La caída del Khul, primera parte -XV-
«La noche era oscura, sin luna en el firmamento y sin estrellas titilando. Pretendió capturar alguna imagen entre las sombras, con el último atisbo de luz que se extinguía de alguna antorcha. Allí había algo, nada que sus ojos le permitieran apreciar, sin embargo, sus demás sentidos lo percibían: tenía el olor del fuego, se sentía como el filo del acero desmembrando la carne, se escuchaba como el odio y su sabor era el de la sangre.
¿Qué eres?¿Por qué estás aquí? No obtuvo contestación, mas sentía que conocía las respuestas. Las sensaciones se hicieron más intensas y pronto el dolor comenzó a hacerse insoportable. De pronto el fuego que se ahogaba sobre la antorcha, se intensificó y ya no era solo una llama, sino dos, que dejaron de danzar para convertirse en dos ojos como flamas que se le acercaban amenazantes».
Deroveth despertó con una sensación distinta, algo que había olvidado en lo profundo de su ser, una emoción que había sido aleccionada para relegar: el temor. Tenía el cuerpo sudado, pese a las bajas temperaturas que prevalecían incluso al interior de su tienda. Miró en derredor las pieles de animal y los dientes de dragón que decoraban la choza. Tenía la impresión de que había alguien más despierto a esas horas de la madrugada. Creyó escuchar ruidos afuera, así que se levantó con sigilo y cogió la lanza que descansaba a su vera. Acercó el rostro al recubrimiento de cuero y pieles que formaban la choza, poniendo atención al exterior.
El aire estaba muy frío, la nieve del suelo fresca y blanda —había dejado de nevar hacía poco—. Por el cerrado cielo no se colaba luz alguna, sin embargo, afuera las antorchas iluminaban las barracas donde dormían docenas de guerreros.
Deroveth, como hija del Khul, había sido criada como una cäzadora , nombre que recibían las altas guerreras de los Rah-Dah. Como cäzadora e hija del líder de las tribus, tenía la gran responsabilidad de guiar e instruir a los nuevos guerreros antes de integrar las filas de su padre. Así pues, se hallaba en las alturas del monte Rekdem, el pico más alto después del Crisol y el punto limítrofe entre los dominios del Khul y el Norte-Blanco, la región más inexplorada de toda Thyera. Allí habitaban los Nordrens, gigantes bestias humanoides de más de tres varas de alto, muy hostiles y peligrosas. De entre todas las criaturas que se podían hallar más al norte del Rekdem, los Nordrens eran las que más riesgo representaban: aún para una experta como ella y la tropa de leales, y fieros guerreros que comandaba.
A esas horas de la noche solo había cuatro guerreros montando guardia, el resto ya dormía en las barracas. Se había quedado en la cima solo con un cuarto de su batallón, pues la misión era más que nada de reconocimiento. No podrían ser los guardias tan cerca de su tienda, era la principal regla, jamás acercarse a diez varas de la tienda de la hija del Khul. De pronto oyó ruidos en el cielo, miró hacia arriba y logró divisar una mancha blanca surcando la negrura. Aferró la lanza con fuerza, preparándose para arrojarla en cualquier momento, no obstante, un destello blanquecino la cegó por un intervalo de tres pestañeos, luego escuchó una voz que tardó un momento en reconocer.
—Igratëh. Deroveth Arzhg —oyó decir a su espalda, en la lengua salvaje de los Rah-Dah—. Tiempo sin verte Rasante viento del Este. Sigues tan atractiva y lozana como hará diez inviernos.
—Debo suponer que no has venido aquí solo para agasajarme. ¿No es así, Agneth? —La cäzadora se volteó y amenazó con la lanza la garganta de la hechicera, deteniéndola a menos de un palmo de distancia.
—No, claro que no —respondió, clavándole la mirada y tocando con el índice la afilada lanza—. Vine a advertirte, no tenía a quien recurrir.
—¿Advertirme? ¿De qué se trata? —Ya había retirado la amenazante punta y puso atención a la hechicera.
—¿Vas a hacerme pasar a tu tienda? O ¿prefieres esperar a que nos congelemos aquí afuera? —Agneth cruzó los brazos en una mueca fingida de entumecimiento.
—¿Qué es tan importante que no podía esperar hasta la mañana? —indagó, endureciendo la mirada—. Vamos entra, así en cueros vas a entumecer y morir en cuestión de minutos: debilucha.
Ambas ingresaron a la relativa tibieza de la tienda, en donde Agneth de un modo bastante irreverente se sentó sobre las alfombras de piel, sin esperar permiso alguno. Se cobijó con una de las pieles envolviéndosela sobre la espalda, exhaló sobre sus manos y luego las frotó. Deroveth sin más remedio, la imitó sentándose frente a ella.
—Ahora sí, ¿vas a contarme a qué has venido? —Tenía el semblante apático.
Agneth tornó el rostro preocupado, incluso carraspeó al guiar su mirada sobre los ojos de la cäzadora , que brillaban como dos aceitunas en la penumbra.
—¿Debería yo decirte esto? —suspiró indecisa.
—No querrás poner sobre prueba el límite de mi paciencia, Agneth. —volvió a amenazarla con la lanza en sus manos.
—Si, baja esa vara ¿quieres? —asintió—. No es sencillo lo que vengo a hacer aquí, tenme un mínimo de caridad.
—¿Caridad? —sonrió caustica, la cäzadora—. Tienes suerte de que no te haya atravesado. Ya escupe.
—Deroveth, Dragh planea atacar al Khul. Está formando un ejército para derrocarlo —explicó entre un susurro y luego carraspeó otra vez—: Quise detenerlo, pero no hay manera de hacerlo entrar en razón.
—¿Qué? —El rostro de aquella brava hembra se crispó en un gesto de incredulidad— ¿Por qué? Dragh es prácticamente el brazo derecho de padre.
—¿No me crees, Deroveth? —La mirada de la hechicera era mezcla de decepción y ansiedad.
—¿Por qué has venido tú, en primer lugar? —preguntó inquisidora.
—Sabes que hacer esto me causa dolor, estoy traicionando a mi consorte, a quien juré ante Anshug. —Agneth bajó la mirada un momento.
—Lo sé, no tienes que recordarme quien es Dragh para ti. Sabes bien que lo odio, desde el día en que me humilló rechazándome para desposarte. —Deroveth apartó la mirada un momento, luego volvió a encarar a la hechicera—. ¿Qué sacas tú de esto?
—Mi lealtad es con Dragh, pero antes de esposa soy una Rah-Dah y me debo al Khul —confesó con incuestionable convicción y agregó—: Y a toda su casta, eso te incluye, Igratëh. Deroveth.
—Sabes que mataré a ese mestizo, clavaré su cabeza en una pica y la llevaré hasta la Ruganae. —La mirada de aquella hembra era de profundo odio—. Voy a matar a tu consorte, por su traición. Y serás la culpable, lo sabes.
—Lo asumo Igratëh —aceptó Agneth—. Y me cubro bajo tu servicio, Rasante viento del Este.
—Has estado fuera demasiado tiempo, Agneth —aseguró, con una sonrisa orgullosa y algo maliciosa—. Ahora soy Igratëh-Rugëh, Viento del Este y del Oeste. Mías son las huestes aquí y al otro lado de Escaniev. Padre me proclamó su sucesora hace tres años.
—Que los cuatro alientos del dragón sean contigo, Deroveth. —Agneth hizo una reverencia—. El tiempo apremia, Dragh planea cruzar el paso de la Ruganae antes de la tercera luna, debes interceptarlo antes que se haga con el total de su tropa.
—¿Por qué acudiste a mí y no a padre? —preguntó con tono inquisidor.
—Justamente por su ceguera y devoción por Dragh, ha enviado a más de la mitad de sus cuadrillas a atacar la frontera sur. Mi esposo pretende valerse de la debilidad momentánea del Khul, para atacarle. Sí le avisaba primero, a estas alturas no podría organizar una buena defensa; eres la única esperanza Deroveth.
—Dragh no duraría un segundo batiéndose contra el Khul.
—Subestimas a tu maestro, Igratëh-Rugëh.
—Me asombra la lealtad que demuestras con mi familia, Agneth. —La miró con cierto resquemor. No obstante, la hechicera le devolvió una sonrisa nerviosa que ella aceptó asintiendo con la cabeza—. Recordaré esto hija de Ragadath, vuelve a la avanzada Rah-Dah y asegúrate de no levantar sospecha. Partiremos al amanecer a interceptar al general.
—Así lo haré Igratëh-Rugëh Deroveth —Un destello blanquecino precedió al ave que salió volando fuera de la tienda.
Deroveth, se quedó un momento meditando. Luego volvió a coger su lanza y llamó con todas sus fuerzas para que sus guerreros se formaran.
A la mañana siguiente a los pies de la montaña, un centenar de bárbaros marchaba rumbo al sur. Eran la hueste de Deroveth, dispuestos a alcanzar la avanzada de Rah-Dah. Tenían sólo seis noches antes la tercera luna. Iban de a pie, los bárbaros no solían usar monturas de ningún tipo. La nieve dificultaba su avance, sin embargo, todos caminaban a paso firme y ligero, al ritmo del tambor que un corpulento portador hacía tronar al son de su corazón.
Encabezaban la tropa una fila de treinta bárbaros que portaban pesados escudos de hierro y madera. Les seguían setenta con hachas y lanzas, mientras que al final caminaba Deroveth, dando instrucciones al grupo. Su voz era como un rugido potente y fuerte, se imponía por sobre el tambor que impactaba a su vera.
Deroveth era una bárbaro de aspecto fuerte, curtida por la inclemencia de aquellas tierras y por los golpes, y las cicatrices de tantas batallas entre las tribus. Se había convertido en cäzadora cuando aún era muy joven, entonces no superaba dos décadas en el mundo; hoy bordeaba los treinta inviernos. Tenía una mirada petulante, jactanciosa de una autoridad que bien se había ganado. Su larga trenza de cäzadora le guindaba orgullosa hasta más a bajo de la cintura y la adornaban cien argollas doradas, cada una arrancada de la oreja de sus enemigos. En efecto se había batido un centenar de veces y jamás había sido vencida; el orgullo vivía en el brillo de las profundas y negras fosas de sus ojos.
Al tercer día llegaron hasta la Garganta de Reghogg, un desfiladero que se extendía unos sesenta mil pasos atravesando la cordillera y que era la vía más rápida para alcanzar la avanzada e interceptar a Dragh.
La cäzadora había ordenado detener la marcha para descansar en aquel lugar, el sol se había puesto tras el desfiladero y casi no quedaba luz. Pernoctaban a la intemperie, guarneciéndose bajo mantas y pieles. No hacían fuego, ni armaban tendales, no llevaban peso extra que los retrasase durante sus campañas.
Ella misma encontró una buena roca en donde refugiarse del gélido viento nocturno, apoyó su firme espalda contra ella y relajó por fin su cuerpo dispuesta a descansar.
—Igratëh-Rugëh Khul Uhre —saludó a Deroveth, uno de sus altos guerreros, cuando casi no quedaba luz.
—¿Pasa algo, Darakiti? —preguntó ella, sin dejar de mirar en el cielo los astros que comenzaban a adornarlo—. Tu semblante me dice que algo te aqueja.
—Sí, es cierto. —El bárbaro se inclinó cerca de la cäzadora y continuó—: Tengo dudas con respecto a esta campaña.
—¿No fueron suficientes mis palabras allá arriba? —Deroveth cambió su posición y se tumbó ahora de espaldas apoyando la cabeza con los brazos.
—Oh sí. Entiendo que es importante detener al general y castigar su traición. —El bárbaro miró a la líder y al notar que ella permanecía impertérrita agregó—: Pero, usted no nos ha dicho cómo se enteró. Y algunos aquí han asegurado dudar de que el mestizo sea capaz de algo semejante.
—¿Quiénes dicen eso? —La cäzadora se enderezó de súbito y encaró al guerrero—. Dime ¿Quién se atreve a dudar de mis propósitos?
—En estas filas hay quienes le deben la libertad a Dragh, Igratëh-Rugëh. No se ofenda, pero gracias al mestizo la mitad de los que hoy son libres, antes fueron esclavos en las minas Catacumbas o en los linderos de occidente— explicó el guerrero.
—¡Libres ah! —gritó Deroveth—. Todos ustedes malparidos le pertenecen al Khul. Todos están marcados a fuego. Su lealtad es con el Khul y su prole hasta el fin de sus patéticos días, o no pisarán el Fegha-enkka, jamás.
—Lo sé, Igratëh-Rugëh —aseguró Darakiti, mientras volvía a ponerse de pie y reculaba—. Ruego disculpe mi comentario, tan solo quería asegurarme de que estaba usted segura de la traición. Dragh, tiene un ejército poderoso a su mando.
—Voy a llevarle a mi padre, la cabeza de Dragh en una lanza —respondió con los ojos inyectados de furia—. Avisa a esos animales que partiremos al despuntar el alba. Y que ninguno se atreva a juzgar otra vez mi criterio. No hay tropa más poderosa que las del mismo Khul y su cäzadora, debemos llegar a la avanzada antes que ese miserable junte más fuerzas.
—Así lo aré. —El guerrero se alejó en la oscuridad.
Faltaban horas para la alborada y la noche todavía era joven, la luna se ocultaba tras una nube cargada. Oyó un grito de alerta a la distancia y enseguida abrió los ojos con la adrenalina viciándole la sangre.
—¡Nos atacan! —era el grito de la guardia al lado sur del desfiladero.
—¡Intrusos! —un bramido ahogado por la sangre se oyó también desde el lado norte.
«Una maldita emboscada», pensó Deroveth, mientras cogía su lanza y se enderezaba en medio de la oscuridad. El nubarrón que cubría la luna poco a poco se alejó y la plateada luz iluminó la contienda que ya se había armado.
Sobre las afiladas rocas en la saliente, una decena de arcos descargaban mortales saetas que sembraban el suelo rocoso de abajo, donde todavía algunos se desperezaban. Desde el lado sur de la garganta, más de veinte guerreros armados con hachas, martillos y garrotes; se acercaba al campamento. Del mismo modo, otra treintena desde atrás atacaba con brutalidad a los defensores en el lado norte.
—¡Agrúpense! —gritó Deroveth, desgarrándose la garganta—. Necesito escudos a la derecha.
—¡Escudos aquí! —repitió Darakiti, levantando su hacha.
Las flechas zumbaban cortando el aíre: ya habían caído una decena de guerreros de la cäzadora. El resto se apostó en la pared rocosa de la garganta protegiéndose con los escudos de las mortíferas saetas. Cuando la mortal lluvia de proyectiles cesó, más de cien guerreros enemigos cargaron sobre la formación de escudos. Una sangrienta batalla había comenzado.
La tropa de Deroveth, conformada por noventa guerreros, repelía los bravos ataques de una tempestad furiosa constituida por el enemigo que se movía y embestía como una unidad. Aquella turba no eran simples salteadores, tampoco eran Uldk-Rag, o sus cabelleras azules les habrían delatado. Estos atacantes tenían que ser Rah-Dah.
Deroveth, protegida por la barrera de escudos, metía su lanza entre las aperturas acertando con gran precisión y abatiendo enemigos. Intentaba dilucidar entre la oscuridad y el caos de la batalla, quién estaba al mando de la tropa adversaria. «Con toda seguridad esto es una emboscada preparada», miró hacia los lados. Más enemigos avanzaban por ambos flancos «Estamos rodeados, maldita sea»
—¡Resistan! —gritaba la líder—. Podemos vencer, mantengan firme su posición.
A la orden de Darakiti, una brecha en la muralla de escudos se abrió de improviso, dejando entrar por la inercia a un grupo de enemigos que estaba empujando y pateándolos. Dentro de la formación, una avalancha de hachas y lanzas los liquidó, luego una vez más la formación volvió a cerrarse.
—No les dejen oportunidad de respiro —se oyó a la distancia. Era la voz de quien estaba al mando de la emboscada.
«No es Dragh». Deroveth no reconocía la voz. Sin embargo, estaba segura de que no era el general y eso le dio ciertas esperanzas. Tenía muy claro antes de haber partido, que la campaña no sería fácil. Dragh poseía una de las más feroces tropas de todo Escaniev, la única oportunidad de vencerlo era interceptarlo antes de que lograra juntar a toda su hueste. En el campamento, en la avanzada de Rah-Dah, sabía bien que no contaba con más de ochenta cabezas. ¿Quiénes eran estos que la atacaban entonces?
—¡Avancen! —gritó con renovado brío—. Repeled a estos miserables.
—¡Vamos, con fuerza! —respondía Darakiti a los guerreros.
La muralla de escudos empujaba al tropel que tenía encima y con descomunal fuerza lanzó a la primera fila de la carga. Con rapidez saltaron diez guerreros defensores y abatieron al primer grupo que les oprimía, luego volvieron a meterse tras los escudos: así lucharon por varias horas.
El amanecer comenzaba a despuntar con su luz dorada, iluminando el interior de la garganta y la masacre que allí se gestaba. Todavía seguía en pie la Cäzadora y la mitad de sus hombres. Del grupo enemigo seguía empujando una fuerza de más de sesenta bárbaros.
La pared de escudos rodeaba a la Cäzadora, mientras que afuera seguían lloviendo lanzas y garrotes.
«Malditos impertinentes, no van a vencerme». Deroveth apretando su arma, saltó sobre el escudo de uno de sus guerreros y se lanzó contra la turba, clavando el afilado astil en la garganta de uno de los enemigos. Luego con el mismo impulso, giró la lanza sobre su cabeza y la clavó en el ojo de otro. De inmediato el tropel de guerreros se le vino encima, pero en ese momento la muralla de escudos volvió a abrirse, dejando entrar a la Cäzadora y a un sequito de desprevenidos enemigos, que fueron reducidos al instante.
La luz del sol, le permitió a Deroveth reparar en los tatuajes que abrazaban la piel de aquellos guerreros: todos tenían las marcas del gran dragón. «Son seguidores de ese traidor», cayó enseguida en la cuenta, habían sido víctimas de una sucia trampa.
—Una vez más, repeledlos —Esta vez, otro grupo de guerreros saltó desde la formación de escudos y cayó sobre los enemigos.
El número de caídos estaba bastante parejo, no obstante, las fuerzas del grupo de Deroveth estaba menguando considerablemente. Sin el descanso de una noche entera, sumado a días de avance sobre la nieve: estaban exhaustos.
Sin importar los esfuerzos, la pared de escudos cedió, dando paso a una sangrienta batalla cuerpo a cuerpo. Las hachas de ambos bandos, cortaban y desgarraban, piel, carne y huesos; separando extremidades y cuellos. Darakiti portando sus dos hachas, se abrió paso entre los enemigos clavándolas con fuerza en el abdomen de dos bárbaros que le cercaban amenazantes, luego en la cabeza de un tercero y una cuarta vez en el hombro de otro. Pero dos lanzas atravesaron su cuerpo, terminando con el guerrero que cayó en un charco de su propia sangre.
En poco tiempo, uno a uno los guerreros de la Cäzadora fueron cayendo muertos, hasta que solo quedó ella. Deroveth luchó con bravura, tenía a más de treinta enemigos rodeándola —estaba perdida—, no obstante, hundió su sangrienta lanza en tres incautos que le venían a encuentro y luego a otros cinco que intentaron atacarla por la espalda. Cäzadora no pretendía rendirse.
—¡Vamos, puercos malnacidos! —los provocaba a gritando—. Intentad alcanzarme, cobardes.
—Estás rodeada Igratëh-Rugëh, tira el arma —se escuchó entre la multitud que la cercaba.
—Traidores todos —Apoyándose sobre la lanza, giró sobre ella como pivote y pateó a cuatro que se acercaron— Sé que son enviados de Dragh, jamás llegarán al Fegha-enkka, le han fallado al Khul y morirán para siempre.
Cogió la afilada pértiga y la lanzó con fuerza, empalando a tres que estaban en fila. Luego cogió dos dagas de colmillo de dragón, que sacó del cinturón y se dispuso a luchar. En su avance acabó con dos, tres, seis y ocho que intentaron frenarla, hasta que un latigazo salido desde atrás se amarró a su fornida pierna. Deroveth se volteó y cortó la cuerda de cuero usando la daga, pero enseguida dos latigazos ataron su brazo y la otra pierna. Bastó un jalón y la brava hembra cayó de espaldas al rocoso suelo azotándose la nuca.
Aun en el suelo intentó volver a ponerse en pie, pero la turba le cayó encima para reducirla. Se defendió dando fieras patadas y a golpe de puño, pero eran demasiado, había sido derrotada.
Cuando las patadas y los golpes cesaron, un guerrero se acercó al grupo que la castigaba y la cogió del cabello. La levantó de su larga y negra trenza, hasta ponerla a su altura.
Deroveth estaba semiconsciente, tenía los ojos en tinta y todo el cuerpo amoratado y sangrante. Colgaba todo el peso de su musculado cuerpo desde su trenza, lánguida y sin animo de seguir luchando.
—Así que esta es la Igratëh-Rugëh, Deroveth —El fornido guerrero le entregó una sonrisa maliciosa—. La hembra que besará nuestros pies en el Fegha-enkka.
Las carcajadas se apoderaron de la tropa cuando oyeron al líder. Sostenía a la cäzadora por el cabello, cogió un cuchillo y con un limpio corte los separó la trenza de su cabeza. La hembra se desplomó otra vez sobre la roca y enseguida recibió otra patada en el abdomen, que dejándola sin aliento por poco le arrebata la conciencia.
—Toda suya —bufó el capataz—. Solo asegúrense de no matarla, o lo lamentarán.
—No tienen que hacer esto —balbuceó Deroveth—. Todavía el Khul puede perdonaros, déjenme ir o se arrepentirán.
—Es justo y necesario Rasante Viento —explicó el líder, quien ya se alejaba con la trenza de Cäzadora en las manos—. El tiempo del Khul se ha terminado. Y tú serás la carnada para derrocarlo.
—¿Me engañaron? —Tosió un estupro de sangre—. Fui guiada hasta esta trampa, desde un principio.
Miró el cielo que se nublaba ante sus ojos y una lechuza blanca surcó sobre ella. «Maldita bruja». El ave se posó en el hombro del guerrero y este le entregó el cabello de la cäzadora, envuelto en una maraña. Luego dando un craqueo espantoso, el ave se alejó volando.
—¿Qué harán conmigo? —preguntó intentando ponerse de pie, pero un golpe con el revés de un hacha la volvió a tumbar.
—Matarte todavía no, si es lo que te preocupa. —Sonrió nefasto—. Y vaya que disfrutarás tu tiempo con nosotros. —Rio licencioso.
—No temo la muerte. —Le lanzó un escupitajo rojizo— Las puertas azules de Fegha-enkka me esperan.
—Cuando Dragh sea el Khul, más te vale que seas dócil o ni sus murallas divisarás —dijo carcajeando.
—Dragh nunca será el Khul, padre acabará con él y con vosotros sus seguidores —gritó con las ultimas fuerzas que aún le quedaban— . Y cuando eso suceda, van a arrepentirse de haberme hecho esto.
El castigo continuó un rato hasta que se hartaron de golpearla, cuando hubieron acabado ataron a Deroveth en la pared de una pequeña cueva, no muy lejos de aquella garganta. Sus ojos le fueron vendados y sus rodillas quebradas para evitar cualquier intento de escape.
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Miles de varas de distancia del sitio en donde se hallaba cautiva la cäzadora , Dragh llegaba a las puertas de la Ruganae, la morada del Khul. Una explanada que se extendía hasta el horizonte donde el sol no nacía tras las montañas, sino desde el mar. La Ruganae destacaba por ser una magnifica pirámide de granito, cuya piedra angular era una enorme estatua de oro: un dragón con las alas extendidas. Estaba rodeada por un muro impenetrable y un inmenso portón era el único acceso.
Allí Dragh fue recibido por el mismísimo Khul. Un bárbaro de piel oscura y tanto más enorme que el propio Dragh, que medía algo más de dos varas. Un turbante atiborrado de zafiros y esmeraldas, le adornaba la calva cabeza y de una serie de perforaciones en las orejas y labios, le guindaban argollas doradas y refulgentes joyas.
—Bienvenido a mi casa, Rnage-oggh Dragh —saludó el Khul.
—Gghr-oggh Khul —respondió hincando una rodilla y besando el anillo en el dedo de aquel mastodóntico gobernante.
Dragh en ese momento, antes de entrar a la pirámide, alzó la vista a los cielos y observó con ansiedad el vuelo de un ave blanca. Cruzaba las murallas y se posaba en las alas del gran dragón sobre la pirámide. «Llegó la hora».
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