52
A la punzada de dolor, le sigue el sabor metálico de la sangre y cierro los ojos cuando me doy cuenta de que, de nuevo, me he mordido las uñas más de lo que debería.
Me saco el pulgar de la boca y lo presiono con ambos dedos para disminuir el sangrado escandaloso. Cuando noto que no se detiene me levanto de la diminuta cama —que más bien es como un catre y una litera. Ambas cosas al mismo tiempo— y avanzo los dos pasos que la separan del minúsculo lavamanos al centro de la estancia —que tampoco es muy grande.
Un golpe sordo en los barrotes de la celda me hace saltar en mi lugar, y mi compañera —Dolores— se burla de mí y masculla algo sobre mí, siendo una flor delicada.
Sé que no le agrado. Siendo honesta, ella tampoco me gusta demasiado, pero luce lo suficientemente peligrosa como para hacerme mantener una distancia adecuada entre nosotras.
—Nueva —la voz áspera de una de las policías de turno hace que cierre la llave del agua con la que me enjuagaba las manos y me gire para encararla. Está abriendo la puerta—, ven conmigo.
Frunzo el ceño.
No tengo mucho tiempo en este lugar —apenas unos días—, pero sé que todo aquí funciona gracias a un horario estricto. A las seis y media nos despertamos, a las ocho estamos desayunando y a las nueve haciendo cualquiera de las actividades programadas para ese día.
Por la tarde nos permiten estar en las áreas comunes —siempre vigiladas, por supuesto— y nada más. El hecho de que hayan venido a buscarme me descoloca, sobre todo, porque no creo que sea algo bueno en este lugar.
Me seco las manos en el pantalón de material áspero que llevo puesto y dubitativa, avanzo hasta la salida mientras trato de recordar si hice algo para hacer que me mandaran llamar. No he aceptado nada de nadie. Ninguna clase de favor. Ni siquiera algo diminuto. Mucho menos me he metido en problemas.
Me he mantenido alejada de aquellas personas de las que se habla con miedo a susurros y me he las he arreglado para colarme poco a poco entre las mujeres que son madres. Esas que están aquí, embarazadas o con sus hijos pequeños —aún necesitados de ellas— y he tratado de pasar lo más desapercibida posible.
La puerta de la celda se cierra detrás de mí y, cuando avanzamos por el pasillo, algunas reclusas miran con curiosidad en mi dirección. Trato de mantener la vista al frente —nunca al suelo— todo el tiempo y, cuando por fin abandonamos el área, dejo escapar el aire que no sabía que contenía.
La mujer que me escolta, flanquea el camino y nos guía por una serie de pasillos estrechos en silencio.
—¿A dónde vamos? —inquiero, cuando las paredes grises van pareciendo más a las que encontrarías en alguna oficina y no en un reclusorio.
—Tu abogado quiere verte —responde, lacónica, y sigue avanzando hasta que llegamos a un pasillo iluminado.
—¿Mi abogado? —inquiero, pensando en la imagen regordeta del licenciado Guzmán y ella asiente.
De inmediato, cientos de preguntas se arremolinan en mi interior.
Lo primero que pienso es en Sergio. En la plática que tuvimos antes del juicio, y casi quiero gritar de la emoción ante la perspectiva de mi amigo encontrando a un abogado que pueda ayudarme.
Que sea eso y no Guzmán. Que sea eso y no Guzmán. Que sea eso y no Guzmán.
Si mis suposiciones son ciertas y Sergio hizo lo acordado, seguramente, ya habló con mis padres. La verdad es que ahora mismo no me importa que lo haya hecho. No puedo pasar aquí diez meses... Diez años... Lo que sea que vaya a ser el tiempo que me quede en este lugar.
No podría hacerlo.
Aprieto los dientes cuando los recuerdos de la audiencia regresan a mí una vez más. Pese a que no estaba bajo los efectos de ninguna clase de sustancia o fármaco, todo lo que recuerdo viene en retazos inconexos.
Todavía no entiendo muy bien qué fue lo que pasó, pero, lo último que dijo el licenciado Guzmán es que era algo bueno. Que el juicio aún no terminaba y que todavía podía salir bien librada de esto...
... Pero de todos modos estoy aquí, encerrada en una prisión de alta seguridad.
Diez meses de prisión preventiva oficiosa. Eso dijo el juez. Diez meses de prisión mientras mi abogado —Guzmán, o quien sea que haya conseguido Sergio— demuestra que soy inocente. Diez meses para que un juzgado dictamine si cometí o no fraude fiscal.
El nudo de terror que me invade el estómago es abrumador, pero me obligo a seguir avanzando.
Nos detenemos frente a la primera puerta y la abre haciendo un gesto hacia el interior.
Observo, pero no me muevo de donde estoy. Aún insegura de las esperanzas absurdas que han empezado a embargarme, pese a que sé que no debería permitírmelas.
La policía me mira fijo, con curiosidad.
—¿Quién es tu abogado? —inquiere.
Parpadeo un par de veces.
—¿A qué se refiere? —replico, confundida, y ella sacude la cabeza en una negativa.
—Esto no es... usual —dice, y solo le ruego al cielo que esto no vaya a dejar en la ruina a mis padres, al tiempo que me adentro en la oficina que, en definitiva, es más grande que la celda en la que vivo.
La policía adopta de nuevo esa actitud de superioridad que había mantenido todo el camino hasta aquí, antes de mirarme y decir:
—Estaré afuera. Tu abogado no debe tardar.
Entonces, cierra la puerta detrás de sí.
Giro sobre mi eje con lentitud, para tener un vistazo de la estancia y observo alrededor. De inmediato, me doy cuenta de que aquí no hay cámaras de seguridad y el corazón me da un vuelco pequeño. No sé qué tan bueno o malo sea eso.
¿Qué clase de abogado consiguió Sergio? Pienso, horrorizada de la cantidad de honorarios que debe cobrar un licenciado capaz de conseguir una reunión a deshoras con su cliente, en una habitación sin vigilancia absoluta.
La puerta se abre de nuevo.
Mi atención se vuelca hacia ese lugar de inmediato y me congelo.
El corazón se me detiene durante una fracción de segundo y siento cómo un puñado de piedras se me instala en el estómago. El aire se me atasca en los pulmones y un disparo de ansiedad me llena las venas a una velocidad aterradora.
—Tienen cinco minutos —dice la oficial, en dirección al impresionante hombre que ha llenado la estancia, pero él ni siquiera le dedica una mirada cuando responde.
—Tengo todo el tiempo que yo quiera. Si necesita corroborarlo, vaya directamente con De La Torre a preguntarlo.
Poso la vista en la mujer de manera fugaz y noto como palidece ante la mención de aquel apellido. Asumo de inmediato que es una persona importante. Al menos, en este lugar.
Una nueva emoción se mezcla con la revolución de sentimientos que ya se mueve a toda velocidad a través de mi torrente sanguíneo y miro de nuevo en dirección al hombre que me observa con esa mirada penetrante de la que es poseedor.
Un escalofrío me recorre entera y las ganas de llorar —esas que usualmente solo me asaltan por las noches en este lugar— me invaden por completo.
La policía masculla algo que francamente no escucho y, segundos más tarde, cierra la puerta, dejándome a solas con él.
Con Bruno Ranieri.
Me tiemblan las manos, así que aprieto los puños en un intento de controlarlo. Apenas puedo respirar. El corazón me late con tanta fuerza que estoy convencida de que es capaz de escucharlo y me quedo aquí, quieta, mientras trato de entender lo que está sucediendo.
Su gesto es estoico cuando me mira de arriba abajo, pero eso no impide que una quemazón extraña me invada conforme su mirada viaja a través de mí.
Sé cómo debo lucir a sus ojos. Sé que el uniforme café y holgado que nos proporcionan es deprimente y que yo tampoco he hecho demasiado por ponerle un poco de esfuerzo a mi aspecto.
Hace días que no me miro en un espejo. Que apenas me paso el cepillo por el cabello —cada mañana, antes de ducharme y nada más—. Y ahí está él, enfundado en un traje gris oscuro que le queda de maravilla, una camisa negra y una corbata satinada del mismo color —negra—. Con el cabello estilizado en su lugar y la mandíbula cubierta por una fina capa de vello áspero. Con ese porte arrogante que siempre lo ha caracterizado y esa soberbia irradiándole a través de cada poro del cuerpo.
Me muerdo el interior de la mejilla cuando siento que los ojos se me llenan de lágrimas y quiero preguntar cómo lo averiguó. Si él mismo lo descubrió o Sergio fue tan canalla como para correr a contárselo.
—¿C-Cómo lo supiste? —Apenas puedo arrancarme las palabras de la boca.
—No como me hubiese gustado —replica, con esa voz ronca tan suya y se me erizan los vellos de la nuca.
Lágrimas gruesas y pesadas se deslizan por mis mejillas, pero no me atrevo a limpiarlas porque la vergüenza que siento es tan abrumadora, que no me permite moverme.
Él lo sabe.
Todo.
No hay duda de ello.
—N-No lo hice —digo, porque necesito que me escuche decirlo. Más que nadie, necesito que él sepa que no soy capaz de hacer algo así.
Su expresión se suaviza al instante.
—Lo sé —dice y las ganas que tengo de llorar largo y tendido incrementan.
Me llevo una mano a la boca para contener un sollozo y desvío la mirada.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunta y cierro los ojos. No puedo verlo. No quiero.
Estoy tan mortificada. Tan angustiada ante la idea de él estando en este lugar, sabiendo absolutamente todo sobre mi situación legal.
Sacudo la cabeza en una negativa y lo encaro.
—Me daba vergüenza —admito y la expresión dolida que esboza hace que todo dentro de mí escueza con violencia.
Es su turno de negar.
Acorta la distancia que nos separa, deja el maletín sobre la mesa al centro de la estancia y me acuna el rostro entre las manos para obligarme a verlo a los ojos.
—¿Vergüenza de qué, Andrea? —inquiere, con frustración—. Te habría ayudado desde el primer momento. Sin dudarlo.
Reprimo otro sollozo, pero me permito tocarlo. Ponerle las manos sobre los antebrazos y sentirlo...
—N-No sabía cómo —confieso, en un suspiro tembloroso—. Me aterraba que creyeras que había sido capaz de robarme ese dinero, o hacer algo así.
—Andrea... —Me reprime, pero suena dulce y amable—. ¿Por qué diablos no me lo dijiste antes? ¿Por qué permitiste que llegara hasta este punto? ¿Por qué...?
Mis dedos se posan sobre su pecho y tantean hasta que encuentran la corbata. Acto seguido, tiro de él hacia mí para besarlo. Para acallar esos cuestionamientos para los que ni siquiera yo tengo la respuesta.
Un gruñido lo abandona cuando mi lengua encuentra la suya, pero corresponde a mi caricia ansiosa al instante.
—Puedo arreglar esto —dice, contra mis labios—. Déjame arreglarlo. También puedo hacer algo por el asunto de Rebeca, amor. Puedo...
Lo beso una vez más.
Otro sonido ronco y profundo lo abandona cuando nuestros labios se encuentran en otro beso y, en esta ocasión, tira de mí para envolver los brazos alrededor de mi cintura.
Cuando nos apartamos —una eternidad después—, une su frente a la mía.
Los labios me arden debido a la intensidad de nuestro contacto y, de pronto, todo se siente más llevadero. Esperanzador.
—Voy a sacarte de aquí, preciosa —dice, en un susurro ronco—. Así sea lo último que haga.
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