8

La puerta de mi oficina se abre. Fernando Ranieri —mi padre—, seguido de su séquito de lamebotas se abre paso hasta el interior. Lorena, mi secretaria, lo sigue a los pocos pasos, con gesto mortificado y ansioso. Ella sabe que odio cuando mi padre entra sin anunciarse. Tiene órdenes expresas de obligarlo a hacer una cita antes de tener cualquier clase de contacto conmigo.

El horror en el gesto de la chica me hace compadecerla y decido no llamarle la atención cuando noto cómo se lleva las manos a la boca en un gesto mortificado.

—Lo siento mucho, señor... —Lorena se apresura a decir —pese a que apenas soy un par de años más grande que ella—, pero, con un gesto, le indico que se detenga.

Le dedico una sonrisa tranquilizadora y luego le digo que puede retirarse.

Mi padre se detiene frente a mi escritorio, pero yo no me muevo. Estoy sentado de manera desgarbada, con el nudo de la corbata deshecho. He dejado el saco en el perchero desde el mediodía y estoy bastante seguro de que apesto a cigarrillos. Me importa una mierda, pero sé que a él no. De hecho, si hubiera sabido que vendría a verme, no me habría afeitado esta mañana.

—González me dijo que rechazaste el caso de la Comercializadora Mendoza —dice, sin más, y clavo mis ojos en los suyos.

Me aseguro de dedicarle mi mirada más glacial y aburrida mientras jugueteo con el abrecartas que tengo entre los dedos.

Dejo que el silencio hable por mí y él suspira.

—Era un buen caso.

—Demasiado sencillo —digo, lacónico.

—Es fraude fiscal.

—Cualquiera en estas oficinas puede resolverlo. —Esbozo una pequeña sonrisa, pero esta no toca mis ojos—. No me necesitas.

La compostura del hombre se va al caño en ese momento y pone ambas manos sobre el escritorio para inclinarse hacia mí.

—Paso por encima de muchos para darte los mejores casos, Bruno —sisea, furioso y me mira como si quisiera estrangularme—. Esos que son buenos para tu carrera. ¿Y tú los desperdicias, así como así?

Ni siquiera me inmuto ante la ira en su voz.

—Yo nunca te he pedido nada. Mucho menos he tomado una de las mierdas de casos que pretendes que resuelva —digo, en ese tono acompasado que sé que lo descoloca—. Ve y dale esa basura a alguien más. Cuando tengas algo bueno... pero bueno de verdad... hablamos.

—¡¿Crees que vas a hacerte de una reputación sin codearte con la gente adecuada?! —espeta, con brusquedad—. ¡Necesitas relacionarte! ¡Necesitas hacer casos que no te gustan para que la gente en el ramo te conozca!

Sé que tiene razón, pero no le doy la satisfacción de hacérselo notar. Me mantengo tan estoico como siempre.

—Si viniste nada más a recriminarme que no tomé tu puñetero caso —hago un gesto en dirección a la salida—, por favor, vete y déjame trabajar. No tengo tiempo para esto y tampoco tengo diez años como para que vengas a regañarme.

Se hace el silencio y me mira un largo rato; como si estuviese contemplando la posibilidad de seguir discutiendo conmigo.

Luego de unos instantes, parece decidir lo más sensato y deja escapar un suspiro pesaroso.

—La semana que viene es cumpleaños de tu hermana —dice, luego de unos segundos más, y yo asiento.

—Lo sé.

—Voy a llevarla a cenar. Julián también va. ¿Nos acompañas?

—No. —Sueno tan brusco y tajante, que tengo que reprimir el impulso que siento de hacer una mueca. Siempre he sido muy directo, pero a veces ni siquiera soy capaz de medir el daño que pueden hacer mis palabras si no las suelto con el tacto necesario, así que añado—: Esa semana tengo que ir a la Ciudad de México para el seguimiento de un caso. No estaré aquí para su cumpleaños, así que almorzaré con ella mañana en su lugar.

Él asiente, pero la línea dura que es su boca me hace saber que mi respuesta no le ha gustado para nada —aunque no es una mentira. Todo lo que le he dicho es verdad.

—Ya veo —dice—. En otra ocasión, entonces.

Asiento con dureza y él imita mi gesto antes de girarse sobre su eje y echarse a andar fuera de la estancia. Cuando cierra la puerta detrás de él, me arrepiento de la manera en la que me comporté, pero no puedo ser de otra manera. No con él.

Un suspiro largo se me escapa y me presiono el puente de la nariz con el pulgar y el dedo medio. En ese momento, mi teléfono suena.

Es Dante.

Dejo escapar un suspiro largo. No he hablado con él desde el día que insinuó que podía vivir con el monstruo insoportable que es Andrea Roldán, y de eso hace ya más de una semana. Una jodida y tortuosa semana.

Decido responder.

—¿Sí?

—¿Qué tal la vida de roommate, amigo? —dice y quiero golpearlo.

—Fabulosa —respondo, con ironía—. Todos los días me he despertado a las cinco de la mañana con la música más cursi que he escuchado en mi vida. A todo volumen, por cierto. —La carcajada que suelta me hace sonreír, pero continúo—: No conforme con ello, tengo que lidiar con que invada la habitación cada que necesita ducharse. Todo eso sin contar la cantidad de mierda que usa y que solo quita espacio en las repisas del baño.

—¡Oh, vamos! —Dante replica, luego de reír un poco más—. No debe ser tan malo.

—No fue malo el primer día, cuando cocinó pasta con pollo —le concedo—. Estaba delicioso, por cierto, pero el pollo y la pasta no compensan el hecho de que esa mujer ha estado torturándome a propósito desde hace más de una semana.

—Por supuesto que no está torturándote.

—El otro día trajo gente al apartamento sin avisarme.

—Fue su cumpleaños. Seguro fueron a visitarla. No seas amargado —me reprime.

—Como sea, por cortesía, debió decirme que llevaría visitas. Sabes cuánto detesto que invadan mi espacio. Que las cosas no estén... —Me detengo, porque ni siquiera delante de Dante soy capaz de admitir lo poco que me gusta que las cosas no estén en su lugar. Que no sigan el curso que deben. Que cambien.

—Creo que exageras, hermano —Dante insiste—. No traté mucho con la chica, pero es bastante simpática.

—Simpática y una mierda —digo, horrorizado, mientras él ríe un poco más—. Esa mujer trata de volverme loco. Quiere echarme del apartamento. Estoy convencido de ello.

—Si tanto te molesta, ¿por qué no haces algo al respecto?

Una sonrisa maliciosa tira de las comisuras de mis labios.

—Oh, pero claro que haré algo al respecto —replico, al recordar la cita que tengo esta noche.

—Bien. Me alegro —dice mi amigo, pero no parece percatarse en lo absoluto del trasfondo que hay en mis palabras.

Mejor así. Que se entere cuando Andrea vaya a lloriquearle a su esposa.

—¿Qué tal la vida en España, amigo mío? —digo, para cambiar el tema, pero mi mente no deja de darle vueltas a la pequeña venganza que me he armado.

Esa insana mujer va a desear jamás haberse metido conmigo.


***


Cuando cruzo el umbral del apartamento de la mano de Nancy —una excompañera de la universidad—, todo está en penumbra.

Andrea no está.

Una punzada de preocupación me asalta cuando recuerdo que pasan de las once y media, pero me digo a mí mismo que no debe importarme la hora a la que ella llega a casa.

—Este lugar es asombroso —Nancy susurra y se aprieta contra mí. Sus pechos presionándose contra mi espalda y brazo.

—Te dije que lo era —imito su tono bajo y la miro por encima del hombro antes de que me bese.

—Quiero que me lo hagas en la alberca —pide, mientras me lame el lóbulo de la oreja y yo sonrío.

—Déjame mostrarte el jacuzzi primero —le respondo y volvemos a besarnos. Esta vez, la levanto del suelo para que envuelva sus piernas en mis caderas y me encamino hasta la habitación.

No voy a decir que todo esto de invitar a Nancy es solo una venganza, porque en realidad disfruto mucho de su compañía; pero, la sola idea de imaginarme a Andrea escuchando cuán escandalosa es Nancy cuando follamos, me pone de un humor inmejorable.

Lo mío con Nancy, contrario a lo que tengo con Rebeca, es más ocasional. Con mucha menor frecuencia. Y Rebeca lo sabe. No es como si se lo hubiese dicho porque fuese necesario, pero alguna vez tuve que mencionarlo porque quería que nos viéramos cuando ya había quedado con Nancy. Me pareció adecuado hacerlo. Así como ella me dijo que era casada, consideré que era prudente comentarle que me veo con Nancy una o dos veces al año.

Además, pese a que todas mis relaciones son responsables, a mí me gustaría saber si la mujer con la que follo, folla con alguien más.


Cuando cierro la puerta de la habitación detrás de mí, bajo a Nancy y miro el reloj digital en el buró junto a la cama. Faltan quince minutos para la medianoche y, de pronto, la imagen de la chica de cabello largo, lentes de montura delgada y bonitas piernas me invade el pensamiento.

Otra punzada de preocupación.

—Voy a encender el agua —dice Nancy, cuando nos separamos y yo le doy un último beso antes de dejarla ir.

La inquietud me agita las entrañas, pero la empujo lejos tan pronto como llega.

La chica te tortura y tú te preocupas por la hora a la que llega.

Sonrío y sacudo la cabeza en una negativa.

Mientras me desnudo, pienso en ella, por las mañanas, con toda esa jodida energía. Cuando entro al baño cubierto en vapor caliente por el agua del jacuzzi, recuerdo la primera vez que la vi y eso me descoloca durante unos instantes.

Nancy aparece desnuda frente a mí y me besa de nuevo, con una sonrisa en los labios, pero no puedo apartar de mi cabeza la imagen de Andrea, medio desnuda, con los ojos abiertos como platos y el cabello húmedo cayéndole sobre el torso, como si de una sirena se tratase.

Trato de enfocarme en Nancy, pero no lo consigo. Retazos de vistazos fugaces me invaden y, de pronto, me encuentro dándome cuenta de lo mucho que miro a esa odiosa mujer mientras está a mi alrededor. Y eso que trato de evitarla a toda costa. Nunca salgo de la recámara cuando sé que está despierta, llego muy tarde para no tener que encontrármela levantada y pasé el fin de semana en casa de mi hermana para no tener que estar en el mismo espacio que ella.

Nos metemos en el agua caliente sin dejar de besarnos. Nancy a horcajadas sobre mí. Yo, duro, debajo de ella, y con un solo pensamiento en la maldita cabeza:

Andrea.

Andrea.

Andrea.

Como una cantaleta incesante. Como una jodida liendre: pegada en la puta cabeza.

Me aparto de Nancy cuando me doy cuenta de lo que estoy haciendo y me obligo a mirarla a los ojos. Ella me mira, confundida, pero me sonríe.

—¿Qué pasa? —pregunta.

Maldita seas, Andrea Roldán.

—Nada —replico, y vuelvo a besarla.





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