Gobernado por el rencor -XXXVIII-

Condrid avanzó dos pasos hasta quedar de frente a Dragh, evitándole la mirada en todo momento mientras su respiración se hacía más agitada, y sentía como gotas de sudor le empapaban la frente.

«Llega el momento», pensó aunque ansioso muy seguro de sí «Será rápido, estaré siempre a salvo y Agneth cumplirá su labor, tal y como tantas veces lo he evocado». Cavilaba la idea en su mente en fracciones de segundos, repitiéndose las mismas palabras una y otra vez, como intentando convencerse de ellas. «El señor de los salvajes muerto, Agneth bajo mis órdenes y por fin todo el poder del Libro solo para mí: seré un dios terrenal. Un dios terrenal, ¿puedes verlo, Vian?».

—El Khul dice que si no le das el acceso prometido, tomará este fuerte junto con tu vida —interpretó Agneth, sacándolo de su ensimismamiento.

«¿Por qué de pronto me siento inseguro?» Meditó Condrid antes de contestar «Los planes no se han dado hasta ahora, pero aquí está el señor de las tribus, es mío solo tengo que abrir el libro frente a él y el trabajo estará hecho».

—Es justo por ello que logré pedir que os trajeran aquí, todos en el fuerte están aterrados ante vuestro ejército —explicó Condrid, dirigiéndose a Dragh.

—No vine hasta aquí a perder el tiempo, humano —resonó la gruesa voz de Dragh, en perfecta lengua unificada—. Cumplirás con tu trato, o verás que aplastaré estas murallas y a toda tu gente sin ninguna contemplación.

—Oh, el puede, ¿puedes? —Lord Condrid sorprendido de oír al Khul hablando su misma lengua, miró a Agneth y luego volvió a encararlo carraspeando un poco—. Ha habido un pequeño contratiempo señor de las tribus. Pero nuestro pacto sigue en pié, no tengáis dudas. Has visto como acabé con ese paladín, yo estoy de vuestra parte y ustedes de la mía ¿verdad que sí?

—Hablas demasiado Condrid, ¿Me crees estúpido? Por supuesto que en estos años he aprendido a hablar vuestra horrible lengua —objetó Dragh, clavándole su fría y enrojecida mirada—. Dime ¿qué impediría que rebane tu cuello en esta misma sala, ahora que estás completamente solo y por lo que veo preso de tu propia gente?

—Sin mí, ni con todo ese ejercito podrías llegar a los linderos del Imperio —advirtió sofocado por un súbito temor, pero blandiendo su mejor carta—. Me necesitas vivo si lo que realmente quieres es recuperar las tierras de tu pueblo, no saldrás de aquí si me matas, así como tampoco tu ejército llegará muy lejos si lo que planeas es sitiar el fuerte.

—Puedo ver que ya has improvisado un plan. —Rió Dragh—. Puede ser que te haya subestimado humano. No solo quieres poder, lo anhelas tanto que no te importaría ser humillado para lograrlo. Tu comportamiento me recuerda a alguien. —Miró de reojo a Agneth.

—Podré ser un prisionero en este momento, pero solo es un contratiempo menor. Todavía soy lord Protector, el personaje más importante del reino mientras no exista monarca; así pues ninguno de estos hombres permitiría que acabarais conmigo —reveló Condrid—. Puedo asegurarte que abrirán paso a tu ejército, si me usas como rehén. Si tus intenciones siguen siendo las mismas que pactamos, claro está.

—Solo si me enseñas que cumples con tu trato. —Indicó con la mirada la bolsa que Condrid traía en su costado.

—Si —afirmó con una exhalación ansiosa—. Por supuesto que sí.

***

A los pies de la montaña que sobrevolaban, podía verse el pequeño poblado de Theramar. Un asentamiento pequeño y rural conformado en su mayoría por las familias de los soldados que custodiaban la frontera y otras tantas dedicadas al pastoreo de cabras. A su diestra y enclavado en la cima misma de una gran meseta, se alzaban imponentes las murallas y torres del fuerte al que debían su nombre.

—¡Mira eso! —gritó Fausto—. Algo ocurre allí abajo.

—El pueblo se mueve —observó Lidias y puso atención al ruido que hacía eco en la montaña—. ¿Campanas?

—Desde aquí se ven como pequeños duendecillos danzarines ¿Saludamos? —Fausto se acomodó y alzó una mano hacia el grupo de gente que desde la altura a la que estaban, apenas distinguían.

—Veo que te has recuperado bien de tu mareo —comentó Lidias mirándolo por la rabadilla del ojo.

—¿Tenías que recordármelo? —Frunció el ceño y volvió a aferrarse a la cintura de la chica.

—Déjate de tonterías y ...

Lidias no alcanzó a acabar la frase, cuando al voltear hacia su diestra, colmó su mirada con las cuantiosas columnas de salvajes que se formaban a las afueras del lado oriente del fuerte.

—Dime que esa enorme turba no son lo que creo que son —prorrumpió Fausto mientras tragaba saliva—. Porque no lo son ¿verdad?

—Sólo espero que no estemos llegando demasiado tarde —sentenció Lidias con voz angustiada.

Cruzaron los muros y atalayas del ala oeste sin mayor inconveniente, en los puestos de vigilancia no se hallaba un alma, mas toda la atención estaba puesta hacia la frontera. El estruendo de las campanadas que anunciaban la alarma, debieron inquietar a los pobladores, quienes seguían moviéndose en masa hacia la seguridad de sus casas.

—Allí. —Apuntó Lidias—. Son los grifos de los paladines, en lo alto de esa torre.

—Solo son tres —advirtió Fausto, estirando su cabeza por encima del hombro de Lidias—. Dijiste que Lenanshra y los Sagrada Orden también habían venido. ¿Dónde estarán lo' demás'?

—No te apresures Fausto, deseo tanto como tú que todos estén bien. —Con un pequeño toquecito, Lidias ordenó al grifo descender—. ¡Mira! Allí está la elfo.

Encaramada en lo alto de una de las grandes torres, Lenanshra aguardaba con cautela un incierto. De inmediato se percató de la presencia del grifo en que volaba Lidias y Fausto, antes incluso de que el cazador le lanzara un potente chiflido para llamar su atención.

—¡Fausto! —Lidias le golpeó con el codo, provocando que éste soltara todo el aire con que se había llenado el pecho—. ¿Qué te pasa? No sabemos en qué situación estén ¿acaso nunca piensas?

—Lo siento, me dejé llevar —argumentó sin dejar de quitarle el ojo de encima a la elfo bajo ellos—. ¿Qué estará haciendo allí arriba?

Lenansrha levantó la vista señalando hacia el grifo y sus jinetes, se llevó el índice a los labios en ademan de pedir silencio. Luego hizo algunas señas más con la mano e indicó la base de la torre, en donde aguardaban Verón, y el resto del grupo que había partido desde Reodem. «Han logrado atrapar a lord Condrid, está justo dentro de esta torre», le anunció con su telepatía a Lidias. «¿Por qué ha venido hasta aquí? Se avecina una batalla, será mejor que huya ahora mismo dama de Farthias».

El grifo descendió hasta que Lidias y Fausto pudieron pisar suelo firme, ju sto a los pies de la torre. Allí salió a su encuentro Verón y el paladín Eneon. El primero con el rostro preocupado y el segundo con una expresión solemne apenas ver a su reina bajar de la bestia alada.

—Mi señora ¿Qué hace usted aquí? —señaló Verón, acercándose a Lidias.

—¿Dónde está? —preguntó ella limitándose a saludar con la cabeza—. Lenansrha asegura que le han atrapado.

—Ahora mismo le hemos obligado a diplomar con el líder Bárbaro, para que se vaya con su ejército. No le permitiremos paso seguro a las tribus del Este —explicó Eneon, anteponiéndose a lo que el maestre iba a responder—. Seguimos creyendo que es lo más sensato y lo que el rey haría.

—¿Está solo con el bárbaro en esta torre? —sondeó Lidias, con expresión de espanto.

—Tranquila mi señora —se apuró Eneon—. Tenemos custodiada la entrada y cuatro hombres están con él.

—Voy a subir.

Lidias sorteó al paladín que tenía de frente y se dirigió con ligeros pasos al umbral que hacía las veces de acceso a la torre. Oyó como Eneon intentó detenerla con un "espere", mas ya se encontraba con sus pies en la escalera. Fue entonces que el brusco movimiento telúrico, la obligó detener su ascenso y de no ser por su ágil reacción de sujetarse al rustico barandal, hubiese caído de bruces.

—¡Es intenso! —escuchó como afuera anunciaba la voz de Eneon—. ¡Todos a cubierto!

Del encielado comenzaron a desprenderse terrones y parte del adobe cedió con brusquedad. Lidias dio un pequeño salto para salir al exterior, envuelta en una nube de polvo que la obligó a toser de forma compulsiva.

—¿Está usted bien mi señora? —Eneon se aprontó a llegar a ella.

—Estoy bien —se apuró en responder, mientras intentaba levantarse del piso ayudada por el paladín—. Pero esto no lo está.

La tierra seguía remeciéndose, al mirar hacia lo alto parecía como si los muros del torreón se vinieran encima. Desde dentro de la torre, se escuchaban maldiciones y algunos gritos, mientras que fuera de ésta el desconcierto era casi total.

—¡Dioses piedad de mí! —oyó gritar a Fausto, quien apenas podía mantenerse en pié.

—Tranquilos todos —bramó Verón a todos los hombres—. Estos muros no cayeron antes, y no caerán ahora. Solo es un fuerte temblor, ya pasará.

Guarnecidos bajo el dintel de los accesos a la torre, miraron hacia arriba esperando que el terremoto cesara, mas cuando lo hicieron notaron como un fuerte destello iluminaba el nublado cielo del sur.

—¿Qué fue eso? —habló Fausto, bien sujeto a los pies del grifo que no hacía otra cosa que chillar asustado—. ¡Por toda piedad! El cielo se cae.

—No —anunció la voz de Verón—. Es el Crisol, el volcán ha hecho erupción.

—Desde aquí no podrá afectarnos ¿verdad? —preguntó Fausto con notable temor.

—No cazador, estamos lo bastante alejados para eso —fue ahora Eneon quien le respondió.

El movimiento cesó de forma paulatina, luego por fin respiraron con tranquilidad después de lo que fueron por lo menos tres minutos. Todos se miraron las caras con nerviosismo y enseguida toda la atención se centró otra vez en la torre desde la que ya no oían más gritos.

—Hay que subir —se aprontó en decir Eneon, y evitó mirar a Lidias—. ¡Muchachos, conmigo!

El paladín ingresó por el umbral del que todavía emergía polvo y serrín, seguido de seis guardias de capa parda y los interventores Garamon y Tragoh. Verón en cambio, respiró hondo y miró una vez más hacia el sur las centellas que manaban del volcán. Se volteó para encarar a Lidias, deteniéndola a medio paso de intentar otra vez subir.

—¿Por qué está aquí mi señora? —le increpó con voz pesarosa—. ¿Acaso el rey ha regresado con buenas nuevas?

—Vine sin las noticias de su regreso y sin su consentimiento previo —explicó al tiempo que intentaba sortearlo para avanzar—. He tenido una terrible corazonada.

—Váyase mi señora —le dijo, con voz urgente—. Vuele lejos de aquí mientras pueda. Solo los dioses saben que horrores habrán sido liberados con la erupción.

—Me temo que si he venido haya sido demasiado tarde —respondió Lidias aguantándole la mirada y haciéndole a un lado—. Sabe bien que aunque quisiera no tendría dónde escapar. Si usted y estos hombres van a luchar, quiero entonces estar a altura. Permiso.

La princesa entró en la torre, siguiendo los pasos que le llevaban por delante el grupo de Eneon. Tras ella, oyó la voz de Fausto que le gritaba, mas no esperó por él y siguió subiendo sin mirar atrás. En tanto agarró con firmeza el pomo del arma y se hundió en pensamientos de desesperanza «Solo la liberación de un gran poder, sería capaz de despertar al volcán. He llegado tarde, si tras esa puerta el libro está en manos de la barbarie sabrán los dioses que con que intenciones le usarán».

Afuera Fausto pretendió seguirla, sin embargo, lo detuvo una piedra que de no esquivarla bien pudo haberle partido el seso. Miró hacia arriba, mientras Verón resignado también se adentraba en la torre siguiendo al resto, entonces sus ojos se encontraron con Lenanshra. La elfo adosada al muro de la torre contigua pretendía acercarse a una de las ventanas en lo más alto de ésta. De un salto llegó hasta una saliente de madera, se descolgó con agilidad hasta poner el pié en una de las aspilleras, y luego con gran precisión saltó hasta quedar a solo media vara de distancia de su objetivo.

«¿Qué intentas hacer Lenansrha?», pretendió concentrarse en ella y esperaba que la elfo pudiera escucharlo, mas no recibió ninguna respuesta.

***

Momentos antes, Condrid frente a frente con el bárbaro, hurgó en la bolsa de cuero en donde traía consigo el libro. Miró a Dragh a la cara y luego contempló el volumen que le acababa de enseñar «Puedo sentir el último hilo que lo mantiene cerrado». Levantó la mirada y clavo sus ojos en el carmesí furioso del iris de Dragh. Extendió su temblorosa mano hacia el Bárbaro y le dijo:

—Este es mi regalo, para sellar nuestro pacto. —Condrid le entregó una falsa sonrisa, al tiempo que los ojos de Agneth brillaban extasiados detrás de su esposo—. Tómalo, señor de las tribus.

—Errg inha Khul —repitió Agneth.

Dragh se tomó un momento antes de recibir la ofrenda que Condrid le hacía, antes miró a Agneth quien con disimulo se apartó hasta quedar a unas cuantas varas de distancia de ambos. Y entonces en el instante en que el bárbaro se disponía a coger con su mano el tomo, Condrid cortó el último hilo que lo mantenía cerrado. El libro se abrió ante la vista de los tres, despidiendo desde su interior un fuerte destello blanquecino.

La expresión del bárbaro descolocó de inmediato a Condrid, quien entre su nerviosismo temblaba todavía con el libro abierto entre sus manos «¿Qué? ¿Por qué está riendo? Deberías estar muriendo monstruo». Volvió su vista desesperada hacia donde estaba Agneth, quien sonreía de manera maliciosa en una esquina del salón. Dentro de su expresión de falso asombro, se le veía más bien embelesada; excitada en aquella escena. De a poco dirigió la mirada a Condrid, y le clavó una sonrisa burlona.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Agneth, mofándose mientras se acercaba—. Tal parece que el dragón, es inmune al poder que reside en el Libro.

Condrid le devolvió una mirada de desconcierto, la que pronto se transformó en una mueca de ira y mezcolanza de dolor. Meneó la cabeza en negación, dio un paso atrás todavía con el libro entre sus manos, abierto hacia el Bárbaro; luego en un tono desesperado sentenció:

—¡Ella! —Apuntó a Agneth, cuya sonrisa aciaga no escapaba de su cara—. Ella planeó todo, quería...

—Adelante, quiero oír lo que tú y mi esposa planeaban, antes de que mueras. —Dragh sonrió y se cruzó de brazos todavía envuelto en el halo luminoso que despedía el libro.

—No —dejó escapar un grito abatido y apretó el ceño—. No lo entiendes, ha sido ella. Yo he sido manipulado.

Condrid intentó cerrar el libro, pero le fue imposible la energía manaba con fuerza y temía que esta le tocara. No entendía por qué, aquel Bárbaro estaba resultando ser inmune a los efectos del hambre voraz de Libro, sin embargo, estaba cierto de que Agneth lo sabía, que le había engañado aunque desconocía su verdadero propósito. Intentó arrojarlo pero Dragh le sujetó los brazos en ese mismo instante, no podía soltarlo sin tener certeza de si resultaría tocado por el hechizo.

—¿Asustando Condrid? —oyó que le susurraba Agneth, quien se había puesto a su espalda.

—Maldita furcia traidora —maldijo en lo bajo.

—La historia cuenta que las victimas de Lilihat, encontraban una agobiante y dolorosa muerte; cada vez que abría su libro. —Sonrió—. Has abierto el libro, y alguien debe morir.

—No puedes hacerme daño Agneth, estás engarzada a mí —le dijo meneando la cabeza.

—Alguien de entre nosotros tendrá que pagar el precio, Condrid. —Ella le miró enseñando su blanca sonrisa.

Dragh no parecía querer matarlo, no al menos de momento. Quizá se daba cuenta de que hacerlo le condicionaría a una muerte segura, una vez que la guardia abriera la puerta no tardarían en reducirlo: lo necesitaba con vida si quería tener una chance. O eso creía Condrid, pues el Bárbaro se mantenía al margen mientras Agneth parecía danzar en derredor, riendo como haría una niña, como una verdadera loca.

—Es cierto —declaró de pronto la hechicera, deteniéndose en seco—. No puedo matarte Condrid, estoy sometida a ti.

Por un momento lord Protector estoqueó con una sonrisa que no de alivio, que no triunfante; hasta que Agneth se paró frente a él y acariciando por los hombros a su esposo Dragh, agregó:

—Yo no puedo hacerlo, pero el libro está hambriento y no vamos a llevárnoslo en esa condición, ¿o sí cariño? —Mordisqueó la oreja del bárbaro y se puso tras de él—. No creíste que en verdad traicionaría a mi sangre, ¿verdad Condrid? O ¿es que en realidad estabas convencido de que te ayudaría a vencer a mi esposo de una forma tan cobarde?

—¿Qué vas a hacer? —Forcejeó con el Bárbaro—. No puedes matarme, me necesitas. No vas a salir vivo de aquí si yo muero, ella planeo todo. Quería que libro terminara contigo y usar su poder para tomar tu forma, y comandar el gran ejército que comandas. Siempre fue ese su plan, Dragh, déjame ir, me necesitas para salir de aquí con vida.

—Y nosotros te necesitamos para colmar la sed y el hambre de quinientos años de abstinencia. —Agneth extendió sus manos por debajo de los brazos del Bárbaro, que le servía como escudo de las emanaciones del Libro—. Él es Dragh, señor de las tribus, hijo del Dragón y portador de la espada del Guardián; la subyugadora en manos del verdugo y la asesina de hombres en manos del conquistador.

»Alégrate Condrid Tres Abetos, porque tu sacrificio será el principio de la caída del Imperio que tanto odiamos. Pero no será como quisiste, no habrá un hombre que se siente en ningún trono forjado por manos de hombre: porque el tiempo de los hombres ha acabado hoy.

Agneth terminó de hablar y estiró sus dedos, y con ello el libro que sostenía Condrid, levitó hasta quedar en sus manos.

—Un poder semejante en tus manos habría sido un desperdicio —sentenció ella—. Cuidaré de aprender todo cuanto me sea revelado por este libro y todo debo agradecértelo a ti, Condrid. Y para comenzar, el mundo volverá a ver surgir a los amos del cielo, volverán a rugir con fuerza los dioses de mi pueblo.

—¿De qué hablas Agneth? ¿Es que acaso has perdido la razón? —inquirió Condrid, mientras gotas de sudor frío resbalaban de su frente—. No pretenderás usar el libro para llamar a esas bestias. Los dragones han sido desterrados para siempre de Thyera, no puedes pretender que regresen; no tienes el poder para controlarlos.

—No —zanjó y luego la sonrisa retornó a su rostro—. Yo no tengo ese poder, tienes razón.

—Pero yo sí. —Dragh sujetó a Condrid por el cuello y despegó sus pies del piso—. Tienes ante ti al hijo del dragón.

Agneth siempre detrás de su esposo, dejó que la cara interna del libro diera contra Condrid y enseguida la energía blanca que manaba de él, le rodeó el cuerpo que todavía pendía en el aire sujetado por los brazos de Dragh; entonces recién el Bárbaro lo soltó.

De inmediato Condrid comenzó a retorcerse, a gritar de dolor y desesperación. Mientras en su rostro podía reflejarse el sufrimiento que estaba sintiendo, Agneth lo miraba estoica, mientras seguía apuntándolo con el libro abierto entre sus manos, a sabiendas de que comenzaría a absorberle la energía vital; a sabiendas de que le estaba matando. Condrid por su parte no paraba de deshacerse en desgarradores gritos, los mismos que no tardaron en alertar a la guardia que custodiaba tras la puerta.

—¿Qué ocurre allí dentro? —se oyeron las voces de quienes apostados al otro lado del umbral, no cesaron de golpear la puerta—. Abrid en este instante o echaremos la puerta abajo.

—Déjales que entren —dijo Dragh a la hechicera—. El dragón quiere seguir probando la sangre humana. —Apuntó a su espada con la mirada.

Agneth extasiada mirando como Condrid se retorcía de dolor, blasfemaba incongruencias que al final se ahogaban en gritos desgarrados, levantó su mano izquierda y enseguida la tranca que bloqueaba la puerta levitó de su sitio cayendo al suelo con estruendo.

—Todos tuyos —señaló, sin dejar de mirar como el libro devoraba al lord.

Los hombres tras la puerta ingresaron corriendo, espadas y escudo en mano. Su expresión de terror al ver los cuerpos de sus compañeros y el paladín masacrados en el suelo, fue mayor al ver a Agneth sometiendo a un Condrid cuya piel en carne viva se caía a pedazos y cuyos gritos remecieron corazón, y alma, de aquellos que con asombro y espanto le estaban oyendo. El primero de ellos no alcanzó siquiera a defenderse con su escudo y mucho menos blandir, cuando la hoja letal y certera de Dragh, se metió en su garganta partiéndole las cervicales en dos. Del segundo y el resto de los cinco, aunque reaccionaron enseguida; el aliento se escapó de sus cuerpos entre gorgoteos y baños de sangre.

Dragh empujando con fuerza el cuerpo inerte del primer guardia que acababa de matar, bloqueó el avance presuroso y lleno de ira de sus compañeros. Mientras que los rápidos movimientos de su letal espada ennegrecida, terminaban su trayectoria en molleras, abdomen, cuello y brazos; de aquellos incautos guardias que haciendo su mejor esfuerzo intentaron detenerle o más bien luchar por su propia vida. La sangre enjuagó el piso y salpicó las paredes, y la que todavía permanecía en las sucumbidas arterias de los caídos, terminó siendo bebida por la hoja de Dragh. En total, la sangrienta masacre no duró más de un minuto, tiempo en el cual Condrid daba sus últimos alaridos.

Mirando la escena aunque difusa y distorsionada en su mente llena de dolor, Condrid se batía entre la vida y la muerte entre el terrible sufrimiento, provocado por el hechizo de succión que ejercía el libro sobre él. Se llevó ambas manos al rostro que sentía arder, miró como sus palmas enrojecidas y entintadas de su propia sangre se quemaban ante sus ojos. Y enloquecido por el inconcebible dolor, de cada uno de sus poros desgarrándose y estallando en sangre, no imaginaba, ni deseaba otra cosa que morir. Solo quería abandonar el mundo de los mortales y tomar la mano de Celadora, aquella a quien veía acercarse en aquel momento: «Vian, ¿eres tú? Has venido a buscarme, Vian. Vienes por mí desde el otro lado, vienes por mí mi hermosa Vian. Vienes...

No, quieres burlarte. Eso es lo que quieres, es lo hiciste, lo que hiciste siempre, oh mi Vian. ¿Por qué? ¿Por qué permites que me hagan esto? ¿O has sido tú? Si, esto me lo hiciste tú. Solo tú, con tu mirada cantante, tu sonrisa piadosa, tu nívea piel y tu erótico aroma. Me lo hizo tu boca dulce y tus caricias fugaces. Lo hizo tu traición, tu desdén y tu rechazo; lo hizo el amor que nunca me tuviste y por el que llegué a matar, Vian: por el que llegué a matarte.

Te juro Vian, que lo único que quería era que me vieras estuvieras en donde estuvieras. Que me vieras convertido en el hombre más poderoso de toda Thyera, mil veces más grande de lo que nunca fue siquiera Theodem. Y mírame ahora mi Vian, estoy muriendo. Estoy muriendo y es por ti». Aquel verano cabalgó en su memoria, haciendo desfilar el dolor y la amargura de aquella noche de luna creciente, volvió a sentir una vez más la tibieza de su cuerpo y el aroma de sus cabellos; no como recordándolo, sino que volviendo a vivir aquel instante:

"La sintió llegar antes de oír su voz, conocía bien el ritmo y las pausas de su andar. Aunque la noche estaba entrada, y la espesura de las copas ofrecía la seguridad que el furtivo encuentro ameritaba, la luz plateada de la luna delataba sus rostros. Aquellos rostros que aunque adultos, la juventud de sus espíritus de veinte y treinta primaveras, perlaban de lozanía y pudor su piel.

A Condrid se le erizaron los vellos del cuerpo al solo encuentro de sus oídos, con la suave caricia de la voz de su joven amante. Se volteó para hallarla de frente y recibir de primer plano, la bendición de su mirada templada y la armonía perfecta de su rostro de hembra.

El pausado avance que traían sus ligeros pies, de pronto se tornó presuroso y no tardó en dejarse caer, a los brazos ansiosos y protectores de un ilusionado Condrid. Él la abrigó entre pecho y su capa, y la apretó con ternura contra el ritmo anhelante y desbocado de su corazón.

—Vian ¿estás llorando? —preguntó él con la voz preocupada— ¿Qué te ha hecho? Te juro que si te ha hecho daño lo mataré, no me importa que sea el rey, lo mataré.

—No —se apresuró en contestar Vian, intentando consolar su llanto—. Él no me ha hecho nada, todo lo contrario Condrid. ¿Puedes dejar siquiera de pensar en que podrías llegar a matarlo? Me aterra que digas eso. Dioses Condrid ¿así te dices su amigo?

—Y entonces ¿qué ocurre Vian? Me preocupas —manifestó Condrid con la voz nerviosa.

—¿Me amas Condrid? —preguntó ella de pronto—, quiero decir, realmente después de estos últimos años ¿Sigues sintiendo lo mismo que me profesaste hace cinco inviernos?

—No sé por qué lo preguntas, pero no me cansaría de repetirlo mil veces si así fuera necesario —respondió, al tiempo que con ternura guiaba sus manos al rostro de Vian y con sutileza le alzaba la mirada para mirarla a los ojos—. Y como quisiera gritarlo a los caídos dioses del viento, y que con sus susurros le cuenten a todo el reino que te amo más que nadie.

—Tú no crees en los dioses caídos, Condrid. —Rió ella y enjuagó sus mejillas con el dorso de su mano—. Y hasta en verdad dudo que haya algo en lo que realmente creas.

—En ti —reconoció él al instante—. Eres lo único verdadero, lo único real en mi vida, Vian.

—¿Y qué hay de Adlaida?¿Acaso no es ella real? —esgrimió Vian y bajó al momento la mirada. Luego al parecer se arrepintió y dijo—: Lo siento, no me hagas caso. Es que tus palabras a veces me hacen sentir que no soy digna de merecerlas. De merecer tu... Amor.

—Adlaida no existe Vian, me casé con ella para evitar las sospechas de algunos. al verme tan cercano a ti —confesó él—. La verdad es que, a la única mujer que quisiera hacer madre de mis hijos es a ti..

Vian guardó silencio un momento y mantuvo la mirada en el piso, mas el ritmo acelerado de su corazón, delató la emoción que le invadió en el solo instante de oír las palabras de Condrid. Sin mediar, ni escatimar en la posibilidad de ser vistos por ojos fisgones en la oscuridad de aquel deslinde boscoso, y tupido de abetos; Vian se apretó contra el pecho palpitante de su amante y lo asaltó con un tibio beso. El que enseguida encendió las ansias más profundas en el alma misma de Condrid, quien la amarró en un abrazo cálido y apasionado.

Así fue como envuelta de caricias desenfrenadas y besos con un inicio y un fin difuso, Vian se fue perdiendo en los labios amantes de Condrid, mientras que él, borracho de su aroma y extasiado de su tibieza de hembra; se permitió explorar en lo prohibido de sus relieves. El frenético deseo de ambos cuerpos atados en un nudo de abrazos, pronto se vio desnudando a ambos bajo la sombra y el aroma de los pinares y la plateada luz de la luna.

Fue entonces que una vez consumada la entrega de entrambos, y con la hierba mojada como único testigo de su batalla, Vian se despidió con último beso de su amante Condrid y montándose al rocín que esperaba entre las sombras; desapareció en las penumbras de la madrugada.

Aquella había sido la última noche que Condrid se había encontrado con Vian. Para cuando recibió varias semanas más tarde su carta, la sola caligrafía de la pluma le indicaron que su corazón se quebraría nada más leerla. Y es que tanto llegó a conocerla, que solo le bastaba imaginarla apuñalando el tintero, para darse cuenta de que lo que estaba escrito allí le causaría un profundo dolor. Se encontró con ella una vez más, ahora en la intimidad de su despacho como canciller.

—Leíste mi misiva —partió diciéndole Vian.

—No estarías aquí, si así no fuera —contestó Condrid, con desanimo—. Me usaste.

—Por favor, no digas eso. —Vian agachó su azulina mirada y cruzó ambas manos por delante de su falda—. Eras mi única esperanza, Condrid.

—Me usaste para quedarte encinta, Vian —alegó otra vez—. ¿Por qué te burlas de mí?

—Condrid, por favor. Ya te lo he explicado —se defendió sin aguantarle la mirada—. Él es tu amigo, ahorrarle la vergüenza de no poder dejar heredad debería honrarte.

—¿Debería honrarme? —replicó exasperado—. ¿Acaso es honorable revolcarse con la esposa de otro? Y que cuando ese otro es quien dice ser tu amigo. Quizá tú no lo ves, porque no eres más que una vil furcia.

—¡Condrid! —gritó Vian—­ ¿Cómo te atreves a hablarme así?

—Desde el momento en que decidiste casarte con el hombre equivocado, y no dejaste de ver al que supuestamente amabas de verdad —señaló lleno de rabia—. Desde entonces que eres peor, que las meretrices con las que me he revolcado para sacarte de mi cabeza.

—Me repugnas Condrid. —Las lágrimas comenzaron a brotar descontroladas de sus ojos.

—Espera —gritó el canciller, antes de que Vian abandonara el despacho—. ¿Qué querías decirme al venir aquí? ¿Acaso venías a arrepentirte de tu decisión? ¿Vas a seguir viéndome de todas maneras cuando regrese de Escaniev?

Vian guardó silencio, mientras estaba de espaldas al canciller. Luego volteó y clavando su mirada en los ojos derrotados de Condrid le dijo:

—Ojalá y nunca regreses del otro lado de las montañas, Condrid. —Se le hizo un nudo en la garganta al intentar continuar, mas después de un profundo suspiro agregó—. Si quieres saber la razón por la que jamás te habría elegido como mi esposo, aquí la tienes. Te amé profundamente Condrid, pero estás tan lleno de frustración y rencor, que jamás llegarías a ser la mitad del rey que es y será Theodem.

Vian salió del despachó corriendo y con las mejillas estilando de saladas lágrimas, cerró la puerta y desapareció tras ella a los ojos de Condrid. Él, roto por dentro y colmado de odio, comenzó a destrozar cuanto objeto cabía dentro de aquella sala. Y no paró hasta que sus manos sangraron de tanto golpear la firme pared de piedra".

Condrid perdía la conciencia a momentos, luego parecía despertar aunque sus ojos ya no se abrían y su cuerpo poco se movía. Sintió la presencia de Agneth a su lado, ya no sentía el halo quemar su cuerpo, aunque todavía los poderes del libro succionaban las últimas migajas de su vida.

—Estás muriendo Condrid —escuchó la voz de Agneth—. Supongo que esto es el adiós.

—T-e Mal-digo —descifró entre sus balbuceos—. Perra traid...dora. —Pero sus palabras no estaban dirigidas a Agneth aunque así ella lo creyó.

Agneth se volteó y miró a Dragh, cerró el libro entre sus manos y se agachó a la vera del cuerpo humeante de Condrid, luego dijo:

—Está hecho. —Asintió con el rostro—. El poder de Liliaht está ahora en manos de nuestro pueblo. —Sonrió—. El infinito poder de una legenda está ahora en mis manos y me pertenece.

La hechicera alzó los brazos y mirando a los ojos de Dragh, comenzó a declamar en una extraña lengua. Su cuerpo se envolvió con un aura de rojo carmesí y sus ojos se volvieron luminosos y blancos por el lapso de un par de minutos. Luego de acabar, la tierra comenzó temblar.    

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