Cita con el destino, parte IV y Final
—Menuda arenga. —Fausto se acercó hasta dónde se hallaba Lidias, haciéndole notar su presencia con un carraspeo—. Y yo que venía pa' llevarte conmigo.
—¡Fausto! —Su presencia la había sorprendido. Verlo allí no formaba parte de ningún plan, de hecho nada de lo que ocurría formaba parte de alguno—. Dioses Fausto, ¿por qué regresaste?
—Lo hice por ti, digo para llevarte de aquí..., pero me ha queda'o claro que vamos a quedarnos —razonó, queriendo sonar valiente mas por dentro era todo duda.
—Fausto —suspiró ella—. No tienes que hacerlo, yo..., te absuelvo de tu juramento. No tienes razón para quedarte, por favor.
—Ah no —esgrimió—. Yo ni me acordaba que te había jura'o algo. Estoy aquí porque el camino me trajo, el mismito que hemos venido andando hace ya sus buenos meses ¿no?
Lidias lo miró con expresión lastimera, no obstante, en su corazón atesoró aquellas palabras que la hicieron esbozar una sonrisa enternecida. Recordó las aventuras que habían vivido juntos aquellos meses. No había cavilado en ello antes, ni siquiera se había dado ese tiempo, meneó la cabeza y volvió a sonreír, pero esta vez la humedad de sus ojos delató su pérdida de entereza.
—Jamás le había dado un sentido a mi vida antes de usted, mi señora. —Fausto estaba teniendo un ataque de sinceridad que hizo estremecer a Lidias—. Y nunca creí que podría llegar a alegrarme de terminarla junto alguien como usted —las palabras se le atoraban y vacilaba al hablar—. Pero... bueno, lo que quiero decir es que entiendo que mi gozo no viene por absurdos juramentos.
—¿No? —A esas alturas la mirada enternecida de Lidias antecedía un nudo de mesura y complacencia en la garganta.
—No, claro que no. Viene de dentro, dentro de... porque..., la estimo de corazón, mi reina —resolvió entre vaciles.
La mirada de Lidias cargada de lágrimas, se posó en el rostro de Fausto quien enseñaba su amarillenta sonrisa, tan llena de sinceridad como de nobleza, nobleza de espíritu y no de un título que en aquel momento nada valía.
—No voy a negarle que siento miedo, estoy aterrado —señaló—. Si toma mi mano cuando llegue el momento, me sentiré de verdad muy agradecido.
—No habrá necesidad de eso, Fausto —le dijo—. Sobreviviremos a esto, como hemos sobrevivido durante todo este camino. Pero si la fortuna no nos sonríe como deseamos, no dudes que estaré a tu lado pase lo que pase. Y del mismo modo, no podría desear mejor forma de abandonar este mundo, que en los brazos de un verdadero amigo. Te pido lo mismo Fausto, por favor, no me abandones cuando Celadora venga a por mi alma.
Sin mediar más en una sola palabra, Lidias se arrimó hasta Fausto. Apretó los labios aguantando toda angustia y amarró sus brazos en torno al enjuto cazador, abrazándole como jamás lo había hecho. Hacía muchísimo que no abrazaba a alguien, menos con tal fervor y entrega como hizo con él en aquel momento, y se sintió de alguna manera feliz de aquella emoción que la embargaba. Sabía muy bien que esa tarde moriría, ya no había vuelta atrás y momentos antes sentía un pavor inconcebible por ello. Pavor que trataba de disimular bajo un halo de valentía y seguridad, que solo su sentido del deber le brindaba.
Eneon al igual que el resto de nobles que componían el grupo, observaron la escena sin irrumpir en un solo momento, sin embargo, fue el fuerte golpe del ariete en la gran puerta el que alertó tanto a Lidias como al cazador.
—Es momento —soltó Eneon—. Han traído consigo un ariete.
—¡Hombres! —Lidias alzó la voz y gritó a todo pulmón—: A las armas, por vuestras familias, por Farthias y su gente.
Un nuevo grito de guerra causó eco dentro del tétrico salón: coreaban a rabiar lo dicho por Lidias.
—Habrá un mañana —Aseguró Verón, mientras miraba a Lidias, firme frente a la puerta que retumbaba—. Un mañana para su majestad y su pueblo.
Aunque Lidias solo asintió con la cabeza al comentario, en realidad tenía toda su atención puesta en lo que se venía. Así pues le pareció sensato apartarse hacia atrás, ordenando a los soldados hicieran lo mismo. La potente voz de Eneon fue entonces amplificación de sus palabras, ordenando a los hombres permanecer firmes y alejados del derrumbe que se vendría. Debían evitar a toda costa, ser arrollados por el avance terrible del ariete, una vez sucumbiese la puerta.
—Mantened distancia, concentraos en la puerta —repetía Eneon las ordenes de la reina.
Con cada nuevo golpe, en el muro nacía una nueva grieta, que se unía a las demás soltando polvo y piedra molida. Crujía otro perno o bien se partía algún remache que reforzaba el grueso portón. El sonido no hacía otra cosa que acrecentar la ansiedad, el helado aire que circundaba el abovedado refugio, ya se había viciado y calentado con la respiración aterrada de los supervivientes. Y aunque allí olía a sudor, lo que todos respiraban era esperanza. Aferrándose a la vaga posibilidad de salir vivos de aquella anunciada batalla, de aquella ineludible invitación a casa de Celadora.
Uno tras otro se sucedieron los golpes, el siguiente más duro y sonoro que el anterior. A los oídos de los reunidos les parecía el retumbe de un terrible tambor, la percusión de la propia muerte. Hasta que presa de aquel incesante embiste, la puerta por fin pareció ceder. Una amarga y mortecina luz ingresó primero, atravesando el refugio por la mitad con un rayo grisáceo —Caía ya la tarde y el sol moría atrapado bajo nubes grises—. Luego los siguientes tres embates culminaron el trabajo de los cientos que les antecedieron, derribando por completo aquel coloso de hierro.
La horda bárbara ingresó al igual como habían hecho en la barbacana, con una fuerza demoledora y brutal. Dispuestos a aplastar a los incautos que seguro estarían pardos con sus armas desenvainadas, haciendo frente a su inminente entrada. Pero no fue así.
Al entrar los salvajes se encontraron la sala vacía. Pese a que se abrieron paso adentro con la fuerza de una manada de furiosos toros, ni sus pies, ni sus escudos, ni sus afiladas armas aplastaron la carne que pretendían machacar al ingresar. Mas la decepción que pareció gobernarles un breve instante, pronto halló su explicación, cuando el cortante acero de cien bravos humanos rebanó carótidas y perforó los pulmones de un número equivalente de bárbaros, que desconcertados jamás alcanzaron a preguntarse desde dónde había salido el furtivo ataque.
La oscuridad fue la mayor aliada para los desesperados hombres, sus ojos ya se habían aclimatado a la carencia de luz de aquel salón. Fundirse entre las sombras laterales al portón, había sido sin duda una gran estratagema, sus trajes pardos les permitían un camuflaje perfecto en la oscuridad.
Habían logrado cargarse a un número considerable de enemigos, lástima que la diferencia de fuerzas y número, no les favoreciera ni de cerca. Tan pronto la primera fila del desorganizado tropel bárbaro cayó, una segunda, más brava y precavida le sobrevino repeliendo y devastando a cuanto soldado titubeó solo un instante. Resultando de inmediato en una considerable baja para las tropas de los hombres.
La sensación general de toda la resistencia era de un total abigarramiento. Luchaban entregados al fragor de su propia aferro a la vida. Cada estocada, cada corte, cada embiste era un salto de fe al abismo, en un instante respiraban y al otro, posiblemente ya no.
Fausto se batía dando cortes a cada figura blanquecina que le parecía un cuerpo, siempre de frente y si por fortuna acertaba continuaba asestando una y otra vez hacia adelante. El olor metálico de la sangre saturando el aire respirable, no hacía si no otra cosa que alimentar el frenesí en el corazón de los hombres y del propio Fausto. Cada segundo que continuaban respirando, era una nueva oportunidad para ofender y las posibilidades de partir al encuentro con Celadora aumentaban con cada nuevo embiste.
Ya nada importaba, el pensamiento corría a velocidades más altas que su propia reacción y que sus ojos. Lidias persistía en su ataque certero y mortal, sin meditar en detenerse o encontrar una vuelta hacia atrás. Todo lo que su mirada le entregaba, era una imagen ralentizada de la realidad. Los movimientos, los sonidos, sus propias reacciones le parecían más lentas, como si el tiempo hubiera perdido toda prisa para saborear aquel espantoso momento. Hombro con hombro junto a sus hombres, gritaba de cuando en vez, ánimos para alentar la carnicería que se venía armando. Si recibió golpes, ni cuenta se dio, pues la adrenalina del momento solo la enfocaba en abrirse paso entre la carne del enemigo y mantenerse con vida tanto como fuera necesario para llevarse consigo a la mayor cantidad de bárbaros.
Los minutos que sucedieron fueron del más caótico acontecer. Una carnicería inenarrable se llevó a cabo en la penumbra del abovedado refugio, repartiendo sangre y muerte de ambas partes. Era imposible advertir algo en aquella oscuridad, ni siquiera para el agudo ojo de los bárbaros, que ya bien habían sido sorprendidos. En ese momento todo era ruido, gritos, tronar de golpes; incluso el escalofriante sonido de los huesos al quebrarse.
Así ocurrió, que en menos de quince minutos —los que a Fausto le parecieron una doble eternidad—, la batalla librada todavía caótica, desorganizada y por completo liosa, acabó con el piso repleto de los cuerpos semi-desnudos de centenar de bárbaros y otros tantos de hombres. El cazador no lo podía creer, todavía no lograba comprender que aun respiraba, apretado como se encontraba por la turba que ya no reconocía entre aliados o el enemigo, rodeándolo por completo. Más aún, viéndose a sí mismo blandir una y otra vez el acero que portaba, casi de forma autómata y más guiado por la fuerza de aferrarse a la vida, que por la de su escuálido físico.
Por otra parte, Lidias empuñando su espada cargaba sumergida en un frenesí furioso. El mismo que acompasaba el corazón de los soldados que todavía en pie, avanzaban junto a ella codo a codo hundiendo el acero de Farthias en el enemigo. Y fue así, como por increíble que pudo parecerles a todos, que por un momento la frágil línea de hombres superó en batalla a la avanzada enemiga que había entrado en el refugio. Claro que la esperanza solo duró un respiro, apenas la débil luz que lograba colarse, permitió vislumbrar la silueta de un bárbaro de imponente aspecto embestido con una capa de piel que le pendía hasta las rodillas. Saltó sobre el ejército que parecía comandar y cayó frente a frente a la tropa de hombres que resistía.
La visión de aquel bárbaro no supuso el cese del ataque ni para los hombres, ni para sus adversarios. Solo Lidias y Eneon se dieron cuenta de quien se trataba, y ambos cavilaron en la misma aciaga idea: "Estaban perdidos". Sin embargo, el bárbaro con ojos de fuego anunció algo en la gutural lengua de su raza y otra vez una luz de esperanza se metió al corazón de los hombres, quienes confundidos en sus puestos no supieron en realidad cómo reaccionar. Todo porque apenas la voz de Dragh dejó de oírse, el enemigo pareció replegarse y salir del refugio, abandonando consigo a sus muertos y a otros tantos heridos.
—¿Qué ocurre? —se preguntó en voz alta Fausto—. Se están retirando, ellos se están retirando.
Verón sangraba por la nariz, había recibido un duro golpe que de seguro le partió el tabique, sin embargo, en su instrucción había aprendido la lengua de los bárbaros y alcanzó a comprender lo que Dragh había dicho. Se acercó en medio de la penumbra hasta dónde creyó se encontraba Lidias y sentenció:
—No estamos a salvo ni cuanto menos. —Alzó en lo alto su espada—. Este ha dicho que sus guerreros se retiren, porque nos tiene preparado algo grande, muy grande.
—¿Qué pasa, maestre? —Lidias, llegó a su lado sin quitarle los ojos de encima al hercúleo bárbaro, cuya reñidora silueta le desafiaba—. ¿Una trampa?
—No lo sé, pero están muy seguros de poder acabarnos.
—Entonces no les daremos ese placer —gritó Eneon y se abalanzó contra Dragh—. No huirás esta vez, malnacido.
—No Eneon, detente —alcanzó a advertir Lidias, y se coló frente al paladín, poniéndose en frente de todos los hombres.
Eneon permitió el paso a su reina y aguardó, a su vera lo mismo que hizo Fausto apenas logró abrirse paso entre los soldados.
—Detente ahí, general —sentenció Lidias, avanzando un paso más al frente y parándose a menos de tres varas del Bárbaro—. No avances más u olvidaremos todo honor para matarte. Sé que puedes comprender lo que digo, te oí hablar con Lenanshra la lengua unificada y ahora quiero escuchar tu nombre.
Dragh era el único bárbaro dentro del refugio, toda su tropa había salido ya, y le esperaban afuera. Apenas vieron a su líder rodeado por los hombres, estuvieron tentados a regresar en su resguardo, mas el semi-dragón levantó su mano y les detuvo a la distancia.
—Reconozco tu olor, hembra de hombre—carraspeó Dragh, la verdad es que todavía no podía ver bien en aquella oscuridad. Se detuvo frente a la reina y preguntó—: ¿Cuál era tú nombre?... ¡Ah! Lo tengo: Lidiasss —siseó cual serpiente.
—¿El tuyo, bárbaro? —insistió. Por dentro la sangre de Lidias hervía, sentía que temblaba y que la voz no le respondía. No quería oír lo que el bárbaro respondería, más lo deseaba entre una ironía de sensaciones.
—Mi nombre es Dragh, el Khul —respondió jactancioso—. Abre paso, que yo no sé de honor reina de Farthias.
En ese momento Fausto empujó a Lidias a un lado y rodaron juntos entre los pies de los soldados. Mientras con gran estruendo la espada del bárbaro se oyó chocar contra la del paladín Eneon. Fausto había intervenido en el momento justo: por medio centímetro la hoja hubiese rebanado la cara de Lidias. En lugar de ello una estela de sangre imperceptible entre la oscuridad, resbaló por la espalda del cazador quien tumbado a un lado de Lidias, repetía su nombre una y otra vez.
—¡Fausto! —gritó, procurando al instante volver a ponerse en pie—. ¿Qué..?
No culminó la pregunta, cuando otra vez el caos se desató frente a sus ojos, aunque por lo oscuro que estaba poco podía ver. Las decenas de soldados se abalanzaron contra Dragh con fiereza y decisión, o al menos eso es lo que logró percibir, entre la voz ronca y furiosa de Eneon, y el resto del grupo. Entre tanto, Fausto no hacía otra cosa que ayudarla a levantarse, dando algunos quejidos en su intento.
—¿Estás bien? —Lidias sujetó sus manos, poniéndose de pie junto a él.
—Sí, sí ¿tú? —Jadeaba de una manera extraña.
—Estás herido ¡dioses, Fausto! Estás herido y es por mi culpa —dijo Lidias intentando examinarlo con la mirada y sus manos, de forma infructuosa—. ¿Dónde ha sido? Dime Fausto, dónde te hirió.
—Estoy bien, creo que solo ha sido un rasguño. —El rio enseñando sus dientes, pero Lidias no logró verlo. Ambos fueron empujados por la batalla que se libraba y separados por el tropel de cuerpos agolpándose unos contra otros.
—¡Fausto, no! —Lidias intentó alcanzarlo con sus manos, pero sus hombres se movían como la mar embravecida. En algún momento entre la penumbra, divisó al cazador tropezar y caer, más los brazos siempre atentos de Verón le cogieron desde los hombros, sacándolo de la batalla.
—Está herido, maestre. Fausto está herido —desgarró su garganta gritándole, para hacerse oír en aquel barullo
Los cuerpos volaban, de forma literal lo hacían varios metros. Aquella bestial criatura, se estaba enfrentando el sólo a más de una docena de hombres, que aunque no podían ver bien en la oscuridad, estaban ciertos de que él tampoco y esto no ofrecía ventaja alguna para ninguno, no obstante, no era posible que Dragh resistiera el embate de un grupo completo de soldados entrenados.
—¿Qué clase de demonio es éste? —se preguntó Fausto a viva voz, mientras Verón le arrastraba al interior del salón.
Aun demostrando una gran destreza y una fuerza impresionante, Dragh retrocedió cada vez más hacia la salida. Pateaba, pisoteaba, destrozaba con su espada o partía en dos a diestra y siniestra, mas reculaba cada vez que podía. Sabía que él sólo no podría contra aquella multitud, su piel desnuda al igual que la de su ejército, eran la mayor desventaja ante los hombres. Ellos debajo de una gruesa armadura de hierro, resistían al menos dos o tres embistes, no así cualquier bárbaro, que al primer acierto certero del acero enemigo, caía de forma irremediable producto de hemorragias. Dragh no era excepción, si bien su pecho estaba recubierto por su piel mitad dragón, el resto del cuerpo no era más resistente que la piel de un buey, igual que cualquier bárbaro. Las espadas le hacían daño y debía evitarlas a toda costa si quería sobrevivir, por esa razón aun cuando mató a la mayoría de sus atacantes, tuvo que retirarse con sendos cortes en las costillas y los brazos.
—Sé que quieres tu venganza, Lidias —gritó Dragh desde afuera—. Si fuera tú, ansiaría lo mismo. Por mí se envió matar a tu padre. Por mí Condrid asesinó a todos los hechiceros de tu pueblo y quemó la gran torre y su biblioteca. Por mí, fuiste apuñalada, aunque puedo darme cuenta que no fue un trabajo completo.
Lidias no podía con la impotencia y la ira germinando en ella con cada palabra, su impulso primero era salir corriendo y encararlo. Luego analizó las consecuencias y comprendió que un descuido así solo acabaría con el resto de sus hombres, que para confusión incluso de ella, estaban viendo una luz de esperanza.
—Sé que te dije que para mí el honor para con los tuyos no existe —continuó provocando el Bárbaro—. Podría hacer una excepción ofreciéndote oportunidad de cobrar tu venganza. Pero me temo que no estás a mi altura y ya tengo planes para ti en el corto plazo.
La cólera chispeaba en sus ojos, aunque sabía que en sus últimas palabras el bárbaro tenía razón, ella no estaba a su altura y le pesaba en el alma. No podría vengarse aunque lo desease con todo el corazón, aquella bestia la rebanaría en el solo instante de intentar enfrentarlo, nada ganaría con retarlo, nada provechoso
—No sé de qué hablas, salvaje —gritó, para que el semidragón la oyera en la distancia que ya había tomado fuera del refugio—. Te reconozco, Dragh. Será tu rostro el primero que busque en batalla, cuando se dé la oportunidad. ¿Me has oído?
—No habrá otra oportunidad, Lidias. Eggrho grttha'trat —se oyó la gruesa voz del guerrero responder a lo lejos.
Afuera parecía que caía la noche, o bien era la nube de ceniza que cubría el cielo, la que se estaba llevando toda la luz de la tarde. Estaba casi tan oscuro como dentro del refugio y solo podían oír el eco y retumbar de las pisadas de los bárbaros alejándose a grandes trancos fuera del fuerte. Lidias exhaló rendida, entonces se volteó dando la espalda al claro e internándose entre el grupo de hombres para ver a Fausto.
—"¿Se alejan?" —se escuchó decir.
—"Ellos se están replegando, ¿será que lo logramos?" —las voces de soldados exclamando y preguntando se oían entre la oscuridad.
—Luz aquí —pidió Verón, llamando a Garamon—. No creo que se estén retirando, algo traman —anunció por lo bajo.
Garamon se aprontó hasta el maestre, quien sostenía la nuca de Fausto recostado sobre el frío suelo de piedra. El cazador estaba pálido y semiconsciente, aun así se deshacía en maldiciones.
—Me cago en mi suerte, me cago en mi suerte —repetía Fausto, mientras expectoraba sangre y su mirada se volvía un triste pozo de dolor—. ¡Me han frega'o bien frega'o, ay si, cómo me han frega'o!
—Fausto, Fausto estoy aquí. —Se arrodilló Lidias a su lado, apenas logró cruzar las filas—. Estoy aquí, "Trota mundos". Estoy aquí, perdóname por favor.
—¿Lidias? —Él extendió la mano buscando la suya para aferrarla y al instante Lidias entrelazó sus finos dedos contra los suyos huesudos y ásperos—. Me han cogi'o duro, pero tú estás bien —Entre su asustada y angustiada expresión, Fausto bosquejó una sonrisa nerviosa—. Si te soy honesto, ahora me arrepiento de haber regresado. Pero de no haber si'o así habrías si'o tú en lugar mío.
—Yo en tu lugar, Fausto, así debió ser, así debió ser... ¡dioses! Pero vas a salir de esta amigo mío. —Los ojos de Lidias se volvieron un mar de lágrimas—. ¿Verdad que se repondrá señores? —dijo, refiriéndose a Verón y Garamon, quienes la miraron con cierta amargura.
—Esto tenía mala pinta desde un comienzo. —Apenas inspiraba, el dolor le podía y aferraba la mano de Lidias con vehemencia. Apretó los labios secos y agregó—: Al menos la elfo ya debe estar a salvo y en cuanto a ti, prefiero morir creyendo que saldrás de esta Lidias. Todo está mal pinta'o pa' mi.
El llanto de Lidias se tornó en un desconsuelo, al momento que la mirada de Fausto se perdía y la voz ya no le salía entre estupros de sangre y exhalaciones sonoras y liquidas. Se aferró a su lado insistiendo en que todo estaría bien.
—No, no, Fausto quédate conmigo...
—¡Nada está bien! —se oyó una voz que estremeció y sorprendió por pates iguales a Fausto en su inconsciencia y tanto o más a Lidias.
Sobre el balcón por el que hacía poco había bajado Fausto, un destello luminoso acababa de opacarse y en su lugar se observaba una silueta conocida. Agneth saludó agitando la mano, en una caricaturesca e irreverente muestra de infantilismo y falta total de seriedad para con la situación.
—¿Anetth? —la voz de Lidias tembló de rabia y estupefacción—. Muéstrate, dónde quiera que estés. Ya basta de tus estúpidos trucos.
—Anetth no querida, Agneth. Ya no vuelvas a mencionar otra vez ese nombre que nos hará recordar malos tiempos entre tú y yo ¿verdad que sí? —Ella sonrió, pero Lidias no podía verla en la penumbra—. Sin trucos, por supuesto. Créelo o no, he venido limpia y sin dobleces.
"Se armó la grande", pensó Fausto, aunque su situación lo desesperaba, por instinto intentó erguirse. Incluso Verón no sabía cómo reaccionar ante esta inoportuna y desalentadora visita. Lo primero que pensó, fue que era el truco que Dragh tenía bajo la manga y la razón por la que ordenó a sus tropas replegarse.
—¿Cómo te atreves a aparecerte aquí? —increpó Verón, dispuesto a ordenar a Garamon atacarla.
—Tranquiliza a tus perros princesa o ¿está bien si ya puedo llamarte reina? —Agneth no se movió de su posición, sin embargo, los movimientos que hacían sus extremidades ponía en extremo nervioso al Interventor y al maestre—. Oí que te desposaste con Roman Tres Abetos —hizo un énfasis jocoso al pronunciar dicho apellido—. ¿Quién lo diría cariño? Después de todo resultaste ser más pervertida de lo que yo misma creía.
—Ya basta, bruja —le gritó Lidias—. Lárgate de aquí si todavía te queda decencia, ¿Qué no ves que...?
—Dame salvoconducto y evitaré que Fausto muera por tu culpa. —Se apuró en ofrecer la hechicera—. Y ha de ser rápido cariño, que el bueno de vuestro lacayo se nos va.
—Cómo me repugnan tú y tus artimañas mal parida hembra —le enrostró, hechos sus ojos dos chispas—. Si algo de la mujer que me presentaste antes de tu traición existía, entonces... —Miró a Fausto estremecerse con la mirada ida — ...entonces baja aquí y sálvalo.
—¿Qué dice? —Verón se acercó al oído de Lidias, nada seguro de su decisión—. No podemos enfrentarnos a su poder, ni aunque quisiéramos, mi señora.
—Estoy desesperada Verón y sólo estamos aquí y ahora para ganar tiempo —confesó en un susurro ahogado—. Que los hombres abandonen el salón, huid a la villa y viajad al sur —gritó con fuerza.
—Mi señora —intentó objetar Eneon.
—He dicho, que os retiréis. —La mirada de Lidias volvió a ser implacable.
—Gran estratagema la suya, os felicito, valerse de la oscuridad para atacar a ciegas..,. un buen intento —Sonrió Agneth, caustica y ponzoñosa al acercarse a los soldados—. Aunque inútil, para lo que vendrá.
Tanto el desconfiado Verón, como el resto de los hombres se estremecieron con lo apenas revelado por la hechicera, sin embargo, continuaron replegándose acatando la orden de su reina.
—Esto será entre tú y yo, Agneth —aclaró Lidias—. ¿Serás igual de cobarde que aquella noche?
—Suena divertido, cariño. Y debo admitir que te ves igual de guapa, así ensangrentada y embadurnada como estás. —Agneth levantó los brazos y abrió las palmas, enseñando que no estaba dispuesta a luchar—. Como lo ves, estoy desarmada —Se mordisqueó el labio, consciente de su total desnudez—, Harías bien en bajar tu arma, Lidias. Sabes que no vas a hacerme daño a menos que yo así lo permitiera.
Lidias dudó un momento, bajó la espada con lentitud e incluso la envainó a su izquierda. Luego bosquejó una sonrisa en los labios mientras se sumía en la oscuridad que Garamon abandonaba a su avance con el resto del grupo. La oscuridad no duró más que un pestañeo, cuando Agneth chasqueó las palmas y enseguida todas las farolas y antorchas a la redonda se encendieron, iluminando la bóveda entera.
—Así está mejor ¿no? —Agneth rio y esta vez clavó sus ojos en los de Lidias, tan desafiante que ésta apenas pudo aguantarle la mirada—. No me gusta la oscuridad, no me siento cómoda en las sombras.
A Lidias le tembló la mano con que apretaba el arma, mientras que con la otra no soltaba el enlace que mantenía con Fausto. Entonces entregada a la única esperanza para el cazador, bajó la mirada para verlo, huyendo en el acto de los ojos de Agneth.
—Me gusta que sepas cuál es tu lugar ahora. —Escupió a sus pies y no se inmutó al percibir cuando Eneon y Verón desenvainaban sus aceros para correr a salvaguardar a su reina—. ¡So!, perros —les dijo hastiada.
—Dejadnos. —mantuvo su posición Lidias—. Hagan lo que ordené y abandonen el fuerte.
—No, te, atrevas...no te atrevas a hacerle daño —Fausto logró enfocar su mirada en Agneth—. No vas a tocar a Lidias, maldita sea...¡Eneon! —gritó lo que pudo —No permitas, no permitas que esta furcia toque a Lidias.
—Hablarme así, cuándo yo te estimo tanto, Fausto —Agneth se acuclilló a un lado del cazador, quedando a la vera de Lidias—. Te advertí que pasaría cazador, ahora me deberás tu vida.
—Solo cumple lo que has prometido, Agneth. Si puedes salvarlo, esperaré paciente a que lo logres antes de cobrarme tu deuda conmigo.
—¿Mi deuda contigo? —Ella rio y meneo la cabeza—. Cuando acabe con esto, y lo que he venido a revelarte, sabrás que si hubo alguna deuda ya estará más que saldada.
Agneth se agachó junto a Fausto y le miró a los ojos revelando ante él cierta ternura, escondida detrás de las grises perlas de su mirada. Le posó una mano sobre el pecho y un halo de luz dorada comenzó a envolverlo por completo. Mientras concentraba su energía en recuperarlo, no dejó de sonreír con la misma candidez con la que la habían conocido.
—Te lo advertí cazador, mas no pude detenerte. —Esta vez su voz fue un susurro, entonces ella misma se sintió estremecer—. Siento que haya tenido que ser así —Volvió su rostro al de Lidias.
—¿Qué tramas ahora? —Las palabras de Lidias eran una derrota, la entrega de su voz lo decía todo—. ¿Por qué haces esto?
—Te utilizo —Soltó una carcajada mordaz—. Lo divertido es que lo hago y no vas a hacer nada para evitarlo. En parte lo estaba planeando y sin embargo, salió mejor de lo esperado. —La hechicera se volvió para encarar a Lidias y abriendo sus almendrados ojos todo lo que podían, le dijo—: Vas a bajar tu espada o no querrás que me canse en verdad de ustedes dos.
Al instante Fausto ya se había repuesto y se sentía con tanta o más energía como nunca. Intentó ponerse de pie, pero le fue imposible mover un solo músculo. Lidias que mantenía la espada apuntando la nuca de Agneth, reculó sin obedecer la orden de la hechicera.
—La noche que te apuñalé con mi daga, fuiste marcada para siempre Lidias. Mientras vivas, serás un señuelo, un sacrificio para los antiguos dioses que... ¡Oh! Ya vienen por ti y por todo el que te rodee. —Tocó la afilada hoja con el índice y poniéndose de pie la desafió una vez más—. Puedes intentar cobrarme tu venganza, pero yo ya estoy muy lejos para que me detengas.
—¿Qué? —Lidias apretó los labios, Agneth no dejaba de aguantarle la mirada. Entonces con todas sus fuerzas cargó hacia adelante atravesando la hoja en la garganta de la hechicera.
—Lidias, te lo diré de un modo muy sencillo —continuó una voz distante, era la de Agneth—. Estás marcada por la maldición del dragón. Y no te habías dado cuenta hasta ahora, pero al ocultarse el sol estarán aquí los primeros vástagos de Wrym y no hablo de Dragh. Te caerán muy bien aunque sé que no se conocen, sé que has oído hablar de ellos tantas veces. ¿Te confieso algo? Los dragones son mucho peores de lo que cuentan las leyendas.
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