6
El agua helada me golpea la nuca y el aliento me falta cuando el chorro me da de lleno en la espalda y la cabeza. Pese al frío, siento la piel caliente, pero no estoy muy seguro del motivo.
En mi cabeza aparece el recuerdo de un sueño vago y distante. El tacto suave de mis dedos contra algo cálido y blando, el delicioso olor dulce; como a perfume de mujer y la presión de algo contra mi polla.
La vergüenza atronadora me invade cuando otros recuerdos más nítidos me invaden:
Los gritos, el golpe en la nariz, el dolor insoportable, la desorientación, el enojo, la confusión...
De pronto, solo puedo verla a ella. A Andrea. Ruborizada hasta la médula, con la respiración dificultosa, mirándome como si fuese el ser más despreciable de la tierra.
Una palabrota se me escapa mientras me froto la cara con ambas manos.
No fue mi culpa. Ella se quedó dormida en mi cama y ni siquiera me di cuenta de que estaba ahí —eso no era mentira. De verdad, no la vi. Ni siquiera encendí las luces del apartamento al volver, porque pensé que dormía por ahí.
Como si mi mente traicionera quisiera torturarme un poco más, los recuerdos de la noche vuelven a mí como maremoto y me abruman más de lo debido.
Salgo de la regadera cuando la sangre me circula con normalidad y me pongo un short pese a que detesto dormir con otra cosa que no un bóxer y nada más.
Mientras me acuesto en la cama, pienso en Andrea una vez más. Me sorprende que no haya venido ya a tirar la puerta con algún grito irritante. Creí que lucharía un poco más al enterarse de que no hay otra habitación en este apartamento.
Tiene terraza, alberca, estudio; su propio gimnasio, un teatro en casa, un cuarto de lavado ridículamente grande; así como un armario que parece una habitación dentro de la recámara principal —sin mencionar el jacuzzi del baño en el que acabo de tomar una ducha—... pero no tiene un cuarto de huéspedes.
Pareciera que el lugar fue hecho con la sola intención de estar en cautiverio en solitario, no con visitas. Es como si Dante lo hubiese hecho a propósito, para estar siempre aquí, encerrado con su esposa.
Una sonrisa maliciosa tira de una de las comisuras de mis labios ante el pensamiento de Andrea, buscando otra habitación y casi me remuerde la consciencia de la satisfacción que siento en estos momentos.
Esta noche, he ganado yo.
Bruno: 1 - Andrea: 0.
Sonrío y tomo mi teléfono para revisar mis mensajes. Si esa chica cree que puede competir conmigo, está muy equivocada.
***
El sonido estridente de la música hace que despierte de golpe, ofuscado. Confundido.
La habitación está completamente a oscuras, como me gusta para levantarme a la hora que me plazca. A tientas, tomo mi teléfono de la mesa de noche y miro la hora.
5:35 a. m.
—¿Pero qué carajos...? —mascullo, mientras me incorporo y enciendo la lámpara sobre la mesa.
¿Qué demonios le pasa a esta mujer? ¿Está escuchando música a las cinco de la mañana?
Ira cruda y cegadora me embarga y me pongo de pie de golpe para cruzar la habitación en tres zancadas.
¿Es que acaso está loca?
Regreso sobre mis pasos cuando recuerdo que esa chica ya me ha visto desnudo y erecto —no ambas cosas al mismo tiempo, gracias a Dios—, y me pongo una remera negra que tiene estampada la portada de The Dark Side of the Moon de Pink Floyd.
Recorro el pasillo en largas y furiosas zancadas hasta la sala de estar. Las luces de todo el apartamento están encendidas y la música retumba en todos lados, pero no hay rastro alguno de la lunática. Cada segundo que pasa me calienta más la sangre e incrementa la ira.
Decido, entonces, solucionar el problema de la música yo mismo. El volumen de la música incrementa conforme subo las escaleras que dan al teatro en casa.
Cuando llego hasta arriba, me detengo en seco porque ahí está ella. Se le ve fresca. Despierta y lista para empezar el día. Lleva el cabello largo recogido en un moño alto en la cima de su cabeza y se está poniendo algo en las pestañas, pero se detiene cuando se percata de mi presencia. Me sonríe, radiante. Algo se retuerce en mi interior y me enfurezco un poco más.
—¿Se puede saber qué demonios es eso? —espeto, señalando hacia la pantalla de la Smart-TV en YouTube que reproduce el videoclip de una canción que no conozco.
Andrea toma sus anteojos —que hasta ahora no sabía que se encontraban a su lado— se los pone, echa un vistazo y dice:
—I don't care de Ed Sheeran y Justin Bieber. Acaba de salir.
La ira hierve con más fuerza en mi interior.
—Sabes perfectamente que no es eso lo que estoy preguntando. ¿Qué demonios está pasando aquí? ¡Son las putas cinco de la mañana! —bramo, cada vez más enfurecido con ella y ese gesto impasible que me dedica me hace querer rugir para intimidarla.
—Hoy tengo que estar a las siete de la mañana en mi trabajo —dice, con tranquilidad, mientras toma el pequeño espejo en el que se veía, junto con un tubo de pintura para labios—. Me levanto a las cinco y veinte todos los días. A las cinco, si decido bañarme en la mañana; pero, en vista de que ayer alguien me despertó a las tres de la madrugada y, no conforme con haberme levantado con un contacto que no fue consentido en lo absoluto, me echó a dormir a un sofá cama; pues me tuve que aguantar las ganas de ducharme temprano para recuperar un poco del sueño perdido.
—¿Y a mí qué demonios me importa todo eso? —digo, pese al remordimiento de consciencia que me provocan sus palabras—. Te pregunté otra cosa.
Me sostiene la mirada un segundo antes de volver a la tarea de ponerse ese bonito color rosa suave en los labios.
—Todas las mañanas, mientras me alisto para ir a trabajar, pongo música. Es parte de mi rutina diaria.
—Rutina diaria, mi culo —espeto, cual guarro maleducado—. Apaga eso.
—No.
—Apaga esa maldita cosa ahora mismo.
—¿O qué? —Me mira, arqueando una ceja—. ¿Me vas a acusar con tu amigo Dante?
La miro con frialdad. En mi interior, el enojo arde y quema como nunca nada lo ha hecho.
—Ten mucho cuidado, Andrea —digo, en voz baja y profunda—, de a quién le declaras la guerra.
Ella alza el mentón y entorna los ojos en mi dirección, esbozando una sonrisita sabionda.
—Debiste haber escuchado tu propio consejo, Bruno.
Su voz acaricia mi nombre y, de pronto, la imagen de ella, con el cabello alborotado y rebelde cayéndole sobre el torso desnudo me invade la cabeza.
Maldita sea.
—Que no se diga que no te lo advertí —sentencio y me giro sobre mis talones para bajar a la habitación principal.
***
El teléfono suena. Es Dante una vez más.
Miro la hora. Pasa de la medianoche en España, así que decido dejar de torturarlo y respondo.
—¿Ya dejaste de ser un imbécil exagerado?
—¿Sabías que la chica me vio en pelotas? —inquiero, de regreso.
—Algo así me contó mi esposa. —Puedo escuchar la sonrisa en su voz.
—Deja de reírte de mí o te juro que cuando te vea voy a...
—Cuando me veas, ya no estarás enojado por esto —me corta y suelto un sonido mitad bufido, mitad gruñido.
—¿Qué fue lo que pasó? —pregunto, de mala gana y él me lo cuenta todo.
Al parecer, su esposa le prestó el apartamento a Andrea ahora que atraviesa problemas financieros graves. No lo habló con Dante, y Dante tampoco le dijo a ella que me había prestado el lugar a mí. Todo fue un malentendido. Falta de comunicación.
—Entenderás, entonces, que no puedo echarla, ¿verdad, hermano? —Dante dice, al cabo de un largo momento de silencio—. Mi esposa me mataría si echo a Andrea.
—Y me estás echando a mí.
—¡Por supuesto que no!
Suelto una risa amarga ante la perspectiva de vivir en casa de mi padre.
Me lleva el carajo.
—Me estás echando, Dante. Estás diciéndome que no vas a echar a la loca.
—Exactamente. Estoy diciéndote que no puedo echarla, no que quiero que tú te vayas —refuta—. ¿Y se puede saber por qué demonios le dices loca? Cualquiera en su lugar habría hecho un escándalo si hubiera encontrado a un hombre desconocido, desnudo en la ducha.
Una carcajada amarga se me escapa y, entonces, decido contárselo todo. Le cuento de cómo me declaró su «amor» delante de todo el mundo en la preparatoria sin siquiera haber hablado nunca y de cómo me convirtió en el hazmerreír de todo el instituto.
—Andrea no es una chica mala, Bruno —Dante dice, cuando termino de hablar y una punzada de enojo me atraviesa de lado a lado. No me gusta que la defienda. Que hable de ella como si de verdad la conociera desde siempre y no desde hace apenas un par de meses.
—Yo no he dicho que sea mala. He dicho que está loca.
—Bruno...
—Dante, lo entiendo —lo interrumpo—. Ella se queda en el pent-house y yo me voy a casa de mi padre.
—Es que no tienes que irte, Bruno.
Me río.
—¿Sugieres que viva en ese lugar con ella? —sueno ligeramente insultado.
—Solo por un tiempo. Mientras encuentra algo que se ajuste a sus posibilidades.
Las carcajadas me abandonan de inmediato. No puedo creer lo que está diciéndome. ¡Yo! ¡Viviendo con esa chica!
—De verdad que has perdido la cabeza —digo, luego de superar el ataque de risa—. No voy a vivir con ella. Además, no hay espacio para los dos. Solo hay una recámara.
—Puedo mandar adaptar el gimnasio como una alcoba —resuelve.
—Ese lugar parece cámara de enfriamiento —atajo—. Yo no pienso dormir ahí y dudo que ella, cuando lo conozca, quiera.
—Podrían turnarse para dormir en los sofá-cama del teatro en casa.
—No voy a dormir en la sala, Dante.
—No es la...
—Ya te dije que no. —Esta vez, cuando hablo, sueno brusco y golpeado.
—¿Prefieres vivir con tu papá a compartir el apartamento con una chica a la que apenas vas a ver? —pregunta—. Sale temprano en la mañana y casi siempre hace horas extras. Dice Génesis que hay días que hace doble turno y sale hasta las once de la noche. Tú trabajas todo el día. Solo vas a casa a dormir. A veces ni siquiera llegas al departamento porque pasas la noche con alguna de tus amigas.
Silencio. Sé que todo lo que dice es verdad, pero, de todos modos, no quiero ceder. Me niego a aceptar vivir con Andrea Roldán.
—Dante, la chica es un dolor en el culo —le digo y él se ríe.
—¿De qué hablas? Andrea es genial. Además, lo que pasó entre ustedes fue hace diez años. Seguro que ella se avergüenza de ello más que tú. Déjalo ir, Bruno. Te hace mal.
Aprieto la mandíbula.
—¿No tienes algo mejor que hacer que venir a arruinarme el día? —refuto, porque no quiero continuar con una discusión en la que, claramente, no estoy llevando la ventaja.
Dante ríe ligeramente.
—Piénsalo, Ranieri —dice, ignorando mi pregunta—. No creo que vivir con Andrea sea peor de lo que será vivir con tu padre y tu hermano.
—Vete a la mierda.
—¿Vas a pensarlo?
Silencio.
—Sí —respondo, a regañadientes.
—Con eso me conformo —dice—. Ahora, si me disculpas, me voy a dormir. Es muy tarde acá.
—Sí... como sea —mascullo.
—Tú también cuídate, Bruno. —Dante se ríe y, entonces, cuelga.
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