El Santuario de Wrym -X-
El agua fría empapó su cara y enseguida recobró la conciencia: añusgado y a ojos vistas confundido. Fausto despertó con la vista algo nublada, plegó los parpados repetidas veces, la luz de las candelas le hacía daño.
—¿Dónde estoy? —preguntó al fin.
Delante suyo, la figura todavía nebulosa de un varón se arrimó hasta él examinando sus ojos y secándole el rostro con un pañuelo de lino.
—A simple vista, pareces estar bien. —Sonrió y le palmoteó el hombro—. Lo siento, te di muy duro. Pero tienes una mollera resistente.
—¿Qué ha pasado? —Se llevó la palma a la nuca y luego la examinó, notando algunos residuos de sangre seca— ¿Así que tú me has golpeado?
Fausto enderezó la cabeza y fijó su mirada en aquel extraño. Volvió a examinarse las manos manchadas y se lanzó a atacarlo, comprobando en el acto, que sus pies estaban atados a la robusta silla de roble sobre la que estaba sentado. Como resultado solo logró volver a caer sentado sobre su escuálido trasero.
—Bueno, ya te he ofrecido mis disculpas. —Le enseñó la palma de ambas manos y sonrió con algo de malicia—. Soy Jen —dijo con tranquilidad (la que venía demostrando hacía rato)—, tú debes ser Fausto, ¿no?
—Bueno Jen... —El nombre fue como un chispazo en su cerebro— ¡Me jodan los dioses! Si he venido aquí precisamente por entregarte un mensaje.
—Y mi esposa ya me lo ha dado, no te preocupes.
—Ya, ¿y qué hago aquí? —Se miró las piernas atadas— ¿Cuánto tiempo estuve durmiendo? —Volvió a sobarse la nuca—. Tengo que volver con Lidias, debería estar en...
En el momento que Fausto iba a terminar la frase, se abrió la puerta que él podía ver de frente a él. Por ella ingresó un varón ataviado con armadura, no parecía un guardia, ni tampoco un soldado cualquiera. No traía puesto yelmo, su estampa recia y rostro apuesto, aunque bastante demacrado, lo delataban. Incluso antes de advertir en el grabado dorado de su pechera y los finos bordados de la capa, Fausto adivinó que se trataba de un noble.
—Veo que por fin ha despertado. —Casi podía percibirse alivio en su sonrisa.
—Con algo de ayuda. Ya intentó darme de a puñetazos, así que está perfectamente.
Jen recogió la jarra vacía con que había salpicado a Fausto y la acomodó junto a otras, sobre una rustica mesa de madera. La estancia era lóbrega, iluminada sólo por algunas velas dispuestas sobre un barril a la vera de Fausto. El olor penetrante del vino y los toneles que flanqueaban los muros de adobe, daban a entender al cazador que se encontraba dentro de una bodega.
—Soy Roman Tres Abetos. —Le saludó inclinando la cabeza —. Lamento haberte hecho pasar por esto. Pero creo que era la única forma de sacarte de la taberna, sin tener que dar mayores explicaciones al gentío que te rodeaba.
—Siempre podrían haberme explicado antes, lo que sea que vayan a explicarme ahora mismo. —«Así que este es el prometido de Lidias» , tragó saliva «mala jeta no tiene, si yo fuera hembra en posición de ella ya me lo habría queri'o de marido» y luego sonrió—. Porque, va a decirme por qué me trajo aquí ¿no?
—¿Así que, la princesa te ha hecho su mensajero? —Lo miró algo altanero—. Desátalo, Jen.
El siervo se apresuró a cumplir la orden. Cortó las ataduras en los pies de Fausto, con una navaja.
—Algo así, ser. —Advirtió la empuñadura plateada que sobresalía de la vaina, al costado del caballero—. Me nombró su escudero. —indicó, con notable orgullo.
—Su escudero, ya entiendo. —Dejó escapar una risotada, que ahogó con un trago de la copa que Jen puso en su mano—. Bueno Fausto, así es como te llamas ¿no? —Se permitió otro trago y continuó sin esperar respuesta del cazador—. Deduzco que sabes exactamente dónde está Lidias ahora.
—Bueno, eso depende. —Se rascó la cabeza.
—¿Depende? ¿Depende de qué? —indagó Roman.
—De las intenciones por las que queréis encontrarla o peor aún, entregarla a aquellos que la persiguen, entonces no sé. —Cruzó los brazos—. Escuché, antes de que éste me dejara con jaqueca permanente, que la gente la presume culpable de asesinar al rey.
—Soy su prometido, por si no lo sabías —le indicó molesto—. Por supuesto que lo que quiero es protegerla, así que me llevarás a ella.
—¿Y si me niego?
—No saldrás de aquí de otro modo. —Sonrió triunfante.
—Supe que estuvo cautivo al menos tres semanas. —Esbozó una mordaz sonrisa—. No me extraña que quiera desquitarse con el más incauto.
—¡No estoy jugando! —Lanzó la copa que revotó en el terroso suelo—. La propia guardia real tiene orden de capturarla... —Tragó, la garganta se le hizo un nudo—. Soy paladín del reino! Por toda piedad!
Por un momento, Roman le dio la espalda al cazador y se apoyó con las manos sobre un tonel, escondiendo la mirada incluso de su propio siervo.
—Vas a llevarme con ella Fausto, en estos momentos puedes esperar cualquier cosa de mí. No te lo estoy preguntando, te ordeno —dijo con voz dura.
—No dejarás que nada malo le ocurra ¿verdad? —Fausto lo miró dubitativo.
—Tú —gritó y le temblaba algo la voz. Luego metió la mano entre su fajín y sacó un papel—. Has venido aquí para entregarle una carta firmada por Lidias a mi escudero.
—Eso es correcto —asintió—. Pero no sé na' de su contenido, ella no me dijo na' más sólo que debía entregarla antes de que se iniciara el juicio.
—En ella se carga toda la culpa, me absuelve de todo y se declara como única autora del asesinato de su propio padre... —Acercó la carta hasta la llama de una vela, que la quemó completamente—. Por piedad de los dioses salí libre, sin que Jen tuviera que mostrar al heraldo este mensaje. De lo contrario, el lío para la princesa sería mayor.
»Ese era su contenido ¿Te das cuenta Fausto? ¿ Logras dimensionar lo que ello significa para mí?.
—«Así que ese era el plan de Lidias» Ella es inocente, ser. —Buscó los ojos del paladín—. Escribió esa carta para salvarlo a usted y solo para eso.
—Por supuesto que lo hizo por mí. —Otra copa reposó en su mano, tenía la voz quebrada—. No alcanzo a comprender su lealtad, ella es tan orgullosa y decidida, no puedo creerme semejante acto de entrega para salvarme. —Bebió—. Es totalmente impredecible, yo...
—La quiere ¿verdad? —El cazador se acercó despacio.
—La amo Fausto —respondió al instante y descansó su mano sobre el hombro de él—. Necesito encontrarla antes que lo haga la guardia o cualquiera, ahora todo el reino la busca. Si la encuentran van a apresarla y me duele decirlo, pero el canciller que es mi padre, no tendrá misericordia con ella, de cualquier manera la creen culpable. Y me atrevo a pensar que incluso hay quienes se atreverían a inculparla sin ninguna prueba
—Lo llevaré a ella, si puedo. —Se acomodó las roídas, mojadas y manchadas prendas—. Porque antes se lo consultaré. Me dejará marchar y le traeré una respuesta tan pronto me sea posible, la princesa me encomendó una misión y la he cumplido hasta ahora. Lo siento, pero ella no mencionó nada sobre usted.
—Eres leal, Fausto. Cuéntame ¿cómo fue que la conociste?
—Este bueno..., ¿larga historia? Digamos que nos encontramos, sí, más o menos así fue como ocurrió.
El caballero asintió con la cabeza llena de duda, pareció vacilar por un momento, repitió lo leal que parecía Fausto dos veces más antes de acercársele otra vez.
—Ha tenido suerte de toparse con alguien como tú en su camino. —Le palmoteó la espalda—. Irás con Jen.
—¿Cómo?
—Mi escudero te acompañará hasta tu encuentro con la princesa y él se asegurará de indicarme donde se esconde. —expuso Roman—. Será más seguro para ella, a mí podrían seguirme.
—Espere, parece que no nos hemos entendido. —Se zafó con algo de violencia del apretón de manos que le había ofrecido el paladín—. No voy a llevarlos con ella. Me iré de aquí solo, tendrás mi palabra de que regresaré con algún mensaje, pero Lidias no me perdonará que regrese con compañía inesperada.
—¿Lidias? —Jen, arrugó el entrecejo en sorpresa—. ¿Así te referís a tu señora?
—¿Si?, lo acordamos así..., digo, soy un servidor muy comprometido sabe...
—Déjalo, por mi está bien —sanjó Roman—. Pero harás como he dicho y no se diga más.
—No estoy de acuerdo y soy paciente sabe, me dedico a la casa, créame podría estar aquí inmóvil y sin decir palabra por horas.
—Si que eres testarudo —le increpó Roman—. El que no ha entendido eres tú. Estás en la bodega de la tasca donde se te halló vociferando a viva voz que conocías a la princesa. Allá afuera, hay una turba que te quiere matar, sólo por afirmar que la consideras inocente. Jen tuvo que traerte aquí, asegurándoles que serías arrestado. Y aquí nos tienes ¿Me entiendes ahora?
—Así que si no hago lo que me pides, estoy muerto ¿Va sí la cosa?
—Más o menos. Yo no voy a matarte, pero si sales sólo de aquí, no me hago responsable de lo que pueda ocurrirte. —Encogió los hombros.
—Bueno, no van a quedarse toda la noche o el día esperándome. Insisto.
—Eres astuto, espero que logres llegar a tu destino sin tu montura, quiero decir, sin mí montura. —dijo con tono socarrón—. El caballo que cabalgas es mío ¿no te lo dijo Lidias?
—Ya empieza a cansarme esta negociación —dijo echando un resoplido— Iré con tu siervo, pero si por alguna razón hace algo estúpido que ponga en riesgo la seguridad de Lidias, lo dejaré y más vale que no me siga entonces. Y hablo muy en serio.
—Es un trato, Fausto. —Roman estiró la mano y sonrió.
—Estoy de acuerdo, si partimos ya mismo —dijo Fausto y estrechó la mano del paladín.
—Ya he alistado las bestias—acotó Jen.
—Veo que lo tenían todo planeado. —El cazador frunció el ceño.
—No te preocupes, puedes confiar en que es por el bien de tu señora —aseguró Jen.
Salieron de la bodega, por una portezuela en la parte de atrás. En la salida, tal como había dicho el siervo de Roman, les esperaban dos corceles ataviados con provisiones y equipo para exploración. Ambos varones montaron con prisa, ya despuntaba el alba y tenían según lo dicho por Fausto, al menos un día y medio de camino por recorrer si lo hacían sin descanso.
***
Las altas cumbres se apreciaban encapuchadas de nubarrones oscuros. Los relámpagos detonaban sobre el filo rocoso y gris de la las montañas de Escaniev, amenazando una terrible tormenta.
La copiosa y gélida lluvia, no parecía presentar impedimento alguno al firme avance de tres siluetas. Se habrían camino entre la espesa nieve bajo sus pies. Aunque hacía un frío que calaba los huesos traían el torso desnudo, el hombro izquierdo resguardado por gruesas capas de cuero y las piernas protegidas con toscos pantalones de piel curtida.
Aquellos seres no eran hombres, por más que su aspecto los asemejaba. Los bárbaros del lado norte del continente son criaturas imponentes. A estos los caracterizaba su tez alba y orejas afiladas. Lo mismo que su porte, sobre todo, al más alto entre los tres: de ojos rojos como el fuego y un porte de al menos dos varas y una cuarta (casi un gigante incluso entre los suyos).
El cabello de los tres era negro y descuidado, al más imponente entre ellos le crecía hasta más abajo de los hombros. El rostro y el cuerpo lo tenía curtido por incontables cicatrices, vestigio de antiguas batallas. En el pecho su piel se tornaba escamosa como la de un reptil, un rasgo del que carecían sus dos compañeros, ambos igual de tatuados que él.
—¿Falta mucho para llegar al santuario? —Uno de los bárbaros, el más joven le preguntó en su lengua al que parecía el guía.
—Estamos a poco camino —respondió con antipatía.
—¿Cansado Rhog? —El gigante de ojos escarlata, se acercó al joven.
—Llevamos días escalando la maldita montaña —bufó, el viento le metió agua de lluvia en la boca—, es natural que esté fatigado.
—¿Fatigado?
—Si, deberíamos tomar un descanso si quiera —continuó quejándose.
Terminado de hablar, Rhog expulsó tras sus palabras el exceso de agua que le llenaba el hocico y entre un ahogado quejido un esputo de sangre. Enseguida el cuerpo inerte del bárbaro cayó sobre las rodillas para luego irse de bruces en la nieve: tiñéndola de rojo.
—¡No quiero enclenques en mis filas! —gritó el de los ojos escarlata.
El guía que iba unas varas por delante, enseguida se volteó. Y lo hizo para ver al masacrado cuerpo, la panza tajada de par en par había desparramado las vísceras al lado del cadáver.
—¿Que has hecho, Dragh? —El aguacero regaba la macabra escena, haciendo correr el líquido carmesí bajo sus pies—. Mataste Rhog, el hijo del Khul.
—Muéstrame el camino, o no querrás que prescinda también de ti. —Sus penetrantes ojos se clavaron en el bárbaro—. A la mierda el Khul. —Escupió al cuerpo—. Yo soy Dragh hijo del Dragón, nadie se interpondrá en mi venganza, si eres digno vivirás para abrazar la gloria junto a mí, Ragadath.
—Vas a decidirlo tú, Dragh: "De las Catacumbas". —Lo miró con desprecio.
—No. —La punta de la afilada hoja se detuvo justo antes de tocar la garganta de Ragadath—, Ella lo hará.
Desde el filo de la hoja parecieron oírse latidos como los de un corazón palpitante, Ragadath pudo ver como la espada se tornaba de un sinople oscuro y enseguida desde el astil emergieron una suerte de escamas, que no tardaron en cubrir toda la empuñadura. La sangre que todavía manchaba su filo, comenzó a fluir hacia el mango, hasta que fue absorbida por la hoja.
—¿Qué brujería te trajo al mundo, bastardo? —Con el extremo de los dedos tocó el amenazante filo, que Dragh bajó y con lentitud volvió a envainar—. Descuida, te llevaré hasta el maldito santuario, prometí que así lo haría y yo siempre cumplo mis promesas.
—Así lo harás. —sonrió aciago.
Marcharon sin cruzar una sola palabra. El granizo golpeaba la desnudez de sus torsos como millares de clavos romos intentando atravesarles la piel. Las escamas en los pectorales de Dragh le protegían de los impactos, sin embargo, a Ragadath por su parte parecía no importarle en absoluto el inclemente clima.
Todo era oscuridad hasta que los relámpagos iluminaban el avance cada cierto instante. En un momento fue la luz de uno de ellos, la que alumbró la entrada al destino tan buscado —El santuario de Wrym—. Se alzaba majestuoso cincelado en la roca nevada, diez varas de alto y unas cuatro de largo conformaban el umbral de piedra de la entrada. Dos imponentes figuras de obsidiana se elevaban a ambos lados de la entrada, eran representaciones de dos cabezas de dragón. El lugar, casi una leyenda, desconocido incluso en estas tierras del otro lado del Crisol, donde Wrym duerme su sueño eterno.
—Así que aquí es. —dijo con un gruñido. —Aquí es donde los fanáticos trajeron el Ojo.
—Eso es lo que cuentan. —Ragadath miró indeciso—. Narran también que aquí nacieron los bastardos como tú.
—¿Todavía no lo crees? —Sonrió insidioso y farfulló entre dientes—: Ruin gusano.
—Supe de una docena de vírgenes sacrificadas por esos maniáticos. —Escupió y siguió avanzando, el granizo le blanqueaba su negro cabello. —Muchas de ellas extranjeras, otras pertenecían a nuestro pueblo. —Lo miró con repudio—. El pueblo que dices querer librar de la miseria, el que te dio asilo y convirtió en su general.
—¿No te contenta eso, Ragadath? —Continuó el paso, ya casi llegaban al portal bajo la roca—. Tu hija y mi consorte, será soberana algún día y no en estas tierras al fin del mundo, vivirá allá. —Apuntó el lejano sur, tras la montaña—, será el legado de todas las gentes de nuestro pueblo.
—¡De mí pueblo! —objetó apretando los puños—. Tu eres y serás siempre un refugiado, un venido de las catacumbas, un bastardo de la montaña. Maldigo el día en que tomaste a mi hija.
—Es su destino.
—Una aberración, igual que tú.
—Cuida tus palabras, insensato. —advirtió, sin dibujar expresión alguna en el rostro—. Estas a las puertas del sitio que me vio nacer, ¿no es aquí donde te trajeron tus revelaciones?
—Bien podría haberte mentido.
—No lo harías, eres demasiado honesto..., o estúpido. —Un nuevo relámpago iluminó la cumbre.
—¿Vamos a entrar? —inquirió tragando saliva—. He oído que una maldición protege este lugar.
—¿Y se te ha refrescado la memoria, recién aquí? —Lo empujó para que avanzara.
—No quise advertírtelo antes, en presencia de Rhog: el muchacho quería conocer este lugar más de lo que yo creía en su existencia, te admiraba, Dragh. —Caminó hasta pararse frente al umbral—. Cuando tuve la visión de este sitio, no quería que te lo dijeran...
—Lo único sensato que el Khul ha hecho. —Ingresó triunfador al santuario, una vez puso un pie en la primera baldosa, las antorchas apostadas a los lados de los muros se encendieron a la par—. Puedes quedarte allí parado bajo el granizo si así lo deseas. —Se detuvo y sin mirar atrás agregó—: Yo te aconsejo que empieces a correr ahora, porque sólo doy una oportunidad.
—Púdrete —musitó al momento que extendió el tendón de su arco y disparó una flecha a la espalda de Dragh—. Maldita aberración.
Los ojos casi se le escapan de sus orbitas, al ver como el semi-dragón atrapaba la flecha, con un movimiento tan rápido, que la vista de Ragadath no alcanzó a percibir.
—Mi turno. —Esbozó una sonrisa mordaz, y le lanzó la espada que se incrustó de lleno al tórax de Ragadath—. Gracias por ofrecerme tus dones, vidente de Rah-dah.
La hoja volvió a palpitar, el bárbaro se acercó hasta el cuerpo que se desangraba, le puso el pie en el rostro y jaló el acero hacia atrás, retirándolo de las entrañas del caído vidente
—Debiste augurar eso. —Lo escupió y cerró los ojos cogiendo la empuñadura con ambas manos, la sangre del filo ya se había absorbido...
****
El humo en las lejanías alertó a los viajeros, el sur se apreciaba nebuloso y anaranjado. Fausto estaba exhausto, sin embargo, un extraño presentimiento lo impulsó a exigirle más a la montura. Habían dejado atrás el pueblo de Torhen, hacía ya varias horas, hasta que la noche les había alcanzado.
—Algo no está bien.—dijo incomodo el cazador—. Hay fuego, no está demasiado lejos de aquí.
—¿Un incendio forestal? —sondeó Jen restando cualquier importancia.
—Para nada, el olor del humo es diferente. —Fausto estaba en evidencia inquieto—. Créeme yo sé de esto, soy cazador en estos bosques.
—¿Y qué crees que sea? —El siervo de Roman, cabalgaba a su vera— ¿La Torre Blanca?
—Algo me dice que es muy posible.
—¿Es broma? —Lo miró sobrecogido—. Has dicho que la princesa estaría allí.
—Es por eso que he acelerado el galope. —Se aferró a la rienda— ¿Has visto las huellas del camino?
—Pues. —Jen, no se había percatado hasta entonces, pero el barro del sendero estaba marcado de pisadas de cascos.
—Al menos una treintena de caballos. —La luz de la luna brillaba como un sol sobre sus cabezas—. Más vale que nos apresuremos, no suelo tener malos presentimientos, de hecho es la primera vez que me ocurre.
El crepitar de las llamas podía oírse por sobre el andar de los caballos y el abrazador calor del fuego sofocaba su avance. Las murallas aparecieron tras el macizo de arrayanes. Antes la alta torre podía verse arder desde la distancia, la amurallada entrada estaba llena de cadáveres, el horror en su rigor mortis indicaba que lo ocurrido había sido una masacre brutal.
—¡Los dioses se apiaden! —exclamó Jen al atravesar el portón—. Esto es horrible ¿Quién pudo hacer algo semejante?
—Ahora mismo me importa una mierda ¡Lidias y Anetth estaban aquí! —El rostro de fausto estaba pálido, las manos le sudaban de forma profusa y un nudo en el estómago oprimía su respiración. —Hay que buscarlas.
Jen se apeó y se acercó despacio, el cazador por su parte saltó por sobre los cuerpos, montado sobre el rocín y comenzó a gritar el nombre de la princesa y el de la hechicera —nadie respondió—, todo era silencio, excepto el sonido de las vigas y soportes terminando de quemarse.
Había mucho humo y el penetrante olor a los cuerpos quemados golpeaba sus narices y les revolvía las vísceras. Fausto observó a los caídos con los ojos irritados y un dejo de desesperanza en la mirada, sin embargo, se negaba a creer que cualquiera de ellos podría ser la princesa.
—No está aquí. —dijo, luego de revisar con la mirada los cadáveres—. No puede estar aquí.
—¿Crees que haya escapado? —Jen recogió el cuerpo inerte de una niña atravesada por tres flechas y una lagrima rodó en su mejilla—. No debe ser mayor que mi hija pequeña.
—Su nombre era Rehnia, la vi hace una semana mostrar sus proezas "mágicas". —Fausto se estremeció al verla, pero su congoja fue mayor al ver el resto de cadáveres de los infantes— ¿Qué clase de monstruos hicieron esto?¿Por qué? «¿Tú también Lidias, Anetth... dioses dónde estaban esta noche?... »
Se acercó corriendo a voltear el cuerpo en traje carmesí, de una adepta del clan del clan de la sangre, yacía tendido boca abajo con tres flechas que atravesaban su espalda. Su cabello era castaño, igualmente Fausto buscó el rostro para cerciorarse de que no era Anetth.
—Mira eso. —dijo Jen, mientras apuntó los estandartes de la Sagrada Orden sobre el césped del jardín—. Los Capa Purpura ¡Himea se apiade!
—Vámonos, vámonos de aquí. —Advirtió que la cuerda con que había atado a Phôn aún estaba allí, sin embargo, el caballo no estaba—. La princesa escapó, pero puede requerir de nuestra ayuda—. Observó las huellas y la sangre en el piso.
—¿Estás seguro? —indagó esperanzado Jen.
—Vamos, no preguntes más y monta.
Ambos salieron a toda prisa, Fausto se había percatado que cien varas más allá de la entra a Thirminlgon, había pisadas en la dirección opuesta a la torre, que se internaban hacia la foresta.
—Mira eso —anunció el cazador y apuntó una entrada en el bosque—. Son trozos de pelaje marrón, es mi jaco.
Siguieron las crines del jamelgo de Fausto, que estaban enganchadas a la corteza de algunos pinos. Así internándose en la foresta, llegaron hasta un claro, que enseñaba los rastros de un viejo sendero entre los árboles, la maleza y las enredaderas que tapiaban el camino estaban pisoteadas. «La cabaña», pensó Fausto.
—La encontraremos, mi jaco la está hasta llevando a mi morada en el bosque —dijo con una mueca de ilusión.
Se adentraron por el atajo entre arbustos, ramas y la oscuridad del boscaje, hasta que casi despuntando el alba llegaron hasta una rustica choza de madera. El flacucho caballo apareció detrás de un montón de leños y sobre su lomo, a horcajadas yacía tendida hacia delante Lidias: los brazos le colgaban a ambos lados del cuello del animal y su cabeza reposaba sobre las crines, lánguida e inanimada.
***
Dragh bajó por las escalinatas de roca fría y corroída, hasta llegar a una bóveda iluminada de forma tenue por una caldera en el centro. Era un agujero de una vara de diámetro, lo cubría una rejilla de acero oscurecido y sobre él reposaba un altar de obsidiana. El fuego destellaba y los cuerpos congelados de doncellas vestidas con túnicas sinoples, se dejaron ver apostados en las carcomidas paredes. «Así que una de estas debió ser mi madre», el semi-dragón se acercó a uno de los cadáveres; tenia las piernas separadas y las manos sobre el abdomen. —la espada palpitó— , un fuerte dolor en la cabeza lo doblegó y tuvo que apoyarse en la muralla para evitar caer.
"Todo estaba oscuro, el aire sofocado, el olor fétido del azufre que impregnaba la bóveda aumentaba las náuseas y el mareo que sentía. Las contracciones volvían, el vientre dolía como si un dragón de verdad la aplastara y exprimiera las entrañas. En la sala había seis más en la misma situación, todas con el abdomen hinchado y vestían nada más que la túnica verde; Nadie asistiría el parto, un verdadero hijo de dragón debía sobrevivir sólo, así mismo su madre debía concebir.
La caldera se encendió y las llamas se elevaron hasta el mismo cielo de la cúpula. El terrible calor provocó que los espasmos uterinos se tornaran más enérgicos, el dolor era indescriptible.
—¡Me muero! —Eran los gritos de las demás mujeres inundando el salón— ¡Muero! No aguanto más.
La presión en el pecho, los oídos abombados y el implacable dolor se apoderó de su cuerpo, de su mente, de sus sentidos y su existencia en aquel instante. Luego vino el llanto, que se sumó a los gritos, el horror, el calor y al sufrimiento. El llanto de un niño se fundió entonces entre el espanto de aquella prisión, luego varios sollozos menguaron los clamores, hasta que el fuego silenció todo. Todo excepto un lamento, el lloriquear de un recién nacido que llenaba sus pulmones por primera vez, inhalando el ardor de las llamas, el olor del azufre y el aire viciado de dolor."
La visión acabó y Dragh abrió los ojos, había arañado la piedra en que apoyaba la mano. El reciento le pareció distinto ahora, volvió a mirar los siete cadáveres; estaban bien preservados a pesar del tiempo, al menos cuarenta crudos inviernos —La misma edad de él—.
Caminó hasta el altar sobre la caldera y levantó la espada sobre él. Había una especie de receptáculo cóncavo y en el interior una esfera tan roja como su mirada, parecía una piedra pulida y bien lustrada, de un palmo de diámetro.
La luz de las llamas no alcanzaba la esfera, sin embargo, brillaba por sí sola. El fuego nebuloso y sempiterno en su interior reflejaba el rostro de Dragh, quien con violencia enterró la hoja hasta traspasar aquel extraño objeto.
—¡Despierta! —gritó, con tanto brío que las paredes parecieron estremecerse—. La vista del dragón es tuya de nuevo, el ojo de Wrym vivirá.
Una ráfaga ardiente envolvió la esfera que pareció partirse. Un líquido rojizo que evocaba el magma, comenzó a manar hasta rebosar el recipiente. Luego la espada bebió el brebaje incandescente, poco a poco. Cuando estuvo al completo limpio, la empuñadura se sacudió con violencia. «Está hecho».
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