Prefacio

Andrea Roldán estaba convencida de que estaba maldita.

Que en alguna de sus reencarnaciones anteriores —si es que en realidad existen— cometió alguna atrocidad y que, en consecuencia, fue condenada a pagar con una vida de infortunios por el error de alguien más.

De vez en cuando, cuando permitía que su imaginación fuera demasiado lejos se permitía soñar con una maldición verdadera. De esas que se rompen con el beso del primer amor, como en los cuentos y en las películas de Disney...

Sin embargo, en la vida real, Andrea sabía que las maldiciones no existían y que, lo que realmente ocurría, era que la pobre chica parecía ser un imán para los problemas.

Muy a su pesar, tenía la habilidad —si es que así es como puede llamársela a su mala fortuna—, de atraer calamidades. Tristes, pequeñas y constantes calamidades.

Ese era el motivo por el cual estaba convencida de que estaba hechizada —por infantil y bobo que aquello sonara.

El día que nació, sus padres casi murieron. Literalmente.

Su madre se había sentido mal todo el día y, llegado el momento, había sangrado tanto en el baño que, cuando fue encontrada por su madre —abuela de Andrea— casi era demasiado tarde.

Ese día, cuando los abuelos de la chica llamaron a su padre para notificarle lo que pasaba, se estrelló contra un autobús —saliendo medianamente ileso, considerando el estado en el que quedó su coche.

Siguiendo con la serie de eventos desafortunados que ocurrieron el día de su nacimiento, la madre de Andrea, llamada Alicia, fue sometida a una cesárea de emergencia porque, no conforme con haber hecho sangrar a su madre hasta casi morir, la pequeña venía sentada y con el cordón umbilical enredado en el cuello.

No conforme con eso, no conoció los brazos de su madre hasta después de varios días de haber llegado al mundo porque, por equivocación, la habían intercambiado con la bebé de otra pareja.

Alicia se había dado cuenta al verle las orejas horadadas a una bebé a la que, claramente, le habían puesto unos bonitos y diminutos aretes. Accesorio que, por supuesto, ella no había pedido para su hija.

Así pues, luego de una exhaustiva investigación dentro del hospital y de una compensación monetaria por la gravísima falta, la chiquilla pudo, por fin, descansar en los brazos de su madre.

Y ese fue el comienzo de una vida llena de percances extraños, huesos rotos, accidentes inusuales y mala suerte. Odiosa, cruel y despiadada mala suerte.

Pero ese día —se había dicho a sí misma—, todo iba a cambiar.

Su mala fortuna terminaría porque el chico de sus sueños —ese que ni siquiera sabía de su existencia y con el que nunca ha entablado conversación alguna—, le dirá que él también está obsesionado con ella desde que inició el año escolar y su vida cambiaría radicalmente...

Excepto que nada de eso pasó.

Andrea, al declararle su amor a Bruno Ranieri —el chico casi universitario con el que estaba insanamente obsesionada—, delante de toda la preparatoria, con globos una pancarta y una canción rasgueada al compás de una guitarra desafinada y cantada con la voz de un chico que, francamente, no era tan bueno como aparentaba; terminó siendo rechazada —y de una manera espantosa— por aquel joven que ni siquiera hablaba como ella había imaginado que lo haría.

Por aquel muchachito que, en lugar de tratarla con delicadeza y caballerosidad —como ella siempre imaginó que la trataría—, le espetó en la cara que estaba loca. Que ni siquiera sabía quién era ella y que no quería que jamás lo volviera a molestar.

La miró como si fuese poco menos que una bolsa de desechos de animal y, colérico, arrancó el micrófono que la chica sostenía entre los dedos para después tirarlo al suelo. Después, en dos zancadas, alcanzó a las amigas de Andrea —que la ayudaban a estirar la pancarta— y arrancó el enorme cartel que sostenían para después lanzarlo lejos.

Todos aquellos que estuvieron ahí, para presenciar el espectáculo —que, para la mala fortuna de Andrea, fueron bastantes—, vieron de primera mano cómo su dignidad era arrastrada por lo suelos por nada más y nada menos que el chico al que había pasado todo el año escolar idealizando. Por aquel muchachito al que le había imaginado hasta el sonido de la voz, de modo que la hacía suspirar por montones.

Lo cierto, es que le había tocado descubrir, de la manera más horrible existente, que Bruno Ranieri no era, para nada, como lo había imaginado.

Creía que era un chico amable, caballeroso, incapaz de tratar mal a nadie.

Qué equivocada estaba. Qué tonta había sido. Qué ilusa.

—Andy, lo siento tanto... —Sergio, su mejor amigo, le susurró al oído, mientras la envolvía entre sus brazos.

Andrea sostenía la manta que había pasado días enteros pintando y no podía dejar de llorar. Los sollozos habían acabado hacía mucho, ahora, solo le quedaban lágrimas gruesas corriéndole como ríos por las mejillas y ensuciándole los lentes de montura gruesa que apenas se sostenían en la punta de su nariz.

De un movimiento, los acomodó y trató de secarse las lágrimas.

—Yo tuve la culpa —la chica dijo, en un susurro ronco, mientras se apartaba de su amigo—. Todo el mundo me dijo que no lo hiciera y yo...

—Andy... —Julieta, otra de sus mejores amigas, se acercó a ella y le apretó el brazo en un gesto conciliador, pero Andrea no la dejó terminar.

—Tengo que irme —la cortó de tajo.

—Pero, Andy...

—Nos vemos luego —dijo, a manera de despedida y se echó a correr en dirección a la salida principal.

Mientras abandonaba la preparatoria, con el corazón hecho jirones y el alma hecha un nudo, tuvo un vistazo de Bruno. Iba con sus amigos, tan alto, atlético y atractivo como siempre. Con ese cabello negro como la noche, lo suficientemente largo como para enroscársele por encima de las orejas y esos ojos color miel con los que tanto fantaseaba.

Suspiró. Esta vez, sin embargo, no fue un gesto ilusionado y enamorado; como siempre habían sido sus suspiros cuando se trataba de Bruno. Era uno oscuro, insidioso, doloroso...

Le odiaba. Le detestaba pese a que sabía que tenía razón.

Ella había cruzado una línea. Había dejado que su imaginación inquieta y su personalidad inocente la llevaran a un punto sin retorno. Se había convencido a sí misma que el amor, como en las películas que veía cuando era una niña, podía ser a primera vista. A primera conversación.

Andrea había crecido bajo el yugo de unos padres ortodoxos y religiosos, que veían el amor adolescente como algo pecaminoso que debían evitar a toda costa para su pequeña hija. Había asistido a colegios religiosos y a escuelas para señoritas hasta que tuvo oportunidad de asistir a una preparatoria mixta, donde el despertar tardío de sus hormonas, se encargó de obsesionarla con Bruno.

Pero Bruno había sido cruel. Hiriente. Y ahora Andrea tenía el corazón hecho pedazos.

—Que te den —dijo, pese a que él no era capaz de escucharla en la distancia—. Qué bueno que ya te vas a la universidad. Espero nunca tener que volver a verte, gusano de mierda.

Al pronunciar todo aquello, se sintió mucho mejor. Liberada. Lista para dejar atrás el turbulento capítulo que había sido Bruno Ranieri en su vida. A partir de ese día le detestaba y le detestaría el resto de sus días, y esperaba jamás tener que volver a cruzarse en su camino.



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