Entre Forajidos -XXIII-

            Con la vista encandilada y los oídos abombados fue arrojada dentro de una habitación. Todo estaba blanco y no pudo ver en absoluto durante un instante que le pareció eterno. Sintió recelo y hasta algo de miedo, no tenía idea de quien la había apartado y donde estaba ahora. De apoco el pitido en sus oídos comenzó a aminar y los ecos de sonidos grotescos  y disformes en la distancia, ahora le parecieron más definidos y cercanos; hasta que al fin los reconoció como voces a su lado.

—¿Dónde estoy?¿Que fue lo que ocurrió? —exigió todavía sin reconocer las sombras a su alrededor y la difusa escena. Lidias se restregó los ojos aun viendo lucecillas y centellas explosar.

—“Tranquila princesa, estás a salvo ” —se oyó una voz masculina.

—¿Verón Terraduna? —espetó aún enceguecida, mirando un punto errático—. ¿Eres tú y tus hombres?

—“Una agradable sorpresa y una alegría para nosotros verla con vida”—anunció la voz, que en efecto era la del Maestre—. “así es Lidias princesa, soy yo Verón y la hermandad Sagrada”.

—¿Qué me han hecho? —Se aprontó a amenazar con la espada y ponerse en guardia.

—“Por favor, no hace falta que desenfunde. Está usted entre manos amigas” —Se oyeron pasos sobre el suelo entablado de aquella estancia—. “Los efectos del destello pasarán en minutos, temo que nuestro hermano Garamon no tenía mejores trucos que esto”.

—Bah, parece que es uno de los favoritos de todo hechicero —comentó despectiva.

          Tan pronto recuperó del todo su sentido de la vista, reconoció una habitación con paredes de piedra y un techo relativamente bajo; de piso entablado y poco pulcro. La luz se calaba por el encielado, al cual le faltaban varias tablas y el polvo en suspensión se hacía notorio entre los rayos del sol. Lo primero que vio fue a tres de los hombres de Verón, que se esmeraban por reducir a Fausto en el piso; uno le sujetaba las piernas, otro hincaba una rodilla en su espalda y el último lo agarraba de las muñecas.

—¡Suéltenme cabrones cobardes! —gritaba escupiendo el suelo e intentando zafarse—. ¡Juro que los mataré si le hacen daño!

—¿A quien? —preguntó uno de los que le apresaban.

—Pues a ustedes, o al que intente atacarla —respondió enfurecido.

—¿Quién es el hombrecillo? —inquirió Verón al mirar a Fausto.

—Suéltenlo —ordenó Lidias, con voz pujante—. Viene conmigo, es mi escudero.

         Los hombres soltaron enseguida al cazador, quien se puso de pie con rapidez y se interpuso entre ellos y la princesa.

—Ni un paso más —amenazó desenfundando la espada corta que traía entre el fajín—. No sé como han hecho para traernos hasta aquí, pero si mi señora no quiere hablar nos largamos enseguida.

—¿Dónde está ella? —preguntó Lidias con voz queda— Venía contigo Fausto.

         De pronto la miradas de todos se volvió hacia el entretecho al oír la voz que amenazaba en las alturas.

—Soltad a la princesa, ya os habéis aventajado de vuestros persecutores. —El arco de Lenanshra tenía tres flechas sujetas entre los dedos y la tensión estaba en su punto máximo.

—¡Lenanshra! —La princesa advirtió en la elfo parada sobre una de las vigas del techo apuntando a los Capa Púrpura.

         Los atónitos hombres miraron a la elfo con gesto impávido, aun cuando su entrada les había tomado totalmente por sorpresa.

—¿Esta viene con usted, mi dama? —preguntó carraspeando Verón.

—Está bien tranquilos los dos —Lidias miró a la elfo y a Fausto—. Escucharé lo que tengan que decir.

         La princesa pasó por delante del cazador y enfundó también la espada.

—Usted tiene algo que decirme, ¿no es así? —Lidias clavó los ojos en el maestre y prosiguió—: ¿Qué fue lo de hace un rato? Jamás imaginé que vería algún día a un miembro de su orden en el patíbulo.

—Lord Altabuehl, está con el hermano Tragoh y la hermana Dereva —respondió con calma—. Se ocuparán de sanar su estado. Ha sufrido mucho estos últimos días.

—Nada que no se tenga bien merecido, supongo. —Lidias se plantó altiva y se cruzó de brazos.

—Como verá nuestra orden fue desintegrada por orden del lord Protector. Aquel mismo día en que ser Roman fue declarado inocente y usted culpable del asesinato al rey…—Miró a la princesa esperando algún gesto o alguna palabra.

—Prosiga, por favor no se detenga —le indicó ella, gesticulando con la mano.

—…Todo fue un plan, y me avergüenza aceptar que fue un miembro de nuestra orden, quien lo hubo articulado —explicó Verón, con tono de notoria compunción—. lord Kebal Albatinza, el prefecto de los Interventores huyó hace diez días llevándose una gran suma de nuestras arcas. La confesión de tres de nuestros hombres, nos bastó para llegar a la verdad.

—Ese infeliz —rezongó por lo bajo la princesa.

—Sabemos que fue el quien intentó culparla, quien armó y juntó falsas evidencias para condenar a ser Roman y a usted, sin embargo, aun no sabemos ¿por qué? —Verón miraba a la princesa a la cara, no obstante, se mostraba avergonzado de los actos que relataba.

—Lo escuché urdir aquel plan el día que decidí irme de Freidham. —Agachó la mirada y meditó un momento, luego agregó—: Tenía que salir, para hallar al verdadero culpable.

—¿Lo ha encontrado, mi dama? —inquirió el maestre, mirándola expectante.

—Esta mañana lo  hubiese matado, de no ser por la guardia que lo protege —confesó con sus ojos hechos dos llamas azules—. Lord Condrid Tres Abetos, portador del libro de Liliaht.

—¿Qué? —El asombro en la mirada de Verón y sus hombres fue notorio—. ¿Cómo? Ósea que ,¿está usted segura de ello?

—La noche del incendio en la Torre, me encontraba entre sus muros —comenzó a explicar Lidias—. Condrid llegó, junto a las tropas que mataron e incineraron a todos quienes estaban allí. Fue entonces cuando se robó el Libro y me confesó su crimen, antes de mandar a que me apuñalar una de sus secuaces.

—¿El lord Protector ha hecho eso? —insistió en su tono curioso.

         Fausto quien ya se había guardado el acero en el fajín, observaba receloso desde su sitio. A veces mirando a Lidias, otras veces a sus interlocutores y muchas más, de forma disimulada a la elfo sobre las vigas; quien atenta y cautelosa, tanteaba todo desde la altura.

—¿Es que acaso crees que podría estar mintiendo? —la voz de la princesa era de hastío—. Supe que has estado hablando con Roman, sé que quieren derrocar al… “Protector del reino”. ¿Por qué?

—Lo que acaba de contarnos es la gota que rebasó la copa —afirmó con seriedad Verón—. Nuestras investigaciones no habían llegado tan lejos, sin embargo, estamos seguros de que ese hombre se ha vuelto loco y es un peligro para el reino. Ha cerrado la frontera a Sarbia, expulsado a ciudadanos del Imperio y se rumorea que piensa dar paso y asilo a los salvajes del este, para asediar los linderos del sur.

—¿Bárbaros en Farthias? —Disimuló no estar enterada de lo que decía, o bien todavía conservaba la esperanza de que solo era un rumor. Suspiró y luego de morderse el labio inferior expuso—: La verdad también oí de eso. Y he venido aquí, para impedirlo a toda costa.

—Es bueno escucharla, mi dama —señaló Verón—. Cuenta con nosotros para lograrlo.

—¿Por qué, Verón? —indagó, ladeando un poco el rostro con una insidiosa mueca de curiosidad—. ¿Es por poder?¿Por conciencia, tal vez?. Después de enviar a una treintena de tus hombres a matar sin piedad a todo el colegiado de hechiceros de Thirminlgon, acabar con la vida de inocentes, de niños y mujeres indefensas que también residían allí. ¿Quieres ayudarme para derrocar a quien apoyaste aquella noche?

         El maestre guardó silencio un instante, mientras miraba a Lidias con expresión de asombro. Dio un paso atrás y miró a sus hombres que expectantes observaban sin decir nada.

—¿No vas a responderme? —La princesa miró a Lenanshra de soslayo. Fausto se estaba inquietando y se apegó otra vez a ella poniendo mano en la empuñadura.

—Fuimos objeto de una sucia artimaña, mi dama —contestó con voz queda—. Ninguno de nuestros hombres salió aquella noche.

—No puedes mentirme Verón, yo estuve allí vi sus estandartes, sus atuendos, sus… armas. —Tragó saliva con la garganta echa un nudo, todavía recordar le causaba dolor.

—Todo eso salió de nuestros salones, pero ninguna orden mía lo requirió. Fuimos traicionados, sospechamos que fue Kebal, pero de eso no estamos aun seguros.

—¿Lenanshra? —llamó la princesa y miró hacia ella.

         La elfo todavía acuclillada sobre la viga del techo, descendió de un salto ligero cual felino y posándose en el entablado como una fina hoja. Y mirando a los ojos de Lidias, asintió con la cabeza.

—Este hombre dice la verdad —aseguró con su característica voz: arisca y pausada.

         Verón se acercó a la princesa y volteó un momento a mirar a la elfo a su espalda. Lenanshra mantenía una postura impertérrita.

—He rogado a Semptus por encontrarla viva, mi dama —reconoció el maestre e hincando su rodilla reverenció y agregó—: Sabía que si había sobrevivido aquella noche, tendría usted la verdad. Esperábamos por usted para tomar cartas en el asunto y derrocar al lord protector.

—¿Por qué necesitaban de mí para eso? —preguntó recelosa—. ¿Acaso las acciones que está llevando acabo ese loco, no son razón suficiente?

—Lo son, y lo son más aun al saber que ha sido él quien asesinó a los hechiceros, que intentó matarla y que haya robado el libro de Liliaht de la Torre. —Permaneció con su rodilla clavada y levantó el rostro para ver a Lidias—. Debemos recuperar ese libro, a como dé lugar.

—He venido desde las tierras del sur, donde me hallaba con ese único propósito —aseguró la princesa.

—Y reitero el alivio que siento de verla, sin embargo, derrocar a lord Condrid, no será tarea sencilla aún con vuestra presencia y ayuda —declaró con seriedad.

—Entiendo que no vaya a ser fácil, pero tenemos aliados que manejan La Conexión. Asesinarlo como hizo él con mi padre debe ser apenas un reto, imagino —consideró Lidias y miró a Garamon y Lenanshra.

—Si sólo fuera tan sencillo como borrarlo, no estaríamos escondidos aquí hoy, señorita. —Garamon se adelantó en contestar—. Si así fuera, ya lo habríamos liquidado hace un buen rato.

—¿Y cual es el problema entonces? —inquirió todavía con acuciosa voz.

—El pueblo —contestó Verón.

—¿El pueblo? —Lidias parecía no comprender aún.

—El lord protector, nos ha dejado muy mal con la ciudadanía —confesó Verón entre un carraspeo.

—Perdona maestre, pero el pueblo os odia desde hace mucho y no sólo desde la noche en que fueron “traicionados” por Condrid —aseguró la princesa, entre una satírica sonrisa—. No es así, Fausto

—Bueno, tu lo has dicho. —El cazador asintió con la cabeza—. El día que fueron inhabilitados la gente hizo fiesta.

—Mal agradecidos —rezongó uno de los Capa Púrpura entre ellos.

—No, Sertran. Ellos nos odian porque ignoran lo que en realidad hacemos por ellos y nuestras faltas pesan más ante sus ojos —objetó Verón, encarando al muchacho—. No seamos ciegos, y aceptemos que nuestro aire petulante y la distancia que tomamos con el pueblo llano, nos juega en contra. Y ni hablar de los corruptos y  perdidos de nuestros hermanos en Reodem.

—Ah, ellos son un caso muy particular. —Lidias suspiró—. Vaya cretinos que resultan ser.

—Y mejor ni hablar de eso princesa. El problema puntual, es que incluso ese mal nacido a puesto al pueblo en contra de usted —explicó Verón y esperó en la reacción de la princesa, aunque al ver que esta no le decía nada, prosiguió—: Es por eso que el sumo sacerdote Grenîon, la absolvió de culpas en el patíbulo.

—Una jugada inesperada, aunque algo tonta, a mí parecer —sugirió la princesa—. Al echarse la culpa del asesinato, ¿No se han consagrado como indeseables ante el pueblo?

—Tiene razón, mi dama —aseveró Verón sonriendo y miró a todos en derredor—. Pero no es a nosotros a quien el pueblo debe amar, sino a su rey.

—Entiendo —declaró Lidias, como paladeando lo que sugerían las palabras del maestre—. Y ese rey, sólo yo puedo dárselos.

—Así es, mi dama.

         Al fondo de la lóbrega estancia, había una portezuela de madera con una tranca asegurándola. Tras la puerta, se escucharon unos pasos calmos, y luego dieron tres toques—Clak,clak,clak—.

—Abrid, he venido solo —indicó una voz masculina, Lidias la reconoció de inmediato.

         Atendiendo a la llamada, dos de los hombres de Verón se pusieron delante de la puerta y un tercero quitó la tranca con cuidado. Una vez abrieron, la silueta de un varón en armadura de placas apareció entre la penumbra.

—¿Seguro que nadie le ha seguido ser Roman? —preguntó con tono ameno el maestre Verón.

         Roman no pareció prestar mayor atención a lo que le hablaban , sus ojos solo buscaron a una persona entre el grupo.

—¡Lidias! —soltó con emoción—. Al fin, amor mío.

         El paladín avanzó apurando el paso hasta terminar corriendo y lanzándose junto a la princesa. Abriendo los brazos al acercarse y llegar junto a ella. Lidias se quedó quieta sin saber con exactitud como reaccionar, y permaneció así mientras recibía el efusivo abrazo de su prometido

—¿Cómo estás mi amor? Todo, todo va a estar bien, ya lo verás —decía Roman sin soltarla y apegando su rostro al de ella—. Estás en casa y todo va a estar bien. No permitiré que te separes de mi otra vez, no…

—Roman…

—No voy a permitir que te hagan daño, que lo intenten siquiera. No lo permitiré. —El paladín buscaba los labios de la princesa y acariciaba sus cabellos con ternura apasionada.

—…Roman escúchame —pidió ella asfixiada con la situación y esquivando el rostro de él—. ¡Por Semptus! Roman detente ya.

—¿Qué ocurre? —La soltó y dio un paso atrás todavía con la respiración agitada de impaciencia y emoción—. ¿No?, ¿No te contenta verme?

—Ya. —Cerró los ojos y agachó el rostro—. Sí, me alivia verte y saber que estás fuera de esa inmunda prisión.

—¿Es todo? —Tragó saliva y bajó la voz— ¿No me has extrañado?

—Roman, por favor. —Lidias le dio la cara y clavó sus claros ojos en el cariacontecido rostro del paladín—. Hay cuestiones más importantes ahora. Creí que tu siervo ya te lo había dicho.

—Lo hizo —aseveró, y se dio media vuelta saludando con el gesto a Verón y sus hombres—. Pero quiero oírlo de tus labios. ¿Es cierto?

—Lord Condrid castigó a la torre de los hechiceros, hurtó el libro de Liliaht e hizo que me apuñalaran —confesó sin titubear.

         Roman crispó el rostro y apretó los puños, el dolor en su expresión pudo advertirse  incluso entre la sombra de aquel refugio. Al parecer había cruzado el umbral aferrado a un dejo de esperanza y sin razón, sin embargo, en las palabras de Lidias había encontrado el sin sabor de una verdad amarga, que le venía para consumir su corazón. Su padre, lord Condrid se transformaba en su más malquisto enemigo.

—Lo pagará, princesa mía —aseguró con convicción—. Pagará por cada crimen que haya cometido. Mi juramento así lo amerita y así mi corazón también lo dicta. Nadie que se atreva a hacerte daño, escapará del filo de mi acero.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top