53

Ayer a las ocho de la noche, luego de haber ido a ver a Andrea al reclusorio, hice las llamadas pertinentes para ampararla lo más rápido posible. Hoy, a las ocho de la mañana, ya tenía tres llamadas perdidas de mi padre.

No me sorprende para nada. De hecho, lo esperaba. Después de todo, yo mismo quedé estupefacto cuando me di cuenta de que este caso era el que él quería que tomara hace muchísimos meses.

Resulta que no lo tomé yo, pero lo hizo Adán, uno de los abogados más jóvenes y prometedores de la firma.

Es un tiburón. Un cabrón de mierda sin escrúpulos capaz de hacer todo —como conseguirle diez meses de prisión preventiva a la mujer que me vuelve loco— con tal de congraciarse con los socios del despacho.

Mi teléfono suena de nuevo, pero no respondo porque estoy a punto de llegar a la oficina.

Si Fernando Ranieri quiere que hablemos, será en persona.

Aparco en mi lugar habitual y bajo del auto con toda la normalidad que puedo, aunque en realidad tengo un nudo de nerviosismo en el estómago.

Hago mi camino hasta la entrada del estacionamiento y saludo a Hilda, la mujer de la recepción, con toda la naturalidad del mundo cuando ingreso al edificio.

La mujer me mira como si me compadeciera, y ese es el claro indicativo de que mi padre ya está aquí y está hecho una furia.

Me las arreglo para lucir despreocupado mientras me abro paso hasta el pasillo que da hacia su oficina, y saludo a su secretaria con jovialidad antes de abrir mi camino al interior de la estancia.

Nadie intenta detenerme y no me sorprende. Seguramente ya todos saben que mi padre quiere verme.

Cuando sus ojos encuentran los míos, su gesto se contorsiona en una mueca furibunda.

—¡¿Se puede saber qué carajos haces metiéndote con el caso de Adán?! —grita, sin previo aviso y me mantengo inexpresivo cuando continúa despotricando—: ¡Con un demonio, Bruno! ¡¿Qué demonios te sucede?! ¡¿Qué está pasando?!

—Tomé ese caso por motivos personales —digo, con todo el tacto que puedo, pero sin dejar de ser firme y tajante—. Esto no tiene nada que ver con Adán, contigo o con la firma.

—Retírate —escupe—. Retírate del caso.

Niego con la cabeza.

—Lo siento. No puedo.

—Te despediré.

Me encojo de hombros, pero la determinación no deja de ser la misma.

—Entiendo si es la decisión que crees pertinente. Sigo manteniéndome donde mismo: no voy a retirarme.

Aprieta la mandíbula.

—¿Por qué?

Dudo, incapaz de decidir si deseo o no contarle a mi padre sobre Andrea, pero, al cabo de unos instantes digo:

—La conozco.

—¿A quién? —inquiere, confundido.

—A la chica.

Durante un segundo, parece no ser capaz de procesar lo que he dicho, pero, luego de unos segundos, la resolución lo asalta.

—Con un demonio...

Le sostengo la mirada.

—Me pediste que no fuera como tú y que luchara por ella —digo, con la voz enronquecida—. Eso estoy tratando de hacer.

El entendimiento le tiñe las facciones y, durante unos segundos, ni siquiera se mueve.

Al final, se lleva una mano a la cara y se la frota con frustración antes de soltar una palabrota.

Acto seguido, me mira.

—¿Lo hizo? —pregunta—. ¿Se robó ese dinero?

—No —digo, con seguridad y mi padre me mira de arriba abajo.

—¿Cómo lo sabes? —inquiere, con los ojos entornados en mi dirección.

—Solo lo sé —respondo y suelta otra palabrota seguida de un bufido incrédulo.

—Vete —dice, haciendo una seña hacia la salida de su oficina.

—¿Estoy despedido?

Me mira con aprensión.

—No. Pero vete ya si no quieres que cambie de opinión.

Asiento y me retiro de su oficina para adentrarme en la mía.

Tengo que sacar a Andrea de ese lugar a como dé lugar y tiene que ser lo antes posible. No me importa a cuánta maldita gente debo sobornar, pero tengo que sacarla a como dé lugar.

La imagen rota y frágil que me viene a la mente de ella hace que el corazón se me estruje con una emoción violenta y dolorosa, y aprieto la mandíbula para apretar el paso.

Lorena todavía no ha llegado —entra a las nueve—, así que espero por ella mientras continúo leyendo la investigación que me proporcionó el amigo que tiene mi padre en la fiscalía del Estado.

Una vez que se reporta conmigo, le pido que se comunique con el contador de mi padre —para que le eche un vistazo a todas las pruebas presentadas por el imbécil de Adán— y le pido que me consiga el teléfono de los investigadores privados que trabajan para el despacho.

A simple vista, el caso no debería haber sido como fue. El abogado de Andrea pudo haber hecho más —mucho más— y la verdad es que no le compro tanta incompetencia.

Al cabo de una hora, me encuentro saliendo rumbo a la oficina del contador con dos cajas enteras de facturaciones del Corporativo Mendoza, y con la certeza de que todos los involucrados en el caso serán investigados.

Necesito ver a Andrea de nuevo, para que me cuente absolutamente todo lo que pasó a detalle. Paso a paso. Hora a hora, de ser posible.

Necesito sacarla de ahí. A como dé lugar.

Con ese pensamiento en la cabeza, meto las cajas en la cajuela del coche, trepo en él y arranco en dirección al despacho del contador.


***


Todavía no puedo arrancarme del pecho la dolorosa sensación que me provoca el ver a Andrea como la he visto los últimos dos días.

Me dan ganas de echármela al hombro y salir con ella acuestas de ese horrible lugar.

Pese a que he tratado de movilizarme lo más posible, no he encontrado ningún recoveco legal que me haga pedir que sea liberada mientras reúno las pruebas para reabrir el caso. Eso me tiene frustrado, pero trato de no enfocarme en lo negativo.

Trato de pensar en todo el progreso que he tenido hoy y en que el contador ya está trabajando en la documentación que le llevé.

Ahora mismo, voy camino al pent-house, completamente agotado, pero con la certeza de que las cosas han empezado a avanzar. Quizás no a la velocidad que me gustaría, pero sí con consistencia.

Suspiro.

Ver a Andrea en ese uniforme me hizo querer gritarle a todo el mundo. Me hizo querer moler a golpes a Adán y al imbécil del licenciado que llevó el caso antes de que le pusiera las manos encima.

Me detengo en un semáforo en rojo y cierro los ojos un segundo antes de que el sonido del celular me haga brincar en mi lugar.

El ayudante inteligente salta en los altavoces del auto y dicen que Dante está llamándome.

Dante.

No he hablado con él desde que salí a buscar a Andrea —hace una eternidad—. Ni siquiera creo que estén enterados de lo que está pasando con ella ahora mismo.

Así pues, decido que debo responder.

—Me ofende ligeramente que no me hayas llamado para agradecer por los videos antes de pasar a la fase «luna de miel» con tu novia —dice, sin preámbulo alguno y una punzada de dolor me atraviesa de lado a lado porque nada me hubiera gustado más que eso hubiese pasado y no esta jodida pesadilla.

Aprieto las manos en el volante.

—Hola, Dante —digo, con tacto, sin saber muy bien por dónde empezar. No se siente correcto hablar de esto con mi amigo sin antes consultarlo con Andrea, pero, después de lo que está a punto de ocurrir, voy a necesitar que me haga un par de favores.

—No suenas como un lunamielero, Ranieri. No me digas que lo volviste a joder.

Una sonrisa irritada se desliza en mi boca pese a lo delicado de la situación.

—Vete a la mierda —mascullo, antes de recomponerme—. Las cosas se complicaron, pero esta vez prometo que no es por mi culpa.

—¿Qué pasó ahora?

Suspiro.

—Voy camino al pent-house. ¿Puedo regresarte la llamada cuando esté allá? Tengo que hablar contigo y con tu esposa sobre algo.

—De acuerdo —responde. Esta vez, suena más serio. Preocupado—. Espero la llamada, entonces.

Asiento, pese a que no puede verme.

—Te llamo enseguida —digo y, luego de una despedida breve, Dante finaliza la llamada.


***


Para cuando termino de hablar, el horror en los rostros de Dante y Génesis es palpable.

La mortificación que se cuela en el gesto de la esposa de mi amigo es tanta, que casi me arrepiento de haber pedido hablar con ambos.

Se instalaron frente a la computadora de Dante y, por Facetime, les hablé sobre lo que encontré cuando volví de Monterrey.

—Dijo que Guzmán había conseguido algo. Que el juicio estaba detenido —Génesis dice y mi atención se posa en ella. De inmediato, una punzada de enojo me atraviesa de lado a lado.

—¿Sabías sobre esto y no hiciste nada? —inquiero.

—¡Le ofrecí mi ayuda decenas de veces! ¡A duras penas aceptó vivir en el pent-house! ¿Crees que iba a permitir que le pagáramos un abogado?

—¡Es que ni siquiera debiste haber preguntado! —Espeto—. Era pagárselo y punto.

—¿Sabes qué habría conseguido con eso? ¡Que despidiera al abogado y dejara de responderme al teléfono! Se habría encargado de desaparecer de la faz de la tierra para mí. —Ella replica, con los ojos abnegados en lágrimas—. Creí que teniéndola cerca podría disuadirla. ¡Ella dijo que sería honesta si las cosas se complicaban! ¡Ella...!

El sollozo que le corta la voz hace que me arrepienta de haber sido tan duro, pero no me disculpo todavía y clavo los ojos en Dante.

—¿Tú lo sabías?

Mi amigo sacude la cabeza.

—Sabía que tenía problemas, pero nunca imaginé hasta qué punto —farfulla ante mi tono demandante.

Aprieto la mandíbula y cierro los ojos. Tratando de recordarme a mí mismo que ellos no tienen la culpa de lo que está ocurriendo y que nada va a cambiar con reclamarles qué hicieron o dejaron de hacer; pero, cuando vuelvo a encararlos, las ganas que tengo de gritar regresan.

—¿Pudiste echarle un vistazo a su caso? ¿Crees que conozcas a alguien que pueda ayudarla? —Génesis inquiere y la miro con cara de pocos amigos.

—Voy a tomar el caso.

—Bruno, pero tú no puedes... —Dante empieza a hablar.

—Si renuncio sí puedo. —Lo interrumpo y se hace el silencio.

—No entiendo... —Génesis musita.

—Por ética, Bruno no puede tomar el caso de Andrea si el despacho en el que trabaja representa a la parte contraria. —Dante le explica.

—A menos que renuncie a mi puesto —añado y el entendimiento parece embargar el gesto de Génesis.

—O que te despidan. —Dante acota—. Pero eso no pasará, ¿no es así, Bruno? Tu padre no va a despedirte.

Asiento, porque tiene razón.

—Pero tampoco puedo quedarme y permitir que mi padre me proteja. Si lo hago, arruino a la firma —finalizo y ambos me miran por un largo rato.

—Vas a renunciar. —No es una pregunta. Dante está afirmándolo, y mucho me temo que está en lo correcto. Voy a hacerlo.

—Mañana.

Génesis se cubre la boca con una mano.

—¿Estás seguro de esto? —Mi amigo inquiere.

—Nunca he estado más seguro de nada.

Aprieta la mandíbula y me mira un largo rato.

—¿Qué necesitas? —dice, al cabo de una eternidad, como si lo que sea que estuviese rondándole por la cabeza respecto a mí pudiese esperar.

Tomo una inspiración profunda, a sabiendas de que estoy a punto de pedirle que sea el maldito amo del mundo que puede llegar a ser, y dejo escapar el aire en una exhalación temblorosa.

—Una carta de recomendación en algún bufete de abogados sería genial —digo, finalmente—. No me importa en cual, si puedo ser honesto. Solo necesito tener algo seguro. —Admito—. Tengo algo de dinero ahorrado, pero todavía no sé cuánto vaya a costarme el juicio de Andrea, así que...

—Por eso no te preocupes. —Dante me corta—. Nosotros nos haremos cargo de todo lo que al juicio involucre. —Asegura—. Respecto al trabajo, tengo a un par de conocidos que matarían por integrarte en sus filas. Me encargaré de conseguirte lo mejor.

El alivio que siento en el pecho es grande y me siento cobijado. Arropado por la calidez de las personas que me rodean.

Todavía no entiendo cómo es que el destino se ha encargado de llenar mi camino de personas luminosas cuando yo soy las tinieblas andando.

—Gracias, Dante.

Mi amigo sonríe.

—Ni lo menciones, Bruno.

—Vas a renunciar a tu trabajo para tomar el caso de Andrea. —Génesis murmura, pero suena más como si hablara para ella misma en lugar de con nosotros. De todos modos, sus palabras me provocan un bochorno extraño. Una vergüenza desagradable y cálida al mismo tiempo—. Pensabas pagar todos los gastos del juicio tú mismo...

Aprieto la mandíbula y desvío la mirada.

—Haría cualquier cosa por ella —admito en voz baja y ronca, y el silencio se apodera de la estancia.

—Gracias, Bruno. —Génesis pronuncia al cabo de un largo momento, y esbozo una sonrisa avergonzada e incómoda.

—Todavía no me agradezcas nada. Esto apenas empieza —digo, porque es cierto.

—Mantennos al tanto de todo, por favor. —Dante pide y poso mi atención en él.

—Claro.

—Me pondré a trabajar a primera hora y te llamo en cuanto haya resuelto lo de la recomendación, ¿vale?

Asiento.

—Gracias, Dante.

—No tienes nada qué agradecer, hermano.


***


Hace rato ya que colgué al teléfono con Dante, tomé una ducha y me puse a trabajar un poco más en el caso de Andrea.

Luego de redactar mi renuncia decido que debo parar por hoy y voy a la cocina para buscar algo para echarme a la boca.

El cereal que Andrea suele comer a todas horas está en la alacena y el solo verlo me pone un nudo en la garganta. Lo tomo y busco algo de leche en la nevera antes de instalarme en la isla para servirme un tazón.

Me digo a mí mismo que cuando la saque de ahí voy a tener la despensa repleta de sus cereales favoritos y, con ese pensamiento en la cabeza, me pongo a cenar.

Mientras lo hago, bobeo en el teléfono y reviso todos los mensajes que he dejado sin abrir por estar absorto en el caso de Andrea.

Le respondo a una Tania histérica por no haber tenido contacto conmigo en veinticuatro horas y sigo bajando a través de los mensajes para detenerme en el chat que tengo con Dante.

El ícono junto a su nombre marca 5 mensajes sin leer y el último que puedo ver es un link.

Los videos.

Abro nuestra conversación y me encuentro con tres links distintos y dos mensajes:

«Tuve que subirlos a la nube porque eran muy pesados para enviarlos por aquí. Además, me tomé el atrevimiento de cortarlos para evitarte horas y horas de nada, y pedí incrementar el volumen de todos para que seas capaz de escuchar lo más posible».

«Si necesitas cualquier otra cosa, avísame».

Vuelvo a los links y abro el primero.

Es el de la cámara del vestíbulo. El video empieza conmigo casi yéndome de bruces al abrirse las puertas del ascensor. Porque el imbécil de Dante tenía que hacerme saber que me vio en uno de los momentos más patéticos de mi vida.

Pauso el video para maldecirlo por lo bajo y para volver al estudio a buscar unos audífonos. Cuando los encuentro, vuelvo a la cocina —a mi tazón de cereal y al video— y me instalo en mi lugar para reanudar la reproducción, con los audífonos apropiados y toda mi atención en la pantalla del teléfono.

Puedo ver a Rebeca entrando conmigo; ayudándome a mantenerme en pie mientras avanzamos a paso torpe en dirección al pasillo.

Casi un minuto después de que desaparecemos de la imagen, me escucho vomitar. Asumo que lo he hecho en el baño justo entrando al corredor.

Después... nada.

De todos modos, un recuerdo vago me embarga. Es sobre mí, derrumbado sobre el suelo del baño del pasillo, sintiéndome como la mierda y vomitando mi peso en alcohol.

Aprieto los dientes.

Nada sucede en esa cámara por los siguientes veinte minutos y no me sorprende. Esa cámara está muy lejos de la recámara principal.

De todos modos, me aseguro de mirar el video en su totalidad, con el volumen a tope y la atención fija en él, en caso de que algo suceda.

Al final del video, puede escucharse mi voz gritando algo que, desde la distancia, no se entiende. Luego, puede verse a una Rebeca muy descompuesta llamando al ascensor, mirando en dirección a la alcoba. Como si esperase que en cualquier momento alguien saliera a perseguirla.

Después, desaparece a través de las puertas dobles y el video finaliza.

El segundo video es igual de largo que el anterior: treinta y siete minutos; y es de una cámara en la terraza. Una que tiene un vistazo extraño del vestíbulo y el inicio del pasillo.

Misma dinámica: otro ángulo de mi torpeza y Rebeca encaminándome hasta desaparecer por el pasillo.

Este video no tiene sonido, pero de todos modos lo miro minuto a minuto para no perder detalle alguno.

Al final, aparece la imagen de Rebeca avanzando a toda velocidad, deteniéndose solo para llamar al elevador.

El último link es el de la cámara del pasillo, y también dura lo mismo que los otros dos videos. En esta ocasión, pasan unos minutos antes de que pueda escuchar —lo que creo que es— el sonido de mis arcadas. Después, puedo verme a mí mismo avanzando tambaleante junto a Rebeca por el pasillo.

Pongo atención cuando desaparezco y, gracias a un aumento considerable y abrupto de sonido —uno que me hace dar un salto en mi lugar debido a la impresión—, creo escuchar más arcadas y, luego...

Nada.

De nuevo.

Frunzo el ceño en concentración.

Los minutos pasan eternos, pero no soy capaz de escuchar una sola cosa durante unos buenos veinte minutos antes de que escuche mi voz haciendo un sonido extraño.

Una especie de ruido entre una negativa y un gruñido.

El sonido se repite y casi puedo jurar que lo he imaginado cuando pasan los segundos y no regresa.

El corazón se me acelera.

Se oyen tumbos y, entonces, mi voz medio gritando patéticamente:

—¡L-Largo! ¡Largo de aquí!

—Bruno... —Es la voz de Rebeca y, como un rayo, una serie de recuerdos difusos me golpea.

Rebeca acariciándome el pecho, besándome el cuello; desabotonándome el pantalón e introduciendo sus manos dentro de mi ropa interior.

Recuerdo la repulsión. Las ganas de quitármela de encima y mis negativas.

Entonces, la recuerdo a ella tambaleándose lejos de mí mientras me levanto de la cama con torpeza.

—¡Largo! —Esta vez, mi voz es un bramido contundente y feroz, y el alivio me invade las venas.

Otra imagen se despierta en mi cabeza. En ella, puedo ver a una Rebeca mirándome fijo antes de abandonar la habitación.

Treinta segundos después, puedo verla salir corriendo por el pasillo hasta desaparecer.

Tres o cuatro minutos después, el video termina.

Aprieto la mandíbula y dejo escapar el aire que no sabía que contenía y me quedo mirando la pantalla oscura del teléfono.

No tengo idea de qué hora es, pero no sé si pueda dormir después de esto. No sé si pueda dormir después de todo lo que ha estado pasando.

Rebeca mintió.

No pasó nada entre nosotros esa noche.

La eché de aquí.

Me llevo las manos a la cara, en un gesto frustrado.

—Necesito hacer algo contigo —mascullo, pese a que sé que Rebeca no puede escucharme.

Entonces, viene a mí como una chispa en la oscuridad...

Le escribo a Dante:

«Hey... ¿Crees que puedas hacerme otro favor?».

Al cabo de unos minutos, Dante me responde:

«Claro. ¿Qué necesitas?».

Entonces, le mando una nota de voz:

—Necesito la grabación del vestíbulo del día que Rebeca fue a buscar a Andrea, el martes pasado. ¿O fue el lunes? No lo recuerdo. Fue alrededor de las seis o siete. Acababa de salir de la oficina. Necesito escuchar qué fue lo que le dijo.

Al cabo de unos minutos, recibo un audio:

Claro. Me movilizo para conseguírtelo. ¿Qué estás planeando?

Respondo:

—Todavía no lo sé. Apenas estoy en ello. Pero se me ocurre que va a ser buena idea hablar con su esposo. Investigar si todo lo que ha dicho sobre él es real o no, porque vino aquí a decirle a Andrea que la había follado y no es verdad. Necesito saber si él sabe sobre lo que tuvimos. Si no es así, entonces, se lo haré saber para que Rebeca deje de venir a joderme las malditas pelotas de una vez por todas.

El siguiente audio que recibo comienza con una carcajada sonora:

¿Necesitas ayuda con eso? Conozco a un par de buenos investigadores privados.

Cuando respondo, lo hago poniéndome de pie, dejando el trasto vacío del cereal en el fregador:

—Sería abusar demasiado de tu buena fe, Dante. Te lo agradezco, pero puedo encargarme.

Como desees, Bruno —responde, en otro audio—. De todos modos, te consigo el video lo antes posible.

—Gracias, Dante. Has hecho mucho por mí. No voy a poder pagártelo nunca. —Mando en un audio, pero la única respuesta que obtengo es un emoji guiñándome el ojo.

Sonrío, al tiempo que suspiro y contemplo el chat con mi mejor amigo.

—Cuando todo termine —digo, en voz baja, para mí mismo—, voy a mostrarle todo esto a Andrea.

Una pequeña sonrisa tira de las comisuras de mis labios y, con este dulce sabor de boca entre tantos tragos amargos, me voy a la cama.

Mañana será un largo día.





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