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Los últimos días han sido una locura. Entre mi renuncia, el cambio de oficina y el juicio de Andrea apenas he tenido oportunidad de dormir. De comer. De respirar.

A mi padre casi le da un ataque de ira cuando le dije que renunciaba y me iba, con nada menos, que con la competencia. Si bien Ranieri y Asociados tiene una reputación impecable, Montoya-Vázquez tiene lo suyo y mi padre siempre los ha aborrecido.

Cuando Dante dijo que Genaro Montoya —el fundador de la firma— se había mostrado interesado en sumarme a sus filas, no pude negarme. Pese a que sé de la rivalidad que mi padre siente, no podía darme el lujo de tener un salario menor del que ya poseía en el despacho de mi padre.

Genaro, incluso, me ofrece más, en el afán de convencerme; así que no tuve más remedio que aceptar.

Mi llegada al despacho ha estado rodeada de curiosidad y tratos preferenciales. Se siente como si todo el mundo hubiese sido aleccionado para tratarme como si mi apellido estuviese en el nombre del bufete.

De cualquier modo, es una mierda dejar a mi padre. Sé que le rompí el corazón. Que se molestó hasta el carajo... pero no podía ser de otra manera. No si quiero encargarme yo mismo de esto.

Así pues, he pasado la última semana absorto en los nuevos casos que me han presentado... y Andrea. Siempre Andrea.

Ahora mismo —pese a que debería estar trabajando en otra cosa—, le echo una hojeada —de nuevo— a los documentos del juicio.

Los repaso uno a uno, listándolos en mi mente y mi ceño se frunce cuando termino con ellos y faltan dos...

Reviso los papeles una vez más.

Me muerdo la uña del pulgar, al tiempo que tomo mi teléfono y llamo al número de mi antigua oficina.

Lorena me responde al tercer timbrazo.

—Hola, Lorena. Soy Bruno —digo, mientras reviso una vez más.

—Joven Ranieri, buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?

—No me hables de usted, Lorena. Ya no eres mi secretaria.

—Lo siento —murmura—. La costumbre.

—Lorena, lamento quitarte el tiempo, pero necesito hacerte una pregunta —digo, haciendo caso omiso a su comentario.

—Claro. Dígame.

Ruedo los ojos al cielo y decido que voy a rendirme con el «usted».

—¿Recuerdas la carpeta del caso que te pedí que organizaras?

—¿El del fraude fiscal? —inquiere.

—Ese.

—Claro.

—¿Recuerdas si venía el acta de los derechos firmada por la acusada? —digo—. No la encuentro por ningún lado. Tampoco la orden de aprehensión que debería ir anexa a la orden de prisión preventiva del juez.

Son documentos importantes. Que deberían estar aquí porque si no están...

El corazón me golpea con fuerza contra las costillas ante lo que esto significa, pero no dejo que la emoción me invada. No todavía.

Silencio.

—Ahora que lo menciona, creo que no —musita—. Recuerdo que anoté algo en mi agenda sobre eso, permítame...

Los segundos que paso esperando se me hacen eternos y dolorosos hasta que, finalmente, Lorena vuelve al teléfono:

—¡Sabía que lo había apuntado en algún lado! —Suena triunfal—. Recordaba que faltaban documentos básicos en la carpeta y que lo había anotado en algún lado para comentárselo después —explica, pero yo solo quiero que vaya al grano—. Faltaban justamente esos documentos: el acta de los derechos y la orden de aprehensión.

Me pongo de pie de la silla, porque no puedo contener la emoción burbujeante que me llena el cuerpo a toda velocidad.

Una sonrisa idiota se dibuja en mis labios.

—Gracias, Lorena. Acabas de salvarme la existencia —digo y, ella me responde algo que no escucho porque mi mente corre a toda marcha.

Estos documentos son esenciales. Si no están aquí, es violación al debido proceso. Violentan los derechos del acusado. Puedo solicitar que la liberen porque no se llevó el proceso legal de manera correcta. Puedo conseguir que la saquen de ahí de inmediato.

Benditos vacíos legales.

Quiero gritar de la euforia que siento, pero en su lugar, agradezco a la mujer del otro lado del teléfono una vez más y me despido de ella.

Tengo que llamar a la fiscalía. Hablar con quien sea necesario para buscar esos documentos.

Si no están...

El aire me falta.

Si no están, podré sacar a Andrea de ese lugar cuanto antes.


***


Acabo de colgar con el investigador que está encargándose del caso de Andrea, y no porque él tenga algo de información consistente, sino porque he decido añadir un nombre más a la lista de las personas a las que necesito que investigue: Horacio Guzmán Robles. El antiguo abogado de Andrea.

Su grado de ineptitud es tan grande, que estoy empezando a sospechar de él. De su ética y del poco —por no decir nulo— trabajo que hizo en el caso de mi chica. Algo me huele mal con ese hombre y necesito averiguar si realmente es así de incompetente o alguien estuvo pagándole para no hacer nada.

No me parece descabellada la idea, tomando en cuenta que el Corporativo Mendoza tiene un juicio detenido por evasión fiscal. A ellos no les conviene que declaren inocente a Andrea, de ser así, tienen muy pocas —o nulas— posibilidades de ganar su juicio.

Ellos necesitan un culpable. Alguien que pague los platos rotos.

Pero se metieron con la mujer equivocada. No tienen idea de lo que voy a hacerles. No solo voy a conseguirle a Andrea la maldita absolución de todos los cargos, sino que voy a hacer que la indemnicen por toda esta mierda. Por todos estos días con ella ahí, encerrada en una jodida prisión. Por todos esos meses de angustia que vivió al perderlo todo. Por hacerla diminuta cuando ella es grande y brillante.

Aprieto la mandíbula y cierro los ojos cuando la ira empieza a invadirme. Trato de recordarme que no debo ser visceral y que debo mantenerme enfocado en lo productivo y me levanto de la silla.

Miro el reloj. Son las diez apenas y suelto una palabrota porque sé que no voy a poder dormir. Otra vez. Apenas si he podido hacerlo la última semana. Ahora, con la adrenalina a tope, me será imposible pegar un ojo.

Estoy ansioso. ¿Y cómo no estarlo? Mañana sabré de una vez por todas si los condenados documentos faltantes están desbalagados por ahí, en alguna oficina en la fiscalía. De no ser así, podría sacar a Andrea de inmediato.

Esta misma semana si llamo a las personas adecuadas.

Mi teléfono suena. Es Tania.

Cierro los ojos con fuerza.

No he hablado con ella. Estoy casi seguro de que ni siquiera le he dicho que renuncié al despacho de papá.

Suelto un juramento, pero me obligo a responder:

—¿Diga?

—¿Así nada más? ¿Cómo si no hubieras tomado una decisión drástica de la noche a la mañana sin decirle nada a nadie? —La voz de mi hermana suena a medio camino entre el enojo y la preocupación—. Bruno, ¿qué pasó? ¿Por qué renunciaste a la firma? ¿Por qué todo esto pasó hace casi una semana y yo apenas estoy enterándome?

Me veo tentado a colgarle, pero inhalo profundo y me recuerdo que es mi hermana y que solo está preocupada por mí, y respondo:

—Hola, Tan. Estoy bien, gracias. ¿Tú qué tal?

—A la mierda, Bruno —escupe y suelto una risotada inevitable.

Mi hermana mayor enojada es la cosa más adorable del mundo. No puedo evitar dibujarla en mi cabeza, con ese ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho, cual niña pequeña.

—¡No te rías!

—Tania, no te preocupes. Todo está bien. —Le aseguro.

—Renunciaste a tu trabajo.

—Y ahora tengo uno mejor. Me pagan más. ¿Te dijeron eso también?

—Tú no eres así, Bruno —dice—. Jamás harías algo como esto. Mucho menos por dinero. ¿Qué está pasando?

Mi hermana suena agobiada y el remordimiento me golpea.

Suspiro.

Debo decírselo. De cualquier manera, va a terminar enterándose; así que, sin más comienzo a contárselo todo.

Sin entrar en detalles, le cuento cómo mi relación con Andrea fue pasando de algo sin títulos a algo distinto, y de toda la locura que han sido las últimas semanas, con todo lo del juicio y el caso.

Mi hermana guarda silencio una eternidad después de que termino de hablar.

—Renunciaste para tomar su caso —dice, cuando empieza a atar ella misma todos los cabos que dejé sueltos, y asiento con la cabeza, pese a que no puede verme.

—Sí.

Otro silencio.

—Entiendo —murmura—. ¿Necesitas algo? ¿Cualquier cosa?

Si la tuviera enfrente la besaría. Definitivamente, la abrazaría o algo así.

—¿Eso es todo lo que vas a decir al respecto?

—¿Hay otra cosa que decir? —inquiere—. Bruno, estás enamorado. Esa es la mujer que amas. Por la que dejaste tu trabajo y estás moviendo cielo mar y tierra. Si tú crees que vale la pena para hacer las cosas de esa manera, entonces te apoyo y te ofrezco cualquier cosa que puedas necesitar que yo pueda darte o conseguirte.

Esta vez, el nudo que siento en la garganta viene acompañado de un sentimiento agradable. Dulce.

—Gracias, Tan —digo, con la voz ronca.

—Por nada, bobalicón —dice, juguetona, antes de soltar una risita boba para añadir—: Prométeme una cosa.

—¿Qué?

—Si tienes hijos con esa chica, o te casas con ella o algo así, vas a tener que dejarme a mí contar la historia de cómo se conocieron hace diez años.

Suelto una carcajada.

—Vete al demonio —digo cuando puedo volver a hablar, y ella ríe también.

—Te quiero, Bruno.

—Y yo a ti, Tania.


***


Son las diez de la mañana cuando recibo la llamada por la cual no pude dormir, y ni siquiera me importa el hecho de que tengo una reunión introductoria al mediodía cuando escucho que los documentos que busco no se encuentran en ningún lado.

De inmediato, me pongo de pie y me encamino fuera de la oficina. Necesito salir de aquí cuanto antes. Necesito sacar a Andrea de esa prisión de inmediato. Necesito mover cielo, mar y tierra para que esté libre lo más pronto posible.

Una vez fuera, estaré tranquilo y podré hacerme cargo de su juicio con la cabeza fría. Necesito terminar esto con ella afuera o voy a volverme loco.

—Solo un poco más, Liendre —musito, pese a que soy consciente de que la persona a la que me dirijo ni siquiera puede escucharme y me trepo en el coche.

Andrea estará en casa pronto.





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