Atando Cabos -XI-

—Está herida. —Fausto, depositó el cuerpo sobre un improvisado colchón de paja, envuelto en un paño de lona bastante desgastada y húmeda—. Se hizo una venda con la faja, espero haya ayudado.

—Está empapada de sangre. —Jen tragó saliva—. Crees que se repondrá.

—Presiona aquí. —Rasgó la manga de su camisa y la colocó sobre la herida de Lidias—. Hazlo con firmeza, ya regreso.

—¿Dónde vas?

—Sólo haz lo que te pido, volveré con algo para ayudarla —gritó desde el umbral.

—Está bien, procura volver pronto —obedeció. Las manos le temblaban y sudaba nervioso.

Fausto salió de la cabaña con prisa. «Ulúpalo, es la época del año precisa», sabía que en la humedad del bosque crecía un musgo con el que podría ayudar a sanar a Lidias. El sol ya se estaba colando entre las ramas de los árboles, el aire se hacía más tibio y el rocío vaporizaba, levantando una densa neblina a nivel del suelo.

Por fin halló lo que buscaba, se agachó para hurgar entre la hierba y las raíces retorcidas en el suelo. Entonces oyó ruidos de entre los helechos.

—¡Eh! ¿Quién Anda? —gritó el cazador y sacó un cuchillo, de entre su fajín de cuero.

No obtuvo respuesta enseguida, pero había movimiento entre la foresta. No estaba seguro de verlo, pero de algún modo sus ávidos sentidos podían percibirlo.

—Deja el arma en el piso —ordenó entonces una sublime voz, que no pudo distinguir ni su género, ni su procedencia—. Pon tus manos en la nuca.

—Si vais a asaltarme, ya os digo que no traigo nada de valor —no obedeció la orden y se puso en guardia cuchillo en mano «Si tengo suerte, solo serán tres bandidos borrachos —pensó—. Tengo que salvar a Lidias, no puedo retrasarme ahora»—. Salgan de su escondite, os enfrentaré cara a cara, de cualquier forma, conmigo solo perderán su tiempo.

—Muy valiente Fausto Dellaver —esta vez una voz femenina pareció susurrarle al oído. No estaba seguro de reconocerla. Sin embargo, aquella dama conocía su nombre y procedencia.

—¿Quién eres? ¿Por qué conoces mí nombre? —No bajó la guardia y esperó respuesta atenta a cualquier movimiento, luego dijo—: Como sea, déjenme en paz. No tengo tiempo para atenderos, váyanse por donde han venido.

—Serénate, podemos ayudar a tu amiga. —La figura de una hembra joven mucho más alta que el cazador, de cabellos dorados como el sol, figura grácil, complexión delgada y con rostro afable; surgió de entre la espesura—. Guarda esa hoja, no será necesaria Fausto: no queremos que alguien salga lastimado. —Sonrió, mientras alzaba con sutiliza la mano y sus delicados dedos guiaban el curso del cuchillo que el cazador poco a poco bajó y terminó por enfundar—. Gracias.

—¿Cómo sabes de ella? —Sus ojos atónitos se fijaron en las largas y puntiagudas orejas, que sobresalían de la rubia cabellera de la moza— ¡Mis pelotas! Si eres un elfo. —Miró a su alrededor y entre la foresta, al menos distinguió seis saetas que lo apuntaban. Más orejas picudas y cabellos dorados las sostenían en finos arcos.

—Soy Nawey Dríhada, la doncella de Asherdion. —Una toga verde y ceñida, la abrigaba hasta las rodillas, mangas holgadas y de bordes ambarinos le cubrían los brazos, mientras que la piel desnuda de sus oblongas piernas comenzaba a revestirse desde la pantorrilla, con botas de cuero sinople y cordones de hilos dorados—. Llévame con Lidias, no hay que desperdiciar más tiempo.

—Sígame —indicó y se echó a correr. La dama le siguió, junto al grupo de elfos que la escoltaban. Eran seis: Ivrel, Lerion, Breon, Esharuel, Torel y Leonel; estos dos últimos venían montados sobre magníficos corceles y vestían brillantes armaduras plateadas, los otros traían atuendos de tela: jubón verdusco y pantalón marrón, ideales para un perfecto camuflaje en la foresta.

Arribaron hasta el refugio en menos tiempo del que a Fausto le tomó ubicar el Ulúpalo. Y entró dando un empujón a la puerta.

—¿Cómo sigue? —preguntó Fausto, con la voz agitada al momento de ingresar en la cabaña.

—Ya ha manchado la tela al completo y su respiración apenas se percibe —respondió Jen, con notorio nerviosismo. El cuerpo de Lidias estaba de un pálido casi azuloso—. Está..., muriendo.

Fausto miró con expresión desolada a la frágil muchacha sobre el pajar. Los labios entreabiertos, violáceos y resecos; el cabello lánguido era un río negro que se vertía sobre la tela, y la frente opaca con el rostro dolorido, le daban una impresión mortal. El girón de lona en su totalidad teñido de rojo brillante, seguía presionando la herida que se perdía en el vientre ensangrentado de Lidias.

—Espero que Nawey pueda ayudarla. —Fausto miró a la elfo con ansiedad—. Se está desangrado.

—¡Me lleven los del Norte! —Los ojos de Jen se abrieron a más no poder, el visón de la elfo lo dejó perplejo—. Has traído a la caballería pesada, y yo creía que te habías marchado por algún ungüento de esos de cazador.

Sin prestar demasiada atención a Jen, Nawey se arrodilló junto al sencillo lecho e imponiendo ambas manos sobre Lidias ordenó:

—Salgan ambos —su voz tronó autoritaria, aun cuando seguía siendo tan sublime como al principio—. Tráiganme con qué cubrirla —pidió a los elfos que la acompañaban.

La elfo se concentró mientras cerraba los ojos y virtualizaba el cuerpo de la princesa en su mente. Una cálida luminosidad manó de entre sus dedos y cual afluentes dorados recorrieron a una casi inerte Lidias. La luz la envolvió por completo y comenzó a abrigarla, el calor que manaba era agradable, tibio, sublime, casi divino. Sobre la piel le bailaban llamas de un dorado luminoso, que como si de un farol se tratara, brillaban con luz propia. Sin embargo, Lidias estaba de un pálido mortal.

El esmero de Nawey residía en recorrer con su energía la red vital de la princesa y remendar la herida. La Conexión podía lograr cosas maravillosas, tales como apurar los procesos naturales de un cuerpo vivo o modificar la química de materiales; con seguridad la elfo intentaba que Lidias se reabasteciera de sangre.

—Mi señora. —El elfo reverenció y se detuvo en el umbral de la puerta—. Aquí están las mantas que pidió.

—Gracias Ivrel. —Le indicó el lecho con la mirada—. Tráelas aquí, la pobrecilla está temblando. —La herida estaba cicatrizando, sin embargo, Nawey podía sentir como la llama de la vida se extinguía en la muchacha.

—Evôen eu deitêni —le susurró al oído—. Quédate conmigo, Hija del Norte.

Colocó una mano sobre la frente de Lidias y sonrió, su mirada era paciente y calma.

—Aun no es tu hora, hoy no. —Los ojos de Nawey, brillaban como zafiros y todo su cuerpo irradiaba un halo refulgente. Se concentró en la princesa y en devolverle la energía necesaria para reanimarla. La muerte estaba muy cerca, no quedaba suficiente sangre en el cuerpo de Lidias, por más que ella se esmeraba.

Transcurrió al menos una hora, en que Nawey se mantuvo imponiendo sus manos sobre la princesa, luchando con Celadora que intentaba arrebatarle la vida. Cuando los temblores cesaron y la imperceptible elevación de su pecho al respirar se normalizó, Lidias dejó escapar un involuntario gemido, luego despegó con pereza ambos parpados. Los húmedos y claros ojos aparecieron tras ellos con la mirada confundida, perdida, y ajena a todo. «Evôen eu deitêni», dijo Nawey, para sí.

—Eres fuerte, princesa de Farthias, eres muy fuerte.

La visión nebulosa del rostro de la elfo, poco a poco se esclareció a los ojos de Lidias. Parpadeó varias veces antes de decir, casi en un balbuceo:

—¿Nawey..., Dríhada? —Cerró los ojos, un momento algo más prolongado que un pestañeo—. El acabó con todos. Había niños, Nawey ¿ninguno se salvó?

—Shhh. Lo sé todo. No hace falta. —Se puso el índice en los labios, luego agregó—: Descansa, ya habrá tiempo de hablar. Y debemos hacerlo, princesa. —Su voz era cálida, casi maternal—, pero hoy no, estás débil y es necesario que descanses.

—¿Dónde estoy? —Volvió a cerrar los ojos y acomodó la cabeza en el improvisado colchón.

—Phôn, te trajo hasta mi antiguo refugio. —En ese momento Fausto entró a la cabaña—. Me alegra que esté bien, mi señora.

—Llegas tarde Fausto Dellaver, te esperaba hace dos días. —Aún mantenía los ojos cerrados, pero reconoció la voz al instante—. Y deja de llamarme señora. —Él sonrió.

—Lo siento, tuve un pequeño contratiempo. —Se rascó la cabeza y encogió de hombros. La princesa no volvió a abrir los ojos y solo bosquejó una sonrisa.

Se durmió al poco rato. Ver a Nawey la había sorprendido, pero de alguna forma se sentía segura, sabía que en la elfo podía en realidad confiar, ya tendría tiempo de enterarse de todo, pero ella tenía razón, estaba exhausta, por sus venas corría la mitad de sangre: debía reponerse.

***

Hasta el palacio de Freidham, llegaron las noticias de la tragedia en Thirminlgon. El ambiente era bastante tenso. Sentado en el trono, con la total naturalidad con que se hace uso de lo propio, Condrid escuchaba al emisario, con expresión enajenada (sin duda su histrionismo cínico era una cualidad muy pulida en él).

—¿Dices que nadie sobrevivió? —era su voz severa, parecía que lo estuviese reprendiendo.

—No, señor. —Tragó saliva—. Nadie, la torre se quemó por completo. Había más de trecientos cadáveres, muchos eran soldados de la Sagrada Orden, otros miembros de la guardia de Thirminlgon y el resto parte del alumnado, y colegiado de hechiceros de la Torre.

—¿Parte del alumnado?

—Treinta niños aprendices, mi señor. —Le temblaba la voz.

—Es un cuadro perturbador —dijo cerrando los ojos, simulando aflicción —. Muchos, de los hijos de nuestros lores aprendían allí. ¿Ya se han revelado sus identidades?

—No aún señor. Pero tenemos la certeza de que la hija del señor de Thirminlgon se encuentra entre los caídos. —Hizo una pausa, como tanteando lo que estaba a punto de decir, cuando por fin agregó—: Hay algo más señor. Encontraron la armadura y espada de la princesa, entre los escombros. De la señorita Lidias, señor.

—¿Hallaron el cuerpo? —preguntó sin dar crédito, ni tomarle el peso a la información que le acababa de entregar el emisario y mucho menos, puso recato a sus palabras.

—N..no, señor —respondió y agregó con cortedad—. La mayoría de los cuerpos están prácticamente carbonizados.

—Pues busquen la manera y encuéntrenlo. Si ella estaba allí, debemos saber si sobrevivió —ordenó con voz implacable—. Esto es gravísimo, todo suele sugerir que los Consagrados están actuando contra el reino.

—Señor, si me permite —reverenció temeroso— . Es una acusación muy inquietante. Los humores no han bajado desde que usted les relevó de sus atribuciones, le sugiero que se tome con algo más de calma...

—¿Calma? —Se pegó al respaldo del trono—. Esos dementes están matando niños, podrían haber asesinado a la princesa y... ¿Sugieres que esté calmado?

—Señor, yo solo digo que sería bueno ahondar más en una investigación más exhaustiva. —Bajó la mirada.

—Bien puede que tengas razón, sin embargo, la situación es tan grave que el tiempo apremia —explicó airado—. Llegaré al fondo de esto y los culpables serán condenados, con todo el peso de la justicia de Farthias.

El emisario inclinó la cabeza y se retiró del salón, el ruido de la armadura taconeando contra las lustrosas baldosas se fue perdiendo en la amplitud de la construcción, hasta que desapareció por completo cuando las enormes puertas que separaban la sala del trono, se cerraron tras de él. Condrid quedó a solas un instante, hasta que desde atrás del cortinaje la figura de Anetth se hizo presente.

—¿Has oído todo? —preguntó él.

—Por supuesto. —Sonrió—. Van a caer peses muy gordos.

En el salón no había nadie más, tras las puertas entre abiertas estaba su guardia personal. Condrid hizo guardar silencio a Anetth con un gesto.

—¡Guardias! —gritó de pronto. —Traedme a Grenîon, inmediatamente.

Lord Condrid parecía inquieto, esperó con impaciencia a que le trajeran al sumo sacerdote. Miró a Anetth, que en ese momento recorría la sala del trono, contemplando los detalles de las paredes, las columnatas y la decoración. Parecía como embelesada, aun cuando conocía muy bien aquella estancia. Su cabello desordenado, la túnica carmesí rajada y el rostro tiznado, ella le sonrió y se dio un jalón a la gonela desgarrándola a la altura del escote.

—¿Crees qué medio pecho afuera le dará más realismo a tus magulladuras de escape? —lord Protector la abordó bajando la voz, para que los guardias apostados afuera no escuchasen.

—No —contestó sin prisa y se mordió los labios con cierta concupiscencia—. Pero me gustará ver la cara del sumo sacerdote, intentando disimular su deseo.

—Para ti es todo es un juego ¿No? —su voz era severa.

—Y te encanta —aseveró mientras se acercó y con parsimonia deslizó sus dedos, como una araña, por las piernas del canciller, hasta acercarse a su hombría, dónde se detuvo— ¿Podrías negarlo?

—Ya basta. —Le jaló la cabeza hacia atrás, sujetándola del cabello—. Aprenderás cuál es tu lugar... —En ese momento se oyeron pasos de los guardias escoltando a Grenîon.

—Señor —dijo el escolta—. El sumo sacerdote está aquí como lo ordenó. Ingresó altanero y con paso firme, hasta pararse frente al trono. Anetth ya estaba otra vez un poco más alejada de la plataforma.

—¿Algo que tengas que hacerme saber Grenîon? —rugió Condrid.

—Nos han tendido una trampa —se quejó con voz segura. Aquel varón era ya un anciano de setenta inviernos, de mirada profunda y aspecto severo, cojeaba de una pierna, una caída antigua lo había lisiado.

—¿Una trampa? —rio irónico—. Ordeno expulsar y relevar al colegiado de hechiceros y me encuentro con que tus hombres, les han asesinado e incendiado su academia. —Lo miró con desdén—. ¿Cuál es la trampa, en eso ?¿Te parece una broma? Asesinaron hasta los alumnos, niños hijos de nobles y colaboradores de la corona.

—No, señor. —Arrugó sus resecos labios—. Es horrible. —Se compungió—. Pero el conclave de la Sagrada Orden, no ordenó ningún acto en contra de la Torre Blanca.

—¡El conclave! —bufó—. ¿Y qué me dices de Verón? Estaba terriblemente ofuscado con el fallecido Maestre Orgmôn.

—No pudieron ser nuestros hombres —aseguró—. Ningún capitán ha viajado a Thirminlgon en estos días, y todos están vivos. Excepto...

—¿Excepto qué? —vociferó el Canciller.

—...perdimos al capitán Verdh en Reodem, hace unas semanas —explicó como avergonzándose—. Un grupo de bandidos acabó con veintidós de sus hombres. Fue una tragedia lamentable.

—Thirminlgon no está muy lejos de Reodem —inquirió—. ¿Será que fueron solo bandidos? —Clavó los ojos en Grenîon—. Oí rumores de que Lidias estuvo en la ciudad minera hace un par de días. —Miró a Anetth, que disimulaba abstraída en el horizonte. —Encontraron la indumentaria de la princesa en la Torre. —sentenció.

—Es una pista importante, ¿Cómo es que no lo sabía?

—Ya nada tiene que ver contigo, tu Orden no tiene el peso que tenía hace tres días. —aclaró, con una visible mueca de risa.

—¿Está muerta? —preguntó con la voz trémula.

—No te hagas el desentendido. —Se levantó—. La dama aquí presente, es una superviviente del ataque a la Torre Blanca.

—¿En realidad? —La miró de pies a cabeza. —Ella entonces debe saberlo.

—Iba de regreso, pero la asaltaron tus hombres en el camino. —explicó Condrid.

—Eso no es cierto. —Negó con la cabeza.

—Lo es —dijo Anetth, mirándolo a los ojos con el rostro demacrado—. Ellos me atraparon en el portón, la guardia los increpó, pero entregaron el pergamino firmado que exigía la expulsión de nuestro colegiado. —comenzó a llorar.

—Fue este hombre, el Protector del Reino. —Miró a la hechicera y apuntó a Condrid—. Él es quien estimó que los bendecidos con el Don, sean expulsados del reino y se terminara la educación de la hechicería.

—Así es Grenîon —contestó el canciller, con tranquilidad—. Porque son una amenaza, ya los hemos visto con tus interventores. No podemos arriesgarnos a que los hechiceros sigan teniendo tantas influencias. —Hizo una pausa para mirar a Anetth—. Pero de allí a asesinarlos, a matar infantes Grenîon; existe una brecha enorme.

—Yo no envié a nadie a Thirminlgon, nadie en el conclave lo hizo Verón tampoco..., lo sabría. —Se defendió el Sumo Sacerdote, una gota de sudor frío empezó a resbalarle por la frente.

—Tus hombres me golpearon. —Con un descarado movimiento, se jaló la galena enseñando el exagerado escote que se había provocado—. Sobreviví, porque me creyeron muerta cuando caí inconsciente después que me violaran. —El Sumo Sacerdote, la miró pasmado.

—Improbable —alegó al instante—. Los Consagrados hacemos votos de abstinencia. ¿Esta segura que portaban nuestro estandarte?

—Tan alto como el astil bajo su sotana —sondeó Anetth, disimulando lo entretenida que estaba, con una mueca de desagrado—. Conque abstinencia ¿verdad? Pudieran ser eunucos entonces, su naturaleza de machos emerge para haceros olvidar cualquier voto.

Anetth se cubrió el pecho con la túnica, la mirada lastimera de Grenîon pareció pedir que no lo hiciera, vez que su razón le agradecía el gesto. Condrid lo miró inquisidor, mientras la hechicera no dejaba de provocarlo con la mirada.

—¿No tienes vergüenza? Alto mando de tu orden y lleno de pensamientos lascivos hacia una víctima de tus propia orden—El canciller levantó el cetro—. En cuanto no se halle al culpable directo de la insubordinación de tus hombres y de la masacre en que incurrieron te condeno Grenîon Altabuehl, a presidio indefinido en la prisión del palacio. Por traición y genocidito.

—Esto es un insulto, lord Protector —objetó levantando sus pobladas y blanquecinas cejas—. Sabéis muy bien que no cometí tales crímenes. Esto es una artimaña, un truco para perjudicarme.

—No lo es —dijo con voz firme—. Pero nada me alegra más, que veros a ti y tu orden de fanáticos, acabados.

—Tú —sentenció Grenîon, con indignación—. Tú, estás detrás de todo esto. Lo puedo sentir, casi puedo oler tu horrible pestilencia en toda esta mierda. Jamás me caíste bien Condrid Tres Abetos, me opuse con fervor a que ascendieras a canciller, pero el rey Theodem en su testarudez creía tanto en ti, que mi consejo pareció no impórtale.

»Vas a caer Condrid, toda tu conspiración tarde o temprano saldrá a la luz y pagarás con sangre la traición. Recordaré esto, acuérdate siempre de mí porque desde hoy somos enemigos declarados.

—¡Guardias! —gritó con fuerza—. Sáquenlo de aquí, llévenlo al Pozo. —Los hombres lo cogieron y casi arrastraron fuera de salón, mientras el anciano se deshacía en amenazas.

—Ya está hecho —exhaló satisfecho lord Protector—. Ahora sí, tendremos a todo el pueblo en contra de la Sagrada Orden. —Sonrió con la mirada abstraída—. Y con los hechiceros fuera, nadie podrá oponérseme.

Anetth volvió el rostro, se arregló el atuendo acentuando de forma intencional sus sinuosas curvas y dio dos pasos para acercarse a Condrid.

—Casi siento lastima por el pobre viejo.

—¿Lastima? —Miró a Anetth, frunciendo el entrecejo—. Creí que dentro de ese oscuro corazón tuyo no había lugar para la piedad.

—Te equivocas. —Sonrió cáustica—. La misericordia es un sentimiento natural de los fuertes.

—Es de la clase que precisamente los vuelve débiles —rebatió con desgana.

—Una vez más lo dudo. —Se acercó y se le sentó al regazo como lo hiciere una chiquilla. —Si no sientes compasión por los débiles, entonces: ¿cómo puedes saberte poderoso?

—¿A dónde intentas llegar? —La miró intrigado y le mordisqueó los labios con brusquedad.

—A decirte que: el miedo se disfraza de fuerte cuando ve oportunidad. —Lo besó con pasión y luego separándose de él agregó—: Viajaré a Escaniev. —Sonrió volviendo a una actitud inocente—. Yo misma, daré las buenas nuevas a Dragh. La sangre en esta hoja es el sello de vuestro pacto, quiero entregársela personalmente.

—Así que volverás con el Bárbaro, después de todo —dijo asintiendo con la cabeza—. Antes necesito que me ayudes a abrir el Libro.

—Ya te lo he dicho. —Lo miró y una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro—. Pero debes hacerlo tú, yo no voy a tocar esas hojas. Sé quién soy y lo que quiero en realidad.

—¿Y qué es lo que quieres? —La contempló con verdadera intriga. —Me lo he preguntado por años. Quiero saber.

—Libertad. —Dejó caer la túnica al suelo y soltó los cordones que ataban la saya bajo ella. —Tendrás cuatro meses para preparar a tu pueblo—. Lo miró a los ojos sin siquiera inmutarse al saberse en total desnudes frente a él, alzó una mano y enseguida sus prendas ardieron en el suelo, desvaneciéndose en cenizas. Apretó el puñal engarzado con el que había asesinado al rey y a Lidias, luego todo su cuerpo se envolvió en una luz blanca que encandiló la mirada del canciller.

Todo lo que pudo ver después de un par de segundos, fue a una magnifica lechuza blanca que sostenía el puñal. Aleteó un momento dando giros alrededor del salón y luego salió volando por la ventana. En ese momento un guardia ingresó en el salón, alertado por el craqueo del ave.

—Señor, ¿está todo bien?

—Todo bien, solo ha sido una lechuza, se metió por el ventanal pero ya se ha ido. —Miró el cielo con un dejo de asombro y extraña melancolía. 

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