El sueño de Agneth -XII-
Abrió los ojos y se halló sola. Era una cabaña pequeña, por dentro tanto o más rustica que afuera. El tosco entablando de las paredes y el techo, dejaba pasar la luz del día que penetraba la morada en forma en rayos que hacían brillar las partículas de polvo y telas de araña, que se descolgaban desde las vigas roídas y húmedas. Todavía débil, se enderezó despacio y contempló un momento a su alrededor, oyó las voces de afuera que le parecían familiares, sin embargo, caviló un instante antes de comprender y recordar donde estaba en realidad.
Tocó el piso de tierra húmeda con los pies descalzos y se envolvió el cuerpo con las mantas, al notar que no estaba enteramente vestida. A los pies de la colcha de paja: un jubón de fino lino y una saya, esperaban meticulosamente dispuestos allí por una mano amiga. Lidias sonrió y se llevó la mano al abdomen, constatando con sus dedos y mirada, que en el lugar donde había sido herida tenía sólo una pequeña cicatriz rosada. Se incorporó otra vez cogiendo las prendas y se vistió con ellas, luego calzó sus pies con las botas marrón que había traído puestas la noche en que salvó del incendio y la traición de Anetth.
Afuera, el grupo de elfos estaba sentado alrededor de un asfixiado fuego, sobre el que guindaba una olla llena de caldo. Al ver que la princesa salía de la cabaña arrugando los ojos y cubriéndose de la luz con la mano, se pusieron de pie y uno a uno imitaron una solemne reverencia. De entre el grupo se acercó con prisa Fausto y seguido de él, Jen. Nawey sonrió desde atrás, alzando la mirada y luego bajando la cabeza en saludo.
—Bienvenida de nuevo, Hija del Norte. —La elfo caminó con lentitud a su encuentro—. Veo que el descanso te ha sentado bien.
—¿Cuánto he dormido? —Sus ojos ya se habían acostumbrado a la luz.
—¿Mmm? Algo más de un día y medio. —Fausto la contempló un momento y luego agregó—: Nos tuviste muy preocupados.
—¿Qué hace él aquí? —Lidias miró a Jen, que la saludaba en ese momento.
—También me da gusto verla, señorita. —Agachó la cabeza.
—Lo siento Jen, pretendí decir..., —Se tocó las sienes con los dedos— ¿Por qué? —Miró a Fausto y su rostro se tensó en una mueca de horror—. Lo entregaste a tiempo ¿no? —Se volvió otra vez a Jen—. Está..., está vivo ¿verdad?
—Sí, mi señora, el señor Tres Abetos está bien —le contó con tranquilidad—. Vengo en su nombre.
—Es bueno saberlo. —Su gesto se volvió neutro. Luego cobrando seriedad consultó—: ¿Para qué te envió?
—Tu novio quiere encontrarte —se entrometió Fausto—. Me negué a que él viniera, pero no pude sacarme a éste.
—Ya, ya. —Le indicó con la mano que guardara silencio—. Tendrás que marcharte, lo lamento. No quiero ver a Roman y tampoco puedo permitir que sepa dónde estoy. De hecho, ahora mismo, ni yo lo sé.
—Estamos en el Bosque Verde, de Thirminlgon —indicó Fausto—. Este solía ser mi hogar hace dos años.
—¿Cómo me encontraste?
—La fortuna está de vuestra parte princesa —dijo el cazador—. Tomaste a mi penco y él te trajo hasta aquí. Te hallamos inconsciente sobre su lomo.
—Gracias Fausto. —Frunció algo los labios—. No pude desear mejor escudero que tú..., has sido muy leal.
Fausto sonrió con modestia, enseguida tambaleando la cabeza añadió:
—Yo preferiría: amigo. —Sonrió mirándola a la cara.
Pese a que estaba muy pálida, Lidias pareció ruborizarse con el comentario de Fausto. Como respuesta solo le devolvió una sonrisa neutra y desvió la mirada.
—Debes tener apetito. —Nawey se paró frente a ella—. Tenemos un buen guiso. Por favor acércate y acompáñanos.
—Aceptaría gustosa lo que fuera. —Se topó el estómago—. Muero de hambre. —Todos Rieron de buena gana con el comentario.
La princesa se acercó al grupo de la elfo y le sirvieron un platillo del aromático y cálido guisado, que devoró en poco tiempo mientras echaba raudas miradas a la gente a su alrededor. El escudero y el siervo de Roman, también se volvieron a sentar y platicaron banalidades junto al resto. Todos parecían estar a gusto. Elfos y hombres compartían con total naturalidad historias, bromas y disfrutaban de la deliciosa comida que: —Según dijeron entre risas—, Jen había preparado.
La tarde siguió avanzando y la conversación empezó a menguar, la alegría de la charla estaba siendo remplazada por la dolorosa historia que les había traído a los bosques y provocado su encuentro con Fausto.
—Así que, viste lo que ocurrió con la Torre —dijo Lidias a Nawey.
—Lamentable, llegamos muy tarde para salvarla, pero muy a tiempo para ti. —El elfo la miró con tristeza—. Nos marchamos de inmediato, no había sobrevivientes a la masacre.
—Vi como asesinaron al maestre, a los adeptos y..., a los pequeños iniciados. —La mirada de Lidias se humedeció—. Fueron traicionados, al igual que yo.
—¿Qué fue lo que ocurrió? —preguntó Nawey, mirándola con intriga.
—Fue el canciller —dijo sin vacilar—. Lord Condrid. Se llevó el libro de Liliaht, no sé qué planea con él, pero sabes mejor que nadie qué podría ocurrir en las intenciones equivocadas.
—El maestre me envió una paloma esa noche. —La elfo cobró un semblante muy serio. —Me pidió protegerte, señaló que esperaba una irrupción ordenada por la corona..., o un desagravio de parte de los consagrados.
—¿Él lo sabía? —Lidias cambió su semblante de tristeza, por uno de asombro— ¿Por qué no hizo nada? Los asesinaron por la espalda, Nawey. Fue una escena horrible, no puedo creerme que sea la realidad.
Lidias reposó el mentón sobre su puño cerrado y se mordió los labios, mientras sacudía la cabeza con parsimonia.
—Sabía que los expulsarían de Farthias, pero no mencionó nada sobre el exterminio —explicó Nawey—. Debió simplemente intuirlo, pero era demasiado recto, uno de los hombres más justos que tuve placer de conocer. Jamás habría quebrantado las reglas, aunque eso le costara la vida.
—No solo le costó la vida a él, Nawey —Lidias tragó con amargura—. Asesinaron a toda la orden, mataron a los niños; a esos pequeños les fue cegada la existencia sin que pudieran defenderse ¿me quieres decir, que se dejó asesinar? ¿Se doblegó ante aquel acto tan cobarde, sin mediar en esas terribles consecuencias?
—Él amaba la justicia, sabía que un hecho injusto tarde o temprano llamaría una acción que equilibrase la balanza. —Los ojos de Nawey, como el infinito cielo, se iluminaron— Como fuere, gran maestre ya no está entre nosotros ¿qué ocurrió contigo esa noche?
Lidias no podía creer que su anciano mentor, se había dejado asesinar antes que usar su arte en su defensa. Observó a la elfo y ocultó la humedad de su mirada, disimulando cubrirse de la luz del ocaso, con las manos.
El sol se ocultaba tras el recortado horizonte y a través de las ramas, y hojas sempiternas del bosque. Los sonidos lejanos de bestias y animales de la foresta, se oyeron más claros y el silencio poco a poco se apoderó de la comitiva, hasta que, al fin, después de un largo rato, que a Lidias le pareciera un pestañeo, ésta empezó a relatar a Nawey y al grupo que le acompañaba todo cuanto le había ocurrido desde que escapó del palacio.
***
Más allá de las montañas del Este, las altas cumbres despertaban saludando al majestuoso sol que imponía su presencia, como derrotando a los nubarrones que el día anterior la habían ocultado y gobernado en su lugar: poblando de gris el cielo. Era una mañana radiante y la brisa en las alturas era fresca.
Dragh había pasado la noche anterior en la oscuridad del templo de Wrym. Allí dentro algo había manado, podía sentirse en el aire de aquella estancia: un oscuro poder se libró en lo profundo de la montaña. Algo aciago y misterioso, que hasta ese momento, ni el semi-dragón alcanzaba a comprender. «Despierta, Dragh hijo del Fuego», oyó. «Levántate. Portador de mi venganza», aquella voz dura e infra-terrenal se oía clara, como si en realidad le estuviera hablando a él, pero allí no había nadie, más aún, la voz no parecía provenir de ninguna parte. Parecía venír desde su interior.
—¿Quién es? —gruñó apretando la empuñadura—. No te temo, ni a ninguna maldición de este inmundo lugar.
El bárbaro esperó una respuesta, sin embargo, esta no llegó. En su lugar el fuego que iluminaba los pasillos, se apagó, como si una corriente de frío aire hubiese soplado todas las antorchas. El sudor en la piel de Dragh, se enfrió cual rocío y sintió un espasmo involuntario recorrerle la espalda.
—Sé que eres Wrym, el gran dragón —gritó una vez más y su voz retumbó en las paredes pedregosas—. He venido por ti y aquí me tienes, yo soy quien retiró la espada que se encarnaba en tu pecho. Yo atravesé la hoja en tu ojo herido. Según lo predicho estoy aquí para reclamar tu poder, para solicitar tu sangre.
«Dragh...», Una vez más la voz resonó en su cabeza, «Mi sangre se quema junto a la tuya en tus venas, como un fluido único».
—Eres mío, Wrym dios de los dragones... —se mofó—. Me perteneces como ahora me pertenece la espada del Guardián.
«No sabes lo que dices, Bárbaro mestizo. Desde siempre y por siempre somos, y hemos sido: solo uno»
Por más que el semi-dragón siguió retando y gritando el nombre de Wrym, la voz no volvió y en su lugar un fuerte temblor agrietó las paredes del templo. Entonces, Dragh comprendió que era momento de marcharse de allí.
Al salir del templo la luz del alba le encandiló los ojos un momento y se detuvo antes de cruzar el umbral. Bajo éste, se hallaba casi sepultado por la nieve el cuerpo inerte de Ragadath. Miró un momento el cadáver, y comprendió que allí había algo más que le inquietaba. La sombra oscura de tres arqueros sobre el techo de la construcción, se pintaba en la blancura de la nieve: apenas se movían.
Dragh dio un paso más y escuchó el sonido de los arcos tensarse, inhaló mientras cerraba los ojos en un intento por agudizar sus sentidos. Avanzó un tramo más manteniéndose alerta, el olor de los bárbaros arribó hasta su nariz a lomos de la fresca brisa. Olían como los Uldk-Rag, una tribu aislada y contraria a los Rah-Dah, hostiles y fieros guerreros. «Si estos perros fueran menos idiotas, serían buena alianza para mi ejército», pensó mientras continuaba alejándose del templo. Ya había avanzado dos varas del umbral cuando por fin el silbido de las flechas y el sordo sonido de los arcos rompió el inquietante silencio, «...Pero tendré que matarlos a todos».
Se arrojó al suelo girando hacia adelante y esquivando las tres saetas que terminaron enterrándose en la nieve, y cubriéndose hasta mitad de su astil. Enseguida dos bárbaros salidos de la nada, se le abalanzaron encima.
Blandió, con un movimiento tan rápido como un zumbido y al instante en que tenía a su vera a uno de sus adversarios, lo derribó cortando su pierna al nivel del muslo derecho: un corte limpio y preciso. Dejándose girar en la dirección del impulso, terminó enterrando el negro acero en el mentón del segundo guerrero, que se acercó a él corriendo como una fiera y terminó ahogándose con su propia sangre.
Dos flechas cortaron la brisa, pero la agilidad de Dragh no cedió terreno y las esquivó. Como si hubiera podido detectar su trayectoria al solo oírlas salir del arco. Un tercer guerrero Uldk-Rag saltó desde el techo rocoso del templo y levantó su hacha de guerra de doble filo sobre su cabeza, gritando con un tono gutural que podría haber llenado de pavor a cualquiera. El semi-dragón inmutable, le esperó desafiante desde su posición observando los movimientos de aquel adversario, y sus dos acompañantes que aún estaban sobre el templo recargando los arcos. El guerrero del hacha, llegó hasta Dragh atacándole con fiereza. Sus movimientos eran rápidos, aun cuando aquella arma se veía pesada y bastante voluminosa, sin embargo, aquel bárbaro la manejaba con destreza.
Dragh sorteó una y otra vez los ataques de su adversario, buscando oportunidad para acabarlo usando un solo movimiento, o solo esperaba cansarlo. Lo primero ocurrió antes, el guerrero bárbaro intentó meter su hacha en el costado del semi-dragón, pero éste lo esquivó girando sobre sí y enseguida metió el filo de su espada bajo el brazo, y clavó por la espalda al fiero guerrero que gimió de dolor. Dragh se dio la vuelta y completó el movimiento ensartando la espada en la nuca su adversario, quien cayó enseguida.
Los dos bárbaros se arrojaron desde su elevada posición desenvainando espadas, el general escupió al suelo y les miró con desprecio. Ambos guerreros atacaron en conjunto, esgrimiendo los aceros con la pericia y la maestría que otorga una experiencia de incontables riñas y batallas entre tribus; que de seguro aquellos dos guerreros traían a cuestas. Pero la misteriosa técnica y habilidad del semi-dragón era incomparable. Bloqueó, esquivó y contraatacó a ambos contendientes con brutalidad, los movimientos eran limpios, estudiados, guiados por un brazo seguro y letal. Agarró a uno de los guerreros, de la larga trenza en que sujetaba el cabello y la jaló poniéndolo justo frente al paso implacable de la hoja de su compañero, el cual desmembró al guerrero desde el hombro hasta el pecho. Luego lo soltó y con la negra espada terminó con el bárbaro quien con mueca de aspaviento lo miró, mientras rugía de dolor. El corte vertical desde el ombligo hasta la base de la garganta le entregó una muerte algo más lenta y dolorosa que el resto de sus compañeros caídos.
Al acabar la faena, Dragh cortó cada una de las cinco cabezas de los abatidos y las amarró al grueso cinturón que le fajaba la cintura, se echó al hombro el cuerpo de Ragadath y emprendió camino, montaña abajo de regreso a la avanzada de los Rah-Dah, en el pie del Crisol.
Al atardecer del segundo día de viaje de regreso, el semi-dragón cruzó el portón al final del desfiladero entre el Crisol y la cordillera de Escaniev, allí estaba la avanzada. A su encuentro llegaron Uradh y Ravag, sus dos más leales guerreros, que formaban la elite de su hueste. Dragh, era un general del Khul, el líder sobre los líderes de las tribus bárbaras: el gobernante de Escaniev. En poco tiempo, la fama del semi-dragón había crecido de manera exponencial, desde que salió de las minas Catacumbas en el Norte Blanco. Pronto llegó a convertirse en guerrero y luego por mérito de sus proezas e indudable habilidad, llegó a comandar el ejército de su líder. Todo hasta que los presagios de que lideraría la conquista del sur y su hazaña al retirar la espada con que los Guardianes habían sellado hace quinientos años al Wrym, lo habían transformado en una leyenda viviente.
La avanzada era un lugar oscuro, la sombra de la montaña se proyectaba sobre el terreno todo el día y para el ocaso el volcán Crisol bloqueaba la puesta del sol, tornando todo lúgubre. Había antorchas encendidas a tiempo completo y empalizadas adornadas con cráneos de bestias de la montaña. Las pieles de oso y buey forraban unas cien tiendas dispersas al centro de la empalizada. El sitio tenía todo el aspecto de un campamento de nómadas guerreros. Estandartes de cuero y pelo animal, enseñaban marcado a fuego y hierro una divisa muy reconocible: la bestia alada formando un círculo entre su cola y fauces: el símbolo del Dragón.
—¿Qué pasó allá arriba? —preguntó Uradh cogiendo el cuerpo inerte de Ragadath, que Dragh descolgó de sus hombros.
—Fuimos atacados por los Uldk-Rag. Ni Rogh, ni Ragadath sobrevivieron —expuso mientras siguió avanzando hacia el interior de la empalizada.
—¿El hijo del Khul está muerto dices? —Un gesto de horror invadió el rostro del bravo guerrero que caminaba a su lado.
—Es lo que dije. Maté a estos cinco, el resto huyó —mintió con aspereza, mientras arrojaba las cabezas todavía frescas, al suelo—. Tuve que dejar al chico allí. Le sacaron las tripas esos infelices.
—¿Qué vamos a decirle al Khul?
—Ya he dicho lo que ocurrió, no hay más que contarle a Khul.
—Pero... —insistió Uradh.
—No me importa en absoluto, pueden ir a contarle ahora mismo cualquier cosa. Iré a descansar. —zanjó Dragh y dejó atrás al guerrero y se encaminó hasta una tienda, bastante más grande que el resto de las que allí habían.
—Gghr-oggh Khul —saludó Ravag, al momento en que Dragh se metía en su choza.
Una vez dentro vio que sobre las pertenencias había una jaula de madera con un ave blanca dentro
—La lechuza alba llegó aquí esta mañana. —anunció Ravag, que ya había entrado detrás de Dragh.
—Fuera de aquí los dos— ordenó haciendo un ademán con las manos. Ambos bárbaros obedecieron enseguida y se retiraron dejándolo a solas.
Dragh avanzó hasta quedar frente a la jaula con el ave dentro. La observó un momento con ojos escrutadores. Sin más dilación abrió la portezuela y dejó salir al ave, ésta aleteó y de un salto se le posó en el antebrazo. Una daga manchada de sangre seca, se desprendió de su pata dejándola caer al piso. Dragh sonrió complacido y la recogió.
La tienda del general era espaciosa: el suelo estaba cubierto con alfombras de pieles de oso y curtidas, había un par de troncos cortados a modo de silla, tapizados de forma burda con telas rusticas y retazos. Había en el centro una mesa de gruesa madera sobre la que se extendía una amarillenta y enorme pieza de cuero curtido, en la que estaban grabados trazos y figuras: era un mapa del continente.
Se acercó hasta una vasija de gran volumen, que contenía agua, la alzó y colocó sobre un tronco que hacía de mesa, para apoyarla a su altura. Luego comenzó a enjuagarse las manos, los brazos, el rostro y el torso desnudo. Se quitó las tiras de cuero que sujetaban su hombrera y las lanzó a un lado. El ave rapaz extendió las alas y voló hasta un rincón de la tienda.
Desde atrás del Bárbaro, una luz blanquecina destelló un instante fugaz.
—Has tardado más de lo que pensaba —habló Dragh, mientras salpicaba el agua de su melena azabache—. Hasta podría asumir que te he extrañado ¿Traes buenas nuevas? Lo sé, no hace falta que lo digas. —Cogió el puñal que había dejado sobre la mesa y se lo acercó a la nariz—, Puedo oler la repugnancia de su sangre, has matado al monarca..., tienes mis respetos.
—Gratitudes aparte, fue todo un placer —gorjeó la desnuda hembra a su espalda—. ¿Merezco algún tipo de compensación, querido? —comentó en la lengua salvaje de los Rah-dah.
—Hueles a hombre, Agneth. — El semi-dragón se volteó con brusquedad y le hundió la mirada.
Agneth, que era el nombre bárbaro de Anetth, dio un paso atrás chocando de forma intencional con la mesa de roble donde se hallaba el mapa, y se apoyó con la palma de las manos al canto.
—Te has pasado demasiado tiempo entre los humanos, hueles como uno, hiedes a hembra de hombre. —insistió Dragh.
—Eso lo puedes arreglar —expresó ella, mordisqueándose el labio inferior con lujuria.
La figura oblonga de Agneth, florecía en generosas formas de hembra norteña. Explotaba sus encantos de experimentada amante, cada vez que tenía oportunidad de hacerlo, así pues enfrentó al bárbaro con la pálida turgencia de sus pechos jóvenes y la curvatura delicada de sus sugerentes caderas de hembra. Se acomodó contra la rustica tabla y perfiló sus piernas, clavó su mirada la de Dragh, mientras separaba sus muslos con parsimonia seductora.
—Dime ¿El canciller cumplió lo prometido? —Se acercó a Agneth, al tiempo que se despojaba del grueso cinturón— ¿Es ahora él, el soberano de Farthias?
—El pacto está cumplido, Dragh hijo del Dragón —aseguró con un susurro forzado, terminando la frase en un ronroneo—. No habría venido hasta aquí, de no ser así. Condrid Tres Abetos, es hoy señor de Farthias lord Protector del Reino. —carcajeó al tiempo que rodeaba con los brazos el cuello del Bárbaro.
—Hiciste bien en venir y contármelo de forma personal. —La alzó por los muslos y la sentó sobre la mesa—. Todo se está cumpliendo de acuerdo a lo estipulado en la profecía.
—Los plazos se cumplen, tarde o temprano. ¡Ah! —gimoteó ella
—Tuviste tu parte en eso —declaró Dragh, oprimiéndola contra él.
—No hace más que comenzar. ¡Ah! —exhaló junto a su cuello—. Ríos de sangre, recorrerán...
Agneth entre gemidos comenzó a recitar una extraña canción, al tiempo que envolvía con sus muslos al semi-dragón que la embestía con vigor furioso. Las palabras manaban entrecortadas de sus labios y pronto escaparon convertidas en rítmicos jadeos, que se mezclaban con el ardor su piel sonrojada y el aroma animal del sudor de Dragh; consumiendo al suyo, amasijo de frescas frutas y el hielo del invierno. Su boca se derretía al calor del musculado cuerpo de la bestia que tenía de frente, no obstante, aún con la respiración entrecortada continuó abstraída pronunciando las palabras:
Ríos de sangre,
recorrerán la tierra
El fuego del norte,
devorará al sur.
Se ahogaran en llanto las viudas
Acabaran así los hombres y hembras,
del mediodía
De la mano del fuego,
De la mano del día
Y el día a llegado
El viento del norte,
Trae su legado
Cuando la hechicera dejó de declamar, los cálidos afluentes de la semilla de Dragh, bañaron sus entrañas. Se amarró con los brazos a su lomo, y empapado de sudor el bárbaro empujó un par de veces más y luego la apartó, acariciando con tosquedad su rostro.
Una voz metálica, grotesca si cabe, que el semi-dragón recordó familiar, resonó en su mente. «Heredero», el sonido hacía estremecer al Bárbaro «Un heredero reposará en su seno... esbirro del fuego y la sombra»
Agneth se había tumbado de espalda sobre el mesón, todavía temblaba cuando la voz metálica había resonado.
—¿Has oído eso? —susurró Agneth, recuperando el aliento y enseresandose— ¿Vino de la espada?
—Es el Wryn, —carraspeó mientras se apartaba de ella y se volvía hacia las prendas en el suelo—. Wrym posee la hoja, vive en ella. Tal y como lo dijiste aquel día. Robé la espada en el vientre del gran Dragón y la llevé al templo, allí encontré el ojo que los cultistas encerraron en él y lo herí con la espada del Guardián.
—¡Wrym está vivo! —La aterrada mirada de Agneth, confundió al bárbaro— ¿No sabes lo que eso significa?
—¡No! —gritó de pronto—. El dragón duerme, duerme y lo seguirá haciendo. Ahora yo, soy el Wrym dios de los dragones.
La hechicera bajó de la mesa y se acercó despacio, como tanteando un terreno peligroso y que titubeaba en cruzar. Se paró a sus espaldas y le posó la palma de las manos sobre los hombros, acariciándole desde el cuello con delicadeza. Luego apoyó la cabeza en él y le dijo:
—Mi padre solía decirme: " Hlgga Iggkha, los sueños vienen por el único propósito de hacernos infelices". —Le besó la curtida piel y se aferró con las manos a su pecho—, porque hagamos lo que hagamos, siempre perderemos o encontraremos algo que nos dañe en el camino a alcanzarlos. Y si no los alcanzamos, más infelices e insatisfechos nos quedamos.
—Hay que aceptar que tu padre fue un bárbaro sabio. —aseveró con tono neutral y agregó con un espasmo burlón—: Hlgga Iggkha.
—¿Fue dices? —Se despegó de él y lo miró arrugando el entrecejo.
—Ha muerto. Lo perdí mientras alcanzaba mi sueño. —La miró por el robadillo del ojo.
—¿Eres de alguna forma responsable de su suerte? —preguntó con tono amargo, Dragh no respondió— ¡Dime! Maldita sea ¿eres o no responsable de su muerte, Dragh?
La hechicera lo acusó con la mirada, el rostro desencajado y sus ojos hechos dos llamas. Por un momento su desnudez se tornó aún más pálida y comenzó a recobrar los rasgos que la hacían una hembra bárbaro y que tan bien se había acostumbrado a ocultar con el tiempo que llevaba viviendo entre los hombres. Se mordió de ira los labios, con sus dientes afilados de bárbaro, hiriéndolos y haciéndolos sangrar.
—Sí. —Dragh se volteó para encararla—. Lo atravesé con mi acero, con la espada que me dijiste sería mía por derecho. La responsable de la derrota del Wrym hace medio milenio, la misma que selló su vida y la misma que ajustició a tu padre: intentó asesinarme allí arriba.
—Lo mataste, Dragh..., —Los ojos oscuros de la hechicera se volvieron húmedos y enrojecidos—. Esto no..., dioses.
El semi-dragón se calzó el pantalón y volvió a ceñirse el cinturón, lo hizo con parsimonia y sin prestar atención a Agneth, que permaneció callada mirándolo con semblante abstraído. De pronto, ella miró a un lado y se topó la nariz con la mano, conteniendo las lágrimas.
—No puedo perdonarte esto, lo sabes —dijo, cuándo el bárbaro estaba a punto de salir de la tienda.
—No te pido que lo hagas. —Ni siquiera se volteó mirarla—. No me importa.
Agneth escondió el rostro entre su pecho, cruzó los brazos y luego con los ojos enrojecidos se volvió para mirar la espalda del bárbaro, que estaba a un pazo de cruzar la cortina de cuero que separaba la choza del exterior.
—Te marchas Dragh. Sin embargo, te seguiré y lo sabes. —Tragó, para ahogar el nudo en el fondo de su garganta—. Estaré contigo hasta que cada uno de los versos de la premonición sea cumplido. Y cuando eso ocurra, me montaré sobre ti, sentado en tu trono de sangre y muerte, y me poseerás. Así lo he decido y porque de esa manera a mí modo, seré libre. Voy a ser tu consorte hasta el fin de mis días, pues así yo lo he querido, así he vislumbrado.
Había logrado tragarse el llanto, y con el nuevo animo con que azotó sus emociones, preguntó alzando la voz con firmesa:
—¿Por qué me elegiste? Me lo he preguntado por mucho tiempo ¿Por qué me tomaste a mí como tu esposa y no a la hija del Khul?, habría sido más conveniente para llevar a cabo tu plan.
Dragh se había detenido en el umbral, respiraba el aire gélido de afuera, abstraído en sus propios pensamientos. Aparentemente no escuchaba a Agneth, mas ante su inquietud última apretó la mandíbula con intención de responder.
—Porque ahora el Khul y toda su hueste deben caer —explicó mientras se envainaba la espada y abría la cortina—. Te deseo, Eluveth Agneth, deseo tu sangre caliente recorriendo tus venas el ruedo tu cuerpo, opuesto a la que baña mi frío acero. —hizo una pausa y continuó—: Tu padre no era tan sabio después de todo. Pues el camino entre el alcance de mi sueño me llena de satisfacción, hacer lo que me place me sitúa más cerca de conseguirlo. —Se volteó para mirarla y bosquejó una tosca sonrisa—. No quiero perderte, Agneth consorte mía.
La hechicera se quedó de pie un momento, después que el hercúleo bárbaro abandonara por fin la estancia. Al rato y sin aviso ingresó uno de los subordinados del general y le lanzó un par de ropajes, que Agneth se calzó sin prisa. Repasó sus ideas, mientras se vestía con el jubón de lana y los pantalones de piel de reno. Se colocó las gruesas botas de cuero reforzadas y se encaramó sobre la mesa en posición de loto, observó el mapa bajo su cuerpo y recorrió con la mirada todos aquellos lugares donde alguna vez estuvo, convertida en espía del Khul aprendiendo de los hombres, de sus costumbres, sus tradiciones y sus convicciones.
Fue hace años cuando era muy joven, contaba con apenas ocho otoños. Los "Dones del Invierno", eran apreciables en ella, por eso su padre, el vidente de la tribu, la había instruido en su control desde que los primeros indicios aparecieron. Los "Dones del Invierno" era como llamaban al don de controlar la "Conexión", las tribus bárbaras, homologa a las capacidades que se pulían en la alta Torre Blanca de Thirminlgon, en aquellos que por bendición de Himea, poseían un hipotálamo más grande lo normal.
Por aquellos días el Khul, rey de las tribus, contaba con varios espías infiltrados en el reino de los hombres y el imperio de Sarbia. Así fue, como una mañana el vidente Ragadath llegó a la estancia de Khul y le pidió que en favor de las tribus y de su hija, le permitiera llevarla a las tierras vecinas del sur, al reino de Farthias donde podría ser educada como una hechicera en Thirminlgon, a lo que el Khul mirando a la niña aferrada a las piernas del padre, respondió con un sí. Sin embargo, ese mismo día sería instruida para convertirse en espía.
Dejó la aldea seis meses después de su visita al Khul. Cruzó la frontera en compañía de un misterioso bárbaro, cuyo nombre jamás recordó. Era espía experimentado, se veía y vestía como un hombre. Tenía su hogar en un pueblo de Farthias, él le enseñó la lengua común y la unificada, la preparó para comportarse y verse como una aldeana humana y más temprano que tarde, Agneth se convirtió en "Anetth" una pueblerina de Anduil, el pueblo más al sur de Farthias. Un buen día se presentó en el templo de Himea, donde las hermanas del Clan de la Sangre percatándose de su inmenso potencial decidieron enviarla a la Torre Blanca, donde inició sus estudios en la Conexión, bajo la tutela de la hermandad de la Sangre.
A sus dieciocho inviernos egresó como adepta y alta hechicera del mismo clan que la apoderó. Ese mismo año, fue incorporada en una expedición a las tierras de oriente. El rey, enviaba al mismísimo canciller lord Condrid, a tratar asuntos con los hostiles bárbaros. Anetth resultó ser la mejor interprete para el noble y tanto más en otras artes, y servicios.
Pronto Agneth, se vio otra vez en su hogar tras las montañas y se encontró de nuevo con su orgulloso padre. Un intercambio de rehenes, le permitió a la hechicera hallarse entre los suyos a solas. Fue entonces que lo conoció, el general de la tribu Rah-Dah. Tenía los ojos como el fuego y aspecto imponente, le hirvió la sangre solo al verlo. Entonces una extraña visión se materializó en su mente: aquel bárbaro cambiaría el curso del destino de muchos, podía leerlo en su mirada.
La misión en Escaniev, terminó como un fracaso para el reino de Farthias. Los rehenes no regresaron. Sin embargo, el canciller regresaba al palacio con un mar de ideas enmarañadas en su mente. Anetth se quedó en Escaniev, no sin antes hacerla conocedora de sus planes. La joven hechicera no sólo era buena en su arte, sino que, a pesar de su corta experiencia como mujer, resultó hacer de una estupenda amante, así pues logró hacerse de una conveniente confianza con lord Canciller.
Al quinto año desde su regreso a la tribu, Agneth maduró una idea que nació desde que conoció al general Dragh: liberaría a su pueblo del yugo del Khul y su miseria. Les devolvería las tierras que siempre les pertenecieron y de las que habían sido despojados. Tenía claro su propósit y lo haría con apoyo de una profecía que veía el tiempo de su cumplimiento: el nacimiento de un bárbaro mitad dragón, el legendario hijo de la simiente de Wrym viviente en las heladas tierras. Y lo haría valiéndose de la ceguera de los hombres, valiéndose de las ansias de poder de un lord que conoció en las tierras del sur. Condrid Tres Abetos sería un aliado para sus propósitos. Sólo tenía que sembrar la semilla en el tiempo y la tierra perfectos.
Ese año el General Dragh regresó a Escaniev, buscando desposar a una hembra de sangre Rah-Dah. El Khul estaba tan agradado con aquel varón, que le ofreció a su propia hija Deroveth. Pero el semi-dragón tenía otros planes. Esa noche entró en la tienda del vidente y secuestró a su hija Agneth. La joven hechicera del Clan de la Snagre aceptó al general frente al fuego del templo a Anshug, el dragón de hielo. Desde aquel momento se unió al semi-dragón como su consorte.
Tres años más tarde regresaba a Farthias, volando en la forma de una lechuza blanca. El palacio se regocijaba con el nacimiento de una heredera, Lidias hija del Norte, la primogénita del Rey Theodem. Condrid y Agneth mantuvieron contacto mediante las visitas repetidas del ave blanca hasta su morada, yendo y viviendo hasta que regresó a la Torre Blanca, acogiéndose a su antiguo Clan de la Sangre, desde donde pudo mantenerse cerca de la princesa, que a sus siete primaveras perdía a su madre y era enviada a la casa de estudios para formarse como noble.
Recordó a Lidias, mientras volvió a abrir los ojos y ver el mapa que comenzaba a arder «¿Qué estás haciendo Agneth?», se reprochó mientras extinguía las llamas dando un chasquido de sus dedos «Planeaste todo durante tantos años, al fin llegó el momento. Ahora tómalo y haz la jugada». Sonrió embelesada en sus propios pensamientos. Bajó de la mesa de un brinco y abandonó la choza vestida a la usanza de su pueblo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top