El Asesino en la corte - I -


La puerta tronó con violencia y tras ésta se oyeron los asperos gritos de uno de los guardias preguntando por ella. Era pasada la media noche y se levantó de la cama con desgana, cogió un batín aterciopelado, y se lo echó sobre la espalda. La brisa fría se colaba desde su ventana, tenía la costumbre de dormir con ella abierta durante el verano, aunque ahora las noches estaban más heladas y los días acortando. La estación estival daba sus últimos bríos antes de dar paso a su primo antagónico tan durable: el invierno.

Salió de la habitación cuando el soldado abrió la puerta, entonces se encontró rodeada de un séquito de armaduras que la recibieron en el pasillo.

—¿Qué ocurre? —Se acomodó un mechón que le cosquillaba el rostro— ¿Por qué se me ha despertado así a estas horas de la noche?

—Señorita Lidias... —El guardia de mayor rango se quitó el yelmo e hincó una rodilla—. Ha ocurrido una desgracia y...

—Me está asustando, soldado —intervino ella, cuando el hombre titubeo incapaz de terminar la frase que iba a decir.

La joven miró a los varones a su alrededor y advirtió en la silueta de Roman, que se acercaba apurando el paso al verla.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó todavía más confundida.

El recién llegado era un varón joven, traía puesta una coraza bruñida y dorada con la insignia de la corona grabada en el pecho: dos grifos encabritados apoyados sobre una torre coronada. Llevaba el rostro descubierto y una capa del mismo tono que la armadura le pendía hasta los tobillos; aquel era el uniforme de los paladines del reino.

—¡Benditos los dioses! Estás bien —dijo antes de acercarse a la princesa. Los guardias hicieron una venia de respeto y se replegaron abriéndole el paso—. Subí tan pronto se me enteró.

—Aguarda. —Ella adelantó el brazo para detener al paladín que ya tenía enfrente— ¿De qué se trata todo esto?

—¿Entonces no?... —Roman miró al capitán de la guardia y éste inclinó la cabeza.

El noble acercó su sus manos a las de la princesa y las apresó con ternura entre sus puños.

—Lidias, es el rey, —titubeó antes de continuar—. vuestro padre ha muerto.

—¿Q-qué? —soltó entre un gemido sordo y entonces enmudeció.

Palideció su rostro. Miró a la guardia, al paladín y el pasillo iluminado de forma tenue por las candelas que guindaban del techo. Pretendió tragar saliva en un frustrado intento por desasir el nudo que se cerró a su garganta y sintiendo el pecho oprimido corrió por la galería, zafándose de los guardias y de Roman que intentó detenerla.

No avanzó más de veinte varas y ya se encontró frente al umbral de la habitación del rey. Había una treintena de guardias y soldados cercando el paso, la puerta estaba abierta, y Lidias antes de ser agarrada por los varones a su vera, logró divisar el horror que había dentro: la sangre manchaba sabanas, muebles y la pared; consiguió también ver dos cuerpos de mujer. Estaban desnudos en el suelo con una expresión espantosa, una de ellas tenía un corte que le surcaba desde el sexo hasta los senos, dejando a la vista gran parte de sus intestinos. A la otra le habían cercenada la garganta y la sangre le cubría el cuerpo desnudo de un rojo carmesí.

—Dama Lidias —le decía uno de los guardias que la sostenía—. No debería estar aquí, aún es peligroso y usted no ha contemplar esta horrenda escena.

—¡Déjenme verlo! —ordenó evitando forcejear—. Es mi derecho ¡Déjenme verlo! ¿Dónde está?

—Ya hemos retirado el cuerpo, mi dama. —Un agente de la Sagrada Orden, vistiendo su particular uniforme de capa púrpura, le salió al encuentro—. Fue asesinado mientras dormía, aún no tenemos clara la ocurrencia de los hechos, pero estamos trabajando en ello. Una de las concubinas sobrevivió y ya fue trasladada hasta la torre para su interrogatorio.

El varón de la capa púrpura giró sobre sus talones y sacudiendo su mano derecha, ordenó a los guardias cerrar la habitación.

—¿Asesinado mientras dormía? —Había decepción en sus ojos, miró a los guardias y buscó al capitán, que llegaba junto a ella con Roman— ¿Cómo es que han permitido una cobardía semejante? Mi padre era hombre de honor, siempre soñó con una muerte más digna que encontrase yaciendo con un hatajo de meretrices.

—La muerte solo nos llega. —El paladín le alcanzó el batín que se le había caído y se lo colocó sobre los hombros con ternura—. No es digna, ni tampoco indigna, simplemente..., nos llega como un evento anunciado sin hora ni fecha.

—Tus palabras no hacen otra cosa que afirmar mi declaración, Roman —guardó silencio un inexacto instante, como si lo próximo a decir fuera a coger desprevenido hasta al más cauto—. Celadora se llevó al rey mientras se revolcaba en las sabanas con tres barraganas, ¿crees que si hubiera sabido que moriría así, lo habría evitado?

»Desde el primer respiro en este mundo estamos seguros de una sola cuestión: vamos a morir. Sabía que su momento llegaría, pudo en vida ser más precavido y cuidarse de que su cita con el fin fuera más digna ¿no?.

Roman la observó taciturno, limitándose a acariciarle los hombros por sobre el batín, se aproximó a ella con ternura y le besó la frente. Lidias evadió la mirada reculando dos pasos, separándose del paladín y poniéndose en marcha hacia el pasillo.

—¿Dónde vas? —preguntó deprisa, Roman.

—A hablar con quien tenga más detalles ¿No vas a dejarme en toda la noche?

El páramo agreste desteñía sus verdes vestidos para hacerse tan pálidos como los rayos del sol que divulgan el amanecer en Freidham. Enclavada en las faldas de un cerro solitario en medio del gran valle, la gloriosa capital del reino rebosaba de la magnificencia y monumentalidad que caracteriza a los hombres del norte: construcciones formidables y robustas, labradas en roca, mármol y piedras volcánicas. Las torres más grandes de todo el continente se encontraban allí, desafiando al firmamento, altas, así como las montañas que lejanas les rodeaban y separaban el reino de los bárbaros del Este y las bestias del Norte Blanco: allí donde siempre era invierno y los días solo duraban media jornada.

En uno de los numerosos salones del ostentoso palacio, Roman y Lidias discutían a solas los datos y circunstancias del asesinato de la noche anterior, ninguno de los dos había pegado un ojo en toda la noche. A la princesa la embargaba la tristeza y el paladín por su parte, procuraba ofrecerle su compañía en todo momento.

—Me lo cuentas como si no hubiese oído ya al agente —Se levantó del asiento dando la espalda a Roman—. Jamás borraré esa escena de mi cabeza.

—Lo siento. —Se arrimó hasta la muchacha en un intento por coger sus manos—. Solo quiero ponerte al tanto de todo. Todavía no han dado con el asesino.

—Roman, mi padre está muerto. —La mirada se le oscureció y perdió en el horizonte, mientras la voz pareció fluir ajena a sus sentidos—. Nada podrá regresármelo. Sin embargo, desde ayer todo gira entorno a dar con el culpable de su desgracia; mas su cuerpo está allí, envuelto detrás de esas paredes esperando a ser sepultado.

Los ojos de Lidias se humedecieron, revolvió la mirada taciturna hacia el cielo. Despejó el nudo que se apretaba en su garganta, dándole un trago a su copa rebosante.

—Princesa, todos lamentamos la muerte del rey. Si se me permite, también tengo una pena profunda, de corazón amé tu padre . —Con profundo y sincero pesar Roman cogió las manos de su prometida y las besó—. Hallar al culpable no nos arrebatará la tristeza, pero si nos brindará paz.

—¿Paz? —Lidias apartó las manos de las de Roman y avanzó rauda hacia la ventana que daba al balcón— ¿Ves a toda esa gente allá afuera? —Aglomerados a las afueras del basto jardín, una muchedumbre aguardaba mirando hacia el palacete— ¿Crees que toda esa gente que viene a despedir a su rey tenga paz?

—No comprendo lo que dices. —Se acercó al balcón y contempló al gentío

—Todos de seguro han perdido a alguien por causa de su rey. —Sus ojos miraron a la ventana intentando capturar a cada mujer, varón y niño allá abajo—. No han pasado muchos años desde las últimas batallas en la frontera. El culpable de sus desdichas es claro que es uno solo.

—No olvides que también de sus alegrías. —Roman pareció comprender lo que decía Lidias—. Ellos amaban a su rey y están aquí para despedirlo. Las buenas decisiones, como la defensa de la frontera, les han permitido vivir tranquilos todos estos años.

—Tú no lo entiendes, porque eres un soldado igual que mi padre.

El siervo de Roman, Jen, irrumpió en la estancia señalando que les esperaban abajo para iniciar el cortejo.

Bajaron las escalinatas hasta el vestíbulo, donde aguardando junto al féretro se encontraba un séquito de caballeros y también miembros de la Sagrada Orden. Lidias se detuvo junto al féretro, pero no se acercó lo suficiente para ver el rostro del rey. A su lado Roman, con una fugitiva lágrima rodando en su mejilla hincó una rodilla y luego le cedió el brazo a su prometida. Ella no lloraba, en cambio sus luminosos ojos parecieron haber perdido el brillo por un instante, la mirada de la joven se oscureció mientras reflexionaba ensimismada apoyada sobre los hombros del paladín.

En realidad, era una joven hermosa, una poesía hecha mujer, como se había referido a ella Roman cuando la conoció. El aroma floral del cabello de Lidias arribó hasta la nariz del paladín, quien henchido de la emoción de su proximidad, resolvió acariciarle la mollera con ternura y cierta torpeza.

De pronto Lidias se zafó del brazo de Roman y abandonó el vestíbulo con celeridad, sin dar pie a que el paladín lograra impedir que saliera. Lo dejó atrás junto al resto de la comitiva que aguardaba. Tras mirarla desaparecer por el pasillo, Roman rememoró el día en que la conoció.

Había sido dos veranos atrás, Lidias apenas era una muchacha de catorce veranos en aquel entonces. Regresaba de la Torre Blanca donde habían culminado sus estudios y Roman había sido enviado escoltarla de regreso al palacio. Fue entonces que se prendó a primera vista de aquella muchacha altiva y arrogante. Su piel era tierna y blanca como el marfil, y de suaves formas su rostro. Su perspicaz mirada, se proyectaba luminosa a través de sus claros ojos, cual dos turquesas. Había en esos ojos jóvenes un pozo de misterio extraño, inusual paras su juventud; se adivinaba en ellos su carácter indomable. Tenía una larga y sedosa cabellera que le escurría despreocupada hasta más abajo de la cintura, abrigándole los hombros como un velo negro. Entonces ya lucía un aire enigmático y majestuoso que ornamentaba si cabe a su esbelta figura.

Ahora que Lidias contaba con diecisiete inviernos, Roman paladín del trono, por fin obtenía la bendición del rey para tomarla como esposa. Sin embargo, con el monarca caído de seguro esa boda sería pospuesta. No por los funerales, que duraban alrededor de tres semanas, sino porque Lidias, no parecía muy convencida ante él, lo que sin dudas le destrozaba el corazón.

Aguardó junto al féretro del caído rey, comprendiendo que la princesa quería un momento de soledad.

En tanto Lidias se adentró en el salón del trono, vacío en su totalidad en ese momento y se echó de rodillas sobre la loza reluciente y fría. Así pasó un rato, hasta que unos pasos rompieron el silencio que hasta ese entonces reinaba. Un varón cruzó la puerta y entró hallando a la heredera inclinada en el piso, se acercó desde atrás sin ninguna prisa.

—Los funerales de tu padre acabarán para el próximo mes —indicó el dignatario—. Entiendo que estés consternada, querida. Este episodio nos ha descolocado a todos.

—Sea conciso, quiere —contestó, con la voz pesada y sin mirar al canciller a su espalda.

—Oh. Ya veo. —Se mantuvo en su posición y entrelazó los dedos de sus manos—. Lo cierto es que como canciller, aun cuando mi corazón se siente abrumado, debo hacerme cargo de los asuntos pendientes que dejó tu padre. Con la responsabilidad que recae sobre mis hombros, al menos hasta el día de tu matrimonio con mi hijo.

—¿Es eso todo lo que tenía que decirme? —La desgana fue evidente en el tono de su voz—. Porque, en lo que a mí concierne, puede hacer lo que quiera ahora que es el soberano de Farthias —indicó poniendo especial énfasis en sus últimas palabras.

—Princesa Lidias, no lo diga de ese modo —señaló con incómoda reverencia—. Para mí es un honor adquirir este compromiso, pero entiendo que no me corresponde y quiero desprenderme lo antes posible de él.

—Entonces no se preocupe, volverá a ser canciller, supongo, cuando Roman me tome por esposa. —El tedio en la mirada y en su voz fue evidente—. Ahora si me disculpa, vine aquí en primer lugar buscando un poco de soledad. Así que, si no tiene algo más que agregar, agradecería que abandonara la estancia.

—La esperamos para iniciar el cortejo —profirió con una reverencia el ahora designado monarca—. No tarde demasiado.

La joven levantó la cabeza y miró la perspectiva de aquella vasta sala, observó las columnatas de mármol que sostenían el elevado cielo, labrado con decoraciones en relieve y pinturas al fresco que evocaban dinastías del ayer. Cada columna de mármol tenía surcada una figura majestuosa que rememoraba a los antiguos reyes, sus antepasados. Pronto abría espacio para una nueva, con la estampa de su padre. Lidias sabía que el caído monarca no había sido un hombre más amado que temido por el pueblo. Sin embargo, había mucho de él en ella y sentía que de alguna manera le debía amor. Jamás fue una hija que le complaciera y llenara de dicha, excepto cuando no opuso mayor queja al enterarse que su matrimonio impuesto había sido convenido con el hijo del canciller. Ser Roman le parecía más un chiquillo necesitado de cuidado que un hombre recio y maduro, lo cual más que amor, le despertaba la lástima. Quizá esa compasión era la que le impedía en suficiencia ser dura, como para rechazarlo y hacer de su futuro juntos un martirio.

Las nubes de tormenta acariciaron el firmamento, la noticia que había despertado al reino ya era el tema de discusión en todos los hogares y lugares dentro y fuera de sus dominios. El cortejo fúnebre se acercó a paso lento hasta la entrada del palacio. Venían a buscar el cuerpo del monarca para pasearlo por última vez por la metrópolis. En silencio, todos los habitantes de la casa real miraban con respeto aquella escena, hasta que un agente del reino se acercó hasta al designado monarca, lord Condrid, para hablarle algo a su oído. Acto seguido la guardia real cayó sobre ser Roman, que caminaba junto a Lidias, apartándolo con violencia.

—Ser Roman —declaró el oficial, levantando entre sus manos un pergamino que extendió frente a sus ojos—. Queda usted arrestado por ser el presunto autor del asesinato a nuestro rey. Acompáñenos sin objeción.

—¿Qué hacen? Suéltenme de inmediato. —Intentando no levantar mucho la voz, el caballero se zafó de las manos que se acercaron para cogerlo—. Por supuesto esto es un error. ¡Por toda piedad! Estáis siendo además muy imprudentes.

—¿Qué sucede aquí? —intervino Lidias con la mirada en llamas—.Suéltenlo ahora mismo.

—Discúlpenos, señorita, seguimos ordenes —indicó el soldado encogiéndose de hombros—. No podemos acceder a su petición.

—La mía es una orden directa —replicó.

—Ordenes de lord Protector, Condrid... —argumentó otra vez el soldado—. Me temo que, ser Roman tendrá que acompañarnos, sea por las buenas o por las malas.

Lidias se encaminó con diligencia por entre los nobles que acompañaban el cortejo hasta que llegó ante el ex canciller.

—Lord Condrid. —La princesa le hizo un gesto para que se acercase—. Es preciso que atienda esto.

—¿Debe ser en este momento? —El canciller frunció el ceño y le indicó el ataúd, que estaba siendo transportado a paso lento por el carruaje.

—Los guardias se llevan a Roman. —Ya junto al canciller se acercó a su oído—. Tienen una orden de arresto.

—Evidentemente los agentes de la corona han tomado cartas en el asunto. Nada puedo hacer por ahora, usted tampoco. —Evitó todo contacto con los ojos de ella, mientras le hablaba entre susurros—. Ya hablaremos de esto luego.

—Sabe que él no tiene nada que ver —expuso con decisión, agarrándolo por el brazo con firmeza.

—Entiendo que tú no puedes asegurarlo ¿o sí?. —Condrid se quitó la mano de Lidias que se aferraba a su antebrazo con cierta violencia—. Pues yo tampoco puedo.

—Según las pericias de las hechiceras en los cuerpos de los fallecidos —interrumpió el agente interventor que apareció por sorpresa detrás de Lidias—. La última visión antes de morir es poco clara, pero tenemos una confesora que relató haber sido impulsada por el sospechoso.

Lidias se dio media vuelta enfrentando al agente que hablaba detrás de una máscara. Por su voz y uniforme se descifraba que era un hombre; vestía un jubón púrpura, bordado con filigranas de plata, en el que podía advertirse la insignia de la Sagrada Orden. La máscara de porcelana que le cubría el rostro, era de un diseño austero y sencillo. No enseñaba expresión alguna y solo habían dos huecos redondeados donde iban sus ojos y un orificio allanado para su boca. Le cubría además la cabeza, un capirote afilado del mismo tono que el resto de su atuendo: púrpura.

—Sus prácticas me resultan, cuanto menos dudosas. —Lidias se enfrentó al recién llegado clavando sus ojos en la máscara que le cubría el rostro— ¿Desde cuándo los relatos bajo tortura le resultan tan concluyentes a la corte?

—Señorita, usted está haciendo graves imputaciones. Le recomiendo que...

El interventor no acabó de terminar su oración, cuando la muchacha le puso dos dedos sobre los labios de la máscara y con un fiero gesto en la mirada lo obligó a guardarse sus palabras.

—Usted no va a recomendarme nada. Lo que yo diga o haga, ha sido bajo mi juicio y autonomía desde que tengo uso de razón —le indicó con voz airada, pero serena—. Ni un plebeyo, ni un noble falto de clase como usted va a amenazarme en mi palacio ¿Queda claro?

El varón derrotado por la actitud de la muchacha, solo asintió con la cabeza y culminó con una reverencia, en tanto la princesa se alejó con paso ligero y seguro. Luego acompañó en completo silencio al féretro mientras era paseado por las calles principales de la ciudad, hasta que regresó al palacete donde el ataúd fue devuelto a la sala de los reyes: un espacio preparado para recibirlo, donde permanecería los próximos veinte días antes de ser sepultado.

Una vez a solas, Lidias se acercó al cuerpo limpio y perfumado, acarició los cabellos canos del monarca y besó su frente por última vez.  

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