El juicio de Grenîon -XXII-

Entrada la noche las luces de las farolas y lámparas de la ciudad capital titilaban en lontananza, advirtiendo a los cansados viajeros que se acercaban a los dominios de Freidham. La altura de las torres del palacio iluminadas cual faro, guiaron el camino entre las copas de tupidos arboles. Habían dejado a las monturas al amanecer del día anterior.

 —De aquí en adelante solo entorpecerán nuestro avance y será difícil ocultarse con ellas —había dicho Lenanshra al grupo, luego de soltar a su magnifico corcel—. Cruzar la foresta a pie será más seguro.

—Jen —llamó la princesa, antes de que el siervo bajara del caballo—. Quiero que te adelantes al camino.

—¿Qué? —Miró Fausto con el gesto confundido, al igual que el aludido— ¿Qué quieres decir con que se adelante?

—Ve por el sendero en tu montura y llega a la ciudad antes que nosotros. —La princesa no prestó mucha atención al escudero—. Regresa con Roman y adviértele con discreción de mi llegada. Avísame si podrá recibirme mañana en la alborada, te encontraré en el puesto de tu esposa.

—Así lo haré señorita —acató el varón. Se despidió del resto del grupo inclinando la cabeza y espoleó para alejarse hacia el camino.

—¿Confías en él? —preguntó Fausto, luego de ver como el jinete desaparecía entre follaje.

—De cualquier forma no tengo nada que perder, ¿Qué podría hacer Jen que me perjudicase? —Se volteó y encaró a su escudero.

—¿Qué tal si corre a contarle de ti a los hombres de Condrid? —inquirió el cazador, mientras se rascaba la barbilla—, O al él mismito tal vez.

—Vaya, me asombra lo precavido y calculador que te has vuelto de un tiempo a esta parte. —Lidias le entregó una sonrisa—. Espero que tu astucia y perspicacia no se amague en el peor momento, ya he sufrido de tu torpeza y casi nos cuesta muy caro.

—Vamos, ¿por qué no recuerdas las cosas buenas que he hecho? —Miró de soslayo a Lenanshra y se enderezó llevando atrás los hombros.

—Mejor empezamos a caminar, tenemos que llegar a Freidham antes del amanecer. —La princesa hizo un gesto a la elfo y esta indicó con la mirada el camino a seguir entre los arboles.

            Así avanzaron el resto del día sin descanso apenas para comer, hasta que el último atisbo de luz de la tarde les abandonó, cuando ya faltaban solo horas para su destino. En aquel momento, el cansancio se hacía evidente en el semblante de los dos humanos. Lidias más que todos, se sentía exhausta; por más que intentaba no demostrarlo.

            La ruta por en medio del bosque era un desafío para cualquiera, incluso para el más experimentado explorador. Lo escarpado y accidentado del terreno requería un esfuerzo extra, tanto al ascender la colina como al descender, siempre bajo el abrazo bochornoso del sofocado aire bajo las hojas y ramas eternas. Con el agua de sus pellejos racionada y tibia, con los sentidos afinados y atentos en donde pisaba cada pie, evitando tropezar a cada momento con las gruesas raíces y enramado del suelo.    

—Llegaremos a las murallas justo en la modorra — señaló Lidias exhalando una bocanada de aire entre cada frase—. No sé que tan custodiadas estén las entradas desde mi partida, pero espero que la muralla del sur siga tan descuidada como lo recuerdo.

—Estaremos preparados para cualquier escenario —acotó Lenanshra—. He andado frente a las narices de esos soldados y jamás han advertido mi presencia incluso cuando mis flechas los alcanzan.

—¿Has matado hombres de Farthias? —se apresuró en preguntar Lidias con el gesto algo exaltado.

—Claro que no, o tu padre habría quemado nuestros bosques —señaló mirándola por la rabadilla del ojo—. Solo les he ahuyentado, cuando quiebran la paz de mis dominios.

            Fausto miraba la figura de Lenanshra entre las sombras con cautela, esquivando cualquier contacto visual que la elfo pudiera acertarle. « ¡Mis pelotas! ¿Es que me estoy acojonando de ella?», se dijo a sí mismo, mientras descendía con cuidado sujetándose de las ramas. La elfo volteó de improviso y sus brillantes ojos parecieron clavarle la mirada, el cazador quitó la vista sobresaltado y tragó saliva evitando pensar cualquier cosa. Estaba seguro de que la elfo estaba leyendo su mente o utilizando alguno de sus trucos.

            Siguieron avanzando bajo las negras copas y el claro de luna que se colaba entre ellas. El andar no era muy rápido aún cuando el camino era de bajada, pues apenas y podían ver donde iban, al menos Fausto y Lidias; pues la elfo se desplazaba como si del día se tratara. La princesa pisó un terrón, el cual se deslizó haciéndola perder el equilibrio logró tumbarla; comenzó a deslizarse sin control hacia abajo y no fue hasta que el agarre firme y seguro de la elfo la cogió por el antebrazo, terminó su abrupto descenso justo unas varas antes de que se arrimara a un despeñadero.

 —¡Auch! —se quejó Lidias volviendo a ponerse en pie con cierta dificulta—. Eso estuvo cerca, gracias.

—¿Estás bien? —Fausto se apuró para ayudarla a sostener— ¿Qué pasó? ¿Te lastimaste?

—Un paso en falso, que estúpida. —Lidias se reprendió a sí misma—. No tengo nada, solo me caí y ya. Continuemos.

—Te exiges demasiado princesa —le dijo Lenanshra, que le soltaba el antebrazo—. Podemos aminorar el paso, es necesario que descanses un poco.

—Estoy bien, enserio. No volverá a ocurrir. —Retomó el avance.

La princesa se sintió avergonzada. La elfo y por supuesto Fausto se habían esmerado por protegerla durante todo el camino, y si bien todos estaban cansados, parecían no demostrarlo, sin embargo, no podía negarse a sí misma que estaba extenuada. Por mucho que intentara mostrarse fuerte y apta, esto no se trataba solo de actitud; había sido criada y estaba acostumbrada a un ritmo de vida muy diferente, mucho menos rudo, y de la noche a la maña se había visto en la necesidad de dejar todos sus hábitos y comodidad.  Sentía en el cuerpo el pesar de los días de esfuerzo y viaje sin descanso, de las noches a la intemperie, de la deshidratación y del hambre. «Cómo quisiera que esto solo fuera un mal sueño. Sólo un mal sueño...» Los parpados pesados se le cerraban cansados y las piernas le dolían terriblemente. Sentía las pantorrillas acalambradas, los talones adolorados y enardecidos; las luces lejanas de la ciudad le recordaban que estaba cerca y eso le ayudaba a mantener el paso. Por otro lado esas mismas luces a lo lejos, le recordaban la razón del viaje, «Freidham, mi fría y gloriosa Freidham ¿Qué me espera tras tus murallas? ¿Por qué regreso a ti, mi hogar y, me ahoga la angustia? ¿Por qué el que otrora fuere mi refugio y abrigo, hoy me causa tanta desolación y abandono? ¿Dónde está la seguridad que me brindaban tus altas torres, si ahora les temo y debo rehuir?». Lidias cavilaba ensimismada, a medida que el terreno se hacía más llano. Tal y como lo había adelantado, las murallas de la ciudad se elevaron frente a ellos luego de cruzar los últimos pinares.

—Ya hemos llegado —anunció Fausto con renovado aliento.

            Lidias se volteó, miró a su escudero perlado a la luz de la luna y se limitó a asentir con la cabeza. Lenanshra que venía delante de los dos, se detuvo antes de asomarse y advirtió en las monumentales torres y las almenas de la muralla.

            El grupo caminó esta vez, bordeando la amurallada ciudad desde la falda de la montaña. Escalaron sin demasiada dificultad una no muy empinada ladera, al sur-oeste de la metrópolis. Allí se encontraron con otro grupo de arboles de abeto, que poblaban la cuesta de aquel lado del monte. Al salir del pequeño boscaje, de frentón una muralla de no más de cuatro varas de alto, comenzaba su ascenso alrededor de la ciudad, naciendo desde una llaga de la montaña y trepando por esta de Este a Oeste. Los viajeros se ocultaron detrás de los últimos grandes pinos, a solo pasos del muro.

            La madrugada estaba helada, sobre la muralla la guardia tenía encendido un bracero, alrededor del cual cuatro soldados se calentaban la cara y las manos, contando chistes y riendo de buena gana. Dos de ellos estaban apostados en las almenas del muro, los otros parados en medio del adarve conversando frente a frente.

—No están atentos —dijo Fausto— Pero subir allí lo veo complicado.

—¿Ves esa saliente de más allá? —Lidias apuntó un oscuro roquería empinado que sobresalía de la montaña, desde el cual surgía el torreón y la muralla—. Al otro lado está el sector más bajo de la ciudad, hay poca vigilancia de la guardia, tanto de día como por las noches.

—Creo que he andado por esas calles —mencionó el cazador, apretando los labios y mirando de reojo a la mujer elfo—. No creo que sea muy seguro subir, como tampoco bajar del otro lado.

—Podría escalar sin problemas por la roquería —señaló Lenanshra—. Esos cuatro de allá arriba ni se enteraran.

—Recuerda que no vamos a lastimar a nadie. —Lidias permanecía contemplando a los guardias tras las almenas.

—De eso no te preocupes. Me encargaré, confía en mí —aseguró la elfo mirándola de frente.

—Lo hago, créeme que es así. —La princesa puso una mano en el hombro de Lenanshra y miró a Fausto con la rabadilla del ojo, un instante fugaz, y agregó—: Gracias por tú ayuda.

—Sabes que he venido en nombre de mi padre, también él está confiando en ti Hija del Norte. —Sonrió y avanzó con sigilo entre la oscuridad.

            Pasaron solo un par de minutos hasta que Fausto, con la mirada atenta sobre el muro, logró avistar a la elfo.

—¡Allí está! —se apuró en decir, con notoria emoción en el semblante— ¿Cómo rayos logró subir tan rápido?

—Es una suerte que haya decidido acompañarnos. —Se alegró la princesa.

            Lenanshra subió al barandal y se apegó contra el costado de la primera almena. Cogió el arco y empezó a tensarlo, aunque no había puesto en él virote alguno. Sacó un poco la cabeza y la ladeó para sondear hacia el adarve; respiró y con un rápido movimiento soltó el tendón. Ni la princesa ni el cazador avistaron la invisible flecha, pero a uno de los soldados, el más cercano al fogón, pareció atacarlo un repentino y fulminante sueño: pestañó y sacudió la cara un par de veces antes de cerrar los ojos y caer dormido en su silla. Los tres que lo acompañaban, intentaron despertarlo entre burlas y socarronas risas; creían que a su compañero lo había atacado una humorística modorra, sin embargo, obviaban que se trataba de una manipulación de la Conexión, por parte de la elfo.

            Lenanshra disparó tres imperceptibles flechas con la misma velocidad que la primera, de resultado los cuatro guardias terminaron plácidamente dormidos a ambos costados del pasillo. Lenanshra se acercó dando trancos ligeros y seguros. Hizo una seña a la pareja abajo, y se acercó a la barandilla una vez más. Tensó el arco apuntando hacia abajo de forma vertical y disparó otra imaginaria flecha.

—¿Qué hace? —se preguntó Fausto, sin notar que había hablado en voz alta.

—Supongo que ayudarnos a subir.

Lidias algo dubitativa dio un paso fuera de la protectora sombra del árbol y luego con asombro comprobó que del pie del muro, empezaba a brotar con una velocidad impresionante, una suerte de enredadera, de tallo grueso y firme.

—¡Me llevan los del Norte! —exclamó estupefacto el cazador—. ¿Eso seguirá allí por la mañana?

—Sube ahora, pregunta después —le gritó Lidias y echó  a correr hacia el muro.

En poco tiempo la princesa y el cazador alcanzaron lo alto de la muralla encontrándose con la elfo. Una vez pusieron ambos pies tras las almenas, con un chasquido de dedos, Lenanshra hizo que la verde enredadera se comenzara a secar con la misma velocidad con que había brotado desde la tierra, en pocos minutos el viento que corría desde el sur, se llevó todo rastro de los tallos convertidos en polvo.

—Tiene buenos trucos, de eso no hay duda —soltó Fausto todavía anonadado. Luego mirando los cuerpos de los soldados agregó—: Estos van a tener una buena por la mañana.

—Despertarán en un par de minutos y no recordarán haberse dormido —explicó la elfo—. Será mejor que bajemos ahora. Del otro lado la ciudad duerme.

—Eso espero —dijo Lidias—. No queremos tener ningún problema.

            Del otro lado, el hedor a orín e inmundicia, fue solo el recibimiento, de la para nada grata vista que les dio bienvenida. “El bajo Freidham” le llamaban, el área de la ciudad más alejada del centro y la sección más por debajo de todo. Era un suburbio fétido e infesto de ratas, toda clase de escombros y basura. Había casas y lo peor es que estaban habitadas; la zona no era peligrosa por ser pobre, sino por ser un antro de vagabundos y ladrones. Escondrijo de la peor clase de ciudadanos de la capital.

—Vaya, no limpian este lugar a menudo —comentó Lenanshra, avanzando con cautela entre la niebla y evitando los charcos de agua fétida.

—Me avergüenza un poco dar esta impresión de lo que es mi hogar —dijo la princesa—. Pero es parte de él y tengo que aceptarlo. Hay cosas que por extraño que parezca no han cambiado en siglos, este lado de la ciudad ha sido igual desde sus inicios.

            Los tres se echaron enzima de las cabezas el capuchón de sus talegos y avanzaron juntos hacia la oscuridad de los callejones. Todo estaba tremendamente silencioso, tanto que podía oírse a las ratas chillar y roer la basura dispersa por todo el piso embarrado.

—¿La plaza está muy lejos de aquí? —preguntó Lenanshra, quien notoriamente estaba muy desagradada en aquel ambiente.

—A más de treinta calles de aquí —se apresuró en responder Fausto.

—Por la mañana los puestos de comerciantes empiezan a levantarse —indicó la princesa y tosió un poco evitando una arcada—. Deberemos esperar hasta que la plaza se llene de gente, antes de encontrar el puesto de Serafina. No podemos salir a las calles principales a estas horas, o la guardia podría increparnos.

—Podemos avanzar hasta el puente, no está muy lejos de este lado de la ciudad —señaló el cazador—. Quizá sea un buen lugar para pegar los ojos un momento.

—Nos turnaremos para que cada uno logre descansar un poco —declaró la princesa. La idea de dormir no le parecía mal—. Quiero estar lucida por la mañana.

—Velaré el primer sueño. —Lenanshra miró a sus dos cansados compañeros y se aprestó a seguir a Fausto.

            A la noche todavía le faltaban algunas horas para acabar, y el grupo siguiendo al cazador llegó hasta un puente, el que unía las estrechas callejuelas oscuras, con las avenidas adoquinadas de los sectores más altos de Freidham. El callejón de piedra y tierra era un lugar bastante olvidado por la guardia nocturna, y la fría madrugada con su densa niebla, les aseguraba a los viajeros que ningún soldado se acercaría. Descendieron por la zanja seca y alfombrada de hierba alta y descuidada, luego con el puente de piedra como techo Lidias se las arregló para cerrar los ojos  e intentar dormir.

            «Y pensar que, hace apenas un mes las suaves, perfumadas y cómodas sabanas de mi cama, me envolvían cada noche. Hoy cansada y maltrecha, me duermo entre la pestilencia y las ratas a mis pies. Padre, si Celadora te permite oírme estés donde estés; juro que vengaré tu muerte y mi suerte… y aunque lo dicho por ese malnacido llegara a ser cierto, los dioses sabrán perdonarme si el destino me permite asesinarlo y perpetrar parricidio» Reflexionó la princesa antes de caer rendida por el sueño.

***

            La plaza central, con sus esquinas adoquinadas atiborradas de puestos comerciales y por consecuencia con las calles aledañas aglomeradas de un gentío terrible, se desperezaba aquella mañana con una brisa gélida bajo un nublado cielo. Pero había algo más en aquel centro urbano, que rompía con el esquema típico del resto de los días que se tildaban de normales; la tarima de madera en medio de una concurrencia poco usual en aquella área del sector, llamó de inmediato la atención sobretodo de Lidias, quien agolpándose contra el gentío se esmeraba por llegar a un sitio, en donde poder avistar mejor la ejecución que se estaba por llevar a cabo.

            Las calles poco a poco se despejaron y la gente corría desde los puestos al centro de la plaza, en dónde la guardia de capa plateada, ya empezaba a forcejear para delimitar un perímetro, entre el pueblo reunido y la tarima dispuesta. Montado y vestido con la brillante armadura dorada, llegó abriéndose paso entre el gentío ser Roman Tres Abetos, quien desmontó junto al cadalso y subió hasta él con paso aunque solemne algo nervioso.

            «¿Qué está pasando aquí?», pensó Lidias y asegurándose de tener el rostro bien cubierto observó la escena con curiosidad. Luego percatándose de que las calles se estaban vaciando, miró hacia el lejano puesto de telas de Serafina Brandimora, la esposa de Jen en busca de la silueta de Fausto, sin embargo, no lo halló y una cuota de nerviosismo le oprimió el pecho «Al parecer una condena de decapitación, ¿pero a quién? ¿Qué hace Roman allí? ¡Oh, por Himea! Se trata de un crimen contra el reino, de otro modo no actuaría un paladín como verdugo». Mientras reflexionaba, una carreta con barrotes de acero como ventanas y refuerzos de hierro en la portezuela, arribó junto a una escolta de veinte soldados de capa plateada. Al abrir los hombres la puerta, tras ella descendió con dificultad un malogrado anciano; desnudo de la cintura hacia arriba y cubierta su intimidad con haraposas telas sucias.

—¿Grenîon? —soltó sin querer, Lenanshra pudo oírla y se acercó «El sumo sacerdote Grenîon, casi no lo reconocí»

—¿Qué es lo que dices?¿Quién es ese hombre? —le preguntó la elfo en vos muy baja, casi al oído.

—La máxima autoridad de la Sagrada Orden de Semptus —explicó Lidias carraspeando un poco. La multitud estaba muy atochada y temía que alguien más la oyera y pudiera reconocerla—. Aunque creo saber porqué podrían estarlo condenando, los cabos no me calzan del todo.

            Lenanshra guardó silencio y se volteó para mirar atrás, en ese momento advirtió a Fausto que se aproximaba entre la multitud, se empinaba intentando reconocerlas pero parecía perdido.

—Allí viene él —le dijo a Lidias—. Iré a encontrarlo o no nos verá.

—Gracias, lo esperaré aquí. —La princesa se bajó aún más la capucha, y Lenanshra se abrió paso entre las filas de gente.

            Subieron maniatado y engrilletado al acusado y en medio del patíbulo lo exhibieron hacia la multitud, que hasta ese momento se mantenía ligeramente silenciosa, más bien expectante. Se oían rumores y murmullos provenientes de todas direcciones, diciendo todo tipo de conjeturas respecto a la situación. No fue sino hasta que de un nuevo carruaje que llegaba al lugar, bajó vestido con elegante capa y portando la armadura de monarca  lord Condrid Tres Abetos, que la multitud empezó a guardar silencio de verdad y puso toda atención directo en el cadalso.

Pueblo de Freidham…” —comenzó recitando el solemne varón, con la voz fuerte y severa—. “…hijos e hijas de Farthias. Todavía lloramos la horrible tragedia ocurrida en las tierras de Thirminlgon…

«No me creo el cinismo de este infeliz». Lidias sintió arder la rabia en su pecho. Volteó el cuello para ver si Lenanshra regresaba con Fausto.

Y aquí tenéis al intelectual detrás del crimen. Al responsable que movió las piezas en contra de inocentes”.

            «¿Es lo que creo? Este maldito está poniendo toda la culpa que bien comparte en este infeliz anciano». La princesa empezó a sentir ansiedad, rebuscó con sus brazos cruzados bajo el saco y crispó su mano en la empuñadura de la espada corta que le habían dado los elfos. «Como me gustaría acabar contigo ahora mismo ruin infeliz»

“Grenîon Argnabuel, acusado por los cargos de genocidio, desacato, interrupción de la justicia y alta traición…”

            Condrid había empezado a leer los cargos que se le imputaba al sumo sacerdote, sin embargo Lidias no puso demasiada atención hasta que prosiguió, pues a esas alturas los silbidos, abucheos y los proyectiles lanzados por la gente, estaban dificultando la continuidad del juicio; no obstante el protector del reino mencionó: “…complot, asesinato premeditado del rey Theodem Mondabrás y su hija Lidias Mondabrás…”

            «¿Qué?», la princesa no cabía en su desconcierto, miró en todas direcciones sintiéndose aludida por las miradas de la gente, pero que al fin solo observaban al frente el patíbulo.

 «Este desdichado miente con descaro y la multitud le cree… seguro también ha traicionado a Grenîon, aunque bien se lo merece ¿Qué tiene que ver en todo esto? Puede ser que sea culpable, y de serlo es un secuaz de Condrid, ¿Qué hay de Anetth? Ella me confesó su crimen antes de apuñalarme. Todo esto es muy confuso». Los pensamientos de Lidias la llevaron por derroteros complicados y enmarañados, su mente al ciento porciento intentaba atar cabos y resolver la situación que se estaba tejiendo ante sus ojos, pero al fin no podía concluir nada en concreto. Hasta ella llegaron Fausto y la elfo.

—Salgamos de aquí —anunció Fausto en un susurro—. Hay noticias y debes enterarte enseguida.

—Te sigo. —Se aprestó a salir del tropel de gente y volver a la avenida adoquinada.

“Morirás decapitado en este lugar, y tus restos adornarán una pica en la torre de los Interventores, señal de lo que les espera al resto de tu Orden.”

            La voz del protector del reino, se oía a la distancia recitando las palabras para el condenado. Para cuando Lidias logró salir y escuchar lo que Fausto tenía que decirle, se encontró directamente con Jen que la esperaba cerca del puesto de su esposa.

—Señorita, las cosas aquí se han puesto color de la traición —anunció Jen en vos baja—. Mi señor, me ha dicho que se ha visto con lord Verón, quien tenía plena seguridad de que el crimen en Thirminlgon, había sido manipulado por terceros.

—¿Manipulado? —Lidias se acercó a Jen y saludó con una escueta venia a Serafina en el mesón de su negocio.

—Mi señor todavía dudaba de los dichos de Verón, pero al darle yo las noticias de ti… —El escudero tomó un poco de aire, estaba hablando muy apurado y vos muy baja.

—Tranquilízate Jen, peor por favor continúa —pidió la muchacha.

—Le dije que fue lord Condrid quien intentó matarte y quien estaba allí aquella noche en la Torre —Jen habló con algo más de calma—. Fue cuando al parecer, terminó de convencerse de que su señor padre había enloquecido.

—¿Me ayudará a derrocarlo? —preguntó con ímpetu.

—Señorita, al parecer los Sagrada Orden, están muy interesados en ello…

“¿Te declaras ante esta multitud, el pueblo de Farthias, culpable de estos cargos?...

            La frase pudo oírse dentro de la tienda y tanto la princesa como sus acompañantes pusieron atención un momento.

Afirmo y moriré afirmando mi inocencia con respecto al caso de Thirminlgon…”—El anciano vociferó con las fuerzas que aun conservaba y la vos le tembló un segundo, luego agregó—: “Pero acepto mi implicancia, como único ejecutor y maquinador del asesinato al rey. Yo le maté, ni la princesa, ni este varón, ni la muchacha tienen ni tuvieron parte alguna en los hechos…”

«¿Qué está haciendo?», Lidias no entendía la intención de aquel anciano.

—Está limpiando tu nombre —señaló Lenanshra, quien estaba muy callada escuchando todo.

—¿Por qué? —La princesa tenía un gesto de confusión bajo el capirote—. Sé muy bien que este hombre no mató a mi padre, no sé si no esté implicado, pero él no lo mató.

—Y tampoco está implicado —respondió Lenanshra, aunque Lidias no esperaba una respuesta—. Ha sido engañado, igual que muchos.

            Fausto miró a Lenanshra, seguro de comprender que la elfo se había sumergido en la mente del sumo sacerdote.

—¿Puedes hacer eso a esta distancia? —preguntó el cazador, casi para sí.

—Lo hice cuando estuvimos frente al patíbulo —La elfo lo miró suspicaz—. Eres muy observador cazador.

            Fausto inclinó la cabeza y pretendió dar un paso atrás para salir del tendal.

“Himea reciba tu alma y sepa perdonarte.” —Condrid declaró con la voz enronquecida y levantando el brazo dio la orden de ejecución a Roman.

            Lidias, salió del tendal y miró hacia la tarima expectante. Entonces en un movimiento del lord Protector, la capa que le cubría desde un costado se levantó, dejando ver una bolsa de cuero desde la cual sobresalía un articulo peculiar. «!El Libro!», La princesa miró hacia arriba y se percató de que en cada edificio colindante había varios ballesteros apostados. Observó el patíbulo y una treintena de guardias protegían a lord Condrid en cada movimiento, también allí estaba Roman. «Es imposible ahora, aunque quisiera», Recordó también aquella mañana en la que desde su balcón presenció la ejecución de la concubina. Lidias levantó la vista y observó las altas torres del palacio, suspiró con melancolía.

            Ser Roman levantó la brillante espada y recitó unas palabras cuando el anciano fue empujado de rodillas y entregado a su destino inclinó el cuello, dejándole ver su rugosa nuca. Justo antes de que la hoja bajara a toda velocidad dispuesta a destazarlo, una brillante luz encegueció tanto a la multitud, como a la guardia y al mismo paladín.

            El primer pensamiento de Lidias fue: «Anetth, maldita bruja tú otra vez», sin embargo, cuando el destello se disipó y el anciano ya no estaba sobre el cadalso, se confundió. La atónita mirada de la gente y la guardia buscaba una explicación, y el primer virote en ser disparado, anunció el lugar en donde el fugitivo y el anciano se encontraban.

            A los ballesteros reales poco se les escapaba, y así fue como en cosa de segundos lograron advertir al hechicero que corría una callejuela más arriba con el viejo casi a cuestas. Y aunque las primeras saetas no dieron en el blanco, escapar parecía una locura imposible.

—¿Qué está pasando? —preguntó en voz alta la princesa.

—Son ellos, los Interventores han venido a rescatar a su señor —explicó Jen.

—¿Cómo?¿ Tú lo sabías? —interrogó con rapidez.

—Ser Roman me lo dijo, él estaba al tanto. —Jen miró hacia la tarima, donde se empezaba a armar un alboroto.

            La primera fila de entre la multitud de súbito se lanzó contra los soldados y treparon al patíbulo. Cuando los capirotes de aquellos varones se cayeron, Lidias reparó en un rostro conocido. «Verón Terraduna, de los Sagrada Orden»—Sí, son ellos —declaró.

            Una contienda terrible entre los capa plateada y los derrocados capa purpura, se batía sobre la tarima de madera. El lord protector, corrió junto a una escolta a su carruaje y sin esperar demasiado, el cochero lo sacó de aquel escenario devuelta al palacio.

            Los pocos hombres que combatían contra los guardias, intentaban ganar tiempo para permitir el escape de su compañero y el anciano líder. Pronto se lanzaron entre la multitud y pretendieron escapar abriéndose paso entre el gentío, allí los virotes no los alcanzaban, pues los ballesteros no podían disparar al pueblo. Cruzaron la avenida con una veintena de soldados a sus talones, Lidias miró a su grupo y sin meditarlo más, partió a toda carrera hasta meterse en el callejón.

            Al llegar al cruce de calles, la chica se encontró con los más de veinte soldados que perseguían sin tregua a los seis hombres fugitivos de la Sagrada Orden.

—¡Deteneos! —gritó, cuando los soldados se le venían encima. Ellos no le prestaron atención y no iban a detenerse. Tenían a su objetivo a solo media calle de distancia.

            Verón escuchó el grito de la princesa y se volteó a mirar. En ese momento, Lidias se quitó el capirote y sentenció—: Deténganse, soy Lidias Mondabrás, princesa de Farthias.

            Los soldados confundidos en un principio se pararon en seco, casi de manera autómata, antes de comprender que quien tenían enfrente realmente era la princesa que creían muerta. Verón y sus hombres regresaron y se pusieron detrás de la joven. A esas alturas, Lenanshra y Fausto llegaban al encuentro levantando también sus armas.

—¿Qué hacemos? —se oyó preguntar a uno de los soldados a otro.

—Regresen por dónde han venido o les haré frente sin tregua. Si me lastimáis pagareis con la muerte —Ordenó Lidias con mucha seguridad en lavoz.

—No podemos acatar su orden señorita, déjenos cumplir con nuestro deber…

            Una vez más el destello cegador  y un sonido ensordecedor le acompañó esta vez.

—Dama Lidias, sírvase acompañarnos —fue lo último que oyó cuando un brazo fuerte la cogió y  jaló hacia atrás.

            

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