Los Veinte Capas Púrpura -VI-
Pisó despacio, para evitar que el rechinar del entablado del suelo despertara a Lidias. Fausto podía ser un simplón, pero aun así no dejaba de tener buenos modales. Como un gato sigiloso, se escabulló a tientas hasta la puerta.
—¿Pretendes escapar? Lidias había despertado. —No eres muy bueno siendo silencioso.
—De eso nada. —Entre la oscuridad buscó la silueta de ella sobre el colchón—. Bajaré a tirar del riñón, tanta agua miel me ha dao' unas ganas que no me aguanto.
—Ya. —Se arropó, echándose la capa encima—. Por un momento creí que te había molestado tener que dormir en el piso.
—Sigo pensando que en esa cama había espacio suficiente para ambos. —Apretó los labios y abrió la puerta—. Y lo admito, cuando dijiste que compartiríamos cuarto..., creí otra cosa.
—Ya vete. —Le arrojó una de sus botas que estaban junto al colchón—. Suficiente ya es tener que dormir sobre esta inmundicia. Creo que jamás terminaré de quitarle el olor a humedad a mis ropas. Procura volver en silencio, llevo horas intentando conciliar el sueño y por la hediondez no lo he conseguido.
—Que ya voy. —Cerró la puerta tras de sí y avanzó por el oscuro pasillo.
No tuvo que bajar a tientas, algo de luz se colaba desde abajo por entre las tablas del piso. La taberna aún tenía movimiento, se oían voces y conversaciones distantes.
Fausto bajó las escaleras con los pies descalzos, por pura suerte no se picó con ninguna astilla. Pasó frente al mesón y le hizo una venia al tabernero que dormitaba, no recibió respuesta, así que abrió la puerta y caminó un par de varas rodeando la posada. No avanzó demasiado, las ganas le podían, a medio trecho aflojó el cinturón y regó el ralo terreno con la espumosa orina, allí iba toda el agua miel que se había bebido.
Vamos amigo mío apura, apura que nos estamos entumeciendo —decía en la penumbra— no querrás que pesquemos romadizo. ¿Eh quien anda?.
Se escuchó a lo lejos casquetes de montura contra el pavimento, galopaban raudos no menos de diez.
—¡So! —A media calle un grupo de soldados se acercaba de a caballo—. Rodead el sitio, este es el lugar.
Hombres de la Sagrada Orden —susurró para sí, Fausto—. Mierda, estos han de venir a por el extranjero.
No pronto terminó de mear, se arregló de camino el pantalón y se metió de vuelta a la tasca. El líder del grupo montado, se apeó y entró antes que él.
—Habrase visto tugurio más feo que este. —El varón de capa purpura y brillante armadura avanzó prepotente hasta el mesón, despertando al tabernero que cabeceaba—. Cuatro miembros de la Orden comieron y bebieron aquí esta tarde.
—Ya lo ha dicho usted, maese. —respondió con la cabeza agacha y la voz entrecortada el tabernero—. Jueron atendi'os con lo mejor del lugar, maese.
—Así parece. —Posó ambas manos sobre el mesón—. Dos con el cráneo magullado, uno con las costillas rotas y el cuarto manco. Quienes sean los culpables de tal crimen, serán ejecutados aquí mismo.
—Ha sio' un solo hombre, maese. —El tabernero se atrevió a levantar la cabeza un momento y protestó—. Los señores estaban molestando a mi emplea'.
—¿Dices que sólo un hombre atacó a cuatro ser, bien entrenados? —Se acercó tanto al posadero que casi le salpicó el rostro— ¿Le has alquilado un cuarto?
—Nnn. Sí, si maese. —Tragó saliva. En ese momento Fausto aprovechó para colarse y perderse escaleras arriba —. L' renté un cuarto, pero él no lo quiso na'. Creo que se arregló con aquel tipo y su protectora. —Apuntó al cazador que ya estaba en el último escalón.
—Alto allí. —Se volteó el capitán y avanzó dos pasos hacia la escalera—. Baja enseguida.
—¿Yo?. Me confunde maese, no tengo nada que ver.
Fausto encogió los hombros, lo miró, miró al tabernero y volvió a mirar al capitán. Luego como un rayo terminó de subir la escalera y raudo atravesó el pasillo hasta dar con la puerta del cuarto donde sabía dormía Ledhtrin. Abrió de una patada, pero dentro no halló a nadie.
El capitán sin perder el tiempo, se arrimó escaleras arriba tan pronto Fausto había echado a correr. Se lo topó de frentón cuando intentó regresar al cuarto donde estaba Lidias.
—Hasta aquí llegaste, granuja— Ya tenía desenvainada la hoja, la cual se veía blanca entre el claroscuro del pasillo.
—Perdóneme usted. —Levantó los brazos—. Me ha cogido el miedo. No pude evitar oír lo que hablaba con el posadero y creo que éste me ha confundido.
—Manos en la nuca, voltéate. —Amenazó con la espada—. Me da igual, de cualquier modo, vas a acompañarme abajo. Ya habían subido cuatro soldados con él —Registren las habitaciones.
—¿Qué es todo este escándalo? — En ese momento abrió la puerta Lidias.
Tenía puesto el capuchón de la capa sobre la cabeza, pero vestía sin el tabardo, dejando al descubierto las radiantes hombreras de la armadura y la pechera grabada con la insignia real: dos grifos parados en sus patas traseras, cada uno a cada lado del dibujo de una torre y sobre ella la corona.
—Le he dicho a mi escudero que no se meta en problemas. ¿Qué ha pasado aquí? —preguntó con aparente calma y tono fastidiado.
—Ser. —El capitán distinguió entre la penumbra la figura que tenía parada enfrente—. Veo que ha escogido mal lugar para hospedarse.
—¿Le concierne a usted, Ser? —su tono de voz era aún más altivo de lo común y más mordaz.
—Los asuntos de la corona son nuestra prioridad, Ser. —No dejaba de amenazar al escudero con la hoja—. Sírvase en otra ocasión enviar una misiva y gustosos ofreceremos nuestra morada para vuestro refugio.
—Lo tendré en cuenta, Ser —reverenció con sutileza—. Ahora sírvase liberar a mi siervo, que yo misma lo castigaré por cualquier afrenta que os haya provocado.
—No puedo satisfacer vuestra petición. —Dio media vuelta, agarrando a Fausto y empujándolo contra el muro del pasillo. —¿Se ha enterado del escándalo ocurrido aquí esta tarde?
—Me temo que lo ignoro. —Tragó saliva bajo el capuchón—. Pero sea cual sea, estoy segura de que este varón no ha tenido intromisión. Llegamos aquí pasada la media noche y directo a los cuartos.
—Sus asuntos no me conciernen, sin embargo, algo no termina de cuadrarme. —Metió la punta de la espada entre un hueco de la madera en la pared, por donde se colaba algo de luz, cortó un trozo ensanchando el orificio— ¿Tendría la amabilidad de quitarse el capuchón, ser?
—¿Acaso podría negarme? —Jaló la tela hacia atrás y descubrió su rostro—. No quería ser vista. Ahora usted me está avergonzando.
—Conozco pocos caballeros de la corona con un boquete entre las piernas, Ser. —Con un potente puñetazo, terminó de abrir una brecha en la pared, por la que se coló un rayo de luz anaranjada, proveniente de las lámparas de aceite de la taberna y que iluminaron mejor el rostro de Lidias—. Y todas ellas con una jeta de náuseas. Pero que tenemos aquí, lo que aquí veo enfrente, una hembra joven y de rostro hermoso. A ésta ya me la querría yo entre mis sabanas.
—Suficiente, esto lo sabrá el Sumo Sacerdote. —Lidias con una mirada, le dejó saber a Fausto que estaban en aprietos —. Sois un cerdo prepotente, suelte a mi escudero y váyase de aquí.
—Sí, el Sumo Sacerdote se enterará. Claro que se enterará —Volvió su espada contra Lidias, y chasqueó para sus hombres—. Se enterará que he encontrado a la princesa fugitiva. Soldados, capturadla.
Desenfundó sin titubear, avanzó fuera del umbral de la puerta adentrándose en las penumbras del pasillo, sin darle la espalda al capitán y sus hombres que avanzaron con pachorra, asechándola. Fausto aprovechó de escabullirse y se metió a la habitación, a la señal de la princesa.
—No le maltratéis demasiado. —gritó el capitán a sus hombres. —Recordad que aún es la princesa de Farthias, no querrán derramar su sangre y pagar el precio después. Captúrenla viva, que los interventores hagan con ella lo que estipulen después.
—Un paso más y os rebano en dos. —Posicionó la hoja extendida perpendicular a su cuerpo y la mirada fija al frente—. No vais a atraparme sin salir heridos.
Dos de los soldados se abalanzaron y enseguida estalló el choque del acero. Ambas espadas se detuvieron en la afilada hoja de la princesa. Forcejaron casi a la par.
Mientras los aceros se rozaban, con una patada en la rodilla, Lidias hizo retroceder al soldado a su izquierda, obligando al de su derecha a perder el equilibrio. Rompió así el cruce de los aceros.
Cuando intentaron de nuevo atacarla, desde la oscuridad de la habitación apareció la figura de Ledthrin y su lobo, que embistió a los otros dos varones y a su capitán.
Contra el forastero no hubo piedad, matarle era preciso. Así que la lucha fue brutal.
Tres afilados aceros danzaron ágiles, precisos, limpios y mortales: todos contra el hombrón de la gran espada y su bestia, que mordía sin tregua. El lobo se había ensañado contra uno de los soldados, ya en el piso no tardó en desmembrarlo hasta que sus gritos se ahogaron con sangre. Los otros dos, el capitán entre ellos, continuaron contra el forastero, sin lograr derrotarlo. De pronto una sacudida de aquel espadón y una pierna salió volando, el soldado se desplomó a su vera.
Cuando sólo quedaban dos hombres en pie y el lobo, fue el capitán contra Ledthrin. Se movía agilidad, en sus movimientos enseñaba gran destreza, dejando sin espacios al bárbaro. El pasillo era estrecho y esto presentaba una desventaja a Ledthrin, que veía limitados sus movimientos. Entonces el lobo saltó sobre el capitán, quién de inmediato blandió contra el animal y a punto estuvo de decapitarlo, cuando la certera flecha de Fausto se ensartó de lleno en su pechera. Había descargado el segundo virote en la ballesta de Lidias.
—Le dije que se había equivocado conmigo. —El cazador arqueó una ceja y miró al extranjero, quien se había volteado a agradecerle.
Por su parte la princesa aún se batía contra los dos soldados que la arrinconaron al final del pasillo. Estoqueó, blandió y volvió a estocar, hasta que un fuerte golpe le fue a dar en el hombro, pero solo remeció su hombrera. Sin embargo, aprovechó la brecha en la defensa del soldado que la había atacado, para clavarle la mitad de la hoja desde el cuello hasta el pecho. El segundo cayó cortado a la mitad por la espada de Ledthrin, que había avanzado en su defensa.
—Buen tiro Fausto. —El guerrero estrechó por el antebrazo al escudero, saludándole al estilo norteño—. Te debo la vida de Tolkhan ¿Cómo has podido apuntar si yo estaba enfrente, tapándote la visual?
—Sentidos de cazador. —Se echó la ballesta a la espalda, sujetándola con una mano y haciendo una jactanciosa mueca. Luego se acercó al cuerpo del capitán y le arrancó la saeta del pecho—. Ya le había dicho a la princesa que soy bueno en eso.
Al final del pasillo, Lidias temblaba en su posición, observaba el cuerpo ya sin vida de ambos soldados en el suelo. Aguantó un arcada, mientras volvía a enfundarse la espada y se encaminaba al grupo.
—¿Estás bien? —preguntó Ledthrin.
—Lo estoy, estoy..., bien —aclaró intentando serenarse y soltando un resoplido de agitación.
—Eres buena —advirtió él.
—Nunca antes había hecho algo como esto, que horrible me siento. Pero ya...
—No fue tu culpa, eran ellos o tu. No tenías..., —Ledthrin intentó ser complaciente.
—Tal vez si había alguna otra salida..., en fin —suspiró —Este hombre supo reconocerme, como él, habrá más, supongo.
—Cuenta con eso, oh si —Fausto se arrimó hasta la pequeña ventana al final del pasillo—. Abajo hay al menos una docena de Capas Purpura.
—Mala decisión. —Lidias miró al escudero y al guerrero. — Matar a estos varones lo complica todo. ¿Qué voy a hacer?
—Estos me quieren a mí, para empezar —Ledthrin avanzó hasta las escaleras espadón en mano— Suficiente, ustedes no tienen nada que ver en esto. Me las arreglaré sólo.
—Son más de diez campeón. —Fausto todavía con la ballesta a la espalda, lo detuvo a medio camino—. Ya hemos visto que eres bueno con los puños y esa cosa, pero estos no son cuatro caballero borrachos, son una docena de soldados bien entrenados y armados.
—Tiene razón. —Lidias se aproximó a la escalera con sutileza—. Si les encaramos no tendremos oportunidad.
—¿Que acaso pretendías bajar? —Fausto frunció el ceño y miró a la princesa estupefacto— Ledthrin ya lo ha dicho, esta pelea es de él.
—Y la de recién, fue mía.
—Nuestra —agregó el guerrero.
—Bueno, bueno. Estamos hasta los huevos..., da igual ahora ¿no? Que tal si arrojamos los cuerpos y saltemos por la ventana cuando los soldados vengan a por nosotros —Ideó Fausto.
—Pareces estúpido, lo sabías. —Sonrió aprobatoria, Lidias—. Puede ser que sólo lo parezcas.
Lanzaron rodando los cadáveres. Abajo apostados en la entrada, ya estaban tres soldados y se percataron al instante de lo que estaba sucediendo, corrieron y llamaron a los demás escaleras arriba. Entonces Ledthrin les dio la bienvenida con su espadón, antes de que pisasen el último peldaño.
Con el guerrero reteniendo a los soldados, le dio tiempo a que Lidias y Fausto junto a Tolkan, el lobo, aprovecharon para saltar por la ventana escapando por el tejado.
Las mohosas y quebradizas tejas dificultaban el avance sigiloso, hasta el otro lado de la construcción. Cuando hubieron avanzado hasta el otro extremo, advirtieron que había dos Capas Purpura montando guardia fuera del establo.
—¿Cuál es el plan genio? —Susurró Lidias, distinguiéndose el tono irónico de su voz—. Estos tienen rodeado todo el recinto.
—¿Rezarle a los dioses en que no creo? .
—Ten. —Le lanzó una espada a su escudero, mientras se alzaba para husmear bajo el tejado.
—¿Y esto? — La agarró en el aire.
—Se la arrebaté a un malogrado antes de subir aquí. —Arqueó la mirada, despectiva—. Debió ocurrírsete, eres el único desarmado. Echa una mirada abajo, creo que nuestras monturas están justo de este lado.
—¿Que tal improvisar? —Fausto apuntó al lobo, que se lanzaba en ese momento techo abajo.
—¡Abajo ahora! —susurró con fuerza, Lidias.
Se arrimó hasta el borde de la techumbre, dejando medio cuerpo de cabeza entre el alero. Se aferró a una viga y se descolgó encima de su cabalgadura, la que se encabritó con ella sobre el lomo. Lo mismo intentó Fausto, con menos suerte, cayendo directo sobre uno de los guardias, tumbándolo. Tolkan ya estaba destripando al segundo en ese momento.
—¡Monta !—A viva voz le ordenó a su escudero, y le alzó la mano. De un salto el desgarbado varón se acomodó al anca. —Sujétate, no volveré por ti si te tumbas.
—Vale —Se amarró a la cintura de la princesa, al tiempo que el pura sangre se arrojaba en frenética carrera.
Rodearon la taberna acompañados por el furioso lobo que se lanzaba sobre cualquier varón que les cruzaba por delante, mientras que espada en mano, Lidias amenazaba con decapitarlos o echarle caballería encima.
Llegados a la entrada del tugurio, Tolkan se paseó desafiante entre los soldados que aún intentaban atrapar a Ledthrin y que en ese momento ya estaban echando antorchas dentro del lugar, para quemarlo.
Al advertir el alboroto de afuera, varios salieron a hacerle frente a la dama montada y su escudero, que cual ráfaga cargaron hasta casi meterse por la puerta, tumbando y pisoteando a los Capa purpura que iban saliendo desorientados. El potente silbido de Fausto, se sumó a los gritos y precedió a las decenas de velas que se fueron encendiendo en las viviendas aledañas. A medio galope, apareció entre la penumbra y los soldados, el huesudo equino del cazador: satisfaciendo el llamado de su amo.
Desde la buhardilla la figura de Ledthrin aparecía haciendo señas, al mismo tiempo que se lanzaba dando un giro y precipitándose sobre una pila de fardos que había amontonados a unas cuantas varas de la estructura. De inmediato fue rodeado por cinco soldados, dos de ellos se abalanzaron con agresividad aprovechando que aún estaba tendido en el suelo.
El primer embate fue a dar al suelo, ya que Ledthrin, había logrado esquivarlo cual felino. Al instante le sobrevino un segundo intento, que terminó por rebanar al que blandió el primero: Ledthrin pateó el dorso de la hoja con tal fuerza que desvió su curso hacia el costado del malogrado soldado. Pateó al aire y se enderezó con un brinco, con tal impulso que le rompió las costillas al Capa Purpura a su frente. Todavía quedaban tres a su espalda y que ya le venían con el filo furioso de sus respectivas espadas, la pierna de uno de ellos se entrampó el dentado hocico de Tolkan quien con sus patas también arañó y desgarró el rostro del frustrado contendor, los otros dos chocaron sus aceros contra el espadón del campeón.
—El hombrón está en problemas —le señaló Fausto a Lidias, todavía aferrado como un crío a su cintura—. Allí se le acercan tres más.
La muchacha no respondió, apuró la cabalgadura y cargó cual bólido. Arremetió contra los tres soldados que se acercaban al galope a reducir a Ledt. Entonces los tres jinetes respondieron contra la entrometida pareja montada, pero la flecha siempre precisa de Fausto otra vez salvaba la situación atravesando el cráneo del soldado de en medio. Mientras que a los otros dos no les fue mejor cuando Lidias cortó la cincha y las costillas de la yegua del de la izquierda y Fausto lanzó su espada a la garganta del segundo, provocando que el primero desplomara de su montura y el otro se desangrara en el suelo.
Ledthrin por su parte se las arreglaba contra los otros dos que le batallaban sin tregua, los destellos del metal friccionándose contra los brazales del guerrero, centellaron entre la penumbra de la alborada. El segundo corte le dio directo en el brazo desnudo bajo sus harapos, la sangre no tardó en bañar la herida. Sacudió una vez más el espadón sobre su cabeza sosteniéndolo con una sola mano, mientras la otra agarró el antebrazo de uno de sus contendores, cercenándolo al momento que le dejó caer el pesado hierro encima.
Todavía con la mano cercenada del soldado en su mano, Ledt la usó para aventársela en la cara al otro y distraerlo, instante mismo en que aguzó su espada contra el cuerpo del infeliz, partiéndolo desde la entrepierna.
—¡Eh! Campeón. —gritó el cazador a su vera y señaló a su famélico equino—. Monta a Phôn y larguémonos de aquí.
—Vamos Tolkan, hay que irnos. —Dio un par de trancos hasta acercarse a la bestia y se encaramó en el estribo.
Cinco Capas Purpura montados les siguieron el paso, hasta pasada la primera callejuela al oeste, allí se separaron y solo dos siguieron al campeón y su lobo, mientras los otros tres a toda espuela siguieron a la princesa y su escudero.
La gélida brisa de la mañana agredía cual bravío filo la piel de Lidias, que viento en contra galopaba con gran presteza cruzando la adoquinada y estrecha calle que cruzaba de este a oeste la ciudad. A poca distancia le seguían las brillantes armaduras de tres Capas Purpura, los cascos de las bestias hacían tronar los adoquines de piedra húmedos por el rocío. Llevaba los labios surcados y dolientes, la helada sobre su rostro le calaba de lleno y las pestañas mojadas nublaban su vista. Se inclinó hacia delante cubriéndose de la lloviznada niebla con el brazo, mientras la otra mano sujetó con firmeza la rienda, apretaba los estribos del bridón que gastaba sus herraduras como si en ello le fuera la vida. A la primera ventaja, alzó riendas y le hizo virar frenético en un callejón, los tenderetes de más adelante le indicaron que se aproximaba a la calle principal, a lo lejos se percató que varios pobladores ya estaban saliendo de sus casas.
—¿Los perdimos? —le gritó a Fausto, con voz agitada—. No puedo ver nada contigo allí atrás. Dime, ¿los perdimos ya?
—N..., no. —Giró la cabeza intentando quitarse de los ojos el cabello de Lidias que flameaba al viento, cual gallardete azabache—. Están a unas diez varas
Fausto se las arreglaba para evitar que el cabello de Lidias se le metiera en los ojos, sintió de pronto como la montura se levantaba con brusquedad, arrimándose dentro de un enorme rosetón que estalló al instante esparramándose en centenares de pequeños trozos de cristal.
Al otro lado del rosetón se oyeron gritos y bullicio general, se encontraron en una especie de bóveda gigantesca, llena de tendales y gente. «El mercado», pensó Lidias y no detuvo galope, esquivando los puestos llegó hasta la vereda, la cual rodeaban tendales donde se exhibían todo tipo de mercaderías. El sitio apestaba a muchas cosas, sin embargo, el olor más penetrante era el de la carne rancia y pescado. No pasó un par de segundos cuando por el mismo rosetón destrozado ingresaron los Capa Purpura montados
—Allí están, no les perdáis de vista —gritó uno, del grupo de consagrados.
En ese momento Lidias y Fausto, pasaban por entre el gentío que se hacía a un lado para evitar ser arrollados por la montura, el lugar estaba repleto, aun a esa temprana hora de la mañana. Entonces la princesa buscó bajo el tabardo y se descolgó una bolsa que llevaba prendada al cinturón, le quitó con los dientes la tira de cuero que la cerraba y la alzó al aire, al momento el contenido se vació y esparció sobre el gentío. El montón de monedas derramadas sobre la vereda formó de inmediato un alboroto entre la multitud que sé aglomeró para recogerlas, obstaculizando sin remedio el paso de los tres perseguidores montados, que solo pudieron ver con frustración como la princesa y el escudero salían del otro lado del mercado a todo galope.
La suerte de Ledthrin al otro lado de la ciudad se blandía entre el infortunio de cabalgar una montura que apenas aguantaba el trote y su brazo herido, y sangrante que le impedía manejar su enorme espada en un enfrentamiento. Los Capa Purpura le seguían el andar muy de cerca, tanto que las bestias podían rozarse las crines con la cola del huesudo equino. Tolkan les venía de atrás, jadeante con las babas espumándole en el hocico, el frenesí de la persecución lo poseía, dio un salto y hundió su quijada en el flanco del rocín de un Capa Purpura. La carrera no cesó, pero Tolkan dio un segundo mordisco y jaló al mismo soldado desde el tobillo, forzándolo a torcerse hacia su derecha. Apenas media vara adelante, el guerrero detuvo el paso levantando con cierta dificultad su espada, contra la que se cruzó el cuello del jinete, cuya montura había pasado de largo. Uno de sus camaradas giró diez varas más allá y regresó para embestir al guerrero, pero en ese preciso instante por sobre su nuca, el bridón de Lidias saltaba pateándole el cráneo que terminó por fracturarse una vez que el jinete inconsciente azotara contra la callejuela de piedra.
—¿Todo bien fortachón? —lanzó Fausto, todavía aferrado como un gato a la princesa
—Solo espero que no me digan que los otros tres os vienen a acompañar —sonrió y miró a todos lados.
—Los hemos perdido más atrás. —aclaró Lidias, llevándose la mano a la cintura y quitándose las de Fausto con sutil brusquedad—. Será mejor que encontremos un lugar donde escondernos antes de tener que partir.
—¿Partir? —El escudero miró a Lidias— ¿Dónde quieres ir ahora si apenas llegamos ayer?
—Tu solo sígueme como lo has hecho hasta ahora. —Le propinó un ligero codazo—. ¿Acaso quieres quedarte? Ya te reconocen, si te atrapan te colgarán en la plaza.
—¿Irás donde me comentaste anoche? —El guerrero se apeó agarrándose el brazo.
—¿Me perdí de algo? —interrumpió una vez más, Fausto.
—Se ve serio eso en tu brazo. —Lidias sin darle importancia a las preguntas de su escudero, señaló con la mirada la herida de Ledthrin.
—Descuida. —El lobo se acercó en ese momento y comenzó a lamer la piel herida y desnuda del brazo de su amo, acto seguido la sangre dejó de manar y de forma paulatina la llaga abierta cicatrizó.
—¿Qué fue eso? —Ella se reclinó en la montura y frunció el ceño—, anoche tu lobo hizo lo mismo con el Capa Purpura ¿qué clase de truco es?
—Es un Lobo de las Cumbres, más allá del norte blanco, son criaturas muy raras. —Acarició la cabeza del animal y éste le lamió la mano—, tienen propiedades curativas en su saliva. Suelen batirse en terribles peleas y así es como se curan a sí mismos. A Tolkan lo adopté hace años, cuando fui esclavo de los barbaros, salvó mi vida. Pero esa es una historia que ya tendrán tiempo de escuchar.
—¿Vienes con nosotros? —preguntó Fausto—. Donde quiera que eso sea...
—Tu señora ha dicho que iría hasta la Torre Blanca de Thirminlgon. —Se echó la capucha encima—. Si es así, me queda de camino a mi destino. No vendría mal que les acompañara, si no le molesta claro.
—Para nada, pero vas necesitar una montura. —Se encogió de hombros—. Vas a matar al pobre de Phôn.
—Te regreso a tu buen jaco, Fausto. Ha sido un gran compañero.
Antes del medio día, consiguieron una montura para Ledthrin y abandonaron las puertas de Reodem, bajo un cielo gris y nublado.
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