La Conspiración -IX-

El salón del trono era una vasta estancia, las decoraciones del encielado se veían altísimas, incluso desde los palcos que rodeaban la abovedada construcción y que acaparaban las miradas. Otrora se hallarían vacíos, pero aquel día eran ocupados por los altos miembros del consejo.

En el balcón frente al trono, el gran maestre y un sequito de siervos observaba la audiencia, a su derecha desde el palco que flanqueaba el salón, los más altos miembros de la Sagrada Orden: Lord Verón, el maestre de la Orden; el sumo Sacerdote Grenîon, Leion y Claus altos Templarios. Por el flanco izquierdo, la Sacerdotisa de Hukuno y sus novicias "Plegarias". En el trono, lord Condrid, ataviado con la capa aterciopelada y portador del cetro real, se colocó de pie y a viva voz dio inicio al juicio.

Se dejó entrar como audiencia cien ciudadanos representantes del pueblo llano, veinte cortesanos de Freidham y cinco lugartenientes provenientes de los feudos del Oeste, del Este, del Sur y dos del Norte.

Un bullicio general se propagó entre los asistentes cuando entró en la sala el acusado. Roman tenía el espíritu quebrado, llevaba tres semanas bajo la tiniebla casi absoluta de la prisión, el rostro pálido, la mirada lóbrega, sus finas vestiduras manchadas del vaho pestilente y oscuro del calabozo, mescla de orín, podredumbre y fango putrefacto. Su aspecto era famélico, es probable que además de la ración limitada de alimentos recibidos, los vómitos provocados por el nauseabundo ambiente no le habían permitido deglutir bocado alguno. Ingresó marchando con pasos temblorosos, empujado siempre por dos guardias a su espalda y guiado por dos más a su delantera.

—Hele frente a su majestad. —El heraldo parado delante del excanciller titubeó y prosiguió—. Ser Roman, Tres Abetos, hijo de lord Condrid, Tres Abetos; su majestad protectora del reino. —Lord Condrid, con la mirada severa observó con inapetencia a su hijo—. Se le acusa de traición, confabulación y autoría intelectual del asesinato al fallecido rey Theodem.

—Roman Tres Abetos. —Se volvió a sentar al trono—. Antes de continuar, tienes la oportunidad de confesar ¿Te declaras culpable de estas acusaciones?

Roman que miraba el suelo bajo sus pies, levantó la cabeza y miró a los ojos a su padre.

—No. —Contestó con fuerza.

En ese momento Jen, se abría paso entre la multitud representante del pueblo llano. Traía el pergamino sellado que había recibido de Lidias, por mano de su esposa: Fausto había logrado su cometido.

El juicio comenzó, los datos entregados por la comisión de Interventores fueron expuestos ante el tribunal.

—Le pagó a la ramera para que cumpliera la fatídica tarea. —expuso el heraldo, desde el pergamino redactado por la comisión—. La infeliz hembra ya ha sido ejecutada.

—¿Qué hay del arma homicida? —Vociferó desde el palco el gran Maestre— ¿Aún no ha sido hallada? —Hubo un instante de silencio, luego desde el palco donde estaba lord Verón, se oyó—: Ha desaparecido.

—¿Desaparecido dicen? —Esta vez se escuchó a la sacerdotisa de Hukuno.

—Presunto hurto y fuga de la dama Lidias. —contestó el alto mando de la Sagrada Orden. Se oyeron comentarios desde la multitud presente, luego agregó—: Ya hemos iniciado su búsqueda oficial.

Lord Condrid tragó saliva y miró de reojo a su hijo encadenado frente a él, quien lo miró con expresión iracunda.

—Esto es una desgracia colosal —expresó un lord de entre los presentes— ¿Entonces la princesa tiene algo que ver en este caso?

—Se le acusa de ocultar información, obstaculizar la investigación y cómplice directo del asesinato. —Una vez más lord Verón clamó desde su palco. En ese momento, Jen ya había llegado a la primera fila entre los asistentes, estaba nervioso, buscaba con los ojos la mirada de su señor, pero este no le encontró.

—Volviendo a lo que en verdad nos convoca. —El heraldo tosió y continuó leyendo—. Ante ustedes señores del consejo, se ha presentado al acusado. —Miró hacia los balcones y al señor en el trono—. Desde ahora queda en sus designios su destino.

—Culpable —gritó sin demora lord Leion, representando a los Interventores.

—Culpable. —El maestre de la Sagrada Orden, le siguió.

—Inocente —vociferó con fuerza el gran Maestre de la Torre Blanca y enseguida la mirada atónita del resto de los miembros se clavó en él—. Nada hay concluyente, en los argumentos presentados en las cartas de su acusación ¿Es que no lo han visto hermanos míos? —El anciano increpó a la asamblea reunida, que clavaba sus ojos como saetas sobre él.

—¿Has perdido la cordura, anciano? —reclamó lord Verón.

—Las descripciones del informe de proceso, en el caso de la prostituta. —Hizo una pausa—. No estoy seguro si todos aquí lo han leído.

—Esos papeles no son públicos y son irrelevantes para el caso. —interrumpió rojo de furia Leion.

—Si me dejareis terminar, os aseguro que parecerán más relevantes de lo que afirmas. —Prosiguió el Maestre— dice así:

"Se guio a la acusada hasta la torre, donde se le curó la herida que tenía en el vientre, usando para éste menester el poder de la Conexión; la hermana Dereva, se encargó de ello.

»Posteriormente se llevó a la acusada al salón de interrogaciones: allí el hermano Tragoh y Garamon consiguieron por boca de la acusada, una confesión pobre donde se declaraba inocente, esto es lo relatado por la mujer: "Me encontraba en la cama, junto a Danisha, el rey no requería nuestros servicios en ese momento, retozaba con Lilligh, justo entonces llegó a la habitación una nueva, no logré distinguir su rostro por la tenue luz del cuarto, no estaba desnuda como nosotras, vestía una túnica que la cubría, se acercó y sonrió. Luego se montó sobre mi rey y entonces todo fue confusión, la sangré saltó sobre mí y Danisha, gritamos por ayuda, la mujer de la túnica me empujó y me clavó en la barriga. Luego saltó por la ventana que se abrió como si una fuerza sobrenatural hubiera empujado desde afuera. Himea sabe que aquello no pudo ser el viento."

»La acusada fue trasladada enseguida al salón rojo, allí se le despojó de sus escasos ropajes y se le vendó los ojos, los hermanos encargados de someterla a la verdad, fueron elegidos por azar y sus nombres borrados de todo registro, como es requerido en estos casos. Hizo falta doce series de azotes, antes de sacarle la verdad entre sus falsos sollozos, yo le maté dijo al fin. Y aceptó mostrar sus recuerdos a la hermana Dereva. Sin embargo, el procedimiento solo le permitió recuperar una escena donde ser Roman casa de Tres Abetos, se le veía ofreciendo una suma considerable. Se registraron sus pertenencias y se recuperó una bolsa de treinta lidias. La confesa autora afirmó luego de tres sesiones en la cámara de la verdad, que Roman Tres Abetos, le pagó por la ejecución de su crimen.

»La condenada fue entregada al verdugo la mañana siguiente a su condena oficial."

Terminó de leer el informe, carraspeó y agregó—: Firmado por el prefecto de la orden, lord Kebal.

—Leer un artículo de los Interventores a toda esta gente, es una falta grave. —Leion hervía en su puesto.

—Habéis podido daros cuenta que las pruebas en contra de la muchacha se basan en la tortura, por tanto para mí, ha sido una confesión invalidada cuando no se pudo confirmar mediante la lectura mental. —Carraspeó—. En una primera versión de los hechos ella hablaba sobre una asesina de túnica, que la atacó con un arma. Lo mismo confirman las pericias sobre los cuerpos, un puñal atravesó el corazón del rey, causando su inmediata muerte: arma que ha sido hallada y ahora está desaparecida.

»Por otro lado, treinta monedas de plata es el precio por el servicio de una hembra del rey ¿no es así señores todos? —apuntó a los terratenientes en la sala. —Mi siervo, aquí presente no tendrá reparos en hacer pasar al amo del burdel más famoso en la capital, para que os cuente cual es el importe por una noche con la mejor de sus formadas. —algunos en la sala rieron incómodos.

—Esta es una sesión seria, que acaso la prudencia ha escapado de tu seso. —Esta vez el sumo sacerdote alegó irascible.

—Locura sería condenar a un paladín del reino, cuando su inocencia está siendo esclarecida ante vuestros ojos. —Irguió las cejas—. No cambiaré mi voto, así que la dama representante de Hukuno tendrá la última palabra.

La mujer detrás de un velo blanco se levantó de su asiento, caminó hasta el borde del palco observando a la multitud presente y a los demás miembros del consejo.

—Inocente. —su voz fue trémula, pero potente —. Hukuno se apiade de los que se han manchado con la sangre de una inocente.

—La prostituta confesó su culpa. —alegó Verón, en tono expiatorio.

—Que me libre la diosa de vuestra testarudez. —Se acomodó en su silla con un gesto despectivo.

—¿El voto del señor protector del reino? —preguntó el heraldo

Entonces miraba fijamente a Roman, de pie frente al trono. Meditó un momento antes de contestar.

—Inocente. —Se levantó del trono, se acercó a él y puso el cetro sobre su cabeza—. La asamblea, declara a este varón hijo de Farthias, libre de la culpa que se le imputa.

La multitud, miró asombrada. Era la primera vez que un juicio deliberaba a favor de un imputado, desde que los interventores componían parte del consejo, jamás un miembro había reparado en la verosimilitud de sus prácticas. Jen sonrió entonces, y se acercó a su señor, ocultando el sobre que traía en las manos, entre sus ropajes.

—Alabados los dioses. —Se paró frente a ser Roman, todavía encadenado—-. Jamás dudé de vuestra inocencia mi señor.

—Lo sé Jen, has sido buen servidor por tantos años. Me conoces mejor que mi propio padre. —Miró de soslayo al excanciller.

—¿Qué pasará con Lidias? —preguntó a su padre, frente a él.

—Ha comenzado su búsqueda oficial, todos los ducados tienen orden de aprehenderla. —Frunció el ceño.

—Debes detener esta locura. —Los soldados ya le estaban quitando los grilletes—. Has visto como los interventores manipulan las circunstancias, sería prudente dudar de su investigación, tal como ha hecho el gran Maestre con toda su sabiduría.

—Ya he tomado una decisión sobre esto. —Su mirada se oscureció. La multitud contempló la escena sin atreverse todavía a emitir comentarios, la asamblea estaba acalorada, los grupos de la Sagrada Orden hervían de furia y hundían miradas terribles contra Orgmôn.

—Pueblo de Freidham y a las gentes de todo Farthias. —El protector del reino, levantó la voz para que lo oyera toda la afluencia reunida—. Somos el único pueblo conformado por hombres en este lado del mundo, somos y nos hemos creído libres durante siglos, desde el fin de los tiempos de Oscuridad y Fuego. —Algunos se estremecieron al oír las palabras del canciller—. Pero yo os digo que su reino no es libre, desde tiempos inmemoriales en que la Orden de Semptus rige por sobre la soberanía del rey. El rey que por designios del mismo Semptus a través de Himea, ha de gobernar a Farthias. Sin embargo, sus decisiones son limitadas por el poder impuesto de los consagrados.

—Medid vuestras palabras, alteza —apuntó el Sumo sacerdote.

—Ya lo veis todos, amenazándome desde su posición. —Asentó con el cetro real—. Anotad este día, porque mi primera orden como protector del reino, será libraros del yugo dominador de la Sagrada Orden. —La multitud no podía creer lo que escuchaba—. Desde hoy, eximo de sus actividades a los consagrados.

—Usted no puede tomar esa decisión —alegó Verón—. No sin los votos del consejo.

—Como protector del reino. —Sonrió cáustico—. Tengo la facultad de designar una orden real, con aprobación inmediata al inicio de mi mandato y ya sabréis no he promulgado ninguna hasta ahora.

***

La brisa sorna y algo fría se colaba por el ventanal, haciendo oscilar los velos de seda que se descolgaban desde el dintel, aquella tarde eran los últimos suspiros del verano.

—Siempre te gustó leer, ¿no es así? —Anetth avanzó con sutileza hasta el sillón, donde Lidias con afán devoraba un volumen bastante grueso—. ¿Puedo?

La princesa hizo un gesto con la cabeza y levantó la mirada, al momento que la hechicera le indicó una silla, avanzó hasta ella acomodándose el regazo con la palma y se sentó a su lado.

—Pareces conocerme. —Lidias siguió ojeando las amarillentas páginas.

—Te observo desde que eras una niña. Cuando todas las tardes pasabas horas enfrascada en la lectura bajo la sombra de los árboles. —Sonrió—. Siempre me causó curiosidad, habrías sido una estupenda hechicera.

—Tal vez, pero no nací para ello. —Cerró el libro y miró a Anetth—. No recuerdo haberte visto antes, pero noto que tú me reconoces muy bien.

—Un rostro tan bonito no se olvida con facilidad. —La hechicera la miró fijo y sonrió. Lidias no bajó la mirada—. Eras una damita muy particular cuando llegaste a la torre, hace diez veranos atrás ¿no?

—Me acuerdo de ese día, ¿cómo no?. —Apartó la mirada hacia el ventanal, la tarde se tornaba rojiza—. Estaba asustada, mi madre había muerto apenas un mes antes y me sentía tan..., sola.

—¿Cómo ahora? —Anetth le acarició el hombro desnudo.

La princesa había cambiado sus atavíos por ropa más adecuada a la torre de los hechiceros: un vestido de seda turquesa, ceñido con una faja de hilos dorados: el color de la sabiduría. Todos usaban un ceñidor similar.

—Perdí a mi madre y nunca pude llorarla. En su lugar tuve que consolar a padre..., luego él me envió aquí.

Miró de soslayo la mano de Anetth sobre su hombro, y se revolvió algo incomoda en el lugar. Mas continuó hablando.

—Ahora que él también se ha ido, no consigo sentir su perdida, ya que en su lugar estoy aquí huyendo. ¿Qué estoy haciendo? —hizo una pausa y pareció responderse a sí misma—. Intentando dar con el verdadero asesino y de paso librando a Roman, el hombre con el que me han comprometido y que..., robará mi libertad. ¿No es irónico?

Lidias se levantó de súbito y caminó hacia el ventanal. La brisa se había vuelto más enérgica y le agitaba los cabellos, luego se apoyó en la barandilla de piedra del balcón.

—Sola. Así me sentí aquel día y así me he sentido toda la vida. —Bosquejó una sonrisa taimada.

—¿Puedo darte un consejo? —La hechicera la siguió y se detuvo a sus espaldas—. Siempre hay más opciones después de haber escogido. Incluso detrás de las elecciones impuestas.

—Podría negarme, claro. —Se frotó los brazos con las manos, el anochecer se estaba poniendo helado—. Pero si lo hago, el reino se quedará sin un monarca ¿Ya ves?

—¿Qué hay de lord Condrid?

Lidias pareció dudar, se rascó la barbilla meditativa. Contempló el horizonte rojizo, adivinando en las sombras de lontananza el sitio en donde el lord se hallaría, reemplazando a su padre.

—Hay algo en él que no me agrada. —Se volteó y miró la hechicera—. No lo quiero en el trono.

—Tú decides entonces. —Sonrió ella, algo aciaga.

—Lo sé —Apretó los labios—. Mi decisión.

—Está helando, será mejor que entremos o nos congelaremos. —Anetth, notó la turgencia de los pezones de Lidias bajo la seda que vestía.

—No has estado en Freidham para el invierno. —La princesa cruzó el umbral y Anetth cerró la puerta de cristal, tras ellas.

—Nací en el sur, soy de Anduil. —Todavía miraba su busto, con cierto disimulo—. Solo he estado en Freidham una vez este verano, días antes de encontraros a ti y tus acompañantes en Torhen. —Apartó un momento la mirada y observó la habitación— ¿Y tu vasallo? No lo he visto estos días.

—Es porque lo envié con un encargo fuera de aquí—. «Eres bastante entrometida Anetth», pensó. Cogió un capirote que había dejado sobre la mesa y se lo puso— ¿Por qué preguntas?

—No lo sé. —Sonrió con inocencia—. Parece que le gusta aquí, creí que lo habías echado.

—No.

Aneth se quedó viéndola un momento, tal vez no supo que más agregar ante el cortante dialogo de Lidias.

—Bueno, iré a ver que han hecho para la cena. —Hizo una pausa en el arco de la puerta— ¿Vienes?

—Me quedaré leyendo un momento más.

—Lo siento, te interrumpí. —«Si, lo has hecho», se dijo Lidias para sí; mientras se mordía los labios. Anetth salió de la estancia con ligereza.

***

El trote del palafrén contra los adoquines mojados se mezclaba con el sonido de los goterones reventando en la capota de Fausto, la tormenta no le permitiría dejar Freidham esa misma noche, las calles estaban vacías la mitad de la ciudad que estaba en la plaza celebrando el derroque de la Sagrada Orden, se había devuelto a sus casas y los que no en las tabernas refugiándose de la lluvia. "He cumplido mi misión al pie de la letra", pensó mientras se acercaba al umbral de una posada, donde recordaba había estado antes. "La princesa no va a molestarse si me tardo un día en regresar, además estoy mojado hasta los huevos".

La cantina estaba llena y el jolgorio era total: Los tachos de cebada chocaban en el aire, derramado parte de su contenido sobre las sudadas cabezas de quienes celebraban; el aire viciado y colmado de humo de tabaco inundó la nariz de Fausto, que con alegría se acercó, tropezándose con el gentío hasta el mesón, allí a viva voz pidió la mejor bebida del lugar. Enseguida el tabernero, un varón calvo y de ojos alegres le sirvió una jarra de vino de Anduil, la mejor cosecha en todo el país.

—¿Seguro que el señor puede pagarlo? —Sonrió algo nervioso, mostrando sus amarillentos dientes.

—Por supuesto y desde ya pediré otra jarra. —Lanzó una Corona sobre el mesón—. No hagáis caso de mis vestiduras, vengo así por una misión guiño el ojo a una de las meseras a su vera.

—Seguro. —La hembra, de cabellos oscuros y ojos como la miel le sonrió.

—La gente parece feliz, eh. —El cazador miraba de reojo a la mujer y se dirigía al tabernero.

—¿Es que usted es extranjero? —frunció el ceño—. Todos celebran, librarse del yugo de los Capa Purpura.

—Vaya, así que era por eso. —Fausto de verdad no lo sabía aún, había pasado el día anterior recuperándose del largo viaje durmiendo en una posada— ¿Y cuál es el cambio?

—Pues, que el reino pasará a ser gobernado por el rey y sólo por el rey. —Sonrió el tabernero.

—Que bien, eso sí es motivo de celebrar. —Se echó un trago y limpió los labios con la manga, su tono era irónico.

—No sea bufón. —La mesera lo miró con desenfado—. Deje que la gente celebre lo que quiera. Sabemos que no habrá ningún cambio evidente, pero al menos la justicia pasará a manos del rey y no de esos fanáticos.

—Vaya, la política sí les va bien a las cantineras de la capital, eh. —Fausto sonrió arrogante.

—Y que mal se les da tener dinero a los siervos afuerinos. —Frunció el entrecejo—. Espero que se haga justicia y decapiten a la princesa. Debió ser ella en lugar de mi hermana.

—¿De que estas hablando? —Fausto dejó el vino. —La princesa Lidias es inocente.

—¿Qué? —La mesera se acercó y miró a los ojos—. Repite lo que dijiste y harás que esta multitud te mate.

—¿Por qué? —Encogió los hombros—. Todavía no la han juzgado, seguro ni pruebas tienen de ello.

—¿Y acaso tenían pruebas cuando mataron a mi hermana? —Enrojeció de furia—. Claro que no, la mataron al día siguiente todavía ni la mitad del pueblo se enteraba que el rey había muerto.

—No entiendo ¿Quién era tu hermana? —Fausto estaba en verdad confundido.

—No te hagas, todo el mundo lo sabe. —Se acercó para que la oyera—. La ramera a la que los Capa Purpura culparon por error.

—Lo siento, de verdad no lo sabía.

—Por supuesto, pero bien crees que la princesa es inocente y tampoco la conoces. —Movió la cabeza—. Idiotas, creen que por ser nobles están libres de pecado.

—No dije eso. —Tragó saliva—. Conozco personalmente a la princesa Lidias y estoy seguro de su inocencia.

En ese momento, un fuerte golpe en la cabeza del escudero le hizo perder el conocimiento y caer.

***

En el camino de regreso a Thirminlgon, el Gran Maestre parecía nervioso, le indicó al cochero que acelerara el paso de las bestias. Junto a él, sus siervos que no comprendían todavía la situación, se atrevieron a preguntar, qué estaba sucediendo. Sin embargo se negó a responder y en su lugar dobló con cierto desgano un papel, timbrado con el sello Real.

Al llegar a la Torre, el Maestre bajó del carromato con prisa, su sequito le siguió hasta la entrada y allí se dispersaron todos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Cicella a la sierva Louwin, la más cercana al sabio maestre.

—No lo sabemos, pero recibió una carta, antes de que partiéramos —le respondió agachando la mirada en señal de respeto—. Es de parte del lord Protector. Tememos que sea algo referente a vuestra Orden.

—¿Por qué?.

—Porque durante el juicio, se relevó a los "estandarte purpura". —Tragó saliva—. Las cosas no se dieron bien después de la intervención del Maestre, creemos que los Consagrados puedan tomar represalias, o peor aún que el lord Protector, estime conveniente relevaros a vosotros también. —En ese momento, bajó corriendo las escalinatas Edwin, el mayordomo del Maestre y uno de los más adustos hechiceros jóvenes.

—Levantad a los niños, sacadlos de aquí inmediatamente. —ordenó a Cicella, que atravesó el pasillo en ese instante.

—¿Qué ocurre Edwin?

—Has lo que digo, no hay tiempo para explicar. —Siguió avanzando y subió hasta el despacho del maestre.

—Está hecho, ya le avisé a todos en la planta baja. —Su respiración era agitada.

—¿Encontraste a Lidias? —El maestre se veía nervioso—. Debe escapar cuanto antes.

—Señor...—Miró por la ventanilla. Una cuadrilla de soldados con el estandarte de la Sagrada Orden, estaba a las puertas de la torre—. Ya están aquí.

—Busca a la princesa, debe ocultarse enseguida. —El anciano cruzó el pasillo y bajó las escalinatas.

—Así lo haré señor.

Lidias se había dormido con el libro sobre el regazo, oyó ruidos y despertó sobresaltada; un calofrío estremeció su cuerpo y le erizó la piel bajo el capirote. Miró a hacia el ventanal, debía estar de noche pero una luz anaranjada se colaba desde abajo; se acercó a mirar a través del cristal. El fuego de las antorchas iluminaba el jardín, debían ser al menos cincuenta varones que rodeaban a un grupo de hechiceros de la torre "¿Que está pasando aquí?", en ese instante Anetth cruzó el umbral de la estancia.

—!Princesa, por Himea estabas aquí! —La voz de la hechicera, denotaba alivio.

—¿Qué ocurre allá abajo? —Se alejó de la ventana y se acercó a Anetth—. Son los estandartes de la Sagrada Orden ¿han venido por mí?

—No. —Le sujetó el brazo—. Ven conmigo, debemos ocultarnos.

—¿Ha llegado el Gran Maestre? —Corrió por el pasillo junto a la hechicera.

—Lidias —Anetth se detuvo—, el maestre está muerto.

—¿Qué? —Su mirada se turbó.

—Han venido a matarnos a todos. —Abrió la puerta de la biblioteca y metió a Lidias dentro—. Por mandato real, los hechiceros serán exiliados del reino, pero los Capa Púrpura no dejarán pasar oportunidad para vengarse.

—¿Por qué? —Corrió hasta la ventana y miró hacia el jardín, algunos hechiceros estaban luchando.

—Porque lord Condrid los considera una amenaza. —Estiró la mano y rosó la mejilla de Lidias, casi en una caricia—. Tranquila princesa, el Maestre jamás mencionó que estabas aquí.

—¿Tu estas ocultándome algo? —La miró a los ojos.

—No. —La hechicera retiró la mano súbitamente—. Volveré por ti. —Sonrió algo sombría—. Lo prometo. Salió de la biblioteca, cerrando la puerta tras de sí. Lidias corrió a la ventana y desde la altura observó cómo ardían las instalaciones bajas.

Allí estaban Edwin y un grupo de hechiceros, rodeados por las lanzas de la guardia y con la cara hacia el jardín. —Parecía que los estaban apresando—. Eran soldados de Thirminlgon "No es posible ¿Sus propios hombres les traicionan?", en ese momento miró algo más. Los hombres de la Sagrada Orden, comenzaron a tensar sus arcos. El grupo de hechiceros creció y ahora eran más de cien—todo el colegiado y alumnado—, algo estaba ocurriendo. "¿Qué hacen?¿ Van a matarlos?".
El gran Maestre apareció, siendo empujado por dos guardias, uno de ellos le dio un fuerte golpe con la cacha de su lanza. Luego un grupo de niños, de los que estaban entre los hechiceros, rompió la fila y salió corriendo por entre los rosales del jardín. Una lluvia de flechas los alcanzó en ese instante, descargadas por los varones de capa purpura

—¡Nooooooooooo! —el desgarrador grito de Lidias, bien pudo ser escuchado desde abajo, sin embargo, el escándalo allí era mayor.

Edwin, salió de la fila y descargó una bola de energía sobre el pecho de uno de los soldados, arrojándolo al piso. Los niños a los que aun protegía corrieron entre el alboroto, pero las precisas ballestas alcanzaron a Erhon. Entonces hasta él llegó Anetth, que no estaba en la fila en ese momento, lo cogió en sus brazos y lo abrazó.

—!A él no, lo prometiste! —gritó la hechicera a un hombre de capuchón negro, parecía estar al mando

—No tengo tiempo para esto, sígueme. —La orden fue cumplida casi de inmediato, antes pareció enjuagar con su mano una solitaria lágrima. Una nueva bola de energía proyectada por Cicella iba directo a impactar al hombre bajo la capucha, pero enseguida Anetth respondió con un contraataque que hizo estallar la esfera de luz, acto seguido un rayo letal atravesó a Cicella. Las ballestas y arcos del resto de los soldados, dieron las espaldas de todo el grupo de hechiceros dispuestos en la fila, y que no se percataron de la traición. La misma suerte corrió el Gran Maestre.

—¿Qué haces Anetth? —Edwin buscó los ojos de la hechicera, mientras se protegía de las saetas controlando su trayectoria y desviándolas, pero ella solo lo ignoró.

—Orden de inmundos, no se resistan y abracen la muerte con valentía. —El varón de negro, se dirigió al grupo de hechiceros que resistía—. Mátenlos. —ordenó a la guardia. Enseguida una lluvia de flechas acribilló a Edwin y el resto de sabios que le acompañaban. Los soldados cogieron las antorchas y empezaron a arrojarlas por las ventanas de la torre hacia dentro.

—Deténganse. —gritó el capitán de los Capa Sinople—. Esto no está en las órdenes que recibimos. —Se dirigió a los soldados con el estandarte de la Sagrada Orden, quienes acababan de matar a los hechiceros.

—Sus órdenes no son las nuestras. —El varón al mando del grupo avanzó hasta el capitán.

—Yo te conozco. —Le apuntó, apretando el ceño como queriendo reconocerlo—. No eres un consagrado, te he visto causando problemas en las fronteras. —Sacó su espada—. Eres un maldito mercenario. ¿Qué haces comandando y usando la capa purpura?

El capitán miró al resto de los varones vestidos como soldados de la Sagrada Orden y descubrió en ellos los rostros de bandidos y mercenarios. Lo había comprendido, le habían engañado, esto no era una ordenanza del "Protector del Reino", alguien había traído aquí a estos usurpadores ¿Pero por qué?

La princesa corrió hasta la puerta, pero estaba cerrada desde fuera "Anetth, regresa por favor abre ", el pensamiento quizás se hizo acción, porque no pasó mucho hasta que se oyeron pisadas del otro lado.

—Necesito un libro —Una voz masculina conocida, se escuchó desde el pasillo "No puede ser ", Lidias lo había reconocido—. No tenemos mucho tiempo, abre la maldita puerta ahora.

—No tengo la llave. —La princesa se acercó al cerrojo y miró a través de él. Allí estaba un hombre de capucha oscura y una de las siervas de la torre.

—No juegues conmigo, encuentra esa maldita llave. —Su voz sonó como un trueno—. Ni cien hombres lograrán derribar esa puerta, más te vale que la halles.

—Enseguida mi señor. —La mujer corrió escaleras abajo, Lidias suspiró con alivio, por un momento olvidó el fuego.

—Tengo algo que necesitas, majestad. —Anetth avanzó parsimoniosa hasta donde estaba lord Condrid, jugueteando con una llave entre sus dedos—. En realidad, tengo dos.

—Abre la puerta de una buena vez, antes que todo el maldito lugar estalle en llamas. —La hechicera pasó por delante del canciller contoneándose sugerente. Hundió la llave en la cerradura y antes de girarla se volteó y se acercó al oído de aquel varón.

—Dos por el precio de uno —dijo en un susurro, casi rozándole la oreja con los labios—. Lidias está allí dentro. —Rodó la llave.

La hechicera abrió la puerta y un haz de luz muy brillante encandiló los ojos de la princesa, que se preparaba para encarar al canciller.

—Anetth, ¿qué estás haciendo? —Gritó arrugando los ojos y se lanzó deslizándose bajo las piernas de lord Condrid. El destello todavía no culminaba y la princesa aprovechó de escapar corriendo por el pasillo.

—Detenla. —gruñó lord protector, acto seguido la hechicera se giró sobre sí y alzó ambas manos como queriendo coger a la princesa que huía. De cada uno de sus dedos se desplegaron una especie de hilos invisibles.

—Traidora, confié en ti. —berreó Lidias, que sintió como si ataduras se le enredaran alrededor de del cuerpo, imposibilitándole los movimientos.

—Lo siento princesa. —Fingió una mueca de congoja.

—¿Por qué? —gritó— ¿Qué hace él aquí? —Miró a la hechicera con desconcierto— Te vi asesinar a Cicella ¿Qué está ocurriendo, Anetth?

—Todo terminará pronto... —respondió con insipidez—. No debiste venir aquí.

Dentro de la biblioteca podía oírse el estruendo que el canciller hacía, de pronto cesó y se oyeron sus pasos volver hasta la puerta.

—Vámonos. —Condrid guardó un libro voluminoso de portada dorada, tan brillante como los rayos del sol—. "¿Qué es eso? No lo vi cuando estuve dentro", pensó la princesa.

—¿Qué hace aquí? —Una gota de sudor frio le resbaló por la frente.

—¿Sorprendida? —Sonrió él.

—¿Quién eres en verdad, Condrid? —había una sombra de temor en sus ojos.

—No es quien soy ahora —El canciller se quitó la capa que le cubría el rostro—. Has reconocido mi voz. —Se paró frente a ella— ...sino, quién llegaré a ser en un futuro muy próximo.

—¿De qué se trata? —Lo miró confundida— ¿Eres quién está detrás de todo esto? —Tragó saliva—. Has cometido un genocidio atroz, el consejo no va a tolerar esta locura, te colgarán en la plaza antes de que logres dar una explicación razonable para esta brutalidad.

—Princesa Lidias. —Reverenció con ironía—. Eres la viva imagen de Vian, mi tan amada Vian...

¡¿Qué dice?! —Abrió los ojos de par en par— ¿Amaste a mi madre?

—Eso he dicho, Lidias. Y lo que es más... —Avanzó hasta pararse a su vera—. Tú, chiquilla mía, eres el fruto de nuestra pasión.

— ¡Por Himea! —Anetth tragó saliva y se estremeció— ¿Es tu hija?

—Y maldigo a los dioses por ponerme en esta encrucijada. —gruñó con desprecio.

—¿Cómo puede ser cierto lo que dices? —Se quejó la princesa—. ¡Es un absurdo!

El nudo en que había formado en su garganta desembocó en un húmedo llanto que empapó sus ojos.

—Aceptaste que Roman me pretendiera...

—Y no permití que llegaras a ser su reina. —sonrió cáustico—. Así como tampoco, complaceré que se lo cuentes.

—No espero misericordia de quien consintió que su hijo fuera al calabozo, a sapiencias de su inocencia. —Las lágrimas regaron sus mejillas—. Eres un embustero... maldito, traicionaste a mi padre, él. —hizo una pausa—, te consideraba su amigo, su único..., amigo.

—Yo, soy tu progenitor —bufó—. Él me traicionó desposando a tu madre y me humilló haciéndome su consejero. ¿Quién es el traidor? —Arrugó el entrecejo—. Pese a lo que creas, no planee su muerte, no por venganza. —La miró a los ojos, para que le quedase bien claro que decía la verdad—. El pacto con ese bárbaro lo exigía. De lo contrario jamás hubiera obtenido su alianza.

—¿Eres el responsable? —Intentó moverse, pero fue inútil y la angustia en la garganta se convirtió en cólera de un instante a otro—. ¿Tú lo mataste? —El llanto amainó sustituido por la ira—. Te juro por los dioses que me han olvidado, que te mataré. Más te vale Anetth que me sueltes y ahogaré a este mal nacido con mis propias manos.

—No voy a darte ese placer, hija. —Sonrió y le dio la espalda.

—No me llames, hija. —Le lanzó un escupitajo que fue a darle en el capuchón.

—Estoy a un paso de ser el varón más poderoso sobre la faz de este mundo. —Rio como un poseso y le dio un severo bofetón que le partió el labio—. Ansiarías ser mi hija, pero no tendrás ese honor. Tu destino es morir y ahogar para siempre el legado del reino de Theodem —Mostró el libro dorado bajo su capa— ¿Sabes qué es esto?

—El Libro de Hechizos de Liliaht. —Las palabras se le ahogaron y terminaron siendo un débil murmullo.

—¡El Libro de Hechizos! —Bosquejó una sonrisa burlona.—. Me sorprende lo culta que has llegado a ser, Lidias. Eso puedes agradecerlo a Theodem, por traerte aquí cuando quiso deshacerse de ti. Esta reliquia, me hace dueño de todo el conocimiento adquirido en milenios.

«Si conoces la historia, sabrás que ese libro terminará consumiéndote», la princesa pensó en restregárselo a la cara, pero en su lugar calló y prefirió abstenerse. Si Condrid no consideraba esto, entonces su perdición sería inminente.

—Te has callado. —Le acarició los cabellos, un hilillo de sangre se escapaba por la comisura de los labios de la princesa— ¿Asustada?

—Vas a morir Condrid Tres Abetos y espero que las almas de todos los que han caído por tu causa te esperen en el abismo y te atormenten por la eternidad. Eran solo unos niños, ¿por qué tenías que matarlos? ¿por qué acabar con este lugar y su gente?

—Porque estorbaban en mi plan. —Su mirada se oscureció—. Al igual que tú.

Anetth estiró su mano derecha y desde la faja de Lidias escapó el puñal engarzado. La hechicera avanzó y el arma se deslizó hasta su mano. Una vez frente a ella, se acercó y le limpió la sangre de los labios con los dedos.

—Lamento que tenga que ser así. —Arrimó su rostro muy junto al de ella y le susurró al oído—. Te amé, juro que te amé hermosa princesa, voy a recordar cada detalle de tu rostro.

Anetth estaba tan cerca que podía respirarle el aliento, y el atractivo olor dulzón de su piel. Con parsimoniosos movimientos le olisqueó el cuello, las mejillas y acercándose aún más al rostro de Lidias, le cosquilló la piel con las pestañas. Se detuvo un instante contemplándola, respirando cerca de su boca.

—Me entristece tener que matarte, te lo juro.

Pegó sus labios contra los de Lidias y con desesperante lentitud le clavó el puñal a la altura de la ingle. Un gemido se ahogó en la boca de la princesa, prisionera de los labios de Anetth, al momento que la hoja le penetraba la piel y se incrustaba en su carne. Lidias no podía moverse, sin embargo, tiritaba de rabia e impotencia. El beso duró un instante que a ella le pareció una eternidad, mientras en cada momento la herida que pondría en peligro su vida se hacía más y más profunda.

—Bruja, traidora. —Una vez la hechicera le hubo atravesado el puñal, jaló los hilos que la oprimían y la hizo caer de rodillas—. Siempre fuiste tú la portadora del engarce—. El vestido de seda comenzó a teñirse de rojo—. Mataste al rey, a las concubinas, escapaste usando la Conexión y te escabulliste a mi habitación. Luego ocultaste este puñal en el colchón ¿Lo planeaste siempre así? Dímelo

—Ha sido un placer conocerte Lidias "Tres Abetos", hija de Farthias. —Sonrió irónica y lamió el puñal ensangrentado—. Gracias por cuidar de él, conservará tu aroma por mucho tiempo. —Lo acercó a su nariz como olfateándolo, su gesto era casi lascivo —. Así fue, reventé el corazón de ese viejo rey, abrí a dos prostitutas como a un cerdo y apuñalé ligeramente a otra para que quedase algún testigo, en el que, no obstante, no habrían de creer.

—Cobarde. —Los hilos invisibles de la hechicera la habían liberado, pero el dolor no le permitía levantarse—. ¿Por qué usar una hoja con un engarce del otro lado de las montañas?

—Es tan poco lo que saben de la cultura de los Bárbaros. —Sonrió, se agarró el cabello en una coleta con las manos y dio la espalda a la princesa. El mismo símbolo grabado en el puñal, se mostró en el tatuaje en el dorso del cuello de la hechicera. Lidias se estremeció, untó sus dedos en la herida e hizo presión antes de intentar en vano levantarse. «Esa marca»

—Adiós hija mía. —Condrid le acarició el rostro y peinó los cabellos. Luego desapareció en la oscuridad del pasillo, junto a su sierva.

El humo y el calor del fuego se calaba desde las plantas más bajas. Lidias se puso de pie después de un momento de intentarlo con dificultad, avanzó sujeta a las paredes de piedra de la torre. La sangre le bañaba entre los muslos, la vista la tenía borrosa y el frio le estremecía la espalda y se apoderaba de su cuerpo. «Estoy muriendo», se decía mientras avanzaba a tientas en la oscuridad escaleras abajo, cada escalón le provocaba dolor punzante.

Se ajustó el ceñidor para detener la hemorragia, pero la muerte era cuestión de tiempo. Bien pudo quedarse y desangrarse o podía morir calcinada di allí de quedaba, y Celadora no la cogía antes. Decidió escapar de la torre, no quedaba nadie allí, solo algunos cuerpos mutilados y otros incinerados. Se arrastró por el vestíbulo, evitando el humo y con esfuerzo sobrehumano se ayudó de las estatuas de mármol, para alcanzar las ventanas y salir al jardín.

Allí afuera no había nadie, solo las victimas del poder de un loco « Phôn », recordó. Nadie se tomaría la molestia de robar o matar a un jamelgo tan desaliñado. Allí estaba atado a un tocón al otro lado de la torre en llamas. Caminando con extrema dificultad, llegó hasta el animal: lo desató, puso pie en el estribo y cuando se hubo echado sobre su lomo, la vista le falló, la cabeza le dio vueltas, el frío capturó su débil cuerpo y perdió la conciencia antes de aferrar las riendas. 

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