55

Todavía no caigo en la cuenta de lo que está ocurriendo, pese a que ayer vino Sergio a decírmelo. Al parecer, Bruno lo envió a darme la noticia. Tenía algo que hacer en la oficina, por eso no vino él mismo a contarme que iba a salir libre esta mañana y, pese a que me habría encantado que lo hiciera, el recibir la noticia de boca de mi mejor amigo fue también algo alucinante.

Todavía no puedo creerlo.

Pese a que avanzo por un largo pasillo, flanqueada por una oficial de policía, vestida con un pantalón de chándal y una remera que me va grande, y no ese odioso uniforme café que vestí durante dos semanas enteras.

Libre.

... O algo por el estilo.

Todavía no estoy muy segura.

Sergio dijo que Bruno había conseguido que saliera gracias a un vacío legal de lo más estúpido. Un requisito indispensable y bobo —como mi firma en un documento—, pero que fue capaz de conseguirme un pase de salida inmediato de este lugar por atentar a mis derechos fundamentales.

Y así, sin más, Bruno Ranieri consiguió, en un lapso de dos semanas, sacarme de la prisión preventiva.

Parpadeo un montón de veces para deshacerme de las lágrimas que me invaden los ojos y me trago las emociones. Trato de empujarlas lejos mientras avanzamos hasta la salida.

Me pregunto si será Bruno quien esté aquí afuera para recibirme, pero sé que lo más seguro es que sean Sergio y Ana quienes me lleven a casa.

El aliento me falta ante las dolorosas ganas que tengo de verlo, pero me digo a mí misma que ya habrá tiempo para eso y para agradecerle todo lo que ha hecho por mí.

No sé cómo diablos voy a pagárselo.

El sonido de la cerradura abriéndose hace que salga de mi ensimismamiento. La oficial no dice nada, solo se aparta de la puerta para dejarme salir. Así como así.

El nudo en mi garganta se aprieta, pero avanzo hacia las áreas civiles. Esas en las que solo está permitido acceder si no has recibido alguna especie de condena.

Ahí, de pie al final de un corredor, se encuentra él.

Bruno.

Las ganas de llorar regresan, pero me obligo a mantenerme serena cuando llegamos hasta donde se encuentra, y avanzamos hasta una especie de recepción.

Ahí, Bruno revisa los documentos que le ofrece una mujer y, con el gesto más glacial que le he visto esbozar, se despide y guía nuestro camino hacia el exterior. Hacia el estacionamiento del lugar.

Estoy temblando. El corazón me golpea con violencia contra las costillas y me zumban los oídos.

Casi espero que alguien salga detrás de nosotros a decirnos que no puedo marcharme, pero eso no sucede. Nadie nos sigue. Nadie trata de detenernos. Avanzamos hasta el coche de Bruno y subimos en él.

Cuando empezamos a movernos, las oleadas de alivio llegan a mí y lloro. Lloro hasta que me arden los ojos y una extraña paz me entume los sentidos.

Bruno no dice nada en todo el camino de regreso y lo agradezco de cierta manera. Me siento tan abrumada, que no sé si voy a ser capaz de lidiar con nosotros ahora mismo. Con todo esto que despierta en mí.

No hemos hablado de lo que va a ocurrir con lo que tenemos —... o teníamos. No lo sé—. ¿Cómo hacerlo? Estábamos tan absortos en el juicio, que ninguno de los dos lo trajo a colación en todas esas ocasiones en las que nos reunimos para hablar sobre lo que pasó durante mi tiempo laboral en el Corporativo Mendoza.

Debo admitir que, conocer este lado de Bruno que no tenía idea de que existía, es fascinante. Verlo tan analítico y glacial, en su faceta de abogado, es aterrador y maravilloso al mismo tiempo.

Para cuando aparcamos en el estacionamiento del pent-house he dejado de llorar, pero la sensación de agobio no se ha marchado.

Bruno no dice nada cuando baja del auto y me abre la puerta para que salga. Tampoco lo hace cuando subimos al ascensor y, cuando nos adentramos en el apartamento, nos quedamos aquí, quietos en el vestíbulo, durante una eternidad.

Él está detrás de mí, a una distancia prudente; como si no estuviera seguro de qué hacer a continuación.

Se aclara la garganta, pero sigo absorta en la imagen que tengo del espacio.

Estoy libre.

Libre.

—Dentro de poco debo volver a la oficina —dice, con la voz ronca, pero tono apacible—. ¿Crees poder arreglártelas sola hasta las siete?

Asiento, pese a que quiero pedirle que no se vaya.

Me obligo a encararlo y hay tantas cosas que deseo decirle en estos momentos, que no encuentro las palabras adecuadas. Que se atoran todas en mi tráquea y me impiden respirar.

Bruno asiente también, pero el gesto que lleva en el rostro es casi tan tortuoso como la sensación opresiva que me invade.

—Pide algo para desayunar —ordena, suave y con el entrecejo fruncido en señal de preocupación—. Hay algo de efectivo sobre la mesa de noche de la recámara. Traeré la cena cuando regrese. —Hace una pequeña pausa, dudoso, antes de añadir—: Trata de descansar.

Parpadeo unas cuantas veces para deshacerme de las ganas que tengo de echarme llorar y le regalo otro asentimiento.

Las ganas que tengo de pedirle que se quede un poco más incrementan.

Suspira.

—Debo irme —anuncia y la opresión aumenta.

—De acuerdo —murmuro, al tiempo que me abrazo a mí misma.

Es su turno de regalarme un gesto a manera de despedida antes de girarse para llamar al ascensor una vez más.

Las puertas se abren casi de inmediato.

—Bruno... —pronuncio, con un hilo de voz y se detiene en seco. Luego, mira por encima del hombro. Cuando nuestros ojos se encuentran, digo—: Gracias.

Su gesto se suaviza. La dureza que le fruncía el ceño se aligera y una sonrisa cansada tira de las comisuras de sus labios.

—No tienes nada qué agradecer, amor —dice y mi pecho se calienta con el poder de mis emociones.

—¿De verdad tienes que irte? —inquiero con un hilo de voz, y la tortura vuelve a su gesto.

—Me temo que sí —dice, y suena realmente triste—. Han pasado muchas cosas estas últimas dos semanas. Te lo contaré todo cuando regrese, ¿te parece?

Es mi turno de asentir.

—Nos vemos más tarde —promete, y esbozo una sonrisa suave.

—Nos vemos más tarde, Bruno.

Entonces, presiona las puertas para llamar el ascensor una vez más —porque ya se han cerrado antes— y desaparece de mi vista.

Suspiro, al tiempo que contemplo el vestíbulo. Creí que no volvería a pisar este lugar. De verdad, creí que todo estaba perdido. Y ahora estoy aquí, luego de las dos semanas más extrañas de mi vida, con la cabeza hecha una maraña de ideas y el corazón una revolución de sensaciones.

Cierro los ojos y tomo una inspiración profunda y, segundos más tarde, el sonido del teléfono de la casa me hace saltar en mi lugar.

Una palabrota se construye en mi garganta, pero me las arreglo para avanzar hasta el aparato y tomarlo para responder:

—¿Diga?

—Gracias a Dios que por fin estás en casa. —La voz de Génesis me llena los oídos y las ganas de llorar vuelven una vez.

Me froto la frente con una mano, al tiempo que permito que un par de lágrimas traicioneras me abandonen, pero saludo a mi amiga con toda la naturalidad que puedo imprimir.

No sé cuánto tiempo pasamos al teléfono, pero sé que ha sido demasiado. No me importa en lo absoluto que así sea. Si puedo ser honesta, ahora mismo, tener su compañía —aunque sea por este medio— es lo único que ha impedido que me desmorone.

—¿Bruno está en casa? —Génesis inquiere, cuando damos por zanjado el tema de su horrible cuñada y de la manera en la que su suegra la trata, y niego con la cabeza, al tiempo que miro el reloj.

—No. Dijo que debía regresar a la oficina.

Son las dos de la tarde y ni siquiera he desayunado. Debo hacer algo al respecto.

Me pongo de pie, aún con el teléfono entre el hombro y la oreja, y me dispongo a servirme un tazón de cereal.

Me detengo en seco cuando noto que mi vieja caja abierta no está. Ha sido remplazada por una nueva.

El corazón se me hunde en el pecho.

—Entiendo. Imagino que ahora que trabaja en Montoya-Vásquez no puede ser tan flexible con su horario —musita, sacándome de mis cavilaciones, y la confusión me embarga de inmediato.

—¿Cómo dices? —pregunto, alarmada, al tiempo que dejo el tazón sobre la isla y me dispongo a escucharla.

Silencio.

—¿No te lo dijo?

—¿El qué?

—Renunció a su trabajo, Andrea.

¡¿Qué?! ¡¿Pero por qué?!

—Porque Ranieri y Asociados está defendiendo al Corporativo Mendoza —explica—. No podía tomar tu caso sin renunciar.

Las palabras de Génesis hacen que el corazón me dé un tropiezo. El remordimiento que siento es tan grande, que apenas puedo soportar estar en mi propia piel.

—Ese hombre está loco por ti, Andrea —dice, y mi pecho se calienta con una emoción familiar y dulce. Una que me aterra porque solo él es capaz de provocármela.

Trago duro.

—Y yo estoy loca por él, Gen —admito, en voz baja y mi amiga ríe ligeramente.

—Sé que han estado muy absortos con lo de tu caso, pero ¿han hablado sobre... ya sabes... ustedes?

—No —digo, con pesar—. Lo besé el día que fue a la prisión a decirme que se haría cargo de todo, pero no hemos hablado de nada al respecto desde entonces.

—Claro. Lo imaginaba. ¿Planeas traerlo a relucir pronto o esperarás a que todo termine? —inquiere y muerdo mi labio inferior ante la duda que me trae su cuestionamiento.

Suspiro.

—No lo sé todavía. Me siento... —Hago una pausa, para intentar ponerle un nombre a esto que siento y que me hace querer llorar, gritar y reír. Todo al mismo tiempo—. Agobiada.

—Y es entendible. —Mi amiga replica—. Has pasado por muchísimo las últimas semanas. Lo mejor es que no trates de presionarte para tomar decisiones ahora. Bruno puede esperar. Lo importante ahora es que toda esta pesadilla termine.

Cierro los ojos unos instantes.

—Lo lamento mucho. —Apenas puedo hablar—. Debí haber pedido ayuda antes. Debí...

—No te mortifiques. —Génesis me corta—. Lo importante es que ahora estamos haciendo algo al respecto. Gracias al cielo que Bruno es un maldito tiburón en lo que hace. Dante está sorprendido del tiempo que le tomó sacarte de ahí. Dice que ningún otro abogado habría podido sacarte en dos semanas. Él calculaba dos meses como mínimo.

El agradecimiento que siento hacia Bruno incrementa con cada palabra que mi amiga pronuncia y, de pronto, solo quiero verlo. Que regrese a casa para agradecerle todo. Para envolverlo en un abrazo fuerte, porque solo deseo eso: abrazarlo. Hundir el rostro en su pecho y olvidarme de todo.

—También tengo mucho que agradecerles a ustedes —digo, porque necesito desviar el tema de nuestra conversación o voy a volverme loca—. Dante y tú han hecho muchísimo por mí.

—No hay nada que agradecer, Andrea. Lo hacemos de corazón. Lo sabes.

Asiento, pese a que sé que no puede verme.

—Lo sé —musito, y ella me cambia el tema de la conversación una vez más.

Esta ocasión, a un lugar más ligero y suave. Uno que me permite comer un poco de cereal entre risas bobas y bromas simplonas.

Nunca me pregunta respecto a mi estancia en el penal y lo agradezco. No estoy lista para hablar de eso. No porque la haya pasado particularmente mal; es más mi estado anímico lo que me avergüenza. Lo que me hace no querer regresar a esos momentos.

Cuando colgamos, tomo una ducha. De inmediato, me percato que no tengo nada de ropa conmigo —seguramente sigue en casa de Sergio—, así que debo hurgar entre las cosas de Bruno para ponerme algo suyo.

La remera de Pink Floyd y unos pantalones de chándal grises son la elección y, luego de eso me recuesto en la cama.

Trato de dormir, pero no puedo hacerlo, así que solo doy vueltas en la cama, aún tratando de digerir lo que ha pasado las últimas semanas.

En algún momento debo quedarme dormida, porque, lo siguiente que viene a mí es el sonido del teléfono y la oscuridad de la habitación.

Tengo que correr a contestar desde otro teléfono —el del despacho— porque el que tomé de la sala —con el que hablé gran parte de la tarde con Génesis— está descargado.

Es Bruno.

—Hola... —Un escalofrío me recorre entera ante el sonido de su voz.

—Hola —respondo, con la voz áspera por la falta de uso.

—¿Te desperté?

—No —miento—. ¿Vienes a casa?

—Sí —responde—. Llevaré la cena. ¿Algo en específico?

—Lo que sea está bien.

—De acuerdo. Llevaré mucho de «lo que sea».

Una pequeña sonrisa se desliza en mis labios.

—Te veo en un rato —dice, luego de unos segundos.

—Nos vemos en un rato, Bruno.

Entonces, colgamos.


***


Estoy hablando por teléfono con Sergio cuando Bruno llega a casa, pero, contrario a la llamada con Génesis, con mi mejor amigo apenas demoro unos minutos.

Vendrá mañana a verme con Ana y Karla —quien, al parecer, ya está al tanto de todo lo que está pasando.

Luego de que finalizo la llamada con él, me encamino hasta la cocina, donde Bruno ya se encuentra desempacando la cantidad ridícula de comida que compró.

Hay pizza, pasta, tacos, donas, brownies, alitas y bebidas desde refresco hasta infusiones extrañas y café.

—Tú dijiste «lo que sea». Esto es «lo que sea».

Una sonrisa boba se dibuja en mis labios.

—Buffet en casa —digo y lo miro a los ojos—. Me gusta.

Su mirada se llena de un brillo agradable.

—Siempre es un placer complacerte, Andrea Roldán.


La cena es extraña. Por una parte, se siente forzada. Como si ninguno supiera qué hacer para deshacernos de la inevitable tensión en el ambiente y, por otro lado, se siente ligera entre comentarios casuales y bromas tontas.

Bruno no habla sobre el caso en lo absoluto y yo tampoco hago nada por hablar respecto a él o mi estadía en la prisión.

Cuando acabamos con la cena —y guardamos todo lo que sobró—, Bruno anuncia que tomará una ducha y desaparece por la puerta de la estancia, dejándome completamente a solas.

Me miro las manos, que aún sostienen una franela con la que estaba terminando de limpiar la encimera.

La dejo en su lugar y me muerdo el interior de la mejilla.

No quiero estar aquí sola, es por eso que, al cabo de un par de minutos, me encamino hacia la habitación.

No sé muy bien qué estoy haciendo, pero me adentro en la alcoba antes de desnudarme y entrar al baño.

El vapor que ha llenado la estancia me eriza la piel y contrasta con la sensación helada del suelo debajo de mis pies descalzos.

Me deshago del moño suelto en el que había amarrado mi cabello y me paso los dedos entre las hebras para desenredarlo antes de caminar con lentitud hasta la ducha.

Cuando abro la puerta corrediza, Bruno da un respingo. Claramente, no me escuchó entrar.

El agua caliente me salpica y siento la mirada pesada y densa del hombre frente a mí, pero no dice nada. Se aparta para permitirme entrar debajo del chorro.

El calor es bien recibido por mi cuerpo y me quedo ahí, con los ojos cerrados y el agua cayéndome sobre la cabeza, dándole la espalda a Bruno, durante una eternidad.

—Moría por tenerte aquí —dice, en un susurro apenas audible—. En casa. A mi alrededor... —Hace una pequeña pausa que solo es interrumpida por el sonido del agua cayendo—. Y ahora que estás aquí, no sé qué hacer. Cómo comportarme.

El corazón se me estruja con violencia.

—Abrázame... —pido, con un hilo de voz, y no pasan más que un par de segundos antes de que sienta sus brazos fuertes y cálidos envolviéndome desde la espalda.

Su cuerpo desnudo se pega al mío y hunde el rostro en el hueco de mi cuello para besarme ahí con suavidad.

Lágrimas calientes y pesadas se me acumulan en los ojos y me permito ser vulnerable y llorar delante de él. Llorar porque todo esto ha sido una locura y no puedo creer que esté pasando.

Bruno, con lentitud, me gira sobre mi eje y me envuelve en un abrazo fuerte, cálido y apretado.

—Lo lamento tanto... —digo, con un hilo de voz y lo siento negar con la cabeza—. D-Debí...

Shhh... —Me corta, cuando trato de empezar a enumerar todo aquello que debí haber hecho y que por orgullo no hice—. No te disculpes.

—Fui estúpida. Fui descuidada y ahora... —Me falta el aliento—. Ahora, tuviste que renunciar a tu trabajo para ayudarme y jamás voy a poder pagarte algo como eso. Jamás voy a poder...

Me toma por la barbilla y me obliga a mirarlo.

Lleva el cabello apelmazado por el agua que cae sobre nosotros.

Luce tranquilo. Sereno.

No hay ceño profundo en su entrecejo. Tampoco hay molestia en su expresión como creí que encontraría. Solo hay algo que no soy capaz de reconocer del todo.

—Andrea, ¿es que no lo entiendes? —dice—. No tienes nada qué pagarme o retribuirme. Hago esto porque quiero ayudarte. Porque no podría vivir conmigo sabiendo que pude haber hecho algo por ti. Porque... —Se detiene, como si no estuviese seguro de querer pronunciar lo que tiene en la punta de la lengua.

Al final, suelta un juramento.

El llanto es desesperado ahora y un par de sollozos me abandonan en el proceso. Sus brazos se tensan a mí alrededor y me atrae con más fuerza contra su pecho desnudo.

—Andrea, esta no es la manera en la que quiero decírtelo y me prometí a mí mismo que no lo haría hasta que todo esto no hubiese terminado, pero necesito que lo sepas ahora. Necesito decírtelo aquí, porque si no lo hago, voy a enloquecer. Necesito decírtelo aquí, porque desde que llegamos esta mañana, he tenido las palabras en la punta de la lengua, listas para abandonarme en cualquier momento.

Traga duro.

—Estoy enamorado de ti, Andrea —dice, en un susurro ronco y tembloroso—. De tu esencia. De tu luz. De todo eso que eres y que no logro entender del todo. —Esta vez, las lágrimas que derramo no son de tristeza—. Me iluminaste. Llenaste los vacíos y ahora estoy lleno de esto. De esta emoción incontrolable que me ruge en el pecho todo el tiempo. De tu sonrisa, tu tacto y la forma en la que me miras. De ti.

Me besa en la cima de la cabeza.

—Y voy a volver a decírtelo, cuando todo haya terminado... Es solo que no quería dejar pasar un día más sin que lo supieras.

Levanto la cara para mirarlo a los ojos.

Hay pequeñas gotas en sus pestañas y parpadea unas cuantas veces para deshacerse de ellas.

Le acuno el rostro con ambas manos y presiono mis labios contra los suyos en un beso casto y suave.

—Estoy enamorada de ti, Bruno... —musito, contra sus labios—. Pero ya lo sabías, ¿no es así?

Suspira contra mi boca.

—Pero ahora ya sé qué hacer con eso —replica y me aparto para verlo a los ojos. La diversión baila en su mirada. Entonces, me besa. Largo, profundo.

Cuando nos separamos, une su frente a la mía.

—Hay algo más que debes saber —dice, con la voz ronca—. No podía quedarme así como así respecto a lo de Rebeca, así que indagué.

Me tenso, solo porque no quiero hablar de esa mujer ahora mismo.

—¿Sabías que hay cámaras de seguridad en la terraza, el pasillo y el vestíbulo? —inquiere y debo parpadear varias veces para espabilar.

—No —digo, en voz baja y él asiente.

En lo único en lo que puedo pensar, es en todas esas veces que él y yo hicimos cosas impronunciables en todos esos lugares y el rubor se extiende a través de mi rostro.

—Pues resulta que las hay y, al menos las que están dentro de la casa, graban sonido. —Entorna los ojos y, casi me atrevo a decir que hay una sonrisa bailando en las comisuras de sus labios—. Así que pedí las grabaciones de esas noches. Los videos no solo esclarecen muchas cosas, sino que trajeron recuerdos vívidos.

Espero, casi conteniendo el aliento. Él lo sabe así que continúa:

—No pasó nada entre nosotros. Absolutamente nada, amor.

Pese a todo, sus palabras son como un bálsamo para mi corazón herido y envuelvo los brazos alrededor de su cuello para pegar nuestros cuerpos todavía más.

—Tengo los videos para probarlo.

—No necesito verlos —susurro, para luego besarlo. Cuando nos apartamos de nuevo, susurro—. Te creo.

Él sonríe contra mis labios.

—De todos modos, quiero mostrártelos —dice—. Pero no ahora. Ahora solo quiero besarte.

Como para probar su punto, vuelve a unir nuestras bocas en un beso ávido.

—Gracias, Bruno —susurro, cuando volvemos a apartarnos el uno del otro—. Por todo lo que has hecho por mí.

—A ti, preciosa. Por exactamente lo mismo.





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