidias le había dado le valiera el mundo— ¿Realmente es usted una hidalga?

—¿Juras? —El tono de Lidias se elevó de súbito.

—Lo juro, lo juro, yo lo juro. —Las palabras salieron antes que pudieran ser procesadas por el cazador, se enteró de lo que había dicho una vez pudo oírse diciéndolo, como un eco que resonó en su cabeza largo rato—.Yo, lo juro.

—Bien, Fausto...

—Dellaver..., Fausto Dellaver así me llamo yo.

—... levántate. —Le besó con ligereza la frente, al tiempo que el varón se levantaba con lentitud, y aún no terminaba de abrir los ojos—, mi buen escudero.

—No sé si ahora es cuando debo agradecer, o salir corriendo. ¡Por to'a piedad! ¿En qué momento me volví un esclavo? —La miró con ojos de perro herido—. Nunca debí venir aquí para empezar.

—Deja de exclamar con esa frasecita de piadosos ¿qué es eso?, por lo demás me trae malos recuerdos. —Le dio la espalda y luego de un breve instante se volteó otra vez hacia él—. No existe ninguna pena por espiar mujeres, ni nobles, ni cazadas, ni ingenuas vírgenes desamparadas. Sin embargo, necesito de alguien que sepa cómo sobrevivir y me ayude en mí viaje.

—¿Me ha engaña'o? —Fausto dejó de hablar con cortesía y se lanzó con un tono muy enfadado.

—Voy a pagarte, por supuesto que no eres mi esclavo. —Lidias hizo como si el tono de Fausto no le importara en absoluto—. Eres libre de largarte si quieres. Empero, hiciste un juramento, Fausto Dellaver, estás ligado a mí y yo a ti desde ahora. Si eres varón de palabra te quedarás y cumplirás, si eres varón ordinario, te marcharás y tendrás que saber que si lo haces, jamás te enterarás de a quién has dejado y tenido oportunidad de servir.

—¿Y a quien tengo el agrado de servir? —Sus pobladas cejas se ciñeron en un gesto inquisidor.

—Lo sabrás..., a su debido tiempo. Por supuesto. —Lidias recogió el resto de sus pertenencias y caminó directo hasta el rocín que pastaba en la rivera. Puso pie en el estribo y montó sin dificultad—. Entonces ¿Vienes?

—Donde mande, mí señora. —Recién después de escuchar la voz de Lidias, es que Fausto reaccionó. Antes estuvo pasmado mirando el contoneo rítmico de sus caderas al avanzar y aquellas redondas nalgas que terminaron encaramándose a la montura—. Bueno. Primero iré por mí jamelgo si es que no me lo han robado ya. Aunque dudo que para más que algo de carne y pellejo lo quieran.

—¿Es que hay bandidos en las cercanías? —Lidias cogió las riendas del pura sangre con fuerza, este giró con dando ojeadas al lugar, como si no hubiera explorado ya hacía un rato—. Suerte que solo me topé contigo.
—No estoy seguro de que aun, de que tan bueno me resulte eso.

—Anímate hombre —le azuzó ella—. Pareces honesto, desaliñado..., pero honesto. Y yo necesito un guía.

—Y usted parece chiflada, hermosa y joven, pero chiflada. —acotó en voz baja.

—Voy a hacer como que no te he oído, Fasto. Pero me preocupa más tu comentario acerca de los bandidos en las cercanías.

—Eh. El lugar es bastante solitario, suelo venir a por conejos. —Dio potente silbido que hizo arder los oídos, luego Fausto aguardó un momento antes de seguir hilando su conversación—. No es común encontrar paisanos por aquí, pero uno nunca sabe. Ya puede ver usted. No me habré encontrado ningún bandido, pero me encontré a una sirena en las aguas del Dos Causes.

—Para tu buena fortuna, ¿ves?.

Desde el entramado de los árboles apareció un equino mal agestado, flacucho y de pelo opaco, sus negras crines le colgaban descuidadas de la cabeza al lomo. Lidias se preguntó si podría ver con aquel nudo enmarañado y grasiento que le cubría casi toda la frente y ocultaba sus cuencas oculares

—¿Así que ésta es tu montura, Fausto?

—Ya he dicho yo que me avergonzaría. —Se encogió de hombros—. Con lo que gano apenas me alcanza para alimentarlo y ha de saber usted que si pasamos hambre la pasamos los dos.

—Puedo ver que no me estás mintiendo. —El descarnado aspecto del cazador revelaba que al menos había pasado varias jornadas privado de alimento—. Siendo cazador, creo que eres bueno de bufón ¿no?.

—No se trata de que haya escogido mal mi oficio. —Saltó sobre el caballo y respondió al sarcasmo—. Los animales han abandonado las estepas hace varios meses. Algunos lo atribuyen a los continuos temblores cerca de la montaña. Lo cierto es que cada día tengo que avanzar más lejos para encontrar al menos a un delgaducho roedor.

—Bueno que triste historia. —Encogió los hombros y giró con agilidad hacia Fausto, su largo cabello todavía húmedo salpicó algunas gotas—. Te necesito para que me lleves hasta Reodem, sabes llegar ¿verdad?

—¿Dijo algo sobre una paga? —Una sonrisa pícara se le dibujó en la cara.

—Todo a su debido tiempo, cuando lleguemos a la ciudad te daré lo que necesites.

Lidias Se anudó el cabello en una improvisada coleta, que dejó visibles sendos aretes que se descolgaban de ambos lóbulos de sus orejas. Los brillantes incrustados se hacían infinitos y destellaban a la luz del sol; en el centro un visible zafiro azul pulido de forma minuciosa.

—Primero que todo, te daré algunas monedas para que compres otro caballo o atiendas al que tienes, creo que hasta es demasiado viejo —dijo después de un momento.

—¿Me va a decir quien es realmente usted?

Los ojos de fausto no se le despegaban de los aretes, aunque es posible que lo hiciera por estar contemplando el rostro de Lidias, de peculiar belleza incluso para la clase noble. Su comentario ratificó la primera hipótesis—: Jamás había visto joyas tan delicadas y mucho menos, adornado piel tan fina de dama alguna. —Y también la segunda.

— ¿Me halagas? O esque en realidad es importante para ti saber quién soy. —Se quitó los pendientes y los guardó sin prisa en uno de los bolsicos que colgaban de su cinturón—. Ya te lo he dicho, pertenezco a la casa real. Si quieres saber: escapé de mi hogar, me buscan y de seguro quien me reporte recibirá una suculenta recompensa. —Miró a Fausto de pies a cabeza con la rabadilla del ojo— ¿Contento?

—Bueno, ahora sí has logrado todo mi interés. —El cazador se puso por delante de Lidias, he indicó con la mano el camino a seguir—. Es por allá, no estamos tan lejos pero debemos salir de la rivera. —Echó a andar su caballo a paso medio.

Una explanada de tierras esteparias les esperaba a su frente, parecía interminable de no ser por las grises montañas que se pintaban en lontananza. Dejaron atrás la humedad fresca de la hondonada del rio, para abrazar la brisa gélida y seca que les ofrecía la llanura.

—¿No tiene duda que yo pueda entregarla a quien la busca? —preguntó de pronto el cazador.

—No —respondió con fría naturalidad.

—¿Así nada más? —La sonrisa pícara en el rostro del varón no parecía desaparecer—. Porque, bien podría hacerlo, después de lo que me ha confesado.

—No te atreverías. —Aceleró el paso y adelantó al pellejo y huesos de cuatro patas que transportaba a Fausto—. Juraste ser mi escudero, en nombre de nuestros tres dioses, conoces la terrible cólera de Semptus. O mejor dicho, la conocerás si así lo quieres.

—¿No se supone que yo tenga que guiarla? —Espoloneó al animal, acelerando también el paso.

—Ya me has dicho en qué dirección ir. —No miró atrás y apresuró aún más—. Yo pensaba ir rio arriba.

—No era mala decisión, pero como su nombre lo indica, el Dos Causes se divide más arriba en la misma montaña, y este brazo no llega a Reodem, sino hasta un pueblo fronterizo de montañeses huraños.

A toda espuela y apenas le llevaba el ritmo a al corcel de la princesa.

—Bueno, entonces habría terminado en tierra de nadie, donde de seguro habría acabado siendo alimento para los buitres —hablaba casi para sí.

—No pude oír lo que dijo —El ritmo de los rocines se estaba igualando. Sin embargo, era evidente que fue Lidias quien tuvo que menguar el galope para no aventajarse en demasía—. Aun no se su nombre. Y todavía no entiendo la confianza que tiene en que no la delate.

—Creí que te había dicho mi nombre, lo siento. —Se encogió de hombros y lo miró con rostro impávido, sin embargo, aunque entre una pausa bastante larga el cazador esperaba oír respuesta, esta nunca salió de los labios de la Lidas.

Las montañas parecían acercarse a los viajeros a paso de gigantes, haciéndose cada vez más y más altas y definidas en el horizonte. El cielo estaba despejado y la brillante luz del día, convertía el paisaje en un paraje más alegre, de a poco la hierba rala y amarillenta se tornaba de un tono esmeralda y las malezas resecas cedían lugar a un prado sinople, de aspecto fresco y turgente. Aún ningún árbol, ni sombra a la redonda, sin embargo, la brisa helada venida de las montañas mantenía una sensación agradable en el viaje.

—Bueno. Me he enterado de que no tenemos rey. —En el rostro de la princesa no se vislumbró gesto alguno, no obstante, en su corazón algo se quebró al escuchar a Fausto—. Tengo que deducir, que ha de ser sobrina, prima, cuñada o de alguna forma pariente del difunto ¿No?

» No parece ser hidalga hija de algún Ser, de familia desconocida. —Miró a la muchacha y luego de otra pausa no encontró respuesta—. Bueno, mis condolencias para con usted, al menos sabemos que la asesina ya fue liquidada.

—Su hija —de pronto respondió, con bastante ímpetu pues fue oída a pesar del viento robándose las palabras de los hablantes—. Soy la hija de Theodem.

—Es una broma ¿verdad? —El rostro de Fausto se desencajó.

—No. —Lidias no lo miró, sus ojos estaban fijos en el horizonte que se pintaba de azul y matices grisáceos mientras las cumbres se hacían más cercanas.

—No termino de creerme que hoy vi a una verdadera imagen divina bañarse en el rio. —No dejaba de contemplar a la princesa—. Fui convertido en escudero, lo más cercano que he estado a un título noble y que estaré en mi vida. —Se refregó el mentón y casi se desmembró el labio inferior con la fuerza que se estiró la piel con sus dedos—. Y ahora me entero que no soy sino escudero que de la mismísima princesa del reino. ¡Por toda piedad!

—¿Qué fue lo que te dije sobre esa frase exclamativa? —Tenía los ojos fijos en el horizonte, parecía inmutable ante todo lo que aquel varón decía.

—Lo siento. —La sonrisa pícara regresó de súbito—. Pero es que no me puedo creer que mi dama, mi señora, usted aquí presente sea la misma princesa Lidias.

—Vaya, sabes mi nombre me siento complacida. —De pronto volteó la mirada hacia el escudero.

—Como no saberlo, la moneda oficial del reino lleva su nombre. —Ahora la sonrisita se convirtió en una media luna ataviada por separados y amarillentos dientes—. Deberían poner su rostro en ellas, en vez del sello real.

—Las lidias de plata, lo había olvidado. —Una falsa y sarcástica risa acompañó al despectivo gesto que bosquejó su rostro—. Ni siquiera son las de oro, no sé si fue un homenaje o una forma de castigarme que me dio padre. Además es la moneda más devaluada en el Sur.

—Al imperio nada le vale, nada. ¡Bah Sarbianos! —Un escupitajo se perdió en la polvareda bajo las patas del bruto—. Pero usted no es una moneda de plata, es la joya más valiosa de todo el reino.

—Basta de marrullerías, Fausto. —La mirada penetrante de la princesa recayó de lleno en el sonriente rostro del cazador, que agachó la cabeza enseguida— ¿Has estado en Sarbia escudero?

—Hace mucho tiempo. Y puedo decir que solo la emperatriz podría compararse a lo que vi en el rio hace un rato, mi señora. —De nuevo la sonrisa pícara del escudero—. Lidias, la dama Lidias, mis ojos no lo creen. Si tuviera amigos con quien ostentar, seguro ni me lo creerían. La mismísima princesa, desnuda ante mis sentidos.

—Ni en tus mejores sueños húmedos. —Una despectiva mirada atravesó al varón.

—Por supuesto que no. En aquel entonces eras una chiquilla. —frunció el ceño, como espantado.

—Eso te vuelve todavía más pervertido. —Las montañas parecían haber crecido, ahora se respiraba una brisa más helada, el aire más húmedo y un olor a humo de chimeneas cargaba de pronto el ambiente— ¿Y dónde quedó tu forma respetuosa de hablarme?

—Lo siento princesa, olvidé mis modales cuando la conversación tomó más causalidad. —Apuntó al frente—. Estamos cerca, la ciudad está por allá.

—No me importa Fausto, odio el protocolo y ese afán de remarcar la jerarquía aunque sea en una simple conversación. —Por primera vez el cazador (y quizá sea el primer varón) recibió una amable sonrisa de parte de la muchacha—. De todos modos no te precipites, habrá límites entre nosotros. Tú serás mi servidor, yo tu señora, no lo olvides. —Hizo una pausa—. Ahora muéstrame la ciudad.

—Como órdenes. —El escudero sonrió e hizo un gesto con el rostro como esperando una respuesta de parte de la princesa, pero nada ocurrió—. Después de todo creo que no me arrepentiré de mi juramento.

—¿Y pensabas hacerlo? —La mirada de la joven se posó en los ojos del cazador—. Yo sé que no.

De frente a ellos la falda de la montaña se alzaba imponente, cubriéndolos con su sombra. Al píe de la misma, incrustado entre el desfiladero se erguía una muralla hecha de la misma roca de la eminencia. Un arco de unas seis varas de alto y diez de ancho, formaba un portón cuyas puertas se encontraban abiertas.

—Estás tan segura de todo, que haces que me confunda —dijo al cabo de un instante y se rascó la cabeza con desesperación—. Ahora no sé qué responder ¿Me estás haciendo alguna clase de truco?, de esos que hacen los hechiceros de la Gran Torre.

—¿Tienes piojos? —Lidias puso cara de desagrado—. Estudié desde los siete en la Torre Blanca ¿Sabes que hechizo sé hacer?

—¿Enamorar varones? —Se encogió de hombros.

—¿Crees que necesito un hechizo para eso? —Arqueó una ceja y detuvo el caballo de súbito.

—No, ya lo creo que no. —Hizo lo mismo con el pelucón huesudo ¿Por qué nos detenemos?

—Ninguno. Se nace con el Don o no se aprende jamás. No todos en la Torre Blanca son hechiceros, los nobles por ejemplo estudian allí: arte, historia, comercio y política—. Echó mano a su alforja—. Ten, esto ayudará. —Le arrojó una pequeña bolsa de cuero, dentro un extraño polvo—. Fenitrel, lo usan para higienizar la ropa en la lavandería del palacio, aplícalo en tu cabello y los piojos se caerán en minutos.

—¿Esto podría matarme a mí también no? —El entrecejo se le cerró a más no poder

—A no ser que seas un bicho asqueroso. —Lidias encogió sus hombros y agregó—: Para mí eres más como un coyote degenerado, pero no me pareces un insecto, aún.

Las cabalgaduras tan pronto atravesaron el portón de la ciudad, se encontraron chocando sus casquillos contra adoquines de roca ya pulidos por el trajín y la humedad de aquella septentrional zona.

Las residencias eran toscas y un fuerte olor, mezcla de azufre y metal fundido se respiraba en el aire, similar a huevos podridos y a sangre. Las calles atochadas de gente yendo y viniendo de todas direcciones. Una muchedumbre se concentraba en un punto neurálgico, gritaban y se agolpaban unos contra otros, haciendo un circulo alrededor de algo que Lidias desde la montura no podía distinguir.

—¿Qué hace esa gente? —Se acercó despacio hasta el gentío, con las cejas fruncidas en un gesto de intriga.

—Ah. Pues apuestan. —contestó con naturalidad Fausto, quien se llevaba la mano a la cabeza repetidas veces y luego se miraba la palma, notando como los piojos le quedaban pegados a ella—. Peleas callejeras. Si vas a tener una riña, más vale que saques algo más que solo magulladuras y golpes.

—Que barbarie. —La altura del jaco ahora le permitía contemplara los dos contendores, que bregaban sin tregua, dándose puñetazos a diestra y siniestra— ¿La guardia permite esta locura?

—Las apuestas son ilegales en casi todo el sur, pero aquí en el norte. —Fausto vociferaba denotando orgullo en sus palabras—. Aquí en Reodem casi no hay ley.

—¿Te enorgulleces de eso? —Hizo un gesto inquisidor—. Menuda ciudad, sin orden.

—Hogar de asesinos, violadores y fugitivos. —La miró con el rabillo del ojo y se acercó a Lidias para que nadie más oyera—. No parece un lugar apropiado para una princesa.

—¿Olvidas que soy prófuga ahora? —Se echó la capucha sobre la cabeza—. Es el lugar perfecto para mí.

—Mierda, casi lo había pasado por alto. —Fausto se golpeó la cabeza con la palma—. Aun no me has dicho, que fue lo que te hizo huir de Freidham.

—Ni lo sabrás, todavía. —Echó rienda al rocín, adelantándose al cazador—. Comprarás heno para ese jaco y nos guiarás a la taberna más cercana.

—A su orden mi dama. —Un dejo de ironía en su voz—. Aun no me ha dado una sola lidia, para tal obra.

—Ten. —Le alzó un saquito de suficiente peso—. Sé más discreto, refiérete a mí como te dé en gana. Pero mi nombre no saldrá de tus labios aunque tu vida dependa de ello. —Se acercó para que pudiera oírla solo él—. Y olvida el nombre de esa maldita moneda ¿Cómo le llaman en occidente?

—¿Lunas? —Fausto murmuró dubitativo—. No es común llamarlas así en el país.

—Conocí a una familia hace algunos años, que vive en las altas cumbres de la frontera. —Se acomodó la capucha para cubrirse bien el rostro—. Allí los comuneros con costumbres occidentales las llaman lunas, incluso varios de los nobles. Esa casa tiene varias hijas, algunas de mi edad. Son Ser de la corona, cumplen obligación en la frontera. Si alguien pregunta quién soy, diles que vengo de las montañas.

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