El corazón de Fausto -XXXXII-
Ravag no perdió el tiempo y tal como si el dolor, y la hemorragia en su mano no existiese cogió otra vez la lanza, que luego con envidiable puntería lanzó y atravesó la nuca del último soldado que huía justo detrás de Garamon. El interventor miro a su espalda, hizo contacto visual por última vez con su hermano de orden Tragoh, le ofreció en su mirada sincera gratitud y con aquel último adiós se volteó continuando la huida.
Un gran pesar amenazaba con partir el corazón de Verón, quien haciendo acopio de su razón evitó voltear en el momento en que una gran explosión a su espalda, anunciaba el último sacrificio que su discípulo hacía para que lograsen escapar. El destello extendió hacia delante las sombras que hacían su cuerpo, el de Garamon y el soldado que acababa de morir más atrás atravesado por la lanza de Ravag. Entonces la voz de Garamon fue quien narró lo que sus sentidos ya le habían bosquejado; Tragoh en su agonía acumuló cuanta energía podía soportar su cuerpo y estalló eliminando consigo a la mitad de los Bárbaros que les pisaban los talones.
Descendieron con premura las escalinatas de piedra que les guiaban hacia el adarve del muro exterior y que tenían que atravesar para bajar hacia las murallas interiores, en dónde el resto de los hombres sobrevivientes corrían a refugiarse.
Hacia abajo, podía verse como algunos bárbaros ya empezaban a abandonar la barbacana y entrar al patio interior que separaba la fortaleza. Garamon observó con horror, como sin ningún esfuerzo barrían con los pocos hombres que les hacían frente allí abajo, en un último arrojo de valentía sopesando la imposibilidad que tenían de salvar vivos. Sin duda aquellas muertes no serían en vano, ya que de algún modo retrasaban en alguna medida el avance enemigo y permitían con ello que el grueso del ejército aliado lograse llegar a salvo al refugio interior. Aunque este pensamiento también atravesaba la cabeza del maestre, sabía con toda certeza que sólo era retrasar lo inevitable.
«Celadora te acoja con un beso en la frente y te guía hasta los aposentos más cercanos a la luz, hermano mío», pensó Garamon, evocando todavía la última imagen de su compañero atravesado en su vientre por dos lanzas. «Vas con ventaja, pero no pasará tiempo para que volvamos a encontrarnos. Si sentiste miedo al morir, me ahorrarás la vergüenza que siento ahora mismo; porque si en mis manos estuviera la esperanza de ser salvado, ten por seguro que no haría otra cosa que salir de aquí en este instante y sobrevivir». Los ojos se le humedecieron y el rostro enrojecido contrastó todavía más con las gotas de sudor que le empaparon la piel; en su fuero interno estaba aterrado. Ahora mismo sentía envidia de Fausto, quien acobardado en su momento no fue un aporte contra el primer envite de los Bárbaros al interceptarlos sobre la atalaya, mas lo que ahora le dolía de verdad era que fue el único capaz de volver atrás aun cuando Tragoh estaba ya perdido y les ofrecía una salida.
—¡Allí! —señaló Verón—. La reina, va corriendo junto al paladín Eneon.
—Mi señor, el enemigo ya está dentro, ella no alcanzará la puerta —acotó Garamon, quien no cesaba de mirar hacia abajo el torrente de muerte que se manifestaba en aquellas "bestia-hombres" —, tampoco lo haremos nosotros ¿verdad?
—Ella lo logrará salir de aquí con vida Garamon, así tenga que cargarla yo mismo en mis viejos hombros —aseguró a viva voz el maestre—. Sobre ella reside el destino del reino, el mismo al que un día le fallamos. —Se volteó a mirar al Interventor—. Haremos que el sacrificio de Tragoh también valga.
Garamon acató con la cabeza, sin dejar de bajar las escalinatas con la misma prisa que traía desde el principio, mas sintió apurar todavía más el paso una vez Verón se volteó a mirarlo. Detrás de ellos corría con brío, la fiera de Ravag.
—¡Garamon, detrás de ti! —Verón arrojó su escudo lo más fuerte que pudo con la intención de golpear a la bestia.
El interventor se giró y esquivó con habilidad la trayectoria del escudo, y también las garras del huargo que no asestó en atraparlo.
—¿De qué pesadilla ha escapado esta cosa? —Garamon colmó sus palmas de energía y tastabillando por la escalera se las arregló para no caer.
—¡Es un huargo! —gritó Verón, al tiempo que se devolvía tres pasos para ayudar a su discípulo—. ¡Bestias domesticando a otras bestias! —espetó lleno de rabia. En su fuero interno comprendió que la presencia de estas fieras volvía la situación todavía más insostenible.
Ambos varones se lanzaron al ataque de la criatura, la que en pauta de su más voraz instinto asesino usaba sus garras, su enorme hocico y el peso propio de su cuerpo, para abatir a los dos. Por un lado Garamon disparó certeros proyectiles de energía que fueron a rematar sobre el lomo de la criatura lobuna, mientras que Verón se arrojaba espada en mano contra sus fauces.
***
La situación casi al llegar a las puertas interiores del fuerte, se tornaba un verdadero caos. El tumulto de soldados que reculaba a resguardarse era enorme y el atasco provocado era imposible de evitar.
—Seguir avanzando es absurdo —oyó decir el paladín al soldado que escoltaba su marcha—. No hay más accesos desde aquí, habrá que cerrar las puertas o todo al final será de igual forma en vano.
—Nada es en vano —le reprendió Lidias—. Ya han caído suficientes hombres como para decir que todo será en vano.
—Será mejor que continuemos por otra vía —ofreció Eneon y miró a Lidias que no le comprendió al principio—. Usted no puede quedar fuera de esas murallas. Lenanshra ya no regresó y puedo darme cuenta de que ha sido usted quien así lo ha determinado. Es usted la reina y no voy a cuestionar vuestra decisión, pero así como usted se debe al reino yo me debo a protegerla a usted.
Eneon pareció inclinarse y acercándose a Lidias rodeó con su brazo su menudo cuerpo y la jaló sobre el hombro.
—¿Qué estás haciendo, paladín? —espetó con sobresalto—. Bájame, ¿qué pretendes?
Eneon hizo caso omiso a la petición de la legítima reina y comenzó a abrirse paso entre la multitud aglomerada de soldados, pregonando a viva voz que abrieran paso a la princesa de Farthias y reina por derecho de despose. En un principio entre el barullo nadie lo escuchaba y poco lograba avanzar entre la turba de armaduras y hombreras pardas; mas algunos de los hombres se apretujaron para dejar pasar al paladín y a la reina sobre su hombro.
Una vez en el patio central, se encontraron de lleno con el caos reinante. El portón central que bloqueaba el acceso interior desde la barbacana, estaba cediendo ante el insistente golpe del ariete y por entre las celdillas de hierro que le conformaban, se colaban lanzas, piedras y el filo asesino de las armas de la barbarie.
—¡Himea se acuerde de Farthias! —exclamó Lidias, al ver como el portón cedía bajo la insistencia de la enorme turba de salvajes—. Esto es una carnicería.
Desde su posición, podía ver como al otro lado del enrejado los cuerpos de cientos de hombres de la capa parda yacían esparcidos a la redonda. Varias bestias enormes, con el aspecto de lobos se tragaban las entrañas y peleaban por la carne fresca, de tantas muertes.
—¡Hay que entrar ahora! —gritó Eneon—. Hay que cerrar la puerta del fuerte, o nadie vivo quedará para defenderlo.
En ese momento un huargo saltó desde arriba del muro, y cayó aplastando a dos soldados a unas varas de donde estaba el paladín, matándolos enseguida. Lidias volteó como pudo para mirar hacia arriba y alcanzó a gritar antes de que un segundo huargo se lanzara justo para caer sobre ellos. Eneon reaccionó enseguida y se hizo a un lado antes de la caída, aunque el movimiento logró desestabilizarlo; tropezó con otro de los soldados que intentaba llegar al fuerte y soltó a Lidias, quien cayó junto a él sobre la arena del patio.
Cuando el paladín y Lidias se enderezaron lo que había a su alrededor ya no eran dos huargos, sino ocho de ellos que mordían y arrancaban las extremidades o la cabeza de los soldados que sobre los que se habían lanzado.
—¿De dónde salieron? —se preguntó en voz alta Lidias, con la voz en realidad aterrada.
—Han tenido que escalar las trampillas sobre la barbacana —respondió Eneon y en ese mismo instante cogió del brazo a la reina y corrió hacia el interior—. Seguro son sólo un par de segundos más rápidos que sus amos, tenemos que salir de aquí.
Antes de que el paladín lograra su cometido de meter a Lidias por entre la pequeña apertura que aún mantenía la puerta de acceso al fuerte, uno de los huargos corrió hasta ellos y Eneon tuvo que voltearse para ensártalo con su espada.
—¡Cuidado! —Lidias también desenfundó y se lanzó al ataque.
Desde las aspilleras los ballesteros comenzaron a disparar con tesón y en poco tiempo aquellas monstruosas criaturas sucumbieron acribilladas. Sin embargo, sembraron gran caos y ganaron suficiente espacio dentro de la fila de hombres, antes de que la rejilla de hierro se partiera por completo. Una vez los trozos de hierro reventaron, nada impidió que los Bárbaros se metieran al patio y comenzaran su arrollador avance.
—¡Adentro, ahora! —gritó Eneon, y empujó para que Lidias retrocediera hacia la puerta del fuerte.
Una lluvia de lanzas pasó por sobre el alto muro y cayó del otro lado atravesando la carne de varios soldados. Eneon levantó su escudo y se apretó contra Lidias, guarneciéndola bajo éste. Luego una treintena de Bárbaros se colaron por la recién rota contención y avanzaron contra el grupo.
Lidias espada en mano esperó en su posición a que se acercaran, mientras que Eneon luchaba por lograr que el atasco alrededor de la puerta, permitiese que al menos la reina ingresara. En ese instante una lluvia de lanzas se derramó sobre el patio, venidas desde el otro lado del muro y con claras intenciones de llenar de bajas al ejercito defensor. Eneon alzó el escudo protegiéndose a sí mismo y a Lidias, a tiempo que el zumbido que hacían las jabalinas antes de caer desesperaba sus corazones.
El torrente mortal de lanzas, acabó con la vida de varios hombres y dejó heridos a otros tantos, la mayoría de los que intentaban ingresar al fuerte y otros menos que hacían frente a la amenaza inmediata que significaba la treintena de bárbaros, que logrando colarse al patio interior, alzaban armas y corrían al encuentro de una sangrienta batalla.
—¡Dama Lidias, a mi espalda! —clamó la voz de Eneon—. Ninguna de esas bestias amenazará con tocarla, mientras haya aliento en mi pecho.
—Puedo defenderme y ayudar también, paladín —sentenció Lidias, a los gritos pues tal era el alboroto—. No me he quedado para ser una carga.
—No fue lo que dije, mi señora.
—Fue lo que entendí y no es que desagradezca vuestra voluntad y nobleza. —La primera fila de hombres contuvo la brutal arremetida de la avanzada bárbara—. Pero no nos detengamos ahora en nimiedades, sobrevivir cuenta ahora más que cualquier cosa. —Se lanzó al ataque.
Un chorro de sangre manado de alguna letal herida, salpicó a Lidias en el rostro. Ella se limpió con el dorso de la mano aquella que manchaba sus ojos y continuó batallando lado a lado junto al paladín de doradas armaduras, quien usando escudo y espada repelía a cuanto enemigo se interponía en su camino. Bastaba un fuerte golpe de Eneon y enseguida el oportuno acero de Lidias se encarnaba en la desnuda carne de algún bárbaro: ambos habían logrado complementarse muy bien, pese a lo improvisado de la situación.
Poco a poco los hombres se aventajaron contra los avanzados barbaros y en un par de minutos los más de treinta enemigos habían sucumbido ante la fuerza de la resistencia.
—Tenemos oportunidad —conjeturó Eneon, mirando con cara de espanto a Lidias.
—Estoy bien —aclaró ella y se limpió los restos de sangre ajena del rostro— ¿Tenemos oportunidad dices?
—El paso es estrecho y esos gruesos muros no van a sucumbir ante nada. Si logramos contenerlos en este cuello de botella, vamos a causarles grandes bajas antes de caer —explicó el paladín, con tono agitado por el cansancio—. Asumo que los salvajes no tenían contemplado este detalle, de ser así, vamos a dar más pelea de la que se esperaban.
—Eneon —enunció Lidias, con un deducible temor en la voz—. Allí vienen más.
Desde la estrecha separación entre muros que conformaba el portal, se colaron otra treintena de Bárbaros, quienes precedieron su llegada con otra lluvia de jabalinas, que la muchedumbre del otro lado bien había aventado y habían logrado pasar por sobre el muro.
La cortina de lanzas otra vez sembró el piso con la muerte, y enseguida la carga de los bárbaros se proclamó dueña de la desesperación y los sentidos de todo aquel que fuera del fuerte, no podía hacer otra cosa que repelerlos o morir exentos de todo honor y gloria.
***
Los ecos lejanos y furiosos de la batalla, llegaron a los oídos de Fausto quien todavía pendiendo de las garras del grifo sobrevolaba el poblado fronterizo. La aterrada gente se había encerrado en sus humildes viviendas de piedra, esperando que los gritos de dolor y las campanadas que todavía resonaban cesasen pronto y algún pregonero bajara del fuerte anunciando todo bajo control.
—Habrá que advertir a toda esa gente y evacuarla —mencionó Fausto, entendiendo que Lenanshra de cualquier modo podía capturar su mensaje.
—"Cierto" —resonó la voz de ella en su mente—. "Por eso nos hemos pasado por aquí".
—Pienso regresar con Lidias, no voy a dejarla allí. —Se meció bajo las garras del grifo—. Tenemos que volver por ella.
El grifo voló hasta una roca que se emplazaba al centro del poblado y en dónde con cierta suavidad dejó caer al cazador. Luego el animal se posó sobre la afilada piedra y entonces Lenanshra le dirigió la palabra.
—No, no vamos a volver por la reina —expuso en un tono tan neutro que a Fausto le sobrevino un escalofrío ¿Cómo podía ser tan dura?—. Por supuesto que para mí también es un conflicto, pero ha sido decisión de ella. Entiendo bien el propósito de Lidias y no creas que no he querido detenerla. He visto y sentido el miedo que guarda bajo su piel y el que pese a su corta edad e inexperiencia, está sobrellevando con un sentido de la responsabilidad y lealtad a su gente como el que pocas veces he visto en un humano.
—Es nada más que una chiquilla, Lenanshra —rebatió Fausto, meneando la cabeza en negación—. Solo está intentando hacer lo que le habrán dicho que es lo correcto, o qué sé yo. Sabes bien que va a morir allí si no volvemos por ella.
—Lo sé, pero no voy a quebrantar su voluntad, ni hacer menosprecio de su sacrificio. Saquemos de aquí a toda esta gente, Lidias está ganando tiempo por ellos —argumentó la elfo y le tendió la mano al cazador para que montara.
Fausto miró por un momento a la elfo evitando sus ojos, contempló luego el cielo y volvió la mirada para encontrarse con la delicada mano aún extendida que le ofrecía Lenansrha. Dio un pequeño paso adelante y llenó su pecho del fresco y poco denso aire que se respiraba, se fijó en la ceniza blanquecina que se confundía con la nieve y que se perdía entre el platinado cabello de Lenansrha. Sonrió y buscó sus ojos entre una extraña sensación de intrepidez, la que al instante se vio atezada por un nudo en el estómago que quiso hacerle tartamudear. La figura de la elfo le pareció bella y se permitió vivir aquella imagen , como no había hecho durante todo el viaje junto a ella.
—¡Maldición! —rezongó de pronto. Y se escondió la mano que a punto estuvo de estrechar la de la elfo, apretándosela con el puño de la otra—. Sabes lo que estoy pensando, así que no pienso decírtelo. No le daría esa satisfacción a hembra alguna... ¡To'a piedad, ¿a quién quiero engañar?! De todos modos no volveremos a vernos después de hoy, así que, qué más da.
—Fausto, no voy a detenerte —le aseguró Lenanshra.
—Ni pensaba permitírtelo —señaló con una sonrisa nerviosa, pero segura—. Has lo que Lidias dijo, saca a esta gente y vuelve con su esposo. Esperanza pal' reino siempre habrá, si vivimos pa' entonces solo quiero saber una sola cosa.
—Tendrás que vivir para entonces. —Lenansrha arqueó el cuello, luego le ofreció una venia con la cabeza.
—Si muero, prefiero tomar eso como un sí. —Rebuscó entre su ropaje y le lanzó la piedra del sello a las manos.
—Date prisa cazador, recuerda que rompo parte de mi promesa al dejarte volver.
—Olvídame elfo —gritó, al tiempo que corría en dirección de regreso al fuerte—. De cualquier modo lo nuestro no habría funcionado. —Se volteó ofreciéndole una sonrisa, mas sus ojos estaban humedecidos.
Lenansrha meneó la cabeza con cierta parquedad, luego inhaló hasta colmar su pecho y vociferó con toda la fuerza que podían sus pulmones—: ¡Pueblo de Theramar! Escuchadme y salid de vuestro hogar.
Las razones que Lenansrha ofrecía al pueblo a los gritos, fueron oídas tanto por la gente como por Fausto que corría a toda prisa con la cabeza llena de confusión y unas ganas incontrolables de voltear a verla por última vez. Mas todo lo que consiguió observar cuando por fin se permitió girar la cabeza, fue un enorme grupo de familias, que rodeaba el centro de la plaza, dónde ya no pudo ver rastro de la elfo.
Había dejado bien atrás las rústicas casas del poblado y ya se adentraba en el nevado camino hacia la entrada del fuerte. El viento ceniciento, el olor mescla de azufre y humo; hartaron su nariz helada y le enrojecieron la mirada vidriosa con la que se presentó frente al portal. El portón estaba abierto (para su suerte o no), podía oír los distantes gritos y el fragor de una batalla que le estremeció la entumecida piel. Inhaló recuperando el aliento y se dispuso a entrar otra vez a la fortaleza de piedra; antes de que el craqueo de una lechuza blanca le hiciera voltear.
El ave se hallaba parada sobre el asta de uno de los estandartes de Farthias, que guindaban en la entrada flameando por la corriente que se formaba desde el interior oscuro y húmedo de la construcción. Fausto volteó a mirarla, nervioso como estaba y con un presunto temor a flor de piel.
—Estúpida ave, lograste asustarme —refunfuñó entre dientes.
La lechuza batió sus alas y descendió con rapidez poniéndose por delante del cazador, craqueando una vez más y deteniéndose casi a los pies de él. Fausto se detuvo, se hizo a un lado y frunció el ceño extrañado, se sintió un idiota por un momento de sentir cierto temor al extraño evento que acontecía, jamás un ave tan tímida se habría acercado así, aquello le provocó una sensación de alerta. El cazador dio un salto, tropezó con sus pies y cayó al suelo cuando del ave salió un destello y poco a poco cobró la forma de una mujer.
—Hola Fausto. —La mujer desnuda frente a él, lo saludó con una sonrisa en los labios—. Tiempo sin vernos, justamente resulta que te buscaba ¿Verdad que no es una coincidencia tremenda?
Fausto retrocedió ayudándose con los brazos, arrastrando sucuerpo de espaldas al suelo y enfrentando a Agneth que no hacía otra cosa que mirarlo con una sonrisa divertida. Él no la reconoció de buenas a primeras, la chica tenía el cabello azabache y no un rubio blanquecino, como era que lucía Anetth; como la había conocido.
—¿Anetth? —balbuceó el cazador.
—No, Anetth no existe, Fausto —respondió ella, en un tono que rosaba la dulzura; cosa que a Fausto le descolocó.
—Eso, debí decir Ahggneth. —Se puso de pié con rapidez y la enfrentó—. Una mentirosa y una traidora.
—Agneth —le corrigió ella. El gutural acento Bárbaro, sonaba áspero; distinto del tono jovial con que impregnaba su voz cuando interpretaba a Anetth—. Y no, no soy una traidora. Eso depende del prisma con el que se me mire, claro está. —Dio un pequeño giro algo coqueto y volvió a clavar sus ojos en el cazador.
La barbilla de Fausto tiritó de rabia, agarró el pomo de su arma dispuesto a desenvainarla, pero Agneth dándole un toque hizo que se detuviera y vio limitado todos sus movimientos.
—Quieto, escudero —sentenció Agneth. Su voz era un susurro sugerente—. ¿Quieres saber algo?
—Nada. —Escupió Fausto—. No quiero saber nada que venga de ti, es más, ahora mismo quisiera hacerte mucho daño por todo lo que has causado. Casi matas a Lidias y ella, y yo confiábamos de ti.
—Pero creí que entre nos había algo más que confianza ¿Me equivoqué? —ronroneó al oído de Fausto.
—No sé a qué te refieres, nunca me caíste bien —riñó, aunque sus mejillas enrojecidas le delataron.
—No sabes mentir, escudero —declaró, mientras con sus dedos recorrió el rostro del cazador.
—Lo que hiciste fue imperdonable.
—Con tu perdón o sin él, necesito algo de ti y vas a dármelo. —Se acercó tanto a Fausto, que éste pudo respirar el tibio aliento de ella—. Necesito que me des una pequeña cosa...—Hurgó por encima de los ropajes del cazador—. Algo que ocultas por aquí, en alguna parte.
—Creo que lo que quieres, ya no está en mis manos —comentó en tono de mofa—. Aunque si todavía quieres seguir buscando, adelante.
Agneth detuvo el escudriñe que hacía con sus dedos y se quedó quieta sin mirar a la cara a Fausto, se mordió los labios y cerró los ojos, inspirando por la nariz de forma profusa y pausada. Se enderezó con rapidez volviendo a enfrentar a Fausto cara a cara, pero esta vez la sonrisa divertida desapareció de sus labios, olvidando en su lugar una mueca de profundo enojo, que se adivinó en sus ojos grises como la piedra.
—Reza a tus inútiles dioses por tu vida ¿Dónde la dejaste? ¿A quién se la diste? —Agneth reculó y miró a Fausto de pies a cabeza, guardó silencio un momento y pareció percibir algo que había pasado antes por alto. Entonces preguntó—: ¿Por qué has vuelto? Habías escapado del fuerte , ¿qué te trajo de regreso?
De pronto el cazador sintió que recuperaba movimiento, tastabilló hacia delante y miró hacia atrás una vez más; encontrándose al grifo con Lenanshra perdiéndose en lontananza en dirección al Norte.
—No lo sé.
—Le diste la piedra a elfo, ¿verdad?
—Ya está lejos de tu alcance, estoy seguro. —Fausto tragó saliva, se sentía intimidado frente Agneth.
De pronto pareció que la hechicera le restase importancia a la piedra, se abrigó con los brazos los hombros desnudos y mirando a Fausto con el ceño intrigado le reveló:
—Lidias está allí dentro. El fuerte ya es nuestro, no tienen oportunidad. —Agneth se acercó a Fausto, con parsimonia—. Dime ¿Regresaste para morir junto a tu señora? ¿Hasta qué punto alcanza tu lealtad, Fausto de los ojos alegres?
El ritmo respiratorio de Fausto, se aceleró de golpe al percibir la cercanía de la hechicera. Intentó evadirle la mirada, mas solo consiguió tropezarse con las sinuosas y oblongas curvas de las caderas de ella y la amenaza de sus pezones rosados y fríos. Encausó entonces sus ojos a los de ella y entrecerrándolos atinó a preguntarle—: ¿No vas a matarme?
—¿Matarte? —Rió Agneth, luego rosándole el mentón con la palma de la mano, le dijo—: Me llamaste traidora Fausto. Pero déjame decirte que ambos tenemos más en común de lo que crees.
La tentadora sonrisa y el dulzón olor de su respiración, provocó una extraña sensación de confusión en Fausto. Quien volvió a apretar el pomo de la espada corta y miró con atención a la Bárbaro que tenía en frente. Aquel rostro lozano, de almendrada y risueña mirada, como la recordaba desde la Torre Blanca, ahora lo advertía cruel e impío. Quiso de primera intención herirla con la hoja, mas sabía que aquella mujer tenía todo bajo control, sabía que con un solo movimiento sería hombre muerto. Intentó serenarse y prefirió escuchar lo que aquellos deseables labios le intentaban decir.
—¿Q-qué podría tener en común una traidora como tú ,conmigo? —las palabras le salieron entre un sutil tartamudeo.
—Dije que no era una traidora, Fausto. Puede que para ti no lo parezca, pero podrías estar frente a la persona más leal que conozca. Claro está que mi fidelidad no es contigo, sino con el pueblo que me vio nacer; soy leal a mis tradiciones y a la libertad que a manos de mi consorte se regará para ellos, y para mí. —Por un momento Agneth pareció abstraerse en sí misma—. No voy a matarte Fausto, porque puedes estar seguro que en verdad tú y Lidias, son los únicos humanos con quienes temblaría mi mano al asesinarlos.
—Claro, así como te tembló la noche en que la apuñalaste. —Sintió una incontrolable deseo de hacerla pagar.
—Bendigo a la suerte que la mantuvo viva hasta ahora, porque remuerde mi conciencia aquello que por lealtad tuve que ejecutar —expuso Agneth, y su respuesta pareció sincera—. Por la misma razón que tú has regresado y segura estoy de que morirás a manos de mi pueblo una vez entres. Pero aun así lo harás y buscarás a Lidias, yo lo sé, porque aquello por lo que me llamas traidora ha sido ejecutado por el mismo sentido de lealtad, que yo profeso hacia los míos. Hacia Dragh el conquistador.
—¿Entonces vas a dejarme ir? —Soltó por un momento el arma.
—Sé que le diste la piedra a la furcia elfo, pero ya lo has dicho, está muy lejos de mi alcance por ahora. —Agneth rió, jugueteó con el cabello que resbalaba de su hombro y agregó—: Como sea puede que incluso todo siga transcurriendo para beneficio de mi pueblo. La profecía se cumplirá, de eso estoy tan segura como ayer. Alégrate Fausto, porque si aún sigues con vida para entonces, conocerás a mis dioses; los que acabarán contigo y todo aquello que echas de ver. —Sonrió y se mordió el labio una última vez, antes de desaparecer en un destello y volar convertida en lechuza blanca fuera de la vista del cazador.
Fausto se quedó un momento recuperándose de la situación, siguiendo con la mirada el vuelo del ave que se perdió hacia Este, intuyendo en su fuero que regresaba al frente para apoyar a los suyos. No entendía por qué lo había dejado con vida, como tampoco se perdonaba no haber sido capaz de intentar si quiera apuñalarla. Meneó la cabeza, como despejando sus pensamientos e irguiendo el pecho cruzó el oscuro umbral de la entrada al fuerte.
***
El choque de espadas, el olor metálico de la sangre, los gritos, el sudor y el temor; se mezclaban y fundían formando el aire que se respiraba en patio de armas. Poco a poco los hombres que defendían contra la pugna Bárbara, retrocedían, cediendo terreno y acercándose cada vez más hacia la última puerta de acero, que separaba los muros del fuerte interior con el patio de armas.
—Habrá que entrar, mi dama —oyó Lidias decir a Eneon.
—¿Qué pasará con el plan de resistir? —preguntó ella, ignorando dónde se hallaba el paladín. Todo era empujones, aceros, y sangre ajena.
—Lo llevaremos a cabo, pero para ello habrá que vivir unas horas más —argumentó, al tiempo que cogía de la mano a la reina y jalaba hacia atrás de las filas.
La carga de los Bárbaros, había cogido las vidas de una cincuentena de hombres que conformaban las primeras filas de la formación defensiva. Otros tantos caían bajo la pugna de lanzas que no cesaban de regar el campo, con una precisión envidiable. De pronto, una llamarada azul venida desde atrás del campo se cargó a más de una desena del enemigo, que inconsciente de la llegada de más aliados que venían desde atrás, cedieron terreno sin mayor resistencia.
Garamon haciendo uso de las artes que un día se auto impuso flagelar, bajo las restricciones de su posición y votos de orden, ahora castigó a las filas de Bárbaros que presionaban al ejercito del fuerte. Entró a las filas enemigas y comenzó una danza de llamaradas azules, que hicieron arder la piel desnuda de cuanto Bárbaro lograban alcanzar. Aunque no exento de ser un blanco sencillo, Garamon sabía que era la gran oportunidad para abrirse camino y lograr llegar a las puertas interiores que salvaguardarían a tantos hombres más, para seguir defendiendo el fuerte.
Verón, junto a una treintena de soldados que venían escapando desde las almenaras frontales, entró también espadas en mano a la carga contra un enemigo que emboscaron por sorpresa. Logrando así causarle tantas bajas como pudo ser posible, hasta que una nueva formación de los Bárbaros les permitió el contraataque.
Una descarnada batalla se libró entre ambas partes, ahora con el grupo Bárbaro rodeado en ambos flancos por una turba reducida, pero furiosa de hombres. El anhelo de sobrevivir un día más, era lo único que bastaba a los temerarios soldados que blandían fieros como el hierro, contra el ardiente y sofocante puño de los salvajes. Sea como sea, bajas por montón incluidas, un grupo no menor de hombres logró atravesar las columnas enemigas, para juntarse con el ejercito que defendía en el patio de armas.
Desde la turba salida de las entrañas de las filas Bárbaras, envuelto en una ráfaga de fuego, salieron Garamon y Verón. Aplastando y rebanando gargantas de cuanto salvaje se interponía en su camino, y su único objetivo era alcanzar a Lidias y ayudar a Eneon a resguardarla tras la protección que todavía podía brindar la fortaleza interior.
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