Kebal y la conspiración de Oriente-XXIX-
La espada de Roman presionaba la garganta de Erdeghar, lo justo como para hundirle la piel y no provocar todavía un corte. Un movimiento en falso y el pescuezo del terrateniente podía haber sido historia. Pero nadie hacía nada, los soldados atentos y dispuestos rodeaban al grupo esperando una orden, Verón y el sacerdote; seguían siendo maniatados por cuatro de los hombres de Thriminglon. Y Lidias atenta a la expresión neutra en el rostro del terrateniente, intentaba comprender el curso de su actuar ¿Quién era ese prisionero que envió buscar?
El soldado que se había metido a la abadía, no tardó en aparecer tras el umbral. A su espalda le seguían dos guardas que arrastraban a un hombre. Traía la cabeza agacha y los ropajes ajironados. Ni la princesa, ni Roman reconocieron entre la penumbra del umbral al enigmático prisionero, sin embargo, Verón que también estaba atento, no pudo evitar la expresión de sorpresa en el rostro.
—¿Dónde encontraron a este maldito? —preguntó a viva voz, volviéndose lo que pudo para dirigirse a Erdeghar traes de él.
—¡Ah! —soltó el terrateniente, provocando que su protuberancia laríngea raspara la hoja en su cuello—. Veo que ya está aquí.
Erdeghar levantó de a poco la mano izquierda, con la que no sostenía la espada e indicó que trajeran al prisionero hasta su posición. Cuando se acercaron con él los solados, Roman y Lidias también le reconocieron— Kebal Albatinza—. Tenía la mirada hundida, y signos claros de deshidratación y tortura.
—Encontramos a su hombre en las Dunas de Hierro, al parecer queriendo escapar hacia el Este —explicó Erdeghar, clavando una mirada autoritaria en Roman, ademán de que bajara el arma.
El paladín sopesó la posición del terrateniente y miró a Lidias que retrocedió dos pasos, entonces en ese momento bajó la espada. Erdeghar por su parte, enfundó la suya y haciendo todo nada se volvió a los soldados y al prisionero.
—Este es Kebal Albatinza, si no me equivoco —recitó ignorando que los presentes ya lo habían reconocido—. Como dije, mis hombres lo capturaron mientras escapaba.
—Este es un ruin traidor y un ladrón —alegó Verón—. Tienes al verdadero y único culpable dentro de nuestra orden.
—¡Silencio! —gritó el hombre de Thriminglon—. Aquí el que habla ahora soy yo. Ya escuché lo suficiente de ustedes.
A Grenîon le sobrevino un acceso de toz, el que de no ser porque entre dos soldados le tenían sujeto, lo habría tirado al suelo. Las piernas del anciano flaqueaban, ardía en fiebre y su semblante estaba cada vez más decaído, la mirada perdida y la boca seca. Al terminar de toser, los estupros sanguinolentos mancharon las baldosas del suelo.
—Ese hombre necesita que le asista un médico, o morirá —el tono urgente en la voz de Lidias alertó a Erdeghar, quien dudó antes de continuar con su dialogo.
—Más le vale que no muera todavía. Si necesita rendir cuentas será conmigo, Celadora podrá esperar. —Cruzó los brazos y caminó hasta Verón y el sacerdote—. El prefecto de la división de interventores, escapaba con plata y oro de la corona entre sus pertenecías. Además de otras tantas piezas propias de su orden.
—Las robó luego de cometer el crimen en Thriminglon. —Recuperándose de su desgarro, Grenîon levantó la mirada para hacerse entender por el terrateniente—. Ese hombre, ni siquiera es un hijo de Farthias... —Un nuevo acceso de tos no le permitió terminar la frase.
—Kebal se hizo con los estandartes y armaduras de nuestra orden y vistió con ellas a otros hombres, para que cometieran el asalto a la Torre —explicó Verón—. Todo esto bajo secreto y en colusión con el propio lord Protector.
—Eso ya lo sé —dijo el terrateniente reforzando las palabras con un movimiento de su cabeza—. Entre las pertenecías de cada uno de los soldados caídos en la Torre Blanca, habían treinta monedas de oro. ¿No es algo poco usual que soldados de la capa púrpura anduviesen cargados de oro en un asalto?
—¿Y qué te sugiere aquello? —inquirió Verón, como adivinando el conflicto en los ojos de Erdeghar.
—Que esos hombres no eran consagrados —dijo al fin. Se dio la vuelta, avanzó raudo hasta el prisionero Kebal y le propinó una terrible patada, con tal impacto que los dos soldados lo soltaron y éste cayó al piso dando un tumbo—. Y la confesión de este malparido no tiene sentido.
—¡Erdeghar! —gritó Roman, antes de que el terrateniente le diera otro puntapié al prefecto—. ¿Qué te ha dicho este hombre?
—Eso ya poco importa, todo está claro para mí ahora —contestó y dio media vuelta para encarar al paladín—. Trecientas coronas es una suma importante, como para que quien las robase no esté siendo buscado por la guardia real. Este hijo de perra, fue encargado y pagado en Freidham. Maldita sea.
La mirada del terrateniente se humedeció, la ira mezclada con la impotencia, la decepción y el dolor de la perdida; se apoderaron de su razón. Se agachó y cogió lord Kebal por el cuello. El prefecto era un hombre muy alto y su contextura fibrosa le bridaba un peso considerable, sin embargo, Erdeghar lo alzó por sobre la línea de sus hombros, quedando Kebal con los pies arrastrándole al piso y con una expresión desolada. El terrateniente desenvainó la espada y con un raudo movimiento la ensartó hasta la empuñadura en el abdomen albo del prefecto. La punta de la hoja salió por el dorso del malogrado, y el líquido carmesí empezó a chorrear descendiéndole desde el vientre hasta enjuagar las baldosas del piso, haciendo un ruido pastoso al chocar los goterones de sangre con la piedra.
Lidias aun cuando se estremeció con la escena, no dejó de observar cada detalle de la acción, advirtiendo en el momento en el que las roídas prendas del prefecto, formaban un surco que dejaba ver su blanca espalda. Allí la princesa advirtió en el tatuaje en su escápula. Los trazos característicos de la caligrafía Bárbara, fueron la última prueba que le bastó a la muchacha para confirmar lo relatado por el sacerdote. Kebal era un Bárbaro de Escaniev, y entonces él había traído a Anetth y conspirado contra el reino, tal y como había dicho.
—¡No! —gritó la princesa—. Si lo matas no sabremos lo que planean del otro lado de las montañas.
—De todas maneras este perro no hablará —rebatió Erdeghar, soltando de a poco el brazo y bajando al Bárbaro.
Lidias no pudo evitar estremecerse, la muerte que recibía aquel infeliz, era todo lo que deseaba para Condrid. El sufrimiento que abría de padecer era horrible, la herida en el abdomen seguro había desgarrado su estómago, debía estar sobrellevando un espantoso dolor. Aquel malherido, era el hombre que la había acusado de asesinato, quien pondría las pruebas en su contra. Y allí estaba ahora, desangrándose a metros de sus pies.
—Conmigo viaja Lenanshra, guardabosques de Asherdion, te aseguro que no necesitará que Kebal hable para sonsacar lo que necesitamos. —Y dicho esto, Lidias se volvió a hacia Erdeghar con la mirada hecha una ruego, e intentó regresar tras sus pasos.
—Todavía no termino con esto —aseguró el terrateniente—. Pero ve, busca a la extranjera y tráela aquí.
Lidias esprintó y salió de la entrada de la abadía con dirección a la barbacana, con ella partieron también otros dos soldados de Thriminglon.
Erdeghar dejó a Kebal de rodillas sobre el piso, sangrando de forma profusa y envuelto en agónico dolor, el cual, el Bárbaro soportó callado mordiéndose los labios. Verón, miró al prefecto y sacudió la cabeza.
—¿Entonces? ¿Crees en nuestra inocencia Erdeghar? —conjeturó el maestre—. Son las pruebas que tu mismo has hallado ¿Suficientes?
—No. —El terrateniente se encaminó hasta Verón—. Las pruebas que hallé no me decían nada, hasta que llegaron ustedes aquí. —Envainó la espada ensangrentada y continuó—: Pero cuando un hijo acusa a su propio padre de traición, una princesa fugitiva se atreve a mostrarse ante quien bien puede enjuiciarla y dos líderes de una orden que hoy no vale nada; son capaces de aceptar sus errores y someterse al servicio de quien porta el derecho divino a reinar. Entonces las pruebas se hacen concluyentes.
Erdeghar extendió el brazo y con una seña, instó a sus hombres a que soltaran a Verón. El maestre cogió al terrateniente por el antebrazo, correspondiéndole el saludo.
—Sin rencores maestre Terraduna —dijo mirándole a los ojos Erdeghar—. Lamento toda esta treta, pero mi corazón fue destrozado aquella oscura noche. Tenía que vengar a mi hija, tenía que hacer pagar a los culpables.
—Yo lo entiendo —afirmó Verón—. Sin rencores, Erdeghar Durhamar.
—Mi señor. —Reverenció ante Grenîon, y lo ayudó a mantenerse en pie—. Ruego entienda mis motivos y sepa disculparlos. Haré que lo lleven con las sanadoras.
El capataz de Erdeghar, se puso bajo el brazo del sacerdote y lo guió puertas adentro. En tanto el paladín se ponía frente al moribundo prefecto y lo examinaba con la mirada «¿Cómo pueden pasar estos animales por hombres?». A medida que el Bárbaro perdía el sentido, su piel blanca y más por la hemorragia, se tornaba cada vez más pétrea y los ojos una vez azulosos; un rasgo común entre los hombres de Farthias, se opacaban más y más, terminando por tornarse tan negros como una noche sin estrellas. La nariz aguileña y enjuta, se le fue achatando e hinchando. Unos diez minutos más tarde, para cuando Lidias regresó con Lenanshra y Fausto, la morfología del agónico prefecto, ya era la de un salvaje del Este.
La elfo sin esperar más tiempo, se agachó a la altura del mortalmente herido y buscó en sus ojos. Lenanshra se estremeció, podía sentir la muerte, el dolor, la agonía y la oscuridad con la que le influía la mente de aquel Bárbaro. Buscó entre los recuerdos, atravesando de lado a lado los pensamientos de Kebal, todo estaba manchado con la llaga de la muerte—Aquel varón sucumbía, pero Celadora no venía a buscarlo—. El dolor en el vientre y el vacío de su corazón, podía sentirlo la elfo en cada poro de su piel. Lenansrha comenzaba a temblar, su aliento era visible en el aire y sus rojos labios se tornaron violáceos, en un instante igual a un pestañeo. Los presentes quizá no lo notaran, pero Fausto estaba tan pendiente de aquella escena, que avistó cada detalle como si de los movimientos de una presa apunto de cazar se hubiese tratado.
Por fin el cuerpo de Kebal se desplomó sin vida sobre el piso embarrado de sangre. Lenansrha se puso en pié, miró a Lidias y a los presentes. Y recuperándose de lo que acababa de vivir, inspiró y guió sus ojos al gris cielo. Luego dijo, como disculpándose: —No estoy acostumbrada a abrazar así de cerca la muerte. —Y era cierto, para ella era la primera vez que hurgaba en la mente de un moribundo.
—Tranquila, seguro no ha sido la mejor experiencia —le dijo Lidias—. ¿Puedes contarnos que fue lo que viste?
—Hay una antigua leyenda de Oriente, que cuenta como los dragones trajeron al mundo a los Bárbaros—comenzó intentando mantenerse serena, al tiempo que se notaba como ordenaba las ideas en de su mente—. No sé si alguno aquí la conozca, pero esa leyenda tuvo una real repercusión no hace mucho tiempo entre las tribus. Cientos de mujeres fueron secuestradas y llevadas a un lugar en las montañas, en donde los fanáticos de Wrym procedían a practicar el oscuro ritual revelado en la leyenda. Lo que esperaban, era que algún día una de esas doncellas diera a luz a un hijo del dragón.
—Es escalofriante —acotó Verón, quien escuchaba atento— . ¿Pero a dónde quieres llegar con eso?
—Deja que la extranjera prosiga —reprendió Erdeghar, con los ojos clavados en la elfo.
—Este hombre, era un Bárbaro —continuó Lenanshra—. Fue espía aquí en Farthias. Este hombre actuó en pos de un plan más allá de estas fronteras. El incidente en la Torre, fue planeado en conjunto con Condrid Tres Abetos y este hombre reclutó y pagó a mercenarios de aquí mismo, Reodem, para que saquearan y quemaran la Torre Blanca de Thriminglon.
»Tras las fronteras aguarda un ejército enorme guiado por un supuesto hijo del dragón. De ser esto cierto, aquella bestia podría ser un guerrero formidable, pero no inexpugnable. Eso sí, de llevarse a cabo su verdadero plan, entonces estará más allá de todas vuestras posibilidades sobrevivir a él y su hueste.
—¿Qué es lo dices? —indagó Roman.
—Digo, que es preciso regresar a Frehidam y sacar del poder a quien sea que esté tratando con los hijos del fuego, los Bárbaros. O ni el la emperatriz podrá detenerlos. —La elfo se volteó y miró el cuerpo sin vida del Bárbaro—. Ellos pretenden despertar a la bestia dormida hace quinientos años, quieren regresar a Wrym y los dragones de los días de oscuridad. Han pactado un trato que no van a cumplir con Condrid, y el tiempo se agota para frenarlo.
—Eso no es posible, ¿Ese dragón no está muerto? —acotó Fausto, queriendo intervenir para jactarse de su pequeño conocimiento del tema—. O ¿Se-lla-do? —rectificó.
—El primer sello es el Libro y en el libro está escrito como abrir el resto de ellos —explicó Lenansrha—. Por el momento Condrid lo tiene, pero no por mucho.
La princesa miró de reojo a Roman, y se sobrecogió un poco al ver su rostro. En él demostraba cierto dolor al escuchar todo lo que la elfo había dicho, y lo mucho que involucraba a su padre.
—Debemos reunir al consejo —acotó Erdeghar—. Hay que sacar a Condrid de Frehidam, ahora mismo. Por la fuerza si es así necesario.
—No —objetó Verón—. No será así de "sencillo".
—¿Qué? —preguntó Erdeghar sorprendido. Lo mismo que todos los presentes.
—No será fácil sin un cesionario dispuesto y oficialmente irrestricto —continuó el maestre y buscó la mirada de Lidias entre todos—. Erdeghar, este tema deberíamos hablarlo con un poco más de tacto y en condiciones menos irregulares.
Todos los presentes guardaron silencio y prestaron atención en el terrateniente, luego antes de que alguien agregara algo más, este habló.
—Por supuesto, adelante —invitó con cordialidad—. Estáis en vuestro hogar. Haré que mis hombres se replieguen. Pueden asearse, comer, y ya hablaremos con algo más de calma la situación. Porque aún podemos tomarnos ese lujo, ¿no es así, señorita? —dijo refiriéndose a Lenansrha.
—Venimos viajando por días, y sin descanso. Seguro pueden tomarse unas horas para sentarse y pensar en la mejor opción —respondió con su característico tono neutral—. En tanto no les tome varios días decidir, creo que todavía tendrán algo de tiempo.
Ingresaron todos a la abadía, una construcción para nada exenta de ostentaciones y la característica finesa de detalles en las obras de Farthias. Las paredes internas, estaban forradas de terciopelo violeta y las decoraciones de oro puro, eran tantas que contarlas podría parecer una pérdida de tiempo. Aquella bóveda, podía jactarse de tener más oro incluso que las arcas del palacio en Frehidam.
Fausto jamás había visto nada semejante. Cuando se detuvieron para abrir una puerta, que estaba hecha de oro macizo, todo lo que podía imaginar con respecto a la riqueza, quedó relegado a nimiedades. ¿Es que estos tipos se bañaban en brillantes?, no andaba muy lejos, pues cuando tuvo oportunidad pudo pasar a los baños, en donde lo único que no estaba hecho en oro era el agua que rebalsaba la tina.
Afuera, Lidias se había acercado a Verón, después de ver el avance del sumo sacerdote, quien se batía con la fiebre; pero que al fin los cuidados de las sanadoras estaban aliviando.
—Sé a qué se refería cuando hablaba de un cesionario al trono —dijo la princesa, en voz muy baja—. Pero hay algo que es necesario que sepa.
—¿Qué sucede mi dama? —preguntó sin llegar a enterarse de que iba Lidias.
La muchacha miró en todas direcciones, asegurándose de que nadie más estaba cerca en la sala, y que pudiera oírla.
—El hombre ideal para serlo, podría ser —tragó saliva—.Quiero decir, me enteré que es mi hermano.
—¿Q-ué? —La sorpresa en el rostro del maestre fue mayúscula, no entendía bien lo que acababa de oír—. De dónde saca usted semejante...
—Shhhh. —Hizo un gesto con la mano, para que bajara la voz—. Condrid, él me lo dijo la noche que fui apuñalada en la Torre.
—¿Condrid?¿Sugirió él que.. —No terminó de hilar la idea y agregó— ¡Oh por Semptus!, ¿Roman?
—Sí, él dijo que era mi padre. —Lidias se llevó una mano a la cara, sentía la garganta atorada, quería llorar, pero se contuvo.
Hubo un silencio mortal, un tiempo que Lidias auguró no era nada bueno. Volvió a mirar al maestre y este parecía meditar las palabras.
—Podría ser una posibilidad —señaló, para la ingrata sorpresa de Lidias—. Theodem jamás tubo otros hijos.
—¿Qué debo hacer? —Su pregunta era un desahogo desesperado.
—¿Él lo sabe?
—No, no voy decírselo si no es relevante y necesario —indicó la princesa.
—¿Por qué tendría que ser Roman el futuro rey? —indagó pensativo el maestre.
Lidias lo pensó un momento, y luego respondió con convicción—. Así lo indica mi corazón y sus actos. No hay candidato más propicio, y temo equivocarme si tengo que elegir a otro.
—¿Temes equivocarte? —inquirió intentando sembrar una duda.
—Condrid dijo que Vian, mi madre ,fue su gran amor —contó entre pausas—. Si ella lo hubiera elegido en lugar de a mi padre, a Theodem. ¿No crees que todo habría sido muy diferente?
—Entiendo el punto, princesa. —Reculó en su posición y cerciorándose de que nadie podía oírlos agregó—. La descendencia de Liliaht, puede parecer una maldición a veces. Para ciertas princesas, resulta ser una injusticia terrible no poder reinar; lo para otras es un alivio. Lo cierto es que, cargar con la responsabilidad de elegir a quien gobierne por ellas, es la decisión más importante.
—Lo sé. Sé cuál es mi responsabilidad y quiero creer en mí —confesó—. Ojalá hubiera una manera diferente de sacar a Condrid del poder.
—Sustituirlo por su hijo será un castigo trascendental —sugirió complaciente.
—Y saber que aún vivo, también. Pero es mi hermano, Verón —dijo Lidias todavía compungida— . Yo lo sé.
—No tienen que consumar nada en realidad —advirtió él, ofreciéndole una salida—. Al consejo le bastará la ceremonia, y los testigos. La alcoba será de los novios, nadie entrará allí para oficializar nada.
—¿Y qué pasará con él? —Lidias no encontraba conformidad—. Lo sabrá, tendré que decírselo. ¿Seguirá en pié después de eso?
—Eso deberías saberlo ya. —Verón le tomó las manos paternal, y las cerró entre las suyas—. Un rey se sobrepondrá a cualquier obstáculo y dolor.
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